OTROS RECUERDOS DE LA INFANCIA

Por: Eduardo Rosero Pantoja

EL FORD ROJO . Con alguna frecuencia mi papá me llevo a visitar a don Manuel Rosero Ibarra, mi tío abuelo, un señor de amable sonrisa, quien al verme, indefectiblemente, me decía “el catire” y se reía. Desde entonces entendí que me decía así porque tenía yo los ojos claros, cuasi-verdes. Sólo después de muchos años supe que “catire” era un venezolanismo, de origen caribe. Don Manuel o tío Manuel -como yo le decía- andaba siempre impecablemente vestido, con corbata y un abrigo negro, con gafas. Me había formado la impresión de que él era una persona importante en la ciudad, además de que tenía una voz atildada y hablaba con mi papá de unos temas que yo no entendía en lo más mínimo. A veces don Manuel me alzaba en sus brazos, hecho por el cual sentía yo fascinación, porque muy pocas veces alguien lo hizo. Eso de sentirse alivianado de su propio peso es algo reconfortante, sobre todo cuando llegamos a saber -por las clases de física- cuál es la presión del aire por cada centímetro cuadrado de nuestro cuerpo.

Vivía don Manuel en una casona de dos pisos, pintada de verde, con ventanales y pasamanos, también verdes, de amplio patio y un alto muro a la entrada. Las principales características de esa casa, eran que tenía escalera de caracol, la única del pueblo, por varios decenios y que adelante tenía un muro, que la separaba bastantes metros de la casa propiamente dicha. Tenía don Manuel muchas comodidades y era el padre de varios hijos, entre ellos unas hijas rubias y espigadas de diversas edades. Una de ellas, Magdalena (de unos 18 años) era especialmente amable conmigo y, una vez que otra, me la encontré en el parque Bolívar de Túquerres -a una cuadra de su casa- tomando el sol y leyendo algún libro. Era afable conmigo y me invitaba a sentarme con ella para charlar de cualquier cosa. Su hermano Juan había estudiado ingeniería electrónica de la Universidad Distrital y Germán, hijo de una hermana de ellos, parece que siguió su misma carrera. El caso es que esa familia era bastante solvente y terminaron todos viviendo en Bogotá después de los días de don Manuel.

El caso que voy a referir tuvo lugar cuando yo tendría alrededor de los seis años, esto es, hacia 1950. Fue cuando mi papá me llevó a la casa de ese tío abuelo y yo quedé deslumbrado por un automóvil rojo nuevo, de marca Ford, que estaba aparcado en el amplio patio de esa casa, dispuesto para algún viaje, por lo visto hacia Pasto. Ese carro, por lo que creo, lo había comprado él, pero se lo había otorgado a uno de sus hijos. Igual pasó con un camión nuevo que otro hijo lo dejo “embancado” en la vía o sea montado sobre bancos ya que vendió o empeñó las ruedas, con las llantas, para conseguir unos pesos para su disfrute. Un verdadero badulaque.

Siguiendo con mi relato, me pareció lo más elemental del mundo acercarme a ese automóvil e intentar abrir la puerta delantera para subirme, cuando una mano…tal vez la de don Manuel, me cogió y me detuvo, acompañada esa acción por estas palabras: “no te subas, mejor te llevo a que te peses en la balanza”. Dicho y hecho. Mi frustración de no poder subirme a ese bello coche, no fue ni poquito amortiguada con la variante de llevarme a pesar en la balanza para granos, donde, por cierto, pesé en ese día y hora, 20 kilos.

En esa oportunidad “feliz” aprendí a pesar cualquier cuerpo, cualquier bulto, con precisión. Pero mis ganas de montar el bello carro rojo de mis parientes, me las ahogaron. Hasta la fecha, me he quedado con esa frustración porque nunca he tenido la oportunidad se subirme a un vehículo así. Y de contera, alguna vez, charlando sobre carros de turismo, mi sobrina política, Marcela -quien vive en los Estados Unidos- me dijo tajantemente: “Mira, si no tienes un carro, como el que me acabas de describir en tu relato, es porque no te lo mereces”. Me quedé perplejo con la respuesta, pero, tal vez, encierra una enorme verdad., aunque resulte difícil de aceptarla.

