RECUERDOS DE POPAYÁN
Por:
Eduardo Rosero Pantoja
La curiosidad,
que desde niño abrigué por conocer Popayán, se debía a que mi bisabuela Abigaíl
Palacios Melo, había nacido en hacienda de Calibío, a pocos kilómetros de esa
capital, precisamente en la enfermería,
único centro sanitario donde daban a luz
las matronas de las clases altas del siglo XIX. Dicha abuela era hija de
Rosa María Melo, hija del famoso general, José María Melo (presidente de
Colombia en 1854), quien si bien contribuyó -de la mano de Bolívar- a la
independencia de varios países de América,
dejó un reguero de hijos en todos ellos y en otros, que van desde
Prusia, donde él hizo estudios militares, hasta Chiapas donde fue fusilado, víctima
de un conflicto interno mexicano y cuando se encontraba al servicio del
presidente Benito Juárez. Dicha abuela crió a mi mamá y le inculcó todo el
fanatismo religioso de que fue capaz, pero bendita la hora en que así fue,
porque su hija -o sea mi abuela- y toda
su descendencia heredaron los genes del descreimiento que acrecentaron con la
cultura atea que adquirieron a lo largo de sus vidas, llenas de inquietudes
intelectuales.
En el segundo
semestre de 1961, llegué a Popayán -por primera vez- pero estuve muy de pasada, en compañía de unos primos, el
mayor de los cuales conducía el camión Chevrolet que le pertenecía a un tío
político. La verdad, sólo recorrí parte de
la carrera sexta, la del hospital, adonde acudimos, ya por la noche, en
busca de una aspirina para calmar el dolor de cabeza de uno de nosotros, pero
con mala suerte que la farmacia estaba cerrada y afuera llovía a cántaros. De
día tuvimos la oportunidad de ver el ferrocarril que por allí tenía flamante
estación, la misma que años después fue demolida, con dinamita, por el
ingeniero payanés Álvaro Caicedo, quien quedó inmortalizado en los anales de
dicha ciudad por su actitud salvaje frente al patrimonio nacional. Allí terminó la ilusión de los caucanos de
poder viajar cómoda y gratamente en el tren del sistema de Ferrocarriles
Nacionales de Colombia. Pero ingenieros y contratistas vividores -de todas partes de nuestra geografía- se
encargaron de feriar los rieles y las traviesas de los ferrocarriles, lo mismo
que demoler las imponentes estaciones que tenía dicho sistema. Se salvaron unas
pocas que quedaron abandonadas, a merced de la intemperie y del saqueo.
Sabido es que
Laureano Gómez, durante su presidencia, en los años 50, se empeñó en
desacreditar los ferrocarriles y, para ello
dio la orden de que la distancia entre
los dos rieles no fuera de 1.20 m., sino de 0.85 m., con lo cual logró que los
trenes empezaran a descarrilarse, inmediatamente, al perder estabilidad por la
disminución brusca de la distancia que debe separarlos. Este asunto me lo contó
el doctor Gonzalo Rincón, quien fungiese en esos años como alto funcionario del
Ferrocarril de Antioquia. Sabido es que el susodicho presidente era abogado de
firmas estadounidenses a cuyos intereses trabaja él, lo mismo que su reemplazo
en la presidencia, el también abogado Roberto Urdaneta Arbeláez. Por obra de
esos “patriotas”, perdimos, muchas cosas, pero entre otras, el tren, que fue
sustituido por los camiones. Vinieron, en cascada, las llantas de caucho de ávidas empresas
gringas como la Good Year e Icollantas, proveedoras de los empresarios del
transporte del país, por cierto un puñado de señores, tal como lo declaró en
2011 el presidente Juan Manuel Santos, cuando se enteró que un solo ciudadano
es dueño de 17.000 camiones y resultó siendo el promotor de la huelga que
intentó poner en jaque al gobierno por
algunos días.
En serio y de
lleno, vine a conocer Popayán cuando me
vinculé a la Universidad del Cauca, como docente de la Facultad de Educación,
en la cátedra de lingüística, donde el jefe era un profesor paraguayo de nombre
Roberto Romero Lara, quien había venido a Colombia a especializarse en el
Instituto Caro y Cuervo, en lingüística hispanoamericana. Él y el vicedecano de
dicha facultad, el literato Víctor Manuel Sarmiento, me prometieron que a los 20 días de mi
vinculación ya tendría un campero a mi disposición en el momento que a bien
tuviera adelantar mis indagaciones sobre las variantes del castellano en la
geografía del Cauca. A pesar de sus buenos oficios, la Universidad no concedió
la petición relacionada con dicho vehículo y siempre estuve esperando que la administración
confiara más en este profesor investigador, que en los choferes que -con cierta frecuencia- le derrumbaban los vehículos, sin ninguna
responsabilidad frente al Alma Máter.
La investigación
de todas maneras la hice sólo o con la ayuda de estudiantes de la cátedra de
lingüística de campo, con quienes nos
desplazamos por los barrios de Popayán y
por varias de sus aldeas. En años posteriores lo hicimos por Cajibío y
Patía. Por mi cuenta entrevisté en
Popayán a hablantes de 37 municipios del Cauca y, de resultas de esas búsquedas,
queda una monografía mía que titulé
“Muestra léxica del habla caucana actual” (1992) y un pequeño atlas lingüístico
del habla de Popayán. Los estudiantes también escribieron varias tesis de grado
basándose en las investigaciones dialectales que adelantaron bajo mi dirección.
Esa fue la parte más grata de mi permanencia en la Universidad del Cauca,
independientemente, de la satisfacción que sentí de haber contribuido a la
formación de jóvenes caucanos, de otros
lugares de Colombia y también del exterior, como fue el caso de una alumna
china, un español, un ruso y un inglés.
Pero a la par
que empecé a trabajar también iba conociendo Popayán, primero superficialmente
y luego más a profundidad. La primera impresión agradable fue su verdor y el
clima suave, donde -en principio- no se siente ni calor ni frío, “clima para
sembrar café”, como dice la gente del común. Grata fue la impresión de ver los
carboneros -al frente del mercado Bolívar-
esos árboles grandes de flores de color rojo oscuro que contrasta
fuertemente con el verde del follaje y el marrón del tronco. Igualmente me
impresionaron los guayacanes, árboles grandes de flores blancas, lilas o amarillas
-según la estación- muy característicos del Cauca y apreciados por
su madera resistente. De los abundantes guaduales a los largo del río Cauca
(desde Popayán hasta el Quindío) que se mentaba
en los libros de geografía, no
quedaba ni rastro. Si acaso uno que otro conglomerado en algún potrero dedicado
a la ganadería extensiva. Las araucarias del parque Caldas, de unos 50 metros
de alto, no dejaron de impresionarme por misma altura y por la fortaleza de sus
ramas. En Popayán se dice que fueron traídas desde Chile por el maestro
Guillermo Valencia, en uno de sus viajes, lo cual es muy probable.
Casi no encontré
árboles frutales en Popayán a pesar de que muchas casas tienen huerto. Sin
embargo en una que otra casa había naranjas, limón mandarino (de delicioso
sabor para el champús), aguacates, guayabas, guamas (o guabas) y hasta piñas.
En las veredas aledañas se encuentra el sachaporoto (voz quechua, que significa
“fríjol del bosque”), también llamado chachafruto y, en alguna parte, árboles
de maco de enorme y delicioso fruto. El
champús, dicho sea de paso, es una bebida tradicional, de origen indígena, hecha de maíz cocido y algo fermentado, lo
que normalmente se conoce como mazamorra de maíz, a la cual se le agrega un
melado que contiene piña, clavos y
canela. A dicho melado, cuando ya está
reposado, se le agrega lulos bien maduros que se aplastan cuidadosamente con la mano. Esa mezcla se
pone a la nevera para tomarla, preferiblemente al día siguiente.
Por esos años
solía haber tempestades muy fuertes después del mediodía, al tenor de lo que
posiblemente ocurría hace dos siglos cuando dicho fenómeno empezó a llamar la
atención del sabio Caldas, quien encontró que la causa de esas violentes
tempestades, casi siempre en seco (sin lluvia), se debían a la acumulación de
calor en el valle del Patía, de donde asciende la onda calorífica que termina
en tempestad sobre el cielo de Popayán y municipios aledaños. Recuerdo que en esos momentos de tormenta se volaban los
interruptores de las paredes y con frecuencia se interrumpía automáticamente el
flujo de energía eléctrica. Nos parecía que caían sobre nuestras cabezas
especie de bolas de fuego. Esas tormentas eran especialmente fuertes en zonas
rurales del norte, como por ejemplo en las riberas del río Cofre, en los
límites con el municipio aledaño de Cajibío. No era raro que algunas personas
quedaran fulminadas por los rayos, especialmente muchachos que se encontraban jugando fútbol,
en espacios abiertos, como son las
canchas.
Paseando por las
colinas de la ciudad me llamó la atención que no quedaba ni una sola memoria
del pasado indígena, con el nombre de algún cacique o de algún dirigente
destacado, como Juan Tama o Quintín Lama de los paéces, o muestras de su cultura material. Al cerro de
la Eme -que figura en las geografías le habían puesto el cerro de las Tres
Cruces- y al Morro de Tulcán, le habían
plantado en su cima la figura ecuestre de Sebastián de Belalcázar, el
conquistador que acabó con el poblado indígena, para fundar otro a la manera y
gusto españoles, como lo es Popayán. De paso debo comentar que por estos días
(2012), dicho morro ya ni siquiera se llama de Tulcán, porque la alcaldía -de
manera inconsulta y patana- cualquier día mandó poner unas vallas donde se
anuncia como morro de Belalcázar. Falsificaciones de la historia que ocurren
cada año por todo el territorio de Colombia, sin que nadie proteste. Y a pesar
del prurito de querer cambiar todos los nombres indígenas, el Cauca, a mucho
honor, todavía conserva un buen número de ellos, representados en topónimos, hidrónimos y orónimos, pero no
en la proporción en que los tienen Cundinamarca y Boyacá, departamentos que se
llevan las palmas en la conservación de los nombres primigenios.
Pero el proceso
de blanqueamiento es incontenible y por eso se pierden, año tras año, los
topónimos que dan cuenta de que aquí existió una civilización indígena
representada por múltiples etnias que vivían en armonía antes de la llegada del
peninsular ambicioso y destructor. Años después la alcaldía y la gobernación
acabaron con el hermoso nombre del aeropuerto local “Machángara” (“arroyo” en
kechua), que fue reemplazado por el de “Guillermo León Valencia”, nombre del ex
presidente payanés -de ingrata
recordación en Colombia- porque durante su mandato se dio inicio a un nuevo
período de violencia clasista, que se ha prolongado por cerca de 50 años. Su
intento de aplastar la rebeldía popular
con bombardeos que usaron napalm y 16.000 soldados de apoyo, no hicieron sino
enardecer a las 40 familias campesinas que pedían una reforma agraria para un
mejor vivir. La noticia de utilizar napalm en Colombia -varios años antes que en Vietnam- recorrió
al mundo por el efecto terrible en los humanos y en la biota de esa especie de
gasolina gelatinosa y por la desproporción del ataque a un pequeño reducto de
campesinos alzados en armas, que huían por las montañas, con sus mujeres e
hijos, a refugiarse en las selva del oriente del país.
Pero quedan en
Popayán y el Cauca algunos nombres de procedencia indígena como el barrio “La
Pamba” (“el llano”, en kechua), vereda “La Yunga” (“el valle”, en kechua) y
otros topónimos como cerro de Munchique, donde han plantado la antena de televisión
del ejército, en otra profanación a los cerros tutelares, como si no sirvieran,
en la vida, para ninguna otra cosa. Se impone el utilitarismo y ya a nadie se
puede culpar de anti-patriotismo porque el clima que se respira es de total
desconocimiento de los valores indígenas, nacionales, republicanos y todo lo
que se le parezca. Afortunadamente todavía se conservan nombres indígenas como es el de Popayán,
y el de Cauca, nombre de departamento y de
importante río (“el más romántico del mundo” según palabras de Neruda). El Departamento
del Cauca va perdiendo sus raíces indígenas casi sin sentirlo y es por eso que
el Valle de Yapurá, en el extremo sur, cualquier día apareció rebautizado en los años
noventa del siglo XX como Piamonte, en un pujo increíble por parecernos a los
europeos, en este caso concreto, a los italianos.
Cuando fui a
conocer Silvia, no podía entender cómo ese enclave indígena -de guambianos y
paeces- podía tener un nombre de
procedencia española o latina. Me preguntaba por qué no se llamaba Guambía o
algo parecido. Pero cuál no sería mi perplejidad cuando a un nativo le escuché
decir que Silvia era considerada por los turistas como “la Suiza de América”.
Para mis adentros me preguntaba si de pronto -en algún universo existía algo análogo
a “Ginebra es la Guambía europea” enunciado que, de existir, sería algo tan disparatado como el primero. Claro que todo el mundo puede pensar
lo que quiera, pero nos preocupa que siempre andemos en función de parecernos
más blancos, devaluándonos cada día más
en nuestros propios valores como mestizos que somos, mezcla de razas y de
etnias, por cierto no tan hermosos, pero lo suficientemente inteligentes como
para iniciar cualquier emprendimiento en aras de hacer una contribución real al
desarrollo de la humanidad.
De Popayán me
fascinaron los atardeceres cuando ponía la vista hacia el suroccidente, como
quien dice, hacia El Tambo. Sobre un fondo gris, de todos los tonos, empezaba a
conformarse el más espléndido arrebol hasta que la noche caía. No dudo de que
habrá pintores locales que hayan plasmado semejante espectáculo atmosférico del
color, pero sospecho que no a todos los artistas les impresionen esas puestas
del sol. Parece que la capacidad de asombro la perdimos, hace tiempos, tanto para impresionarnos por la belleza como
para sentir compasión por el que sufre. En Popayán y en el Cauca se refleja,
como en una gota de agua, el estado de
cosas del país, tal como lo demuestra fehacientemente en su libro “Almaguer y
la fiebre del oro” el distinguido historiador bogotano, Gonzalo Buenahora
Durán, quien constata en su estudio referido al Almaguer del siglo XIX, que dicha
población tuvo todo el metal precioso del mundo, pero que sólo sirvió para
corromper desde el primer hasta el último
ciudadano.
Desde el
comienzo de mi domicilio en Popayán me llamó la atención la aparente
indiferencia de los estudiantes y de la gente de la calle, frente a lo que yo les contaba. Pero una
sabia mujer lavandera me dio una convincente explicación: “No se preocupe
profesor por nuestra forma fría de ser, que la procesión la llevamos por
dentro”. Estoy de acuerdo con esa apreciación. Con los años me di cuenta de que
el payanés es reflexivo y no se impresiona mucho por las primeras palabras. A
ello contribuye cierto orgullo tradicional que viene desde épocas remotas de la
bonanza aurífera y la acumulación de riqueza por parte de unos señores, pero también por la relativa alta escolaridad
de la población, que ha contado con el apoyo constante del gobierno central
para el sostenimiento de la Universidad y otros centros de formación a todos
los niveles. Lo de la procesión -en el
marco de la semana santa- casi que es un referente para todo, porque es
un importante evento turístico y comercial y, en menor grado, cultural. Tan
relevante es para el comercio que una señora que había vendido toda su
producción artesanal para un domingo de pascua, me dijo por esos tiempos: “Sí
señor. Ahora sí que se acabó el año”. Declaración apenas comprensible si se
tiene en cuenta que Popayán no tiene industria y vive del fisco y de la venta de servicios. La artesanía también
cuenta, pero es una actividad que se incentiva sólo en dicha semana.
Deplorable la
impresión que me causó el conocimiento de las plazas de mercado, principalmente
la de Bolívar, a cuatro cuadras de parque Caldas, llena de gallinazos, un perfecto muladar por efecto de la lluvia,
de la basura, el desorden y la incuria de vendedores y compradores. Sitio ideal
para el robo al primer descuido, sin ningún concierto, como no sea para tener
los precios subidos en todos los artículos, fundamentalmente de frutas y
verduras. Desde siempre los comerciantes mayoristas fijan los precios a las 2-3
de la mañana y los vendedores tienen que atenerse a esas cifras sin chistar. Esto
ocurre inmediatamente después de que los campesinos les han vendido sus
productos a un tercio del precio justo, por lo cual la especulación es
mayúscula y continua. Qué bueno sería que una regulación de precios llevara al
abaratamiento de los productos, al tiempo que el recaudo de impuestos sirviera
para construir plazas decentes en los barrios Alfonso López, La Esmeralda y Bello Horizonte. No es difícil adivinar que
los mercados bien organizados son la mejor muestra del desarrollo de las
naciones, como ocurre en Europa.
