TODOS MORTOS, ¡PUM!, ¡PUM!


Por: Eduardo Rosero Pantoja
La guerra en el Cauca en lo que va de este milenio se da con especial crueldad  en  la Costa Pacífica, tal como ocurre a lo largo de toda esa región selvática de Colombia. Pareciera ser que el lema secreto del Estado colombiano para actuar de acuerdo a ciertos intereses creados -con las transnacionales- es de “hombres sin tierra y tierra sin hombres”, para poderse apoderar de todos los recursos madereros y mineros que tienen los departamento costeros como Nariño, Cauca, Valle y Chocó. La suerte está echada y como agregara folclóricamente un nativo “y boca abajo”. Si por los lados de la región central y oriental del Cauca, poblada por guambianos y paéces, no pasa semana  en que las fuerzas del “orden”  o sus agentes encubiertos,  no maten a un dirigente indígena o en que no muera un nativo en medio del fuego cruzado, producto de la confrontación permanente entre el ejército y policía, de un lado, y la guerrilla, de otro. Es el pan de cada día de la región, que si bien se conoce en Popayán y en Bogotá, parcialmente, nada le dice la gente citadina, protegida y casi que blindada de las acciones bélicas que tienen lugar en Colombia desde hace más de 60 años de guerra civil no declarada.
Antes por lo menos había un Ministerio de Guerra, cuyo nombre correspondía a lo que, realmente,  ocurría en Colombia. Hace décadas que esa entidad se rebautizó como Ministerio de Defensa, nombre eufemístico que encubre lo que, de hecho,  hacen los militares y policiales a lo largo y ancho del territorio nacional. No propiamente realizan la defensa del país (de los vecinos que se llevan nuestro territorio a pedazos, legal e ilegalmente), sino la guerra fratricida, que es tan  cobarde, como  desproporcionada, sobre todo, cuando bombardean zonas enteras sin importarles nada la población civil. Olvidan -pero lo saben- que el mismo Vaticano declaró que cualquier bombardeo es inmoral, bien se trate de bombardear a Londres (ocurrió por parte de Hitler) o de un pequeño núcleo humano, de civiles, e incluso de gente alzada en armas, a la cual es posible capturarla, herirla y hasta matarla con armas convencionales, pero nunca se la puede bombardear, porque está moral y jurídicamente  prohibido por las leyes internacionales que defienden los derechos humanos. Pero como vivimos en un país de selvas, los dirigentes nuestros -estudiados en las afamadas universidades de Harvard y Oxford y nuestros comandantes militares,   en la Escuela de las Américas-  aquí nos aplican, sin miramientos,  la “ley de la selva”.
Pero la cruel indiferencia de la comunidad nacional de Colombia y especialmente de los citadinos, por los cinco millones de desplazados (refugiados internos de la guerra), a veces,  se rompe cuando las víctimas de esa confrontación se asoman a tu propia puerta. Me voy a referir al cuadro desgarrador que mis tres hijos vieron en el antejardín de mi casa, situado en un barrio del sector histórico de Popayán. Ellos me contaron a comienzos de 2012, en dicho antejardín aparecieron a eso de las 10 de la noche un grupo de 14 indígenas, concretamente de la etnia epera (del Pacífico), compuesto por cuatro mujeres y diez niños de pocos años, buscando refugio en la noche, en medio de la lluvia torrencial. No podían creer mis hijos que esas mujeres casi no pudieran expresarse en castellano, y no supieran manifestar de dónde venían y qué era lo que les ocurría. Sin embargo una de ellas acertó a decirles que sus maridos “todos  mortos ¡pum! ¡pum!” y que venían de la selva, pasando por Cali. (La salida es a través del Valle, porque el Departamento del Cauca no tiene carretera al mar por el miedo que tienen los ricos y los políticos caucanos de que Popayán se les llene de negros en un dos por tres). Nunca se supo para donde iban y lo único que querían era pasar la noche bajo ese alar. Mis hijos se alarmaron y toda mi familia se dispuso atenderlos, con comida y bebida calientes,  para que mitigaran el hambre y el frío, toda vez que venían trasijados y apenas vestidos con la ropa que usan en su hábitat selvático.
