NUESTRO 11 DE SEPTIEMBRE

Por: Eduardo Rosero Pantoja

Los capitalistas chilenos se tomaron todo el tiempo que necesitaron para dar el golpe de Estado el 11 de septiembre de 1973, que derrocaría en forma cruenta al gobierno de Salvador Allende, elegido democráticamente en 1970. El golpe fue dirigido por el general fascista Augusto Pinochet y desde su mismo comienzo, temprano en la mañana, Allende estuvo al frente de la resistencia defendiendo el Palacio de la Moneda, sede del gobierno. Hacia las nueve se produjo la primera respuesta a la violenta incursión militar de los golpistas, quienes no ahorraron artillería, ni tanques, ni aviación, ni artillería. Salvador Allende, un civil valeroso -quien es esta oportunidad se creció hasta el heroísmo- dirigió la operación de resistencia con 40 de sus acompañantes en un gesto de heroísmo nunca visto en América Latina en toda la historia de sus presidentes. El mismo Allende con ametralladora en mano disparó contra los pinochetistas y con una bazuca hasta hizo arder un tanque.

En medio del fragor del combate -el humo, la metralla y los gases tóxicos- Allende dio la orden terminante de que salieran las mujeres y que aquellos que estaban armados tenían que combatir hasta el último cartucho. A las dos de la tarde, él fue herido en el estómago y segundos después cayó abatido por un disparo en el pecho. En plena guerra a muerte, sus acompañantes subieron su cadáver hasta la silla presidencial y le pusieron su banda de presidente. El Palacio de la Moneda, totalmente destruido por los rockers que lanzó la aviación, parecía un infierno por las llamas y la estridencia de las detonaciones. Los combates prosiguieron por dos horas más después de la muerte del presidente. Allí empezó la revancha de los ricos contra los pobres de Chile y una historia de depredaciones y muerte que no ha tenido parangón en la historia por lo violento de la arremetida, con un odio de clase que pocas veces se ha desatado con tanta saña no sólo en América Latina, sino en el mundo entero.

Era una tragedia anunciada. La oposición reaccionaria chilena había conseguido desacreditar al gobierno de Allende que había promovido la reforma agraria, la nacionalización del cobre, del carbón, del salitre y había logrado estabilizar la banca, además de haber cumplido con las promesas de mejorar la escolaridad, la salud y la vivienda. Con estos logros, que favorecían al pueblo llano, cómo iban a quedarse con las manos cruzadas las “momias”, propietarias de la mayor parte de riquezas de Chile y dueños absolutos de los medios de información. Ellos, los ricos, con los partidos de derecha a su favor -como la Democracia Cristiana, el Partido Nacional y hasta movimientos de pseudoizquierda- prepararon el golpe traidor de septiembre, no sin antes haber ensayado meses antes, con el “tancazo” el escenario final de la asonada. Pero el guión principal venía de los Estados Unidos, donde Nixon y su asesor Kissinger, no iban a permitir que en América Latina un gobierno que accedió al poder por la vía electoral, se siguiera fortaleciendo por esta misma vía -como efectivamente estaba ocurriendo- para llegar a ser “mal ejemplo” en la región y “llegara a putearlos”, como se expresó Nixon en cierta ocasión.

Chile se inundó de dólares que la CIA y el FBI pusieron en manos de los saboteadores dirigidos por organizaciones terroristas como “Patria y Libertad” y el Comando Rolando Matus que promovieron paros patronales -especialmente del transporte- fomentaron el desabastecimiento. Muchos empresarios soberbios cerraron centenares de empresas, sacando sus capitales al extranjero. Otros se dedicaron a especular con mercancías o a arrojarlas a la basura para hacerle la vida imposible al gobierno. Los grupos de choque de esa extrema derecha volaban instalaciones con explosivos, agredían a militantes de la Unidad Popular y destruían las sedes partidarias de comunistas y socialistas. Cundía la especulación y los ricos se quejaban de desabastecimiento organizando “cacerolazos”, que eran marchas con cacerolas nuevas, que compraban para esos actos, donde los principales actores eran mujeres llenas de lozanía, a quienes no afectaba propiamente la falta de comida, porque todo lo podían conseguir con su abundante dinero.