Que Popayán se
merece mercados organizados, es asunto que no está en discusión, pero los
intereses creados no han permitido que la ciudad salga de sus inmundas plazas.
Pero también de sus depósitos de abarrotes, los más grandes de los cuales
quedan a dos cuadras al sur del parque de Caldas, causando enorme fealdad -por
las prostitutas y maleantes que por allí merodean- lo mismo que incomodidad
porque taponan el tránsito con camiones y carretillas. A pesar de que a sus
propietarios se les ha dado orden de desalojo, ellos se hacen los de la vista
gorda y, en cambio, se dedican a pelechar en la política local, promoviendo
alcaldes y funcionarios que son sus propios hijos y, como van las cosas, lo
serán sus nietos y bisnietos.
Un momento grato
fue el conocimiento que trabé con el doctor Álvaro Pío Valencia, eminente
intelectual y prohombre del Cauca y de Colombia. Me lo presentó el historiador
profesor José Rozo Gauta, a quien mucho
agradezco por ese acto. El doctor Valencia falleció en 1998, pero dejó una
hermosa estela de realizaciones en la cultura y en la formación de ciudadanos
conscientes, cuya semilla nunca se extinguirá. Él creaba en los contertulios
consciencia de clase, no importaba que fueran sus propios familiares, sus
amigos, los transeúntes, los turistas o los policías que se le acercaban.
Siempre nos hablaba de los mejores libros que había leído, de los que quisiera
leer y, lo principal, analizaba el acaecer nacional a la luz de sus profundos
conocimientos de la historia, el derecho o la economía política de las
naciones. No se le escapaba nada en sus charlas, pero cuando tuvimos la
oportunidad de escucharle algún discurso, definitivamente nos deslumbraba.
El doctor Álvaro
Pío Valencia, según su propio relato, había sido el orador principal en Bogotá tras
el asesinato de Gaitán, líder indiscutible del pueblo colombiano que buscaba
transformaciones sociales, con equidad. La oligarquía colombiana -en coyunda
con la estadounidense- lo mandó a
matar tras haber borrado todo rastro para que nunca se
identificara a los cerebros de tan infame hecho que estremeció a la nación y
privó a Colombia de un mejor futuro. De paso, quiero decir que mis impresiones
de fondo sobre la vida y obra del citado maestro, las tengo en una serie de ensayos
que publiqué al poco tiempo de su muerte. Colombia no puede olvidar que ese
ilustre payanés, fue con Luis Vidales, Léon de Greiff, Gilberto Vieira y
Alfonso López Pumarejo, entre otros, el fundador del Instituto Cultural
Colombo-Soviético (ahora Instituto Cultural León Tolstoi), dedicado a la
divulgación de la cultura de ambos países y a la preparación académica de miles
de jóvenes tanto en Bogotá como en Moscú y otras ciudades rusas.
Qué alegría que
yo sentía de pasar volando en mi caballito de acero pasando -desde mi vivienda
en el barrio Santa Inés- por la calle aledaña a la Licorera del Cauca, donde el
olor a anís llenaba el ambiente en las tardes y noches tibias de Popayán. Era
el anís traído de San Pablo, Nariño, donde sus anisales proveían de esa
fragante y medicinal semilla a todo el país. Años después introdujeron el anís
sintético y hasta allí llegó el encanto de ese olor fascinante. De contera se
acabó el cultivo en esa comarca nariñense, perdiéndose con la planta una fuente inestimable de trabajo.
El uso de la bicicleta en la flamante Universidad del Cauca, por parte de este
profesor, no dejaba de producir una
especie de “shock” entre mis colegas ya acostumbrados al buen tono de subirse
sólo en automóviles caros que renovaban casi que cada año. Afortunadamente que
por esos tiempos, desde algún ministerio
se hacía campaña al ahorro de combustible y, fue el mismo ministro, quien dio el ejemplo saliendo a dar un paseo
en bicicleta por alguna calle central de Bogotá. Eso hecho hizo pensar en la
creación de una ciclovía dominical, iniciativa en la que Bogotá es ejemplo a nivel mundial, imitada -en años recientes-
por otras megápolis, como Nueva York.
Tengo recuerdos
gratos de algunos colegas, por la
colaboración que me prestaron, especialmente, en el tema académico. Primero, la
ayuda de Roberto Romero Lara, de nacionalidad paraguaya, quien viendo que yo
era un profesor novicio se puso a preparar conmigo toda una serie de temas que
yo tenía que desarrollar en el programa de historia lingüística del español.
Esto sirvió para que iniciáramos la clase, por decirlo así, a cuatro manos. Yo
iniciaba la cesión y él la concluía de la más sabia manera. Esta modalidad
gustó mucho en el Departamento de lenguas y, en varias temporadas, lo hicimos
tres profesores al tiempo. Cómo no recordar que el mismo profesor Romero me
prestó su vieja grabadora para que yo registrara algunos diálogos dialectales y
de paso me sirviera para que grabara las canciones que yo componía. A él le
preocupaba que mis “endechas” se perdieran para la humanidad. Desde el comienzo
de mi actividad docente fue muy oportuna la colaboración permanente del doctor
Miguel Bernal Ruiz, especialista en temas de español y lingüística y autor de
varios libros didácticos. Él nos daba, a todos los colegas, oportunas consultas
sobre diferentes etimologías griegas y latinas, uno de sus principales
dominios. Su cultura lingüística era exquisita y la Universidad perdió mucho
cuando él se retiró del servicio.
Igualmente su
hijo, el colega Jaime Bernal León-Gómez, nos dictó un ciclo de gramática
generativa a todo un grupo de profesores que quisimos enterarnos, de primera
mano, de la gramática generativo-transformacional de Noam Chomsky, que él había
aprendido durante su especialización en los Estados Unidos. Siempre valoraré
ese gesto de generosidad, que no siempre se encuentra entre los colegas, por
egoísmo nato o por simple falta de tiempo para los demás. Debo consignar que la
mayor parte de los libros de lingüista que Jaime publicó, posteriormente, en el Instituto Caro y Cuervo fueron
concebidos en Popayán y fueron producto de la teoría y práctica de la lengua
con profesores y estudiantes de la Universidad del Cauca. En la actualidad
Jaime Bernal León-Gómez es, con sobrados méritos, miembro de la Academia
Colombiana de la Lengua y secretario de la misma institución.
No podría
olvidarme de la nota de humor que algunos colegas imprimían al acontecer
diario. Recuerdo a la profesora Marlene Guzmán, quien después de venir de
especializarse en francés, en la Universidad de Montpelliere y siendo oriunda
de Chaparral Tolima, (la tierra del general Melo, de Darío Echandía y del
célebre humorista Campitos, tío de la profesora Marlene), cualquier día y, a manera de broma, la encuentro hablando
francés con el profesor Jairo López, pero con acento tolimense. Imagínense ya
ustedes un “Comment allez-vous?” con acento chaparraluno. En la otra línea del
humor, el cáustico, estaba el profesor de inglés Germán Ruiz Olaya, quien
echaba chanzas a diestra y siniestra, sobre todo a espaldas de los colegas.
Cualquier día, al comienzo de mi vinculación a la Universidad, me dijo: “Hola
Rosero, ¿vos cuánto ganas?” Yo le respondí, que seis mil pesos, que era lo que
realmente ganaba. Él me dijo que eso era poco, porque él con todos los títulos
que tenía, devengaba prácticamente el doble. Entonces terminó diciéndome, sin
que yo estuviera preguntándole nada: “Yo creo que con esa plata no tenés
derecho a moza”.
Una de las
primeras visitas que tuve mientras vivía en el barrio Santa Inés fue la de don
Mario Cobo, con su mujer pelirroja y sus hijas de pocos años. Don Mario era un
empleado de la Facultad de Educación que tenía a su cargo el mimeógrafo donde
imprimíamos, a partir de un esténcil, material didáctico para repartir a los
estudiantes. Lo conocí en circunstancias graciosas porque cuando yo me vinculé
a dicha facultad, unos colegas burlones me dijeron que él era el decano y que
era una persona bondadosa. Como mi necesidad era el pago de subsidio de
transporte que la Universidad nos daba a quienes habíamos sido vinculados en
otra ciudad, distinta de Popayán (en mi caso, Bogotá), me fui hasta la oficina
de don Mario (aparente decano), quien me recibió con toda cordialidad y se puso
a oír mi petición. Después de escucharme pacientemente vino su respuesta
contundente: “Profesor: ya no estamos pagando ese subsidio de transporte y
usted ya no puede contar con ese beneficio”. Varios colegas badulaques
apostados a la entrada de esa oficina estaban esperándome para reírse de mí por
la “pega”. La vista de don Mario fue
grata e igualmente le fue devuelta cuando pude ir hasta su casa, donde nos
recibió con todo entusiasmo. Allí hizo derroche de su humor y fue donde me
enteré que, en su casa tenía, además, un
taller de zapatería donde reparaba calzado los fines de semana, con toda la
maestría, ayudando con esto a mejorar el presupuesto familiar.
Cualquier día de
mis primeros meses de estadía en Popayán descubrí que a la orilla de la
quebrada Pubús -en el suroccidente- y sobre unos árboles de balso se posaban
centenares de garzas, pero no de manera casual, sino que tenían, ese paraje y
esos árboles, como su hábitat
permanente. Nadie me ha podido explicar, con razones, la causa de esa preferencia, simplemente se
reducen a decir que esa es la vivienda de esas aves. Puedo decir que hasta el
presente se mantiene esa costumbre que de hecho se convierte en uno de los
principales atractivos de las ruralías de Popayán. Hablando de animales, mucho
me impresionó la situación de tantos caballitos involucrados en el transporte
de carga desde las plazas. Me partía el alma ver cómo los carretilleros los
maltrataban y les ponían sobrecarga,
teniendo que subir, con frecuencia, por calles empinadas. Ahora hay una
cantidad menor de caballos de carga, pero su suerte no ha cambiado lo mismo que
la vida precaria de los carretilleros. Me impresionó igualmente ver la enorme
cantidad de perros abandonados, la mayor parte famélicos, tal vez, con la
excepción de los que viven alrededor de las plazas de mercado, donde ellos
aprovechan los huesos y algún pedazo de carne descompuesta que les echan desde
las carnicerías. Otra muestra del subdesarrollo de nuestro país, el trato
injusto que se da a los animales, donde Popayán no es la excepción.
Es grande la
impresión que causa al visitante el ver una Popayán rodeada de verdor en su
extenso valle de Pubenza y en sus lomas aledañas, como si se tratase de una
eterna primavera. Por cierto, que en algunos veranos (julio y agosto), se
secaba bastante la hierba del morro indio de Tulcán, circunstancia que
aprovechaban los pirómanos para echarle fuego a dicho promontorio, hecho
atribuible a la ausencia de civismo de muchos habitantes y a la falta de
vigilancia. Pero más llamaba la atención constatar la falta de zonas verdes y
de parques de distracción en la ciudad, como los que tiene Bogotá, París o
Moscú, para no mencionar otras ciudades. Con excepción de dicho morro y los
alrededores del puente del Humilladero, la juventud y la gente no tiene adonde
salir a distraerse y eso contribuye a aumentar el nivel de aburrimiento y
violencia de la población. No debemos olvidar que Popayán es una ciudad,
fundamentalmente, compuesta de jóvenes, parte de los cuales proviene de otros
municipios y departamentos, desde donde se desplazan en pos de educación. En
esa época la Universidad del Cauca no tenía ninguna competencia y por eso
mismo, buena parte de la actividad económica de Popayán se centraba alrededor
de servicios para esos estudiantes que requerían de vivienda, alimentación y
lavado de ropa. En la actualidad hay otras ofertas educativas, pero la
actividad de la ciudad sigue siendo la misma.
Claro que en
Popayán hay parques, pero no son propiamente para el esparcimiento, son
espacios de una cuadra donde en el centro está estatua de algún prócer o general
caucano, fundamentalmente Caldas, Torres, Mosquera, Obando, Hilario López,
donde se congregan, de día, los jubilados y, por las tardes -antes de caer la
noche- las ocupan borrachos que se sientan a tomarse sus últimos tragos en las
bancas de esos parques. En horas de la noche el relevo es para jóvenes, de
diversa ocupación o sin ella, que van a fumarse su marihuana para después
desaparecer, como por encanto, mucho antes de las doce. Nos duele es el tiempo
libre que pierde toda esa juventud que bien podría tener un
descanso productivo en esas horas, dedicada a la actividad coral, artística,
lúdida, fisicoculturista o científica.
Me llamó
igualmente la atención que la gente -con raras excepciones- no tiene ninguna
preocupación por la lectura, incluidos los mismos estudiantes, quienes, en el
mejor de los casos, apenas si leen las fotocopias de las asignaturas que les
suministra el profesor. Pero la culpa de la no lectura es de todos. No es una
ciudad exigente y la gente se conforma con lo que escucha por la radio y mira
por la televisión, esas dos industrias de la opinión y el mejor canal para
fomentar el consumo irreflexivo de la gente. Muy pocas veces me encontré con
personas y familias que no se dejaban llevar por la compulsión de ver
televisión. Eran las que leían y se dedicaban a la autoformación. Son también
las que han sacado a sus hijos adelante y ahora ocupan importantes puestos
directivos en Bogotá y otras capitales del mundo.
Viviendo en el
barrio Santa Inés, estuve a punto de perder la vida, en dos oportunidades. La
una, por imprudencia mía al hacer el cruce en una calle cercana -a toda
velocidad- en mi bicicleta, pero la otra
vez, a causa de un abaleo que hubo, a unos 80 metros de distancia de nuestra
vivienda, en una fiesta de grados de
estudiantes de ingeniería electrónica, con el saldo de dos muertos. El caso es
que tres balas rompieron los vidrios de la ventana que daba a la calle y se
detuvieron al chocar con las gruesas cortinas que había colgado mi mujer, la
víspera, y que yo tuve el cuidado de
cerrar, completamente, en el momento de
la trifulca. Una experticia de la policía, que se hizo al otro día, determinó
que los tiros, de haber pasado derecho, habrían hecho blanco sobre nuestros
cuerpos ya que nuestra cama estaba en la dirección precisa de esos disparos.
Otro sinsabor
que tuve en ese barrio fue cuando, al llegar una noche de Cali, con mi esposa
rusa y nuestra hija, y mientras buscábamos en la cartera las llaves de nuestro
apartamento, el mismo dueño de la casa -que estaba tras de la esquina- se encargó de llevarse, con disimulo, el portafolio que contenía nuestros
pasaportes. Él, por no quedar mal, al otro día pretextó que nuestra cartera ya
había aparecido y que los pasaportes los
tenía una distinguida profesora de la Universidad, quien vivía
la vuelta. Ella no dio la cara para devolvérnoslos, pero en su lugar
mandó a la empleada y así recobramos nuestros valiosos documentos. Mañas de la
gente colombiana que desdicen de nuestra identidad nacional. No estaría por
demás que mis compatriotas le echaran una leída al interesante libro del
arquitecto Germán Puyana García “Los
colombianos ¿cómo somos?”, para que de una vez por todas se nos vayan los humos
respecto a la maravilla de gente que creemos que somos. Y eso que no hemos
leído los conceptos que nuestros vecinos y personas de otras latitudes tienen
sobre nosotros. Pero esas lecturas nos servirán, eso espero, para enmendar las
malas costumbres y no para llenarnos de más odio.
