SANTA MARTA DE ENCANTO
Por:
Eduardo Rosero Pantoja
“Con no más mirar tus playas/ de las más blancas
arenas
/quedo absorto en su belleza/y es feliz mi corazón”(E.R.P.)
Ir al mar -en
cualquier época-es una aspiración natural de todo ser humano y más aún, de
conocerlo, antes de morir. Algunos presidentes de Colombia, como Miguel Antonio
Caro, se murieron sin conocer el mar, tal vez por su procedencia interiorana
dueña de “la impavidez taciturna e impenetrable de los hombres del paramo”. Se
salvó don Marco Fidel Suárez, quien, afortunadamente, alcanzó a conocer el mar,
aunque fuese un año después de haber asumido el mando. De niño recuerdo que
siempre quise conocer el mar y me lo imaginaba como un gran charco, pero sin el
hermoso tono gris azul del Pacífico ni el verdeazul del Atlántico. Mi sueño se
cumplió en Tumaco, ya a los 11 años. El Caribe colombiano lo vi, apenas, a los
58 años, un conocimiento tardío, si se tiene en cuenta que he sido profesor
universitario todo el tiempo. Y no por falta de ganas, sino porque la vida de
los asalariados tiene prioridades. Después de esa hermosa experiencia, no me
perderé nunca la oportunidad del volver al mar verdeazul.
De niño recuerdo
que por la radio se oía la canción “Santa Marta, Santa Marta tiene tren/ Santa
Marta tiene tren/ pero no tiene tranvía/si no fuera por las olas,
¡caramba!/Santa Marta moriría, ¡caramba!”. En la escuela “Eduardo Santos” de
Túquerres, -después arbitrariamente
rebautizada “San Juan Bosco”- escuché más de una vez los nombres y apellidos
de los fatídicos españoles que llegaron a la región caribeña en cuestión. Allí
sentaron sus reales, pusieron los nombres que quisieron a los poblados y a los
ríos y, sin pensarlos dos veces, diezmaron a los indígenas tayronas, koguis,
wiwas, chimilas y motilones. A los que quedaron los catequizaron en una fe
absolutamente extraña, traída de ultramar por los fanáticos españoles, con el
objeto de amedrentar a los nativos y luego poderles robar sus riquezas y
sonsacarles sus secretos. Cuando veo por las calles de Bogotá a los
sobrevivientes de esa hecatombe humana, más admiro a esos compatriotas, quienes
después de tamaña tragedia, aún se dan el lujo de seguir hablando en sus
lenguas y de vestirse con las galas de su etnia.
Pero también
viene a memoria Santa Marta, a propósito del recuento que mi pariente Manuel
Rosero -director de la citada escuela- hacía del El Liberador, Simón Bolívar,
cuando en la Hacienda de San Pedro Alejandrino, exhalaba sus últimos suspiros.
Muchas páginas se han escrito sobre ese tema, pero no puedo de recordar la
pieza de unos teatreros venezolanos, que de visita por Cartagena en 2002,
citaban las palabras, que sus últimas horas febriles dijo a los circunstantes:
“Os veré, en breve, comiendo carne de búfalo”, en alusión a que no iba tardar
mucho tiempo en iríamos a ser colonizados e invadidos hasta nuestras últimas
entrañas por los yanquis. Premonición que se cumplió, casi que al dedillo. No
permanecieron para siempre los restos de Simón Bolívar en Santa Marta, porque
fueron repatriados por los venezolanos y ahora reposan en Caracas, desde 1876, en el Panteón Nacional. De todas maneras la
Hacienda de San Pedro Alejandrino, es un sitio de referencia obligatoria para
toda la gente culta que llega a Santa Marta y donde se mantiene viva la memoria
de El Libertador. Otros sitios también son de obligatoria visita en Santa
Marta, como son: el Museo Bolivariano de Arte Contemporáneo, el Museo Antropológico, el Museo de Oro
Tayrona, El Museo Etnográfico de la Universidad del Magdalena, el Acuario y Museo
del Mar. Dispone la ciudad de diversas e interesantes bibliotecas, entre las
que se destacan: la Luis Ángel Arango del Banco de la República, la Biblioteca
Popular de Gaira Elisa Fernández Nieves, la del Sena, la Biblioteca Invemar
(del Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras).
Santa Marta es
Distrito turístico, cultural e histórico y una de las capitales más entrañables
de nuestra patria. Es la ciudad más antigua de Colombia y está emplazada en la
hermosa bahía de su nombre, situada entre el mar Caribe y la Sierra Nevada, el
mayor promontorio de tierra, cerca del mar que tiene el mundo. Son inmortales
las palabras de Gabriel García Márquez, al comienzo de su novela “Cien años de
soledad”, cuando escribe: “Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde
remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Se trata del hielo de la
Sierra Nevada, del cual vivía fascinada la población del Departamento del Magdalena, la
mayoría procedente de tierras bajas, como Aracataca, la patria chica del Nobel.