El general Pinochet, comandante del ejército había logrado desarmar a la población de la ciudad y del campo, cumpliendo con una desafortunada orden que vino del mismo presidente Allende. Con todos estos antecedentes, el Chile capitalista tenía todo listo para el golpe que se veía venir muy cruento, como brutal reacción a los cambios realizados por Allende a favor del pueblo humilde, cumpliendo con su promesa electoral de 1970. Pero el presidente Allende, pleno de buena fe y posiblemente ingenuo en varias de sus actuaciones, subvaloró los alcances del su subalterno traidor y cuentan que incluso cuando se anunció el golpe, él mismo preguntó a sus acompañantes fieles: ¿y a estas alturas, dónde estará el general Pinochet? Muestra de una ingenuidad pasmosa, toda vez que él si podía saber la índole de un militar que permanecía agazapado a la espera de que se le presentara la oportunidad de usurpar el mando, con el poder que le concedía la todopoderosa y altanera burguesía de Chile.

Ese fatídico 11 de septiembre de 1973 yo me encontraba en hospital de Moscú, del que salí sin pedir permiso, porque la noticia del golpe y su crueldad me sobrecogieron. Fui a refugiarme al apartamento de mi mujer, quien me esperaba para consolarme. En el mismo hospital pude ver una secuencia del bombardeo a la Casa de la Moneda, sede del gobierno y donde estaba Allende resistiendo la terrible embestida de los golpistas. Se dijo que esos aviones fueron pilotados por aviadores estadounidenses, asunto que nunca se desmintió porque el nuevo gobierno empezó a actuar con todo el descaro. Los muertos no se hicieron esperan, muchos de ellos fusilados in situ por expresa orden del general Pinochet, quien confesó que había estado dispuesto a guerrear por lo menos una semana, pero que la resistencia fue mínima. Cuál resistencia podía haber si el pueblo estaba desarmado y confundido por su misma situación de indefensión y aterrorizado por los excesos. Siguiendo la tradición -inaugurada por Carlos Lleras Restrepo, el presidente colombiano (1966-1970), de llevar los detenidos a los estadios- Pinochet llenó el Estadio Nacional con enorme cantidad de pueblo, entre los que se encontraban representantes de la cultura, como fue el caso del compositor y cantante Víctor Jara, asesinado por los militares en ese mismo recinto. Esta actuación vil y cobarde dio la medida de la ferocidad con que el nuevo régimen perseguiría a toda la oposición política y a sus simpatizantes. El mismo Pinochet tiempo después se vanagloriaba de su crueldad y del control, a base del terror, que diría muy fresco: “En Chile no se mueve la hoja de una árbol sin mi consentimiento”.

Pero en eso de los dictadores, no nos equivoquemos. Él, lo mismo que Hitler o cualquier dictadorzuelo colombiano no son sino instrumento ciegos del mandato de los ricos, cobran sueldo grueso y tienen, sin falta, otras prebendas. Cuando ya no los necesitan se deshacen de ellos y los echan al basurero. Su misma democracia burguesa los enjuicia y hasta los puede llevar a los tribunales por sus desmanes. Antes de 1933 Hitler no dejaba de ser un sargento en ascenso, cuando llegó obtener el apoyo de los grandes industriales y banqueros de Alemania como eran la Krupp, la BMW, la Mercedes-Benz, la Telefunken, la IG Farben-Henkel, la Bayer y otras empresas directamente vinculadas a la producción de insumos de guerra y sustancias tóxicas. A Pinochet, en los meses anteriores al golpe, los ricos le dieron la confianza y la orden perentoria de reordenar el país de acuerdo al viejo orden y con una legislación de hierro que no permitiera nunca más el retorno al poder de las clases populares. Fue entonces que el nuevo congreso de los todopoderosos creó la constitución pinochetista que rige hasta nuestros días y que han tenido que observar hasta los socialistas que han pasado por la presidencia. De tal manera que si hubiera que odiar a Pinochet, primero habría que empezar por los determinadotes de los crímenes y el despojo de los bienes de Chile.