En esos meses
que viví en el barrio Santa Inés tuve la visita grata de mi amiga japonesa
Michiko Kokobún quien vino en compañía de John Smith, un sudafricano blanco,
quien también estudiaba en el Instituto Caro y Cuervo. Michiko se graduó en
filología en la Universidad de la Amistad de los Pueblos de Moscú, un año antes
que yo y desde esos tiempos estudiantiles data nuestra relación. Después ella
estuvo de profesora en la Universidad de Chile, pero a raíz del golpe de Estado
de 1973, tuvo que salir de ese país, después de que los agentes de la represión
le quemaran su diploma. Con Michiko y su compañero nos dirigimos a Silvia donde
todos gozamos mucho la visita a ese territorio indígena. No puedo olvidar cómo
le llamó la atención a la japonesa el hecho de que por el camino hacia La
Campana, un gallo pisara a una gallina. Su exclamación fue: “No puede ser que
yo haya tenido que recorrer miles de kilómetros -desde Tokio hasta Guambía- para tener que ver cómo copulan un gallo y una
gallina”. Mi sobrina Adriana, de seis años, quien también viajó con nosotros
hasta Silvia, quedó tan fascinada por los hermosos rasgos de la japonesa, que
inmediatamente bautizó a su muñeca con el nombre de Michiko.
Otra “visita”
que tuve fue la de mi tío Eduardo Pantoja Bravo, quien un día, desde un campero
de la empresa Telecom -donde él era gerente en la seccional de Ipiales- se
asomó a nuestra puerta, para ver si allí efectivamente vivía yo, su sobrino.
Él, por lo visto, estaba de paso hacia Cali y mi mujer y yo lo observábamos tras la cortina,
pero mientras fuimos a abrir la puerta se marchó. Lo de esa furtiva “visita” se
debía a que mi tío tenía el agüero de que si alguna vez ponía sus pies en
Popayán, inmediatamente se moriría. Tal era la fobia que le tenía a esta ciudad,
a raíz de que era la procedencia de su fanática abuela Abigaíl y de cuyo
ejemplo siempre había huido. Por la aversión que él tenía por esa abuela fue
que se desarrolló en mi tío el ateísmo más profundo, el mismo que alimentó con
lecturas de tratadistas de la categoría de Jean Meslier, el más grande ateísta
de la historia universal y cuya influencia fue visible en Rousseau, Marx,
Engels, Füerbach y Lenin. Por la razón expuesta, nunca conseguí que mi tío
viniera a Popayán y con eso perdí una de
las visitas más trascendentales que pudo haber tenido mi familia, ya que ese
tío era una persona de pensar profundo y global, políglota, experto además de
la filosofía, en asuntos de electrónica,
particularmente en tomótica, rama que se ocupa del control remoto.
Hacia 1977
conocí al médico caucano José Joaquín Dulcey, reconocido neurocirujano y una de
las personas de pensamiento social más lúcido que he conocido. Con él
departimos en más de una ocasión y en una oportunidad me llevó hasta Inzá en su
automóvil. Recuerdo que mientras conducía -y durante cuatro horas- me fue
contando, en detalle, cómo se opera un cerebro: rompiendo, primero, con una
sierra especial la duramadre y luego destapando el cráneo, para entrar a operar
el lugar afectado, en un proceso de gran
concentración que puede durar de cinco a seis horas. Pienso, que es probable, que 35 años después de esa descripción del
galeno amigo, esas operaciones se hagan en menor tiempo,
pero no dudamos de que son de máxima responsabilidad y donde se ponen en juego
enormes conocimientos, además de la ética profesional.
El doctor
Dulcey, impulsado por sentimientos de solidaridad social, llegó a ser concejal
por Popayán y debido a sus convicciones progresistas fue muy perseguido. Tanto
que el día en que se encontraba en mi apartamento de Moscú, mientras él
participaba en un congreso mundial de neurocirugía, se enteró -con terrible
angustia- que en su casa de Popayán había explotado una enorme bomba que habían
puesto agentes estatales para acabar con su vida. Milagrosamente se salvó su
familia, pero al doctor Dulcey le quedó un sentimiento de confusión por tanto
odio desatado contra él, por el mismo Estado, que dice fomentar la democracia.
Una democracia que arbitran los pudientes, a su propio antojo, sin que el pueblo decida ni una coma en el
acontecer de la república.
De mi vínculo
con el doctor Dulcey conocí su esposa Stella y a sus cuñadas Cecilia
(magistrada y bandolista), Ruth (profesora de arte) y Gloria (poetisa) lo mismo que a sus cuñados Álvaro (pianista)
y Manuel Cepeda Vargas, poeta, escultor
y político brillante, senador de la república por la Unión Patriótica, asesinado en Bogotá en 1994, en los días en
que adelantaba un debate en el Congreso sobre derecho internacional humanitario.
Su muerte fue declarada en 2011 como crimen de Estado por la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, de la Organización de Estados Americanos.
Qué importante fue conocer a esta distinguida familia, orgullo de los caucanos
y con la cual he tenido permanente trato. El hijo Manuel Cepeda Vargas, también
figura en la política nacional como senador de la república y sigue, con mucho
valor y brío, los pasos libertarios de su padre, acusando con su palabra a los
bribones y, como abogado, llevándolos a los estrados judiciales.
El intercambio
de opiniones con la gente de Popayán me ha enriquecido grandemente y a través
de sus enseñanzas he comprendido que es mucha la riqueza espiritual de reserva
que guarda la comunidad payanesa y caucana. En el caso particular de los Cepeda
Vargas, está claro que ellos han abrevado las mejores ideas en la Universidad
del Cauca y en ambientes cultos tanto de Popayán como otras ciudades de
Colombia y el exterior. En el caso de Gloria Cepeda, su temprano domicilio en Caracas
le permitió llegar a ser una de las principales poetisas de Hispanoamérica. Por
su elevado arte ha sido premiada como poetisa no sólo en Venezuela, sino en Colombia y en Europa.
Ella es además una de las ensayistas y columnistas más distinguidas de la
prensa local y nacional, siempre fustigando los vicios oficiales o de los
ciudadanos, para que la vida tenga más orden y concierto. Su palabra es
exquisita, fruto de leer permanente la literatura más encumbrada de
Hispanoamérica.
No quisiera
hacerlo, pero en aras de entender la situación emocional que yo viví en esos
años, debo referirme a mi pequeña y
joven familia que conformé en 1972 en Moscú y con la cual compartí momentos
interesantes de mi vida desde 1975 a 1978. Mi esposa Tania y mi hija Magdalena,
me acompañaron en esos años y ambas aprendieron el idioma español y,
parcialmente, las costumbres locales. A Tania le horrorizaban los abundantes
gallinazos que se posaban a poca distancia de los compradores de la plaza del
mercado Bolívar, lo mismo que el caos y
la mugre reinante en dicho territorio. Profunda contrariedad le causaba la
servidumbre que veía en las casas, cuando visitábamos a los amigos. Ella que
venía de un sistema socialista no podía entender cómo unos seres humanos ponían
a servir a otros, creando un sistema de relaciones que no le cabían en su
cabeza, por la explotación del trabajo,
por la enorme desigualdad social que ello encarnaba y por la constante
humillación. Muchas otras cosas también le disgustaban, pero todo parecía atenuarse
con la gran cantidad de frutas tropicales que encontraba en la plaza, la mayoría
de las cuales, por probaba por primera vez, como chontaduros, guayabas, guanábanas,
badeas, piñuelas, mameyes, aguacates, papayas, maracuyás, granadillas,
pitahayas y muchas otras, que apenas ahora las está conociendo Europa, a partir de la globalización capitalista de
los últimos años.
A mi mujer rusa
le repugnaba la división clasista de la sociedad, donde unos lo tenían todo y
otros nada, principiando porque carecían de trabajo. Ella no podía entender
como un magistrado de Popayán podía ganar, mensualmente, cien veces más que una empleada del servicio
y sólo por tener que encarcelar al pueblo o proferir sentencias que favorecían
intereses económicos de los más ricos. Le conmovía la situación de los
campesinos viviendo en las peores condiciones de incomodidad, muchas veces sin
agua potable , sin servicios sanitarios y sin energía eléctrica. No le cabía en su cabeza que ellos estuvieran
vestidos con la ropa vieja, prácticamente con los andrajos, que le habían dejado la gente de la
ciudad. Pero un día, que era Primero de Mayo, definitivamente. llegó a su horror cuando vio
que una procesión religiosa del llamado “Ecce Homo”, había suplantado al desfile de obreros del Día Internacional del Trabajo. Y para colmo de
su desilusión, vio como a la altura del mercado de La Esmeralda, un grupo de
mozalbetes de extrema izquierda disolvía con cadenas y garrotes un desfile de trabajadores,
que fervorosamente celebraban por esas calles el Primero de Mayo. Después de
ese incidente Tania se enmudeció y prefirió regresar a Moscú, con nuestra hija, en la primera oportunidad
que se le presentó. Yo me quedé laborando en la Universidad, un año más, mientras pude conseguir una beca para hacer
mis estudios de doctorado en dicha ciudad y poder acompañar a mi familia, por
un tiempo más.
A mi hija
Magdalena -con escasos dos años- le
llamaba poderosamente la atención el habla de la gente, la cual le parecía como
un juego gracioso de palabras. Eso le sirvió para dominar la lengua castellana,
rápidamente, y a pesar de que ese proceso lo interrumpió a sus cinco
años, en la edad adulta ha podido reaprender la lengua y es por eso como ahora ella habla y escribe en
español con relativa fluidez, a pesar de que vive inmersa en el medio ruso y de
que en su niñez se educó en la escuela alemana. Recuerdo la gracia que le causó
la procesión de la semana santa con el translado nocturno de imágenes, las
mismas que llevaban en andas, e iban regiamente vestidas, por entre la muchedumbre que alumbraba las calles.
Le decía en ruso a su mamá: “Quiero que me dejes ver la demostración de los
muñecos” a lo cual su mamá intentaba oponerse porque la niña tenía, según la
costumbre rusa, de estar ya en su camita a las ocho de la noche, sin excepción.
En más de una oportunidad yo tuve que interceder para que la niña fuera con
otras amiguitas, acompañada de sus padres “a la demostración de los muñecos”.
Una vez más yo me asombraba de la diferencia de costumbres, credos e ideologías que tiene los pueblos y
lo tolerantes que debemos ser para no herir susceptibilidades y no crear innecesarios
conflictos.
Para mí fue muy
grato haber recreado en mi casa de Popayán -hasta donde fue posible- el
ambiente ruso, con unos pequeños muebles, un samovar, con cortinas y manteles,
lo mismo que con algunos libros rusos. Dichos enseres llegaron -desde Moscú- en dos enormes cajas de
pino, enviadas, por la misma Tania, antes de venirse. En ese ambiente pasaban
nuestros días escuchando música rusa y, por supuesto, disfrutando de la
colombiana y latinoamericana. Las faenas universitarias no dejaban mucho tiempo
para la familia, porque había que preparar clases, tanto más, cuanto que desde
el principio me asignaron cuatro materias. Con alguna frecuencia me visitaban
colegas y el ambiente se tornaba alegre e interesante, por la diversa
procedencia de los circunstantes.
Cualquier día mi
hija Magdalena descubrió, a sus dos años, las cucarachas de Colombia, que las vio meterse en una de las dos cajas
vacías que estaban en la cocina. Fue cuando ella gritó sorprendida “/kariá/,/kariá/”,
con lo que quiso decir “cucaracha”, como imitando la palabra española. Cuán
grande no sería nuestro sorpresa cuando dentro de dichas cajas encontramos
centenares de esos insectos, prosperando al calor del clima de ese lugar.
Inmediatamente produjimos la mortandad de cucarachas de que no se tenga idea en
Popayán, tierra propicia para este tipo de bichos. Pero no es que en Moscú no haya cucarachas. Ya
por esos años los entomólogos rusos descubrieron más de 20 mil variedades que
pululan entre los edificios que, durante todo el año, se mantienen a una
temperatura interna de 20 grados C.
A los pocos
meses de mi estadía en Popayán pude conocer a un carpintero culto y de buen
hablar de nombre Gerardo Lis, quien me interesó en especial porque era parte de
la Junta directiva del distinguido Orfeón Obrero, entidad que hacía honor a su
nombre y estaba dedicada -desde los años treinta- a divulgar la cultura del teatro, el canto y
la danza, bajo la iniciativa y
orientación de líderes obreros. Al poco tiempo conocí el enorme y cómodo
edificio que ellos habían levantado con su propio diseño y esfuerzo, habiéndose
constituido -desde el comienzo de sus actividades- en una fuente de cultura y
recreación insustituible en el ámbito de esta ciudad. Sin embargo, sus
ejecutorias no fueron bien recibidas por el presidente Laureano Gómez cuando
estuvo por esos lados en 1950 y, como represalia contra los obreros, según
relato del propio señor Lis, Laureano Eleuterio Gómez Castro dio la orden de
suspender el apoyo estatal para así poder anular la actividad cultural del
teatro obrero. Pero las directivas no se dejaron amilanar por tamaña
arbitrariedad y siguieron abriendo los cursos y manteniendo los programas y la
enorme biblioteca, basándose en la autogestión. El lapso de vida democrática que tuvo Colombia
en los años de gobiernos liberales (1930-1946), no podría haber pasado en vano
y esa es la razón por la cual el civismo se acrecentó no sólo en Popayán, sino
en todo el país.
Pero la vida y
obra del maestro Gerardo Lis no se agota allí. Él conoce, como el que más las
luchas de los empleados y obreros, lo mismo que las penurias de los artesanos e
indígenas de esa capital, ya que ha sido artesano y empleado reflexivo, que se
ha metido en su cabeza la problemática de los trabajadores. De las personas
vivas es muy probable que nadie explique con tanta lucidez que pasó, en el centro de Popayán, el nueve de abril de 1948, porque él, siendo
muchacho, fue testigo, de excepción, de
que esa ciudad fue un verdadero infierno, como si replicara, allí, en micro, lo que pasó ese día nefasto del
asesinato de Gaitán -el líder nato del
pueblo colombiano- en otras ciudades
como Bogotá y Medellín. El distinguido periodista Eduardo Gómez Cerón, sabedor
de la prestancia de Gerardo Lis, como conocedor a fondo de la realidad
payanesa, hizo que -hace unos años- la
Academia de Historia del Cauca invitara a
éste, especialmente, para que hiciera
exposición libre de sus temas preferidos y contestara algunas inquietudes de
los historiadores. Esto ocurre porque al fin han entendido los académicos que
no puede haber historia si no hay investigación de la tradición oral de los
pueblos. Ya han quedado atrás las búsquedas eminentemente filológicas. Sabido
es que el mismo Heródoto recorrió cuanto pudo de Europa y de Asia en busca de
los testimonios de la gente para poder armar la más auténtica historia.
En la Facultad
de Educación me gustó mucho la confraternidad que se había dado entre
profesores de todas las regiones del país, integrados con los payaneses y
caucanos. Costeños, paisas, santandereanos, llaneros, cundiboyacenses,
tolimenses, vallunos, nariñenses y uno que otro profesor extranjero (de Estados
Unidos, Rusia, Francia, Argentina y Paraguay) impartían sus conocimientos en
las diferentes áreas como biología, química, matemáticas, geografía, historia,
lenguas modernas, lingüística, sociología, economía, derecho, etc.). Era muy
común que en un viernes por la tarde nos
reuniéramos en cualquier lugar de la Universidad o de Popayán y que por la
noche termináramos en la casa de alguno de los colegas departiendo varias horas
en el mayor clima de respeto y armonía. El intercambio con gente de todas
partes nos volvió más cultos y tolerantes. Ese enriquecimiento lo hemos
valorado toda la vida y, no me cabe duda, de que dejó una clara impronta en la
ciudad. La tolerancia es una de las características más importantes de la vida
democrática de las comunidades y sólo se logra cuando hay intercambio de ideas
entre gente de los más diversos lugares y pareceres. Ya había pasado el tiempo
en que se nos quiso uniformar a los colombianos para hacer que todos pensáramos
igual y para todo tuviéramos el mismo rasero.