Ese hielo era trasportado en bestias, hasta diversos rincones, donde la gente
se deleitaba con los famosos raspados de hielo, untados de almíbares de frutas,
tal como se estilaba en otros lugares de Colombia, como en Túquerres, donde
traían el hielo entre frailejones, del Nevado de Cumbal.
En Santa Marta
abundan las frutas y es allí donde nacionales y extranjeros se dan el mejor
banquete de cocos, mandarinas, naranjas,
guanábanas, papayas, pitahayas, mangostinos, sandías, melones,
maracuyás, granadillas, bananos, limones y de decenas de frutas más que se
consiguen, prácticamente todo el año y se pueden consumir solas o en deliciosos
cocteles que elaboran en las fruterías. En gastronomía Santa Marta es la mezcla
cultural de lo indígena, lo español y lo africano: pescado fritos, mariscos,
carimañolas, arepas de huevo, enyucados, ñame, malanga, guineo pachangao o cayeye, en tajadas, arroz con coco, bollo
limpio (de maíz), además de muchos dulces que se fabrican a partir de las
frutas, como las cocadas. Nunca se justifica que en sitios de litoral, como
Santa Marta, se cambie la comida típica, por la que solicitan los interioranos,
que no pasa del pollo, la morcilla y los cuchucos. La identidad culinaria de
las regiones es algo que hay que defender y no
tiene sentido que los dueños de los restaurantes cedan sólo en virtud
del lucro inmediato.
Santa Marta es
famosa por sus bellas playas -entre las que se destaca la del Rodadero y Playa
Blanca, consideradas las más bellas de América. Me comentaba mi amigo Wálter
Peña Peña que ha habido intentos de privatizar las playas de la región, pero el
mismo se manifiesta contundentemente: “ningún hotel o empresa puede privatizar
las playas porque ellas son patrimonio de todos los colombianos”. Yo también me
digo: me sentiría muy triste el día en que no me pueda pasear, descalzo o en
chanclas, a lo largo del litoral
Atlántico o Pacífico, sólo porque a unos señores ambiciosos les dio por
apropiarse de las playas, hasta ahora patrimonio nacional. Sobra decir que el
Departamento del Magdalena no sólo son playas, sino también la hermosa y enorme
Sierra Nevada de Santa Marta, de miles de kilómetros de extensión, con todos
los climas y cubierta de nieves perpetuas, en picos como el Simón Bolívar, de 5800 metros
de altura. Fuera de esto están las tremendas ciénagas del Magdalena, de las
cuales dice García Márquez, en “Cien años de soledad”: “La ciénaga grande se
confundía al occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde había
cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los
navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis
meses por esa ruta antes de alzar el cinturón de tierra por donde pasaban las mulas
del correo…”
A mis 18 años me
estremeció la lectura del libro de Jorge Eliécer Gaitán “La masacre de las
Bananeras” donde narra la tragedia de
los obreros magdalenenses, en huelga, de
la United Fruit Company, cuando fueron
asesinados, junto a la población civil, en número de 3000, por orden de un tal general
Carlos Cortés Vargas, cuyo nombre nos resulta fatídico, pero tenemos que
citarlo, para no olvidarnos de las proezas del ejército colombiano defendiendo
los intereses de los extranjeros lo largo
de toda nuestra la vida republicana. La defensa de esa causa, en no poca medida contribuyó al asesinato (en
1948) de dicho líder nacional, único
candidato del pueblo a la presidencia que ha tenido Colombia durante toda su
historia. Y son las palabras textuales de Gabriel García Márquez, en su novela “Cien años de soledad”: -Señores y
señoras: dijo el capitán con una voz baja…tiene cinco minutos para retirarse.
José Arcadio se empinó por encima de las cabezas y por primera vez en la vida
levantó la voz. -¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que falta…El
capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron
en el acto… Era como si las
ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia…Una
fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo estallaron en el
centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva…”
“…Cuando José
Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las tinieblas. Se dio cuenta de
que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello
apelmazado por la sangre seca y le dolían todo los huesos. Sintió un sueño
insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror,
se acomodó del lado que menos le dolía, y sólo entonces descubrió que estaba
acostado sobre los muertos…Debían de haber pasado varias horas después de la
masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño…y
quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden
y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse
de la pesadilla, José Arcadio se
arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren…al pasar
por los pueblos dormidos veía los muertos hombres…mujeres…niños, que iban a ser
arrojados al mar como el banano de rechazo…Se quedó tendido en la zanja hasta
que el tren acabó de pasar. Era el más largo que había visto nunca, con casi
doscientos vagones de carga… No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se
deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros y sigilosos de
soldados con las ametralladoras emplazadas…”
…”Después de la
media noche se precipitó un aguacero torrencial. José Arcadio Segundo ignoraba
donde había saltado, pero sabía que caminando en sentido contrario al del tren
llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los
huesos, con un dolor de cabeza terrible, divisó las primeras casas a la luz del
amanecer. Atraído por el olor del café, entró en una cocina donde una
mujer con un niño en brazos estaba
inclinada sobre el fogón. -Buenos- dijo exhausto-. Soy José Arcadio Segundo
Buendía. Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que
estaba vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que era una aparición al
ver en la puerta la figura escuálida, sombría, con la cabeza y la ropa sucias
de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte…le calentó agua para que se
lavara la herida…y le dio un pañal limpio para que se vendara la cabeza…José
Arcadio no habló mientras no terminó de tomar el café. –Debían de ser como tres
mil- murmuró. -¿Qué? –Los muertos -aclaró
él-. – Debían de ser todos los que estaban en la
estación. La mujer lo midió con una mirada de lástima. “Aquí no ha habido
muertos”, dijo. ”Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en
Macondo”. En tres cocinas donde se detuvo José Arcadio Segundo antes de llegar
a la casa le dijeron lo mismo: “No hubo muertos”. El realismo responsable de
García Márquez coincide con la verdad jurídica de Jorge Eliécer Gaitán, como
para demostrar que se puede ser literato, a carta cabal, sin tener que torcer la conciencia.