Debo comentar que ese, mi tío abuelo, era de verdad una persona importante en la comarca. Él personalmente había recibido en Túquerres, en su calidad de administrador de las minas de El Cristal y El Tábano, a Rockefeller -quien se hospedó en el Hotel Londres- para luego seguir, con su delegación hacia dichas minas, ubicadas en la región de Guachavés. Allí se extraía enorme cantidad de oro, pero como resultado del mismo proceso de “agotar existencias”, con los años quedaron prácticamente esquilmadas y las dragas fueron abandonadas y convertidas en chatarra a merced de la lluvia, el viento y el sol. Esta es una información que inicialmente la recibí de la matrona tuquerreña doña Mercedes González Rosero y que luego fue corroborada por el académico Arturo Pazos Bastidas, oriundo de Guachavés, Nariño.

Pero de mi propia experiencia sé que ese mi tío abuelo, a pesar de haber sido una persona de concepciones conservadoras, tuvo un rasgo comportamental, que yo -siendo todavía muy joven- lo consideré, revolucionario. Se tata de que en el paro cívico de Túquerres, de abril de 1962, con motivo de la disposición del gobierno de Alberto Lleras de retirar de esa ciudad la sede de la Zona de Carreteras y trasladarla a Ipiales, hubo una revuelta popular de marcada desobediencia civil, donde el mismo don Manuel Rosero Ibarra, terminó involucrado, como gesto de confraternidad con lo que le ocurría a su ciudad. En concreto, una vez que se presentaron las refriegas del ejército con la población civil, los heridos -de parte y parte- no se hicieron esperar. Pero don Manuel, en un arranque de solidaridad con su propio pueblo y en calidad de síndico del Hospital San José -especie de administrador y personero- dio la orden perentoria de no atender a ningún soldado herido, todo porque consideraba que los militares habían cometido abuso del poder al disparar contra la población civil.

Entonces yo entendí que los funcionarios públicos sí tienen capacidad de reflexionar y tomar partido por a favor de los reales intereses de su pueblo, sin tener que aplicar la ley a rajatabla. Esa actitud de don Manuel Rosero Ibarra, fue aplaudida por la ciudadanía y creo, que se convirtió en una contribución definitiva para que los uniformados renunciaran a su intento de seguir atropellando a un pueblo desprotegido, en todos los sentidos. Como consecuencia de ese fracaso gubernamental, ese regimiento del Ejército de Colombia, tuvo que salir derrotado -en una madrugada- por encima de las tapias, después de haber ocupado y martirizado la ciudad por varios días. El presidente Alberto Lleras prometió viajar a Túquerres a arreglar el problema, pero nunca apareció por allá y todo se arregló revocando la orden inicial de trasladar a Ipiales la mencionada sede.

En mi casa siempre se comentó que don Manuel, era pariente del distinguido presidente ecuatoriano José María Velasco Ibarra, quien en sus frecuentes huidas de su país -a consecuencia de los cinco golpes de estado que le dieron los militares- siempre pasaba por esa vieja casona, donde don Manuel y otros parientes lo atendían mientras el agraviado presidente se dirigía a Sevilla, Valle, donde -con gusto- lo esperaban para que se pusiera al frente de una cátedra que él dictaba con toda solvencia. Esa información que yo tenía desde niño me la corroboró hace pocos años (2007) doña Bertilda, viuda de don Enrique Rosero, sastre de profesión y a quien le decían “el Kinde”, voz quechua que significa “colibrí”.

Recuerdo que hacia 1954 nació mi hermano Vicente (primero), quien falleció antes de cumplir un año. El padrino fue don Manuel, quien pidió que el primer nombre de ese niño fuera William, voluntad que , por supuesto, se cumplió, porque él era una persona muy querida y respetada en mi casa. Después, cuando yo hacía mis primeros años de bachillerato comentaron en mi casa que don Manuel había fallecido, no supe dónde. Tal vez en Pasto o Bogotá. También fui testigo de que su casa la fueron abandonando, poco a poco, hasta que no volví a ver a ningún pariente conocido. En la actualidad no queda ni el rastro de lo que fue ese muro y la casa la hayan derruído para hacer un edificio comercial o de apartamentos.