No me puedo
olvidar el trato personal que tuve con el profesor Scaravarozzi, profesor de
física, quien por algunos cortos años ejerció la docencia en la Universidad del
Cauca, huyendo de las persecuciones de
Rafael Videla. Me acuerdo que en una ocasión le pedí el favor de que me dejara
asistir, por una vez, a su clase de teoría de la relatividad, motivado por la
curiosidad de conocer el metalenguaje de esa materia. Claro que el catedrático
argentino me dijo de entrada “no vas a entender un pito, porque no tenés la
preparación previa que ya tienen los estudiantes”. Fue exactamente lo que yo
presentía y lo que él predijo: no entendí nada, pero comprendí que a pesar de
lo abstruso de la materia y de sus fórmulas, algún conocimiento me quedó, a
partir de los rudimentos de física que uno adquiere en el bachillerato y otros
de la vida práctica. De otro lado, este tipo de incursiones, en clases que no son de nuestra especialidad,
a uno lo previene del hecho de que a los jóvenes les corresponde, una vez
más, la proeza de meterse en los más
intrincados ejercicios y problemas que plantea la ciencia contemporánea, para
resolverlos, antes de que su cerebro ya no esté apto para tamaños
emprendimientos. Bien lo dice el filósofo argentino, José Ingenieros, que la mayor parte de los geniales inventos y
descubrimientos de la humanidad han sido
realizadas por los jóvenes, antes de que hubiesen cumplido los 30 años.
Cuando le tomé
un poco más de confianza al profesor Scaravarozzi, me permití preguntarle si él
no conocía a un físico paraguayo de nombre Osvaldo Pastore Zarza, quien se
había residenciado en la Argentina después de haber terminado su especialidad
en Moscú. El profesor argentino no me dejó terminar la descripción de mi amigo
paraguayo y me preguntó: “¿un paraguayo que andaba con una guitarra?”. Le
respondí que sí. Efectivamente, mi amigo
Osvaldo no abandonaba la guitarra y una mochila de libros de divulgación física
que leía con avidez. Scaravarozzi me dijo que lo había conocido en la
Asociación argentina de físicos y que después de su disolución, por orden de la dictadura, no lo había vuelto
a ver. Él profesor, con tristeza, me contó que Osvaldo, para ganarse la vida,
se había metido de albañil y que ya era contramaestre en una construcción de
Buenos Aires. Hace unos meses (2011), por casualidad me enteré, por internet,
que Osvaldo Pastore Zarza, figura entre
los desaparecidos por la dictadura de los generales argentinos hacia el año
1981. Es indecible el dolor que sentí y que me acompañará para siempre, por el
triste fin de ese amigo científico, víctima de la ciega persecución política
misantrópica y xenofóbica.
Un capítulo
especial de mi vida en Popayán ocupa mi amistad con el distinguido abogado lugareño,
Fernando Santacruz Caicedo, uno de los intelectuales más brillantes de esa
comarca y autor de un sinnúmero de libros sobre la realidad caucana, colombiana
y latinoamericana. Trabajó algunos años en la Facultad de Educación y luego se
marchó hacia Bogotá víctima de la incomprensión de los colegas y de la
administración. Su influencia sobre mí se produjo al ventilar, conjuntamente,
varios temas de la cultura y el acontecer nacional. Por la profundidad con que
él los maneja, no en vano ocupó el cargo de Jefe de Investigaciones del Senado
de la República y ahora es asesor de la Procuraduría General de la Nación.
Hasta el presente no he perdido el contacto con dicho amigo y, además de leer y
consultar sus libros, los diálogos que tengo con él me enriquecen cada vez que
nos encontramos en Popayán o en su casa de Bogotá.
Después de haber vivido seis meses en el
barrio Santa Inés, me mudé para el centro, a tres cuadras de la sede de Santo Domingo de
la Universidad del Cauca. Eran tiempos antes del terremoto de 1983, cuando en
el centro vivían las principales familias de Popayán, donde transcurría la vida,
con interesante actividad social, de reuniones y visitas de familiares y
amigos. Después del terremoto la gente se dispersó: algunos se fueron a vivir
al norte de la ciudad, otros se dirigieron a sus fincas y no pocos la
abandonaron yéndose a Cali, Bogotá o al
exterior. Como no pude hacer vida en el centro por un vecino ruidoso que me
despertaba desde la madrugada, me fui a vivir con mi familia a una casa del
barrio Camilo Torres, todavía sin pavimentar y lleno de incomodidades. La
vivienda estaba en obra gris y me la arrendaba un sargento retirado del
ejército por 1000 pesos, algo así como 100 dólares de esta época. Y a pesar de la relativa distancia de esa casa, tuve
más de una grata visita de colegas y amigos, de las más diversas costumbres e
ideología. Mi aprensión era que ellos se juntaran en un momento dado, cosa que
alguna vez ocurrió, pero pudo más la diplomacia nuestra sobre sus instintos
primarios.
Tuve, por cierto, dos visitas gratas en ese domicilio.
La una, la de mi profesor ruso Yuri Zubritski, quien se apareció, cualquier
tarde de un sábado, al final de la calle
polvorienta donde yo vivía. Se había venido desde Otavalo, lugar donde él
adelantaba una investigación en el Instituto Antropológico de esa misma ciudad.
Como “preguntando se llega a Roma”, dicho profesor se puso a indagar en Pasto y
Popayán, dónde estaba yo. Y claro que me encontró. Se me figura, como si entre
sueños, apareciera ese gigante de dos metros que era Yuri Zubritski, el
profesor que me había impartido el curso de “Formaciones socioeconómicas” y
quien se transladaba desde la Academia de Ciencias a la Universidad de la
Amistad de los Pueblos, en una limusina negra oficial, para compartirnos sus
sabios conocimientos de cultura sociopolítica. Cómo nos encariñarmos los
latinoamericanos con dicho académico, autor de varias obras especializadas,
kechuista consumado y locutor, por varios años, de las transmisiones de Radio
Moscú, para América Latina, en dicha lengua. Honor que me hizo dicho maestro de
venir a visitarme.
Al siguiente
día de nuestro viaje a Silvia nos
dirigimos a las termales de Cononuco, muy cerca de la población del mismo
nombre, y donde también se encuentra la hacienda que perteneciera al general
Mosquera, hoy convertida en museo. Las termales son de un indiscutible
atractivo por encontrarse al pie del volcán Puracé, en pleno Páramo de Los
Coconucos, dentro del sistema del Macizo colombiano. Pero fuera del valor
paisajístico de lugar, el agua de dichas termales es benéfica para la salud,
porque sus aguas son azufradas y se pueden disfrutar en dos piscinas, donde el
agua se mantiene a una temperatura apenas soportable por el ser humano. Eso sí,
que hay que cuidarse, de no salir
desprotegido al ambiente frío, donde las
temperaturas son entre 5-6 grados centígrados. Cómo gozó mi maestro de ese baño,
en compañía de mi familia y de mis amigos. Luego nos fuimos al hotel turístico
de la localidad en donde pudimos disfrutar de apetitosas viandas de la cocina
nacional e internacional y a un costo moderado.
Después de esa velada, ya nunca más volví a ver a mi querido profesor, quien
había fallecido en Moscú, en marzo de 2007, cuatro meses antes de que yo
llegara de visita a esa ciudad.
La otra visita
grata fue la de mis amigos Alejandro Gómez Roa, abogado, escritor y músico
bogotano y la de Germán Ponce Córdoba, veterinario y ecologista de Túquerres.
Fue un encuentro tripe que resultó, de
un momento a otro. El primero, como siempre hizo gala de sus capacidades
creativas y en una madrugada compuso el “Tango del subdesarrollo” que entre los
tres cantamos al compás de su infaltable acordeón, la caja de Germán y mi
guitarra. Pero nuestro repertorio no se agotó allí ni de lejos. Le pedimos a
Alejandro que nos interpretara su famosa pieza, que le dio la vuelta al mundo en los años
sesenta, titulada “Cuba sí, yanquis no”
y otras tantas por ese estilo. El maestro Alejandro también era famoso por su cumbia
“Barbacoas” que en uno de sus versos dice: “Barbacoas, Barbacoas, el oro te
hice triste”, pieza que fue compuesta para la inmortal película de Luis Alfredo
Sánchez “El oro es triste”, donde se denuncia la infame explotación del oro de
esa población nariñense y la huella de miseria y atraso que dejó a su
población, una de las más ricas de Colombia en oro de aluvión, aprovechada por
empresas gringas, las cuales, al fin de
su gestión, que hacen es dejar tiradas las dragas y las
retroexcavadoras, con las que han
revuelto la tierra para llevarse el precioso mineral. El oro que luego lucen potentadas damas en las calles de
Nueva York y Chicago.
Mientras el
profesor Zubritski reposaba un rato en mi casa, me fui a comprarle alguna
prenda para que se llevara de recuerdo. En
el barrio Bolívar encontré una enorme camisa roja que con gusto se la presenté.
Pero cuál no sería nuestra sorpresa, cuando dicha camisa, a pesar de lo grande,
apenas le llegaba arriba del ombligo. Entre muchas risas, de todas maneras se
la guardó como inolvidable recuerdo. Inmediatamente nos dirigimos a Silvia a
tener contacto directo con guambianos y paeces, ya que las preocupaciones
etnográficas de este maestro eran insaciables. A los guambianos que nos
atendieron, les dijo que él era el
hombre más pequeño de Siberia y que de su región les traía un cordial saludo. Los anfitriones le contestaron que “si
él era el más pequeño de Siberia, ¿cómo no serían de gigantes los demás?” Humor
del bueno entre representantes de culturas tan distantes. De oírlos hablar en
sus lenguas, muy pronto el profesor Zubritski sacó la conclusión de que tanto
el guambiano como el páez tenían préstamos del kechua, pero que de allí no
pasaba la influencia. Se trataba de tres idiomas (invariantes) diferentes, ninguna
de las cuales era variante de la otra.
Una amistad que
valoro mucho fue la que yo trabé, en el barrio Camilo Torres con Gerardo Bermeo
Velasco, oriundo de Bolívar, Cauca, hombre de muchas inquietudes intelectuales,
pero, sobre todo, de gran sensibilidad social. Provenía de una familia
conservadora que había emigrado de su región cansada de las malas costumbres,
especialmente por la tala de los árboles. Esa fue la causa por la que su padre
emigró a Popayán. Gerardo era una persona amplia y generosa. Le gustaba ayudar
a todo el mundo, pero más a los pobres. Había sido funcionario en el Ministerio
del Trabajo en Bogotá y había desempeñado otros cargos también importantes.
Fundó en Neiva el periódico “Tribuna del Sur”, donde alcanzó a escribir decenas
de artículos, especialmente, sobre lo que a él más lo desvelaba: la suerte del
Macizo colombiano, denominado “el corazón de América” por el doctor Álvaro Pío
Valencia. Su pluma era exquisita, llena de metáforas y alusiones a los
escritores más destacados de América. Gerardo Bermeo se preocupaba por la
educación de la juventud en la cual fincaba muchas ilusiones. Por ese motivo
fundó la “Casa de la Amistad de los Pueblos” que sesionaba en el Museo
Valencia, donde se dictaron algunas charlas y se alcanzaron a proyectar algunas películas
colombianas, cubanas y de la República Democrática Alemana. Defendía las
iniciativas de la familia Méremberg que había organizado un parque natural, de
sin igual hermosura, en el territorio
caucano, contiguo al Departamento del Huila.
Posiblemente,
por falta de más organización la obra de mi amigo Bermeo no perduró en el
tiempo, pero sus escritos y su ejemplo de altruismo queda en muchas mentes y
corazones de payaneses y caucanos. De él aprendimos mucho de la tolerancia que
debemos tener los colombianos, siempre sectarios y siempre dispuestos a
aplastar la opinión de los demás. Aunque Gerardo era convencido de izquierda,
muchos podían pensar que era una persona de ideas cambiantes, pero lo único que
observé es que se relacionaba y dialogaba con gente de las más diversas
tendencias, sin dar su brazo a torcer. Él mismo se definía, con el fino humor que lo caracterizaba: “Los
godos dicen que soy comunista; los comunistas que soy liberal; y los liberales,
que soy godo”. Creo que es la mejor caracterización de los conceptos que
despertaba este librepensador y gran interlocutor. Recuerdo además que en dicho
barrio su hija Tania se relacionó con mi hija Magdalena, también de cuatro años,
y de esa manera se fortaleció aún más
nuestra bella amistad.
En el campo
artístico tengo que destacar el conocimiento que tuve de payaneses de las
calidades musicales de Carlos Julio Ramírez González “Talego”, lo mismo que del
abogado Alfredo Pérez. En su juventud habían conformado la “Tuna de Popayán”
que tuvo muchas presentaciones y grabó dos discos de larga duración. Dicha tuna
existe todavía y se reúne cuando los contratan para un toque especial. En un
primer acercamiento, también conocí al
músico y flautista argentino Claudio Tábush, quien por esos años trabajó en el
Conservatorio de la Universidad y, aunque se devolvió para Argentina -después del
retorno a la democracia- varias veces ha
vuelto Colombia, donde actualmente está
radicado y hace música. A “Talego”, le compuse en su honor el tango “Callecita
de La Pamba”, que él aprecia mucho, porque en dicha pieza hago un recuento de su
vida musical vivida por él en dicho
barrio, desde la infancia.
Otra importante
relación musical que contraje en Popayán, en esos años setenta, fue con los
hermanos Juancho y Jorge Nieves, oriundos de Planeta Rica (Córdoba), con
quienes logramos una gran compenetración musical y de sincera amistad,
especialmente con el primero, con quien pudimos grabar -así sea de manera aficionada- varias canciones colombianas y
latinoamericanas. Con dichos hermanos, un día ampliamos el grupo musical y
armamos la “Peña Mestiza” un conjunto con el que llegamos hasta el teatro Jorge
Eliécer Gaitán para participar, en 1979, el Festival de la Canción Social
“Víctor Jara”, que tuvo varias ediciones en Bogotá. En el mencionado teatro fuimos muy aplaudidos y por un tiempo
más seguimos tocando en Popayán, pero, desafortunadamente, el conjunto se
disolvió porque los muchachos terminaron sus estudios y a mí me tocó
viajar hacer mi doctorado en Moscú. De otro lado la intolerancia y la represión, era tanta en el gobierno de Turbay Ayala, que
más convenía emigrar antes que arriesgar la vida.
No puedo olvidar
la anécdota que nos pasó a los integrantes de la “Peña Mestiza”, cuando al
siguiente día de nuestra flamante presentación en el Teatro “Jorge Eliécer
Gaitán” de Bogotá, aceptamos una invitación para tocar en Universidad del
Cauca, a propósito de algún evento cultural. Estando, prácticamente, seguros de
que el rector Gerardo Bonilla estaba en Bogotá, decidimos, con todo desparpajo,
cantar la canción “Turbay ¡ay! ¡ay! ¡ay!”, justamente al frente de la rectoría.
Habíamos empezado a cantar esa canción, de mi autoría -de enorme carga
satírica, contra Turbay, el Presidente
de la República- cuando de un momento a otro vamos viendo, en el pasamanos -frente a nosotros- al mismísimo rector
Bonilla, quien no pudo ocultar su cara de contrariedad. Pero la cosa no pasó a
mayores, porque él era una persona democrática, a pesar de su acendrado afecto
por el presidente déspota, quien lo había nombrado en el cargo que ocupaba.
Para esos tiempos
sí que valía cantar al unísono en Colombia la canción de Silvio Rodríguez “La vida
no vale nada”, porque los muertos y desaparecidos aumentaban día a día, sobre
todo entre los intelectuales y la clase trabajadora. De los hermanos Nieves,
incluido el destacado cardiólogo y músico Pedro, tengo que reivindicar -además
de su honestidad y nobleza- su fino
humor. A ellos debo mi afición por la literatura oral de David Sánchez Juliao
de quien llegué a ser su amigo, en sus
últimos años de vida. Recuerdo nuestro último paseo, con el afamado escritor cordobés, por las calles de Popayán donde nos
hemos reído, toda una mañana, de muchas circunstancias del acaecer local,
al tiempo que disfrutábamos del champús y de las empanaditas de pipián.
Recuerdo como a dicho escritor le parecía que Popayán estaba desaprovechando la
oportunidad de fomentar más el turismo, no a partir del espectáculo de la
semana santa, sino mostrando la rica arquitectura de varias casas del centro
donde todavía se tienen tres patios, fuentes labradas en piedra y hermosos
portales. Y agregaría yo, que la misma
Universidad del Cauca, en sus sedes centrales, como Santo Domingo y el Carmen,
son para mostrar, con orgullo, a los
colombianos y al mundo.