Mis hijos igualmente se pusieron en contacto con funcionarios  del CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca), quienes les hicieron el contacto con una casa de paso que tienen para atender, temporalmente, a los enfermos de las etnias guambiana y páez, que vienen por algún tratamiento al hospital San José de Popayán. Mis hijos y los 14 indígenas, como pudieron, se metieron en un taxi y llegaron a  la citada casa de paso. Dos policías aparecieron por la plaza de mercado Bolívar y accedieron a prestar ayuda a cambio de que mis hijos y los indígenas “los protegieran” de los delincuentes que pululan por esos lugares. Pero más pudo el temor de los eperas, ante la presencia policial que salieron en carrera a esconderse en el barrio Modelo aledaño al anterior, para evitar que la policía les incaute los niños, según la orden que tienen de llevarse a los menores que estén en manifiesto estado de desprotección. Mis hijos me contaron que los indígenas se echaron sobre el pasto y se mimetizaron entre él,  y  que era tanto el miedo, que ni un quejido, ni un ay,  se escuchó entre esas mujeres y sus infantes. Después de que se hubo alejado la fuerza pública, un payanés -de buen corazón- a les ofreció a esos humildes compatriotas indígenas,  una salchicha con pan,   en un acto de compasión que merece nuestro aplauso.
En abril de 2001 en -en jueves y viernes santos- , en la región del Naya, los paramilitares (contrainsurgencia financiada por los poderosos y tolerada por el Estado) masacraron a dos centenares de humildes pobladores de ocho aldeas de la región y, a pesar de la alharaca que hicieron los medios nacionales, los órganos de justicia se quedaron quietos o casi quietos. “El que calla otorga”, como dicen los viejos. Hubo también comisiones del Senado para acopiar información y hacer investigaciones “exhaustivas”, para quedar medianamente bien con las organizaciones internacionales que reciben denuncias, pero todo quedó impune. En estos casos hasta es posible que den con los autores materiales de los horrendos crímenes que conmueven hasta el más insensible, pero nunca llegan a los cerebros, a los determinadores de las matanzas, porque ellos están -a esa hora de las investigaciones- en los flamantes clubes de las capitales, planeado o dando el visto bueno de un nuevo delito, a través del guiño (esa modalidad tan colombiana de dar órdenes contundentes, estilo mafia siciliana). Es por eso que nos estremecen las armas y hasta las “inocuas” motosierras  de trabajo (de fabricación sueca),  porque con ellas es que cercenan cabezas, con las mismas que los mimados del régimen juegan fútbol durante la matanza de turno.
Esa es la guerra que todos los días asoma sus fauces por el Departamento del Cauca y por muchos rincones de Colombia y que sólo tiene como respuesta las palabras desafiantes  del ministro de defensa (agente de los acaudalados), con las mismas que corrobora que la guerra sigue avante con la compra de otra partida de aviones de combate y nuevas armas a su socio del alma, Israel, ese Caín que  desde hace decenios asesina a los palestinos. Si no fuera por la intervención descarada en el conflicto colombiano, de países como el nombrado y los Estados Unidos, hace tiempos que esa guerra se hubiera resuelto a favor del pueblo. Tal vez ya no existiría ejército, como ocurre en Costa Rica o en Finlandia, y simplemente habría una policía honesta y eficiente que cuidaría de nuestra seguridad y nuestros bienes, además de que eso nos llevaría a  ahorrar billones de pesos anuales en gasto inútil.
Una determinación ejemplar, en aras de conseguir un poco de paz en el Departamento del Cauca,  tuvo lugar -hace más de diez años- en el corregimiento de Tunía, Municipio de Piendamó, Cauca,  donde la población exigió al Concejo y al alcalde,  que de esa localidad fueran retiradas la Caja Agraria y la policía, para evitar las provocaciones de la insurgencia. Pero si deseáramos algo mejor, tendríamos que adoptar, definitivamente, las buenas costumbres de Macondo, en medio de sus florestas,  donde la armonía la daba la ausencia de policía y de clérigos.

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