LA VISITA DE LA TIA LUCÍA . Era una prima media de mi mamá, de apellido Bravo, hija bastarda de mi tío abuelo Marcial Bravo, en una señora Castro. La tía Lucía, como le decíamos venía de visita, desde Zetaquira, Boyacá, donde se estableció con un buen señor de nombre Guillermo Romero Arenas, quien en su juventud había sido policía y esa fue la razón de su aparición por estas tierras sureñas. Esa tía, en segundo grado, hizo su visita desde tan lejanas tierras hacia comienzos de 1955, pocos meses después de fallecido mi hermano William Vicente, quien murió antes de cumplir un año. La visita transcurrió normalmente, con todo el ritual casero de los almuerzos, las meriendas, las cenas, las medias nueves, los entredías y por supuesto, las idas al parque, al comercio y, no podía faltar a las iglesias. Como para rematar la visita de la tía Lucía, a mi madre se le antojó llevarla a dar una vuelta por el cementerio de Túqueres, situado a menos de un kilómetro de la casa, por unas cuadras un tanto pendientes. En esa mañana de ingrata recordación, mi Hugo y yo, de 10 y 11 años, respectivamente y por lo visto con la compañía de mis hermanas menores nos adelantamos en busca de la tumba de ese pequeño hermano fallecido, pero cual no sería nuestra sorpresa, cuando vemos, por fuera de la tumba y encima de ella, el cajoncito blanco, con la ropa de la mortaja impecable, como si alguien, con todo el cuidado hubiera sacado el cadáver de la criatura.

No tuvimos tiempo de comentar nada con mi hermano Hugo, cuando mi mamá y esa tía aparecieron en el sitio del acontecimiento, quedándose estupefactas, sin saber que decir, al tener que ver el cajón y la ropa por fuera de la tumba, pero sin el cadáver. Ni un solo grito ni exclamación, a pesar de lo contundente y terrible del golpe, como debe de ser para una madre al ver profanada la tumba de su hijo, a pesar de que no había destrozos ni muestras de violencia. Con todo el dolor en el alma, los muchachos recogimos todas las ropitas, las metimos en el ataúd y, calle abajo, nos dirigimos hacia nuestra casa, donde, sin mayores comentarios subimos el pequeño ataúd al soberado o zarzo, con las ropas recogidas. Todos esos efectos reposaron allí por varios años, como recuerdo postrero de nuestro hermanito, hasta que esa casa paterna fue vendida en 1966, a raíz de la muerte de mi padre.

Nunca se puso un denuncio de la profanación de esa tumba y el hurto del cadáver. Sin embargo, alguien comentó que posiblemente se lo había robado un médico inquieto en asuntos de anatomía, con el objeto de estudiar las partes del cuerpo. Por ese tiempo todavía no se oía hablar de tráfico de órganos humanos, ni se escuchaba de rituales satánicos, que los puedo haber habido, como los hay ahora y también los hubo en épocas pasadas. Hasta se habló de posibles inquietudes científicas del nuestro médico casero, el doctor Eduardo Osejo, quien hiciera sus estudios en Chile, pero esa conjetura no pasó de allí un mero comentario. En suma, ese fue un nuevo dolor que golpeó a mi madre y a nosotros y, de paso, dejó un gran sinsabor a nuestra tía, en segundo grado, quien se encontraba, por esos días, de visita por las tierras de Túquerres.

Años después, en 1963, tuve la oportunidad de ir a visitar a la parienta Lucía a Zetaquira, justamente cuando ella se despedía con tristeza de su casa y sus fincas que tuvo que vender a raíz de la insoportable situación de violencia latifundista que habían desatado los conservadores en esa región nororiental boyacense. Ya se contaban por centenares los muertos liberales y por miles de desplazados que esos pícaros causaron en la región y, por cierto, en toda Colombia. Don Guillermo Romero Arenas, hombre de mucha cordura me dijo en esa oportunidad que prefería la vida a disfrutar de mayores riquezas. Fue entonces cuando decidió trasladarse definitivamente para Bogotá en compañía de su esposa.

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