Nunca han
abundado los sitios de distracción sana en Popayán y por eso aprendimos a
valorar algunas casas donde se podía hacer alguna tertulia, ensayar una canción
o simplemente visitarla para abandonar un poco la rutina. Uno de esos lugares
fue -por un buen tiempo- el viejo
edificio de Villa Mercedes, sobre la carrera sexta, un poco cercana al puente
del río Cauca. Esa era una especie de castillo de las brujas y, a pesar de lo
antiguo y crujiente, y de carecer, casi por entero, de muebles y de alumbrado eléctrico, en varias de sus piezas, sin embargo, nos
deparaba ratos agradables a varios vecinos de la ciudad. Allí vivía, entre
otros moradores, el profesor Hervé Jannig, estudioso lingüista, cuya actividad
juiciosa contrastaba con la actividad
desjuiciada de la mayoría de los visitantes, quienes con frecuencia se
enfiestaban por uno o varios días. Nunca hubo desórdenes ni excesos, por eso
mismo su buen prestigio nunca menguó y, por el contrario, siempre estuvo en
alza. Desafortunadamente, más pudieron
los apetitos de los urbanizadores y ya para después del terremoto de 1983, la
famosa “Villa Crazy” dejó de existir. No conozco ninguna crónica que siquiera
mención de lo que fue ese refugio entrañable y de lo mucho de lo que allí se
dijo e hizo. De los eventuales visitantes que recuerdo es a Eduardo Gómez Cerón
y a Alberto Cartagena. Este último, a
falta de transporte público -que no fuera taxi-
había decidido dirigirse a pie, para caminar -desde el centro- por
espacio de una hora.
A manera de
conclusión de esta parte de mi primera estadía en Popayán puedo decir que la
vida fue grata, pero que la Universidad del Cauca, por sus limitaciones
económicas y organizativas, no llenó mis expectativas de desarrollo personal.
Pero en ese aspecto, dicha entidad no es la excepción, sino que confirma la
regla y eso tiene que ver con el subdesarrollo de nación, que principia por el
exiguo dinero asignado a la investigación, que es el 0.5 por ciento del
presupuesto nacional, el mismo que en su mayor parte se va en la burocracia
administrativa. De qué sirven, además, los 10 ó 20 grupos de investigación de que se
precian la mayor parte de universidades si a cada uno se asigna la suma de dos
millones de pesos (2.000 dólares para el año 2012), suma que no alcanza ni para
el almuerzo y transporte a 100 kilómetros para un grupo de cinco investigadores
en una semana.
De otro lado, la
universidad colombiana no resuelve sino el problema personal de profesores y
estudiantes, porque no está pensada para sacar a la nación del atraso y menos
para redimir sus males. Es parte de la educación general que sólo está en
función de reproducir ad infinitum el
sistema socioeconómico elegido por la clase potentada que nos gobierna y para
lo cual fundó un Estado, a su medida. De
otro lado, no hay ninguna planificación de las reales necesidades de la nación
y se gradúan abogados, médicos, ingenieros, contadores y maestros, más para
abaratar costos de contratación -por exceso de oferta profesional- que para
enviarlos allá donde se necesitan. No nos cabe duda de que abogados, médicos,
ingenieros, contadores y maestros se necesitan hasta en lo más profundo de las
selvas colombianas, para ayudar a la gente en sus más urgentes necesidades y
para producir armonía en su desarrollo. El día en que Colombia empiece a
desconcentrar sus profesionales de las cuadras centrales de sus conglomerados
urbanos empezará a desarrollarse más plenamente, reduciendo así la brecha que hay entre partes de una misma
ciudad y la que siempre ha existido entre la ciudad y la aldea.
SEGUNDA
ETAPA (RECUERDOS DE POPAYÁN)
Por:
Eduardo Rosero Pantoja
Volví a Popayán
en julio de 1983, a los tres meses de que a la ciudad la había semidestruido un
fuerte terremoto, de esos que se repiten allí cada 50 años. En junio yo había
vuelto de Moscú de terminar mis estudios y un mes entero estuve en Bogotá
aclimatándome y holgando, de lo lindo, en la casa de mi amigo Fernando
Santacruz Caicedo. Al mes de mi estadía es su casa, él me dijo: “el trabajo te
está esperando en Popayán”. Efectivamente me volvieron a recibir de docente en
la Facultad e Educación, sin duda, porque dejé allí dejé buen recuerdo de mi
rendimiento. Continué, de inmediato, con mis clases de lingüística y con mis
investigaciones sobre dialectología caucana, esto es, las variantes del
castellano en ese departamento. La
verdad es que fue un poco difícil vivir la vida posterremoto, en una ciudad que
había quedado profundamente averiada y la gente empobrecida y muy golpeada.
Todavía por estos años (2012) hay personas que deben por sus préstamos de
vivienda, los cuales crecieron enormemente y, muchas veces, no tienen con qué
pagarlos porque carecen de trabajo y de entradas.
Empecé a vivir
en el barrio San Camilo, a pocos metros del sitio donde en el siglo XIX habían
fusilado a un montón de líderes liberales víctimas de las contiendas
intestinas, basadas en al intolerancia religiosa e ideológica. Vivía,
prácticamente, sólo, en una casa enorme, donde la dueña se aparecía sólo cada dos meses, con el
objeto de cobrar el arriendo. Hacia el final del caserón vivía un tramitador de
nombre Olmedo, quien -con toda frecuencia- recibía las visitas furtivas de su
amante que se introducía en la casa a través de una tronera que los dos habían
abierto para sus idílicos fines. Alguna vez la sorprendí descolgándose, en
paños menores, a cumplir con su acostumbrada visita conyugal. Con don Olmedo,
amablemente nos saludábamos y alguna vez hasta llegué a llamarlo por “don
Lucero”, con el nombre del perro que frecuencia me ladraba. Pero no duré allí
más de un año después de la mañana en que casi me hiere una bala perdida que
salió posiblemente del cuartel donde hacían polígono. Yo me encontraba lavando
la ropa en el lavadero y no quise volver a exponer más mi vida. No creo se sea
frecuente ese caso, pero de nada serviría un alegato, por algo parecido, con
las fuerzas armadas, si ellas son amas y señoras de las circunstancias y tienen
sus cuarteles, prácticamente, dentro de la ciudad.
Estando viviendo
en San Camilo me volví a casar y me fui
con mi esposa a vivir al nuevo barrio de Moscopán, donde la dueña -para bien o para mal- nos arrendó un apartamento
completamente amoblado y con todos los enseres de cocina. En diciembre de 1985
y, sin haberlo buscado el negocio, mi paisano César Ponce Dávila me dijo:
“están vendiendo un apartamento nuevo a orillas del Cauca y hoy sábado se
cierran las adjudicaciones”. En menos de una hora habíamos reunido la cuota
inicial y el lunes ya estábamos de mudanza al quinto piso de la urbanización
“Las Tres Margaritas” (el nombre de la abuela, la hija y la nieta, todas de
nombre Margarita y dueñas de la firma constructora). Nuestro trasteo se hizo en
la desvencijada camioneta Volksvagen de
nuestro compadre de matrimonio Carlos Serrano (“Chass”) y si bien logramos
meter nuestros efectos en el vehículo antes de la lluvia, una vez hechos al
camino el aguacero fue torrencial, de tal manera que tuvimos que abrir sendos
paraguas dentro de la camioneta para evitar mojarnos. Nuestras cosas se
afectaron parcialmente, pero no podíamos contenernos de la risa por lo
accidentado de este viaje.
En nuestra
vivienda de “Las Tres Margaritas” nacieron y crecieron nuestros hijos, hasta
que la mayor tuvo la edad de 10 años. Fue un tiempo muy amble el que vivimos en
ese apartamento disfrutando del medio
que nos rodeaba, lleno de verdor y muy cerca de las colinas aledañas, llenas de
pinares, y por donde solíamos ir a pasear o a visitar a nuestros amigos Mercedes Camacho y Guillermo Villota, quienes
vivían en sus fincas. El papá de la primera construía, por encargo, enormes
casas, estilo maloka, y el segundo se había especializado en hacer casas de
guadua. Guillermo vivía, en otro tiempo, en Popayán en una casa de guadua, de dos pisos, que él mismo había levantado.
Hasta su morada llegaban los ingenieros civiles a ver el detalle de ese tipo de
ingeniosas casas. Por cierto que en Popayán vive Amparo Bastidas Passos,
arquitecta paisajística, una autoridad en la teoría y la práctica de construir
casas a partir del uso técnico del bambú. Ella es, de verdad, una autoridad
mundial en ese tipo novedoso de conocimientos que se inspiran en el uso
milenario del bambú por parte de diversas civilizaciones que van desde la China
hasta nuestra América. Dicha arquitecta, de origen nariñense, da conferencia
sobre su tema en diversas capitales del mundo y acaba de publicar un libro
sobre arborización de parques, cuyo prólogo hemos hecho nosotros.
En octubre de
cada año, irremediablemente íbamos por entre los pinos recogiendo champiñones
para prepararlos de diversa manera. Lo niños nos ayudaban en estas faenas, lo
mismo que a recoger moras y frambuesas a lo largo del llano que se extendía del
lado oriental del río Cauca. En más de una oportunidad organizamos paseos a la
orilla de este río impetuoso, el mismo que una noche se creció tanto que
arrastró por varios metros nuestro pequeño automóvil Topolino, que habíamos
estacionado a pocos metros de la orilla. En cada fecha celebrábamos los
cumpleaños de nuestros niños y yo tenía el cuidado de componerles una canción
nueva alusiva a su fiesta. Algún día recogí todas esas canciones de niños en un
solo álbum y las preparé para reconocimiento intelectual, por parte de la
Universidad del Cauca, bajo el título de ”Gatos arriba- Gatos abajo”, con la
ilustración de la diseñadora Edna Patricia Maldonado, quien fuera -en otros
años- mi alumna de semiótica.
También tuvimos
visitas importantes, como la que nos prodigó el doctor Álvaro Pío Valencia.
Para esa memorable ocasión mi mujer sacó su vajilla china, de tiempos de la dinastía
Ming para tomar el té que tanta satisfacción nos tomamos en familia, en
compañía de tan distinguido huésped. También tuvimos la visita de mi amigo
salvadoreño, el agrónomo Eliseo Leyva, quien al poco tiempo falleció en
Popayán, víctima de intoxicación por el uso abusivo de fertilizantes e
insecticidas que usaba en la plantación de Pompones que dirigía a pocos
kilómetros de Popayán. Él cantaba de manera muy inspirada y con él y el también
salvadoreño, Mario Fuentes, tuvimos el trío “Los Tropicales” durante nuestro
estudio universitario en Moscú. Otro huésped fue el bielorruso Eduard
Demenchónok, investigador senior de la Academia de Ciencias de Rusia y, en la
actualidad, profesor de la Universidad de Georgia, Estados Unidos. Él estuvo
trabajando, durante un año, en la Universidad Incca de Colombia y fue visitante
del Senado de la República de Colombia. Otro día, al comienzo de los años
noventa tuvimos de invitado al distinguido lingüista germano-mexicano Juan
Hásler, quien nos hizo el honor de quedarse una noche en nuestra vivienda. Él
es autor de numerosos libros sobre lingüística indígena de diversas etnias de
América Latina, especialmente de México y Colombia. En su casa de Cali conserva,
con orgullo, unas cien máquinas que
acondicionó, en sus letras y signos diacríticos, para poder escribir en ellas textos de todas
las lenguas motivo de sus preocupaciones, especialmente las indígenas. Ahora
que existen las computadoras, dichas máquinas de escribir ya no tienen sentido,
pero son una bonita memoria del empeño que puso ese profesor-investigador de
escribir con fidelidad en múltiples idiomas.
Me sentí muy
halagado de haber tenido en mi apartamento, así sea por un rato, a mi estimado
colega Francisco Flechas con su esposa, la profesora francesa Viviane Gorgues.
Confieso que con su grata presencia me alivié de algún mal pasajero tenía ese
día donde pudimos dialogar de asuntos no lingüísticos -nuestra especialidad-
para tocar temas corrientes de la vida de Popayán, del Cauca, de Cundinamarca y, claro está, de Francia. Un poco más allá tuvimos como
huéspedes a los cubanos Luis Barreto y Elisa Pedroso, distinguidos
contrabajista y pianista, en su orden, docentes de la Universidad del Cauca, quienes
vivieron a trabajar a Popayán por invitación del doctor José Tomás Illera,
abogado y músico talentoso, quien fuera después Director del Departamento de
Música (Conservatorio) de la Universidad del Cauca. Su perfeccionamiento
musical lo obtuvo en Austria y en más de una oportunidad dirigió la Orquesta
Sinfónica de La Habana.
Hacia 1991 tuve
la grata, gratísima visita de mi amigo ecuatoriano, Hernán Acevedo, oftalmólogo
especializado en el Instituto Helmholtz de Moscú, de quien supe su presencia en Machala, un día
que vi estacionado cerca de la Facultad de Ingeniería un enorme bus que decía
“Universidad de Machala”. Inmediatamente me acerqué al chofer -que dormitaba a
medio día en ese vehículo- y le pregunto
si de pronto no conocía en su ciudad a un oftalmólogo de nombre Hernán Acevedo.
Cuál no sería mi sorpresa cuando me contestó ese chofer, que Hernán trabajaba
justamente en esa universidad y que con gusto me llevaba un papelito con mi
saludo. A los dos meses de cartearnos con mi amigo, yo ya estaba con mi familia
paseando por las calles de Machala, en la Provincia del Oro, donde pudimos
visitar, además, Puerto Bolívar, desde donde parten los millones de cajas de
banano que van a los mercados de Europa, incluida Rusia. Como acto de cortesía
y de buena voluntad, Hernán vino a visitarme con su esposa y sus hijos hasta
nuestra casa de Popayán y desde allí pudieron ir hasta Cali, ciudad muy
nombrada y visitada por los ecuatorianos.
También tuvimos
la visita del ingeniero hidráulico Germán Oramas Olaya, con su esposa Carolina
Wenholtz, de nacionalidad estadounidense, quienes disfrutaron -más que en su
casa- de un sabroso jugo de lulos hecho
con las mismas frutas que nos habían
traído de su finca. Ellos también cultivaban, cerca de Popayán té verde y te
rojo, de la mejor calidad, traído de la región de Dapa, en el Departamento del
Valle, desde donde se abastece la mayor parte de la demanda nacional de ese
producto. Por cierto, que ya no es tan popular ni de tan buen tono el té, como
lo era en otros tiempos en Colombia, especialmente en Bogotá, donde se preciaban
de todo lo inglés, principiando por las casas de ese estilo, como fue el caso
de aquellas que se hicieron en el que fuera el distinguido barrio de La
Soledad. Los bogotanos más encopetados, de la mitad del siglo XX , incluso inventaron
el término “la hora del té”, hacia las cinco de la tarde, que era cuando se
reunían a hacer el balance de lo que habían realizado durante el día. Y por eso
solían decir: “a la hora del té”, o sea “a la hora de hacer el balance”. La
familia Oramas, como solíamos llamarlos, en más de una oportunidad me habían
dado la mano y, en tiempo de soltería, hasta viví seis meses en su casa. De sus
manos provino el primer automóvil que
tuve, el Topolino, el que pagué por cómodas cuotas, cual si fuese una nevera y el cual disfrutamos mucho con nuestras
permanentes salidas al campo y a otros lugares, incluidos dos viajes hasta
Tulcán, Ecuador.
Por último y
como invitado especial, estuvo en mi apartamento de “Las Tres Margaritas” mi
alumno John Carr, oriundo de Inglaterra, quien nos hizo el armario -empotrado
en la pared- en varias jornadas, con la mejor técnica ebanística que había
aprendido en su país. Estaba temporalmente en Colombia como para reponerse del
trauma que le había causado el robo, en Londres, de su camión en el cual tranportaba los
muebles viejos en él repara y que vendía
luego su hermano en el mercado de Nueva York. John también era músico y tocaba
el teclado con mucha solvencia. A veces se preguntaba por qué los colombianos
eran tan atentos con él - principiando por nosotros- si él en su país, según
sus palabras, no pasaba de ser “un bastardo”. Cualquier día le perdí el rastro
al alumno y amigo inglés quien perfeccionó su español de mi mano y me ayudó en
el curso a implantar la rígida disciplina principiando porque la entrada a
clase era a las ocho en punto y la presentación y análisis de las tareas era
también a esa hora.