El presidente Misael Pastrana Borrero, en un acto de demagogia, tuvo a bien invitar a Bogotá al presidente Salvador Allende y aunque la visita fue cordial, no dejó nada bueno para Colombia, fuera del regocijo de la izquierda. Habría sido la oportunidad para que en nuestro país el gobierno hubiera adelantado algunos cambios en favor de la democracia y de aliviar la suerte de las clases populares. Pero todo lo contrario, se adoptó el sistema Upac, para favorecer -de por vida- a los bancos privados entregándoles en bandeja de plata el crédito de la propiedad raíz, con intereses compuestos que dejan en la calle a muchos ciudadanos y los bancos terminan de propietarios de buena parte de los inmuebles habitacionales. Pero eso sí, después del golpe, gobierno y empresa privada todos a una, a través de los medios de información, despotricaban en contra del que suponían fuera “desgobierno” de Allende e inmediatamente se dedicaron a apuntalar y favorecer el régimen de Pinochet comprándole cargamentos de manzanas, peras, ciruelas y uvas, fríjoles, garbanzos y lentejas, amén de mineral de cobre o productos obtenidos de él. De verdad que nos daba rabia tener que comer manzanas chilenas, porque con cada una que nos comíamos estábamos favoreciendo a los empresarios golpistas.

Por el número de muertos -unos 30.000- de torturados y desaparecidos -miles de miles- y de más de un millón de exiliados (cifras de la Comisión Rettig), el golpe de Estado liderado por Pinochet, no tiene parangón en América Latina, donde el mismo chacal se preciaba de haber dado la estocada al comunismo internacional sin detenerse a pensar que estaba golpeando a la entraña misma de la nación chilena y posiblemente a su gente más valiosa, la que simplemente defendía unas mejores condiciones de vida, a través de paulatinas reformas, sin necesidad de degollar ni desahuciar a nadie, como él lo hacía. Por años y por décadas vimos desfilar a chilenos por el mundo, huyendo de las atrocidades del régimen, de la misma hambre y frío a que estaban condenados todos aquellos que quedaron a la deriva, perseguidos por el sistema que se implantó a sangre y fuego, desconociendo los más elementales derechos de las personas, aquellos por los que tanto había luchado el gobierno de Allende. Pero la persecución que desató esa dictadura no sólo se dio en Chile, sino también en el exterior con asesinatos de personajes de la talla del general Prats, en la Argentina, o del ex-ministro Letelier en los Estados Unidos. Los esbirros de Pinochet espiaban hasta en las universidades de Europa para constatar si algo se decía en contra de ese gobierno, que por cierto fue repudiado por la mayoría de las naciones del mundo.

La culpa de ese cruento y artero golpe recae en el gobierno de los Estados Unidos y de ella no se salvaron en esos años ni en los venideros. Ya lo dijo Cristo y lo registra San Mateo en 26:52: “Guarda tu espada, porque el que a hierro mata, a hierro muere”. Desde tiempos inmemoriales se sabe que el hace daños tendrá la respuesta de la vida como un búmerang que se devuelve. Sabían los dirigentes de la nación yanki, como fueron Nixon y su pérfido asesor, Kissinger, aquello de que tarde que temprano, en algún lugar del mundo, la venganza se iba a incubar y que llegaría cumplidamente. Sin descartar que el 11 de septiembre de 2001, como atentado criminal injustificable, pudo haber sido urdido -y es probable- por los círculos más ultraconservadores de los Estados Unidos, no es menos cierto que la ley de la compensación estaba operando a las mil maravillas.

Desde el Quijote se dice que no pueden pagar justos por pecadores, pero los males causados a otras naciones a nombre de la democracia o del capital no pueden quedar impunes. El nefasto 11 de septiembre de 1973 causado al pueblo chileno se vino a saldar 28 años después con otro 11 de septiembre, igualmente pavoroso, pero que desencadenó males mayores a la humanidad como es la abierta guerra contra los pueblos del mundo, en pos de sus riquezas, bajo el fementido pretexto de la lucha contra el terrorismo. ¿Acaso no son seres humanos -más de un millón- los muertos en las guerras de rapiña que Estados Unidos desataron en Irak y Afganistán y de cuyo fango aquellos no han podido salir, al tiempo que siguen desangrando y saqueando a esos pueblos, amén de que van arruinando la economía y el bienestar de sus propios connacionales? Es urgente que estemos prevenidos de cualquier aventura de esos imperialistas en América Latina y el Caribe y para eso es necesario elevar la conciencia nacional, recurriendo a los ideales de soberanía y dignidad que nos legaron adalides y pensadores como Simón Bolívar y José Martí, cuyo pensamiento es completamente válido para el momento actual.

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