Al primer
magdalenense que conocí fue a Lucho López, ex-sacerdote jesuita y luego profesor de
inglés de la Universidad del Cauca. Hombre de gran erudición, buena palabra y
fino humor, quien alguna vez me prometió llevarme hasta su ciudad para que
conociera a José Barros, ese gran
maestro de la canción nacional, autor de “La piragua” y de centenares de
hermosas canciones, conocidas por todos. Desafortunadamente el viaje no se dio
y el maestro banqueño falleció antes de nuestro intento de viajar. Casi al mismo
tiempo conocí en la Universidad del Cauca a José María Serrano, amigo del
primero, y bibliotecario de profesión. Hombre culto, amistoso, pero
profundamente escéptico. Un día que le pedí el favor de grabarme en su aparato
unas obras de Piazzola y sabiendo de mi vocación de toda la vida por la
música, me dijo, con desprecio: ¿Y tú si
sabes quién es Piazzola?”. ¡Como para quedar estupefacto! Muchos años después, conocí en Bogotá, al poeta nacional José Luis Díaz Granados,
nacido en Santa Marta, quien fuese
director del Instituto León Tolstoi.
Tengo mucha
admiración por dicho bardo y con el beneplácito de él he musicalizado algunas
de sus poesías, una de ellas dedicadas a honrar la memoria de Simón Bolívar. Federico Díaz-Granados, su hijo, también es reconocido poeta y dirige la
sección cultural del Gimnasio Moderno de Bogotá. Mi más reciente amigo
magdalenense es Walter Peña Peña, intrépido
salvavidas del lujoso hotel Mendihuaca -a media hora de Santa Marta- y
quien, a pesar de ser inspirado músico, no tiene el dinero para comprarse un
acordeón a fin de distraerse y apoyarse
así, económicamente. Estando en Santa Marta, también conocí a otro
magdalenense, por adopción, don Celso Peña Salazar, quien se ha dedicado a
fomentar el turismo ecológico y tiene una interesante preparación
ambientalista. Importante asunto que el turismo lo administren colombianos que
tengan criterio patriótico y eminentemente humano, como lo tiene el citado
amigo.
Fuera del famoso
y digno de todo encomio, Gabriel García
Márquez, escritor, poeta y periodista (Aracataca), el Departamento del
Magdalena ha dado personajes que son también orgullo nacional como el citado
poeta José Luis Díaz-Granados, por su poesía filosófico-social (Santa
Marta); Jacobo Pérez Escobar, jurista y
tratadista (Aracataca); Arturo Bermúdez Bermúdez, historiador (Santa Marta);
Luis Magín, pintor (Ciénaga); Jitoma Sofiame, pintor (Comunidad arhuaca); José
Benito Barros, compositor (El Banco); Julio Bovea, cantante y compositor (Santa
Marta); Carlos Vives, cantante, compositor, actor (Santa Marta); Carlos
Valderrama “El Pibe”, futbolista;
Radamel Falcao, futbolista (Santa Marta) y muchos otros magdalenenses
que han aportado al desarrollo de las letras nacionales, a las artes y al
deporte, a escala mundial.
Con este escrito
queremos rendirle un sentido homenaje al Departamento del Magdalena, a Santa
Marta y a su río Yuma (Magdalena), al mar Caribe que baña sus costas y a toda
su gente que trabaja, día a día, para
ganarse -honradamente- los medios de subsistencia y, además, para vivir en armonía con la naturaleza. Que no sea
lejana la fecha en que podamos llegar
hasta Santa Marta por vía terrestre, fluvial, marítima o aérea. Lo importante
es tener la idea permanente de querer volver a reencontrarnos con el mar y con
su gente linda, alegre, franca y propositiva, con aquella que tiene la mano
caliente y mira siempre a los ojos mientras le habla, en señal de que -de
veras- quiere comunicarse con nosotros, sus hermanos lanudos “de más allá de la
Ciénaga Grande”.
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