Claro que
tuvimos otros invitados nacionales y entre ellos destaco el del magistrado
Gustavo Castro, quien no tuvo problema de sentarse en las cajas de libros,
mientras él tocaba -con enorme maestría- el tiple y, Alfredo Pérez Herrera, y
yo, las guitarras. Era el comienzo de
nuestra estadía en “Las Tres Margaritas”, cuando todavía no teníamos muebles,
ni siquiera una silla donde sentarnos. Visita, por demás amable, y llena de
canciones e interesantes anécdotas. También nos visitó, por una vez, mi amiga,
la excelente pianista Piedad Pérez, pedagoga de la Universidad Nacional de
Colombia. Ella, siendo muy jovencita, fue a hacer estudios superiores de piano
en Kíev, capital de Ucrania, en donde
obtuvo las mejores notas y adquirió la maestría que muy pocos pueden alcanzar
en la técnica pianística, producto de la disciplina y el talento. Hasta la
fecha ella ha preparado a varios pianistas de se han especializado en el
exterior y son artistas de talla internacional. La misma amiga Piedad Pérez es
una gran pianista y como tal ha dado concierto en las principales salas de
Colombia, como es el teatro León de Greiff o la sala del Banco de la República,
ambos de Bogotá.
Pero personas
humildes también nos visitaron, por más de una vez, como por ejemplo, el
ebanista Manuel Realpe, un hombre sencillo que se había venido de La Cruz,
Nariño, a sus quince años, a buscarse la vida en Popayán, provisto apenas de atado de panela y maíz tostado para comer en el camino. En esta ciudad
aprendió la carpintería y la ebanistería y en su arte llegó a ser de los más
pulidos maestros, sino el mejor. Él hacía los muebles en compañía de su mujer,
trabajando la madera y el cuero a las mil maravillas. El caso es que el día de
la visita de los doctores Gustavo Castro y Alfredo Pérez, yo me asomé al enorme
patio de nuestro edificio y vi como de una carretilla descargaban unos finos
muebles. Acto seguido me bajé e indagué por ellos muebles y se da la
coincidencia de que estaba el mismo ebanista entregándolos a un cliente. Inmediatamente
le dije que me hiciera unos para la sala y comedor. Él subió y tomó las medidas
y no tuvo problema en decirme que empezaría el trabajo con solo darle un avance
inicial -el 10 %-, para que yo le pagara
el resto en cómodas cuotas mensuales.
No pasó una
semana y don Manuel nos trajo, en la
misma carretilla, unos muebles parecidos
a los que yo le había solicitado, posiblemente los de otro cliente que no se aprontó a recibirlos. Puedo decir
que la visita de esos abogados fue de buena suerte para nosotros porque, muy
pronto, tuvimos ya muebles, lo que implicó comodidad para nuestro apartamento y
alegría para nuestras vidas. Don Manuel y doña Flor, su esposa, no tuvieron
hijos, pero su bien corazón les hizo tomar la decisión de adoptar, de uno en
uno, diez hijos huérfanos, a quienes albergaron y dieron mediana educación.
Pero desafortunadamente doña Flor murió de una dolorosa enfermedad y don Manuel falleció a causa de un
paro cardiaco que le sobrevino después de que él corrió desaforadamente detrás
de unas atracadoras que le habían robado
el producido de la venta de sus herramientas de ebanistería, cuando él dejara
de trabajar por física vejez y desgastamiento de la cabeza húmero derecho.
Una amistad que
siempre he valorado ha sido la que mantenido con el historiador Jorge Quintero
Esquivel, con estudios de pregrado en la Universidad Nacional de Colombia y
doctorado por la Universidad Nacional de Colombia. Desde hace muchos años adelanta una profunda
investigación sobre el sabio payanés Francisco José de Caldas para rastrear
todo el aporte que dijo hombre de ciencia y prócer de la independencia trajo a
la astronomía, las ciencias naturales, la geografía y el arte militar. Fue el
inventor del hidrómetro, un instrumento para medir la humedad del aire. Se
interesó por las causas de las terribles tempestades que se presentaban en
Popayán y que todavía se dejan sentir, aunque con menos intensidad. Jorge
Quintero es una persona jovial, de palabra fácil y dueño de un fino y lozano
humor. Tal vez en contraposición a la seriedad de su padre quien un día le dijo
en una esquina del parque Caldas: “No te permito comprar el periódico de hoy,
porque todavía nos has leído el que compré ayer”.
Para mí fue muy
importante mi vinculación con el profesor Horacio Casas Rengifo, maestro de
música y a cuyo coro llegué por intercesión de la doctor Cecilia Cepeda Vargas.
Fue así como ingresé al prestigioso “Coro Universitario del Cauca”, entidad
privada, pero consanguíneamente vinculada al Alma Máter. Antes de pertenecer al
coro, éste ya había salido a varios recorridos artísticos, incluido un exitoso
viaje a Guayaquil. Al poco tiempo de haberme vinculado al mismo, tuve la fortuna
de viajar conjuntamente a Bogotá, Duitama, Sogamoso y en otra oportunidad a
Caracas y Los Teques, donde nos presentarnos en varios escenarios, pero,
fundamentalmente, en la Universidad de Caracas, en el marco de un festival
internacional de coros. Fuimos muy aplaudidos y muy bien tratados por los
organizadores del festival y por los directivos de la citada universidad. Nos
dimos cuenta del gran desarrollo artístico y, en particular, del coral que
tiene Venezuela, producto del apoyo continuo que ha tenido de los diferentes
gobiernos. Un viaje al exterior es una ventana que se abre para oxigenar el
cerebro de los individuos y de las colectividades y por eso la importancia que
tuvo para nosotros la permanencia en la hermana república, lamentablemente, de una
sola semana.
Durante 1988
recuerdo que ensayábamos las piezas del coro en el Panteón de los Héroes, un
lugar de aire pesado, pero cuyo ambiente se nos olvidaba después del tono que
nos daba el profesor Casas. Yo recuerdo que llevaba a mi hija, Inírida, de apenas dos años para que escuchara las
canciones, pero casi siempre resultaba dormida al pie mío, producto del cansancio
y que justamente a las ocho, eran sus horas de dormir. Pienso que en el subconsciente
de la niña quedaron grabadas varias de esas hermosas melodías y, como posible
influencia de esa información musical, a los cuatro años ella fue capaz de
crear -a las tres de la mañana que pasábamos por los cañaduzales del Valle del
Cauca- los versos y la música de su
única canción, por cierto muy bella, y
que ella misma llamó: “Trencito cañero”,
(/Trencito cañero, ven, ven/que te quiero, que te quiero montar/”.
Desafortunadamente descuidamos la formación musical de esa hija movidos por el prurito de que
ella tenía que terminar el bachillerato clásico, lleno de tareas insulsas, las
mismas que no permiten el desarrollo de la personalidad. No en vano las han
prohibido en España, para que los niños y jóvenes puedan dedicarse a la
autoformación que es la única de ha dado resultados efectivos en todos los
tiempos.
Hermosa
experiencia musical, aunque de corta duración,
la que tuve con el grupo “Los Duendes”, conformado por alumnos del
Conservatorio y miembros del disuelto coro del profesor Casas. Se trataba de
los jóvenes Felipe Arteaga, Óscar Cabrera, Rodrigo Jaramillo y el quenista de
mote “Canelo”, quienes tuvieron a bien invitarme a tocar y cantar en su
conjunto. Al principio nos dedicamos a montar algunas de las piezas del
compositor y antropólogo mercadereño Jairo Ojeda, (el mejor compositor
colombiano de canciones infantiles) especialmente las que tienen relación con
el imaginario popular del valle del Patía, pero luego interpretamos obras del
folclor del resto de Colombia y de Latinoamérica. Desafortunadamente, un poco de
estrechez de miras no nos permitió dedicarnos a la creación colectiva, habida
cuenta de que se trataba de gente talentosa, capaz, no sólo de imitar, sino de producir obras propias que al
presentarlas en público habrían gustado y terminado imponiéndose. Es bastante
frecuente la imitación servil y el
seguidismo entre nuestros artistas, quienes piensan que si no
interpretan canciones de moda y relamidas por varios artistas, la cosa no va.
Hace falta liberar los espíritus para que haya verdadera vida artística.
Hacia finales de
los años ochenta, la apertura de la
“Librería Macondo: arte y tertulia”, inaugurada por Omar Lasso Echavarría,
entonces estudiante de filosofía -oriundo de una aldea de La Unión,
Nariño- constituyó en un verdadero
acontecimiento cultural porque nos acercó a los libros, a la conversación
inteligente y a muchos personajes de las letras, tanto en lo local como en lo
nacional. El registro de firmas de los visitantes de todas partes, incluidos
los extranjeros, da cuenta de que dicha librería se convirtió en un centro de
inquietudes intelectuales, independientemente, de que para algunos era lugar de
bohemia. Esa librería la frecuentaba el distinguido poeta nacional Giovanni
Quessep, cuya presencia la aprovechábamos para compartir algunas de sus poesías
o hablar de literatura, en general. Bajo la tutela de él se formaron, en la
Universidad del Cauca, jóvenes poetas como Felipe García Quintero, Francisco
Gómez Campillo, César Samboní y Edgar Caicedo, quienes han sido acreedores a
premios nacionales e internacionales, como en el caso de Felipe García. A dicho joven poeta le fue otorgado el primer
premio de poesía Pablo Neruda, en
Temuco, Chile, adonde viajó a recibirlo. En Macondo también conocí y me
relacioné con el distinguido poeta y excelente crítico, Fernando Charry Lara, fallecido hace algunos
años. Desafortunadamente el comercio de los libros entró en decadencia hacia
mediados de los años noventa, razón por la cual fue cerrada la librería
perdiendo Popayán el único tertuliadero interesante que tenía.
Claro que para
fortuna de Popayán los poetas no se han extinguido. Por el contrario, después
del largo receso que tuvo la ciudad, después de la apabullante influencia de la
poesía del maestro Guillermo Valencia, la poesía ha renacido con mayor fuerza.
Bajo la guía del profesor Guido Enríquez Ruiz -gran conocedor de la poesía
clásica latina y española- todos los jóvenes mencionados y otros más han tenido
la oportunidad de conocer los mejores
versos y contagiarse de ese amor por la literatura, que hace falta mantener en la vida espiritual
como una lámpara votiva. Dicho profesor organizó desde finales de los años
ochenta el encuentro literario “Palabras y notas” que se sucedió, casi que semestralmente a lo largo de veinte
años. Es de destacar el acompañamiento que el profesor Enríquez siempre ha
brindado a los poetas noveles y al encuentro mismo, el cual ha tenido lugar en
diversos recintos bien de la Universidad del Cauca, del Colegio Mayor, del
Auditorio del Banco de la República o en algún recinto de la Universidad
Autónoma de Popayán.
Allí estrenaron
su poesía los jóvenes mencionados, además de otros como la poetisa Hilda Pardo
o el poeta Elvio Cáceres, ambos literatos meritorios, quienes además se han
dado a conocer por sus valiosas publicaciones. Elvio tiene, entre otros libros,
uno dedicado a la temática del ajedrez, donde dedica sendas poesías a cada una
de las piezas del juego-ciencia y hace alusiones a los ajedrecistas del mundo,
especialmente a los rusos, como también al cubano José Raúl Capablanca y al
estadounidense, Robert Fischer. Es posible que en la poesía mundial no exista
parangón en esto de exaltar en versos el juego del ajedrez y de sus principales
representantes. Estoy todavía en deuda con Elvio acerca de su petición de
traducirle al ruso su interesante libro sobre el ajedrez, pero no es por mala
voluntad, que no lo he hecho, sino
porque para realizar bien dicho trabajo hace falta estar más enterado de la problemática
específica del ajedrez. Pero les aseguro que no me quedaré con la promesa
hecha.
De mi parte debo
especial agradecimiento al encuentro de “Palabras y notas”, en particular al
profesor Enríquez y otros organizadores, por haber permitido estrenar en sus
ediciones, varias de mis canciones,
algunas de ellas de letra y música de mi autoría y otras, musicalizaciones de
poesías colombianas, latinoamericanas y rusas. También musicalicé sendas
poesías del profesor Enríquez, de César Samboní, de Arleyo Cerón, de Gloria Cepeda, entre otros autores. Como
trabajo especial compuse música a un ciclo de veinte poesías del poeta Giovanni
Quessep, poniendo, como lo hago con todos mis amigos, toda la dedicación y el
estro. Pienso que el arte de musicalizar es demasiado exigente para que pueda
dar a la poesía un complemento amable, que la embellezca y no la deforme. El
hecho de que yo pueda, como cantautor, interpretar mis obras -con versos
propios o ajenos- me permite una mayor comunicación con el auditorio, amén del
diálogo que se da después de los conciertos. Pienso que se es más artista entre más fogueo
se tenga, ya que el intercambio con públicos cualificados enriquecen la creación
y dan mayor optimismo a la vida. Ya no se concibe artistas metidos en palacios
de cristal.
Hacia finales de
los años ochenta, por insinuación de mi amigo el doctor Eduardo Gómez Cerón, me
puse a escribir artículos para el diario el liberal que dirigía doña Isabel
Olano, periodista de ideología conservadora. Al abogado y periodista Gómez
Cerón le había parecido que yo escribía bien, por algún documento mío que leyó
cuando él era secretario general de la Universidad del Cauca. Su apoyo me
sirvió para que yo ensayara con un primer artículo sobre lo que estaba ocurriendo
en Rusia y demás repúblicas de la ex Unión Soviética. Ya no se necesitaba mucho
olfato para saber que iba a pasar con esos países, después de la caída del muro
de Berlín en 1989. Ya para comienzos de marzo de 1990 pude anunciar por ese
periódico que la separación de Lituania era inminente, hecho que de verdad
ocurrió a los pocos días. Y así sucesivamente fui anunciando la separación de
varias repúblicas soviéticas, asunto que terminó en diciembre de 1991, con disolución de la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas. Fue un buen ejercicio periodístico, apenas posible, por
la buena voluntad que tuvo conmigo la
directora del mencionado periódico y por el apoyo moral que me brindó el
amigo Gómez Cerón.
Los años noventa
se fueron entre las ocupaciones de la Universidad y el diario ajetreo con los
hijos que iban a sus colegios. Por cierto que aprovecharon su tiempo, no involucrándose en tanta rumba
que fomentan desde los mismos establecimientos. Debo comentar que la formación que imparten esos colegios deja
mucho que desear. He llegado al convencimiento de que los colegios públicos y
privados de provincia son de cuestionable calidad y con una sentencia lo
expreso así: “el peor colegio de Bogotá es mejor que el mejor de provincia, con
algunas excepciones”. La razón es sencilla: la vida en la provincia es menos
exigente y los profesores no tienen la preparación que logran los docentes y
profesionales de la capital. El asunto no es de inteligencia, sino de
información. Medio en serio, medio en broma, los capitalinos nos tienen a los
provincianos como unas personas despistadas y esto se debe a la falta de
información y de roce social constructivo. De otro lado, las capas medias de la población -que quieren igualarse a las más pudientes
poniendo a sus hijos a estudiar en colegios caros- se buscan
el problema permanente de tener que pagar muchas veces más por su matrícula en
las universidades oficiales, donde les tienen en cuenta variables como el
colegio donde estudió el muchacho, el estrato de la vivienda y los ingresos
reales de los padres.
Cuando viví en
“Las Tres Margaritas”, (1986-1996), todavía circulaban los buses de la Universidad del
Cauca, recogiendo estudiantes, por las rutas
sur-norte y del centro hacia el oeste, especialmente al comienzo de la
mañana y después del almuerzo. Esos recorridos traían un gran alivio a los
estudiantes, especialmente a los de escasos recursos. Pocos profesores se han
preguntado si esos alumnos -a los cuales les exigen tanto- han desayunado o almorzado. Cuántas veces el
estudiante, si tiene para un medio
almuerzo, no tiene para pasajes, toda vez que la mayor parte de ellos, por ser
de estratos modestos, viven a considerables distancias del centro, que es donde
funciona la mayor parte de facultades de la Universidad. Ya lo han dicho los
asesores de la Presidencia de la República (2008): “el problema de la
universidad pública no son los diez revoltosos que lanzan piedras, sino la gran
cantidad de estudiantes que pasan física hambre en la misma o está
subalimentada con comida “basura”, que es la de bajo costo”.
Cualquier día de
1996 resolvimos irnos del apartamento de
“Las Tres Margaritas” a vivir pagando arriendo en un cómodo apartamento de
cinco cuartos y una extensa sala en el centro de Popayán. El puntillazo que me
sacó de allá fue el hecho de que los urbanizadores, esos truhanes sin perdón,
tumbaron la última araucaria que quedaba en las Vegas de Prieto (antigua Villa
de Ampudia, donde se había empezado a construir -hace casi cinco siglos- el Popayán español), esto es en el sector
donde vivíamos. Dolido por el desafuero de esos depredadores, escribí un
artículo titulado “La última araucaria” ( y también unos versos sobre el mismo
tema), el cual . Ese artículo se publicó en “El Liberal” y fue escogido, en
1997, por la Gobernación del Cauca, para
concederme el Primer Puesto del Premio de Periodismo Gustavo Lemos Arboleda.
Nos fuimos a
vivir al centro de Popayán, también para estar más cerca del gabinete de
estética que mi esposa había abierto en el sitio conocido como “Piedra Grande”.
Efectivamente nos pasamos a vivir en arriendo a un apartamento de la carrera
cuarta con segunda, adonde, meses después se trasladó el mencionado gabinete. Asunto serio ese de
pagar arriendo. Los días pasan rapidísimo y, cuando menos te acuerdas, ya es
fin de mes y tienes que pagar la suma acordada con el propietario, quien se
aparece, justamente, cada mes, a primera
hora, a cobrarte lo del alquiler. La plata que se paga por los arriendos es como echarla a la alcantarilla,
porque no la vuelves a ver. Por eso es preferible endeudarse con algún banco, así sepas que tu inmueble lo tienes que pagar
50 veces más, por encima del costo que acordaste con la empresa urbanizadora.
De todas maneras, nuestra la vivienda en el mencionado sitio fue grata y lo
suficientemente cómoda, con habitaciones iluminadas y cuyas ventanas daban a la
carrera y a la calle.
Recuerdo que
nuestra gran compañía fue el perro Toby, regalo que nos hizo Guillermo Navarro
Wolf (hermano de Antonio) quien vive en una finca de El Cofre. Perro que fue
creciendo consentido y furioso, el cual nos puso en aprietos, en más de una
ocasión, por su mal carácter, especialmente cuando veía niños extraños. Cuando
fue a visitarnos una familia de rusos: Borís, Vera y Viacheslav Kñiásev, (Slava)
(padre, madre e hijo), Toby no nos dejaba bailar en parejas, por los celos.
Animal inteligente y supremamente sensible. Ejemplo del primer rasgo es cuando
él, a fuerza de verme todos los días consultado los dos tomos del diccionario
de la RAE (Real Academia Española), el día menos pensado que yo entré a mi
oficina, me día cuenta que Toby estaba en la alfombra -en el sitio que yo
acostumbrar a hacerme para mis labores- volteando con su pata (mano) derecha, con toda parsimonia, una
por una, las hojas de ese diccionario, como
sólo lo hace el más conspicuo lexicógrafo.
La sensibilidad de
ese can, era impresionante. Recuerdo que una tarde en yo estaba leyendo un
libro escrito por el general Omar Torrijos, (presidente de Panamá asesinado por
la CIA, en 1981, en un accidente aéreo), el perro se me vino a toda velocidad,
como apostando carreras, saltó sobre la enorme mesa del comedor y, en el
extremo donde me encontraba leyendo, empezó a lamerme mis lágrimas.
Efectivamente yo había prorrumpido en sollozos, emocionado por la lectura del
libro del citado general, donde él
planteaba que Panamá era el cuello de América,
y que como tal no podría ser estrangulado por la gran potencia del
Norte. Impresionante ejemplo de lo que un animal puede compenetrarse con su amo
para compadecerlo y prestarle pronta ayuda con su hocico y con todo su cuerpo.
En esa vivienda
de la carrera cuarta los días transcurrían plácidamente, a pesar de que, a
menudo me asistía idea de que tenía que
tener el dinero para pagar arriendo al fin de mes. Pero esa tranquilidad se vio
turbada el día en que, a eso de las 12 de la mañana, dos individuos se
anunciaron el portón de entrada al edificio. Los atendí inicialmente tras las
rejas, pero me insinuaron que les abriera para poder charlar de un asunto
“relacionado con la Universidad”. Sucede que en la misma Universidad -por falta
de precaución- les habían dado mi dirección y de ese dato se valieron para
buscarme sobre seguro. Inmediatamente, como atracadores y extorsionistas que
eran, exigieron que yo les diera cinco millones de pesos o que ellos procedían.
No cabe duda de que estaban armados. Para proteger a mis tres hijos que estaban
el nuestro aposento del tercer piso, yo
cerré bruscamente el portón, quedando yo afuera del edificio, a merced de esos
pícaros, pero yo eché a correr, desesperado, calle arriba y me refugié en las
oficinas de Telecom, que quedaban sobre la carrera cuarta, con tercera. Desde
el mismo despacho del tesorero -hasta donde llegué- me permitieron llamar, urgentemente, a la
policía para mi protección y denuncio del hecho.
Cosa rara, en
nuestro medio, pero la policía si llegó a
los dos minutos, y acto seguido, fuimos
conducidos a la patrulla, por un policía,
los atracadores, yo. El policía, supuestamente, me protegía (o protegía
a los pícaros) en todo el recorrido hasta la URI (Unidad de Reacción
Rápida). Una vez en ésta, los
atracadores entraron a la sala del juez de turno y media hora después salieron,
después de lo que se suponía que habían dado su declaración por el ilícito que
habían cometido al intentarme extorsionar. Cuando ellos salieron (y hasta me
dieron la mano, en señal de despedida), yo pasé adonde el juez a quien le
pregunté, qué habían declarado esos individuos, pero vaya sorpresa la que me
llevo, cuando ese mismo juez me dijo que nada, que eran sus conocidos y que con
ellos se había puesto a charlar. Entonces el juez, por no dejar, me preguntó cuál era mi queja. Se la expuse,
pero esas horas no había ni secretaria para que tomara nota.
De ese tamaño es
la incuria y la complicidad de policías y jueces, con toda una ralea de
bandidos y extorsionistas en que se
debate el pueblo colombiano, víctima de la más grande injusticia. Yo
salí de ese juzgado absolutamente confundido y completamente agobiado por las
dos horas de tensión nerviosa llevada al extremo. En casa me esperaban mis
hijos que desde la ventana había visto la triste escena en que yo me debatía,
pero sin poder hacer nada, mientras me veían correr y detrás de mí iban los
atracadores. Cuando regresé a casa, con las últimas fuerzas, mis hijos estaban
solos, muertos de miedo y sin poder explicarse lo que me había pasado. Su mamá
estaba en Cali dedicada a sus estudios de estética y como siempre se iba por la
mañana y regresaba en la tarde, después de sus clases y prácticas. Ese fue un penoso
trance, donde estuvo en peligro mi vida,
porque los delincuentes van por dinero y actúan inmediatamente con sus armas,
ya que no las llevan de adorno.
Al siguiente
día, después del trauma psicológico sufrido, ya no pude levantarme y sólo la
ayuda oportuna de un médico facultativo (doctor Edgardo Martínez), de un médico
tradicional (Eulogio Tunubalá) y de un mentalista (músico Dmitri Petukhov), me
pudo haber sacado del letargo nervioso en que caí. Una agresión así no se la
deseo a nadie y pienso que los culpables
de un atentado así, deben ser llevados a
los tribunales y castigados con las más fuertes penas. Desafortunadamente, la gente se acostumbró a la impunidad, la misma
que se ve fomentada desde los medios de información donde todo puede pasar y
por eso ciudadanía ni protesta ni se
conmueva por nada. La muerte es lo natural. El orden es lo extraordinario y lo
que nunca va a tener lugar en este injusto e indolente país. Largo y tedioso
fue el tratamiento psicológico y clínico para que yo pudiera salir de este
trauma, el mismo que de vez en cuando, se deja sentir, como resultado del
debilitamiento paulatino de los nervios. Pero hay que decir que no toda mejoría
se logra con medicinas. Hay que tener disciplina y. buscar alternativas de
curación, como la que proporcionan la acupuntura y la terapia neural, todavía
de uso incipiente en nuestro entorno.
En 1994 año de
mi cincuentenario invité a mi familia a conocer Túquerres, mi ciudad natal,
donde prácticamente, ya no quedaban seres cercanos, con excepción de la tía
Rosa, una mujer que se había esforzado en trabajar toda la vida para enriquecer
a sus hijas y nietos. Tal vez ella nunca salió a pasear ni a Pasto, pero varios
de sus descendientes le han dado la vuelta al mundo cada vez que han querido.
Fue agradable mostrarles a mi mujer y mis hijos los parajes de Guasí, por donde
yo pasé buenos momentos de mi infancia, en la casa de mi madrina. Recuerdo que
por esos lugares de encanto, habitaba el venado “sochi”, tan perseguido
por cazadores fanáticos como don Juan Rojas y el mismísimo
Guillermo León Valencia, quien con cierta frecuencia iba por allá con su jauría
de perros. Irremediablemente nos asomamos a la República del Ecuador en donde
habíamos estado de visita en 1991, cuando llegamos a Machala. Túquerres es una
ciudad de origen indígena que tiene deuda de gratitud con Popayán, porque varios
de sus hijos se formaron como profesionales o se afincaron en ella,
especialmente por persecuciones políticas.
En 1996 quise
darle la sorpresa a mi familia de llegar a tener un campero, como un anhelo
-apenas justificado- por mi necesidad de continuar con mis investigaciones
dialectales. Pensé entonces que era además la oportunidad de mostrarle a mi
hijo, Inti, de seis años, cómo se compra
un vehículo, en la práctica. Nos fuimos
para una distribuidora de carros y le pregunté al vendedor, cuál era el precio
y si nos lo dejaba probar, siquiera por un cuarto de hora por las cuadras aledañas.
Una vez ensayado el carro, le extendí el cheque al vendedor, por la tercera
parte del precio e igualmente le firmé las letras de cambio por el totalidad del
valor restante. Llegamos a la casa y cuadramos el campero en el sitio externo
del edificio, que hacía de parqueadero diurno. Después del almuerzo convidé al
resto de la familia a observar el carro que estaba abajo, para pedirles la
opinión de cómo se veía desde arriba ese campero. Grande fue la alegría que todos experimentaron
cuando le dije que era nuestro. Esa adquisición, que era elemental para otros,
resultaba trascendental para nosotros, un verdadero logro como familia de los
modestos ingresos de un profesor universitario que tiene que invertirlo todo en
arriendo y alimentación, lo cual no le permite el ahorro como para investirlo
en carros y viajes al extranjero.
Hacia finales de
los años noventa tuve la oportunidad de traducir un ciclo de canciones del
compositor ruso -de origen judío- Isaac
Dunayevski, quien obras clásicas, pero que se lo conoce más por
aquellas de tipo popular y que dejaron honda huella en la cultura de Rusia y
demás repúblicas federadas. La iniciativa de traducir esas canciones fue de la
profesora Verónika Sharipova, cantante
emérita de esa nación y quien había venido a Popayán hacía unos años como
docente de viola, al tiempo que su esposo, Dmitri Petukhov, llegó como docente de violín.
Una vez traducidas las canciones, la profesora Verónika se dio a la tarea de
ensayarlas tanto en ruso como en español. Fue entonces cuando a ella se le
ocurrió, que unas cuantas de esas piezas las cantáramos a dueto, en el
concierto de gala que tuvo lugar en el Paraninfo de la Universidad del Cauca,
hacia 1998. En esa oportunidad, las canciones de Dunayevski tuvieron rotundo
éxito y hubo muchos aplausos para sus intérpretes: Verónika Sharipova, Dmitri
Petukhov y este servidor. Se conserva un video de ese memorable concierto.
El 19 de julio de 1998, tuvimos la triste
noticia de la muerte del doctor Álvaro Pío Valencia, ocurrida un día después de
que yo lo viera en la puerta de su aposento, con una visita, por lo cual apenas
me hizo un gesto amable en señal de saludo y de que me había visto. Ese era el
“abuelito” que a mis hijos y a otros niños,
les ayudaba hacer les tareas, lo mismo que les respondía a las encuestas
que sus profesores les dejaban en sus colegios. El día del homenaje fúnebre,
todo el pueblo se congregó en la enorme Casa-Museo Valencia, esto es: todas las clases sociales: las de arriba para
que no digan que no estuvieron presentes y los de abajo en señal de
agradecimiento por quien fuera el defensor de sus intereses como hombre de
izquierda, como abogado o, en su momento, como alcalde o concejal que fuera de Popayán.
Especialmente estaba entristecido con su muerte un hombrecito que decía
proceder del barrio Bello Horizonte y que venía en representación de toda la
gente que lamentaba la desaparición de quien les había obsequiado el terreno
para la construcción de ese enorme barrio de proletarios.
Hubo en ese
homenaje emocionados discursos como el del doctor Guillermo Nanetti Valencia,
su sobrino, abogado soñador, lo mismo que las palabras soberbias del padre Francisco
Paz, quien después de tratar de mostrar
condescendencia y pseudoindependencia de pensamiento, no dejó de reprochar la ideología marxista del
ilustre difunto. Una matrona, que estaba con su marido, decía -con mucha
inquina- que el joven que estaba pronunciado el discurso más cercano y amistoso
hacia la personalidad del doctor Álvaro Pío, era un guerrillero. Dicha matrona era Ana
Lucía López, a la sazón, notaria segunda del Popayán y el joven del discurso,
es el actual rector de la Universidad del Cauca, el monteriano Juan Diego
Castrillón, antropólogo y abogado de la Universidad del Cauca, doctorado en los
Estados Unidos. No le dio el doctor Álvaro Pío Valencia -ni a los encopetados,
ni a nadie- el gusto de dar vueltas
alrededor de su cadáver, porque él había dado la orden terminante de que cuando
muriera, mandaran a cremar su cadáver a
Cali. Así se evitaba bendiciones de hipócritas prelados en nombre de una
religión en la cual no creía ni poquito. Ninguna muerte de payanés alguno me
causó ni me causará pena más grande que la de ese singular pensador, filántropo
y hombre público.
En los últimos
años de la existencia de la librería Macondo, Omar Lasso, su dueño me pidió el
favor de que me quedara, una media hora, cuidándosela mientras él hacía un pago en un
banco de la ciudad. Fue no más que él saliera, para que, acto seguido
apareciera el arrogante personaje Víctor
Mosquera Chaux, a la sazón vecino del primero. Cómo no haber saludado por su
nombre al archiconocido político caucano y casual presidente de los colombianos
en una “palomita” que le dieron los políticos nacionales, para que llegue a la
primera magistratura y tenga, ipso facto,
sueldo vitalicio de expresidente.
(Cosas del ordenamiento clasista de la nación). Cuándo el personaje de marras
me inquirió, con su tono prepotente ¿Vos me conocés? Le dije que sí, que su
cara me era conocida y que sabía que era vecino de Omar. Para mis adentros me
acordaba de la fotografía -que conoció todo el país- aparecida en un periódico
capitalino, donde el flamante senador
del Cauca dormía sobre su curul. El comentario adicional del medio fue: “Duerme
el Cauca”. Pero era oportuno que entonces durmiera el senador porque ya había
hecho aprobar todas las leyes que favorecían a los latifundistas de la nación.
Por cierto, que él fue el primer favorecido.
A propósito de
Víctor Mosquera Chaux no me puedo olvidar la anécdota que nos pasó en el
aeropuerto Machángara de Popayán, cuando
un grupo de amigos músicos, los Nieves en particular, me fueron a despedir
cuando yo me fui a conocer Cuba y ellos tuvieron a bien llevar sus tambores,
guitarras y guachara. El jolgorio era total y nuestro amigo, el periodista
bolivarense Gerardo Bermeo Velasco, los animaba y les daba cuerda. En esos
momentos, por allí andaba la comitiva de
lagartos que también acompañaba a Mosquera Chaux para tomar el vuelo hacia
Bogotá. A un infortunado acompañante del senador se le ocurrió preguntarle a
éste, si esos músicos estaban para amenizarle el rato a él, cuando en ese
momento Bermeo salió presto a aclarar: “Ese es el homenaje que los caucanos le
hacemos al profesor Rosero que se va para Cuba”. En el mismo aeropuerto un
colega de la Universidad vio, otro
día, como el engreído senador Mosquera
Chaux, no se dignó levantar la cabeza del periódico mientras un humilde hombre
le hablaba. Tal vez era alguna persona que había votado toda su vida por Víctor
Mosquera Chaux. De ese tamaño era el talante malgeniado y pretencioso del
fementido prohombre de los caucanos.
Pero tampoco me
puedo olvidar que ese mismo día y en el mismo aeropuerto, María Eugenia Ruano,
la esposa del economista y hombre de Estado, Hernando Agudelo Villa, al ser preguntada por
Bermeo, como periodista que él era, que qué era lo mejor que le podía pasar al
Cauca en los próximos tiempos. La repuesta de la señora Ruano no se hizo
esperar: que el avión que iba a llevar a todos esos políticos se cayera “para
bien de toda el país”. Todos quedamos perplejos ante la respuesta de aquella dama y algunos de nosotros, con una risita mal contenida y una
satisfacción inconfesable en nuestro espíritu. Nadie, que no sea un lagarto, puede tener un concepto positivo de semejantes
personajes que no son ningunos “padres de la patria” como ellos se
autodenominan y por el contrario son unos azotes de la nación, con las leyes que aprueban para favorecer sus
intereses y los de los más ricos. Cuándo será que la representación
congresional se democratice y el pueblo empiece a tener a sus verdaderos
representantes, elegidos por una sola vez y ojalá sin ningún sueldo, como se
hizo siempre en los países socialistas
de Europa: por el mero honor de representar a sus conciudadanos.
Hacia mediados
de 1999 decidimos cambiar de domicilio -un tanto agobiados por alto precio del arriendo-
y nos trasladamos a la llamada “Calle de
las graditas”, debajo de la carrera novena. Al frente vivía mi paisano el
escritor y abogado Carlos Bastidas Padilla, cuyo vecindario fue especialmente
grato para nosotros. Al lado vivía una viejita cuyo pero negro era Sadam, por
cierto nada amable con nuestro temible Toby. Afortunadamente no hubo colisión
entre los dos porque, de lo contrario- eso habría terminado en aniquilamiento mutuo y
doble sepelio perruno. Por esos tiempos fue muy
grato atender al doctor Otto Morales Benítez, quien había venido -una
vez más- con motivo de dictar alguna conferencia en el Paraninfo de la
Universidad del Cauca. Aprovechamos la oportunidad para ir a saludar al doctor
Morales Benítez al Hotel Monasterio, lugar donde siempre se aloja cuando viaja
a Popayán. En el vestíbulo de dicho hotel, le cantamos unas cuantas canciones y
luego él nos llevó a su aposento, donde
nos contó muchas de las circunstancias vividas en su época de estudiante en el
Liceo de la Universidad del Cauca, desde donde viajó a continuar sus estudios
en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, donde se gradúo de
abogado. Desde entonces -y en señal de profundo agradecimiento con dicha ciudad-
el doctor Otto la denomina con el
epíteto de “Popayán la culta”.
Viviendo en la
“Calle de las graditas” tuve la satisfacción de conocer al doctor Vicente Pérez
Silva, abogado oriundo de La Cruz, Nariño, titulado en la Universidad del
Cauca. Fuera del desempeño exitoso y probo de su profesión, el doctor Pérez Silva es un gran historiador,
investigador, ampliamente conocido en las letras colombianas y miembro de la
Academia de Historia de Nariño. Es un destacado charlador y conferencista,
verdadero orgullo de los nariñenses. Él se ha dedicado a aclarar varios pasajes
oscuros de la historia nariñense y colombiana. Su principal alegato lo ganó
hace unas décadas cuando demostró, fehacientemente, que Evangelista Quintana,
letrado vallecaucano, quien en los años veinte fungió como secretario de
educación de su departamento, fue el mismo que se apropió del honor y el dinero
que le proporcionó la supuesta autoría de la conocida obra (en cuatro tomos)
“La alegría de leer”, que había sido compuesta por un modesto, pero sabio
maestro de escuela, oriundo también de La Cruz,
quien había llegado hasta las puertas de
esa secretaría a solicitar que le publicasen su obra pedagógica. “Ni corto
ni perezoso”, como todo vividor, Evangelista Quintana se apropió de la obra y
la publicó a nombre suyo. Este horrible robo y acto de supina impostura y falta
de ética intelectual lo demostró el doctor Pérez Silva, dándonos a conocer, una
vez más, su capacidad para adelantar
querellas jurídicas.
El primero de
marzo de 2000 nos pasamos a la casa que adquirimos a título de hipoteca con el
Fondo Nacional del Ahorro, entidad estatal que te obliga a pagar el inmueble 50
veces más de lo que cuesta, a cuenta del préstamo que te hace con base en tu
cesantía, o sea el dinero de primas acumuladas durante el tiempo laboral y que
sólo se destinan para vivienda. Nos trasladamos para el barrio Caldas, una
urbanización de 60 años, ubicada en el sector de Tulcán, al pie del morro
indio, que quieren borrar de la historia precolombina con el nombre del tal
Sebastián de Belalcázar. Agradable vivir en casa “propia”, pero nadie sabe del
vecindario que le va a tocar, si no ha dormido siquiera un fin de semana en la
casa que le ofrece el promitente vendedor. El ruido y el trajín de muchedumbres
día y noche, fue el problema que encontramos en esa casa y, además de esto, el
permanente escándalo de borrachos que toman en la tienda de la esquila, se
montan sobre los muros de las residencias aledañas y luego empiezan a circular
en todos los sentidos, en un espectáculo que puede durar hasta las seis de la
mañana.
La policía
atiende la llamada, pero más puede la fuerza de la costumbre de haber
convertido dicho barrio en un verdadero “rincón bellaco”, como tan
acertadamente lo llaman los muchachos. No podía faltar el ruido de la música,
que cualquier patán pone desde los equipos de sus carros, a pie de los cuales
beben cuanto les place y luego siguen a continuar con su conducta
crapulosa en otro lugar. Esa es la
“normal” vida de Popayán donde la juventud no tiene otra distracción que la de
beber -en el mejor de los casos- de fumar marihuana o de usar
estupefacientes. No en vano Popayán
ocupa el primer puesto en consumo de estos últimos. El asunto se explica
fácilmente, si se tiene en cuenta que el
medio cultural no es exigente y los jóvenes tienen a sus padres que les dan
todo lo que necesitan, incluida la plata para el vicio. Tampoco es exigente
desde el punto de vista laboral porque no hay clase obrera y a penas, sí tiene
empleados que viven de su modesto sueldo. Si se exceptúa los altos salarios de
los magistrados y de los principales funcionarios, el resto de la gente vive al
día con lo que gana. No se puede perder de vista, que una parte considerable de
los payaneses vive de la renta que le dan sus casas y apartamentos que
arriendan a estudiantes, a quienes con frecuencia, les venden la alimentación.
Pero los dueños de la situación son los comerciantes mayoristas, que ocupan
cuadras enteras con sus bodegas, donde se consagran como especuladores, especialmente en alimentos y
materiales de construcción.
En los dos mil,
comienzo del segundo milenio, seguí colaborando con el periódico “El
Informativo” que dirigió hasta 2005 don Héber Erazo Bolaños, donde pude
escribir semanalmente mi columna Aquende- Allende” sobre asuntos de cultura y
de política nacional e internacional. Ese ejercicio me sirvió para reunir,
cualquier día, los 105 artículos que conforman mi libro “Ese globo se cae” que imprimió la
prestigiosa firma “Antropos”, pero sin sello editorial por el miedo que le
causó respaldar con su nombre mis escritos. De todas maneras, la librería
Lerner de Bogotá se encargó de distribuirlo internacionalmente como “libro
colombiano” y es por eso que aparece a la venta en internet, en varios países
de América y Europa. Con el resto de artículos he organizado otros libros como
“Aquende-Allende”, “Colombia, aguas arriba” y otras producciones de las cuales
he hecho ediciones limitadas.
En 2004, y por invitación de El Informativo, tuvimos el
gusto de tener en Popayán -inclusive en nuestra casa- al escritor Germán Castro Caicedo, meritorio zipaquireño, quien con su asiduo trabajo de investigador le
ha dado a Colombia una decena de libros de magnífica calidad, los cuales son en
el presente y serán en el futuro, la más
rica fuente para estudios históricos y sociológicos debido a que él ha buscado
la verdad de los acontecimientos arriesgando su vida y su tranquilidad, sin
importarle las amenazas de las personas a quienes ha denunciado, bien se trate
de funcionarios del Estado o de particulares. El caso es que -con raras excepciones- la guerra o las
guerras que libra la sociedad colombiana no tienen historiadores in situ y los datos que manejan los
supuestos historiadores son los que consiguen en los cuarteles o los mismos que ellos
reciclan en los medios. La verdad hay que buscarla como Heródoto, quien recorriera
países de Europa, Asia y África en pos
de información de primera mano, haciendo trabajo de campo, conociendo las
costumbres, las tradiciones, hablando
con la gente, trazando mapas de recorridos. Lo demás es pseudociencia, mera
especulación, o representación teatral de la realidad, como la que hacen los
llamados media.
Después de
pensionarme en 2004, inmediatamente me dirigí a Túquerres, mi tierra natal, en
donde tuve la oportunidad de dictar un cursillo de dialectología para los
profesores y estudiantes de esa localidad, auspiciado por la Alcaldía.
Igualmente dicté un cursillo de música popular colombiana, que remató con un
concierto en el teatro Bolívar, donde mis alumnos demostraron lo aprendido en
cuanto al manejo de la guitarra popular y el canto. En esos meses de idas y
venidas a Popayán pude ir varias veces a la copiosa y ordenada biblioteca de
Túquerres donde se encuentra el Archivo Histórico “Víctor Sánchez Montenegro”,
una verdadera joya para conocer la historia comunera de Túquerres a partir del
alzamiento de 1800 que dio al traste con los recaudadores de impuestos de la
corona, los hermanos Rodríguez Clavijo, quienes fueron muertos por la turba
enloquecida, debajo del altar mayor de la iglesia de San Francisco. Datan de
esa época los nombres de los indígenas ajusticiados por el régimen español, entre otros los de María Aucú y Cucás
Remo y otros tantos que pagaron con su vida o con largos años de cárcel su
iniciativa de rebelarse contra la permanente exacción de parte del citado régimen. Dichos personajes son nuestros
héroes por haber dado el primer grito de independencia en esta parte del
territorio nacional.
Hacia 2005 me
centré en publicar artículos de cultura política en diversos medios, como la
revista “Taller” de Bogotá y en periódicos locales como “El Caucano”, “El
Provincial”, “Ciudad Blanca” y “La Nigua”, donde diversos
periodistas colaboraban, más o menos llenando el vacío que había dejado la
desaparición de “El Informativo”. La mayor parte de esos artículos los edité
por separado en el libro “Colombia, aguas arriba”, de la cual hice una
publicación limitada. Durante ese período seguí
con mi composición de canciones y con mis semestrales presentaciones en
el encuentro institucional “Palabras y
Notas” dirigido por el profesor Guido Enríquez y dedicado a dar a conocer a los
nuevos poetas. Fue invitado de honor en ese año el conocido novelista y hombre
de letras de Tuluá, Gustavo Gardeazábal, quien nos dictó una ilustrada
conferencia y nos contó sus relaciones literarias con letrados del Cauca.
Hacia 2006 me
impuse la tarea de musicalizar buena parte de los poemas de Aurelio Arturo de
su libro “Morada al Sur”, conocido mundialmente por la musicalidad de sus
palabras y por el descubrimiento de la belleza inaudita de una región recóndita
de Colombia, como es La Unión, en el
noreste del Departamento de Nariño. Ese trabajo musical y otras creaciones,
mías alusivas al centenario del nacimiento del poeta, los plasmé en dos discos
compactos que titulé “Verde de todos los colores”. Por cierto que asistí a la
invitación que me cursaran las autoridades de ese municipio para asistir a los
actos de celebración, que sin duda revistieron toda la relevancia que exigía
rendirle memoria a Aurelio Arturo, considerado por la Unesco como el más
brillante de los poetas latinoamericanos del siglo XX, a pesar de que su obra
se resume en una colección de 33 poemas, pero de excelente calidad. Aurelio
Arturo fue magistrado en Popayán y la doctora Cecilia Cepeda me contó que había
sido su asistente mientras ella terminaba sus estudios de abogacía. Ella me
dijo que el doctor Arturo era muy modesto y que alguna vez lo vio metiendo en
su cajón algún poema que acababa de concebir. Aurelio Arturo era conocido,
suficientemente, en los medios cultos de Bogotá donde en 1963 ya había sido
consagrado como poeta nacional cuando se le confirió el Premio de Poesía
“Guillermo Valencia”, justamente por los méritos literarios de su “Morada al
Sur”.
En el año 2007
tuve la ocasión de viajar a Moscú por invitación de mi hija Magdalena, quien
vive allí y trabaja como pianista en la escuela musical de su sector, ubicado en el suroccidente de esa
capital. Fue interesante y satisfactorio
volver a ver a esa hija querida y, de paso, conocer a mis dos nietas. También fue la
oportunidad de ver los cambios externos que ha tenido ese país después de la
disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1991. Por cierto,
que hay unos cuantos edificios nuevos,
otras estaciones del metro y animados comercios, pero lo que se nota es que la
gente ha perdido muchos de los derechos que tenía, sencillamente, porque impera
otro ordenamiento socioeconómico que se siente más en la capital que en la
provincia. Moscú es una ciudad cosmopolita, que lo tiene todo, pero donde los
precios de la vivienda, así como los de bienes y servicios son los más altos del mundo. Tuve la ocasión de
viajar a Kursk, ciudad industrial, situada al sur de Rusia, donde pude
constatar que los cambios son menores, pero donde, se imponen, igualmente, las
relaciones capitalistas. Allá encontré trabajo en la universidad local, pero resolví
declinar la oferta, porque tenía que
regresar a Colombia a cumplir con obligaciones contraídas.
En 2008 gané el
concurso para trabajar en la Universidad Nacional de Colombia como docente de lengua rusa, cargo que asumí en marzo de
2009 y en el cual me desempeño hasta la fecha. Es una bella oportunidad para relacionarse
con la juventud capitalina y de otros lugares de Colombia, donde los
jóvenes acuden a estudiar en el centro
universitario más prestigioso de la nación. En la parte profesional es
interesante impartir la lengua rusa, en
igualdad de condiciones de las otras nueve que se enseñan en dicha universidad como
son el chino, el persa, el turco, el árabe, el italiano, el portugués, el
alemán, el francés y el inglés. La enseñanza del ruso tiene en la Universidad
una tradición de casi 40 años y, en Colombia, alrededor de 75. El Departamento
de Lenguas Extranjeras tiene dos revistas institucionales “Profile” y “Capital
Letter”, donde estudiantes y profesores publican sus artículos y sus creaciones
literarias. La Biblioteca de ese Departamento es de gran renombre, por la cantidad de sus libros, su esmerada
catalogación y por su “Café literario”, un encuentro estético trimestral organizado por los directivos de
esa biblioteca y que congrega a estudiantes y profesores de diversas facultades
y al cual me he unido desde el comienzo de mi vinculación como profesor.
Buenos Días- Eduardo, que hermoso escrito. Soy la hija de Joaquín dulcey y Stella Cepeda. Muchas gracias por esas palabras tan bien dichas sobre la huella que dejan mis padres en esta sociedad. Estoy haciendo un diplomado de construcción de paz en el post conflicto con la Universidad de la Sabana y lo pondre como referencia en una de mis tareas en donde estamos contando como el conflicto y la violencia en nuestro amado país nos ha intentado acabar. De nuevo gracias y una abrazo.
ResponderEliminarMi estimado y caro profesor. Cuanto me regocija y admira volverlo a leer en digital luego de la titánica pero necesaria gesta de tinta y papel de EL INFORMATIVO, hace ya 24 años... y en el que usted fue una pluma señera, para nada complaciente con el sistema, si con la verdad, siempre desde el otro lado de la orilla. Reciba mi abrazo querido profesor y amigo.
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