¿POR QUÉ DIABLOS TENGO YO QUE ESTUDIAR?

Por: Eduardo Rosero Pantoja
(En calidad de copista de las palabras que dijo (2011) José Francisco Caranguay, joven colombiano de 20 años de edad, quien pagó (o mejor, sus padres pagaron) por su libreta para no ir al ejército a prestar el servicio militar).

¿Dónde está escrito, carajo, que yo tengo que estudiar y todavía, peor, en la Universidad? Hasta hace muy poco que conocí esa palabra, o mejor dicho, entró -muy en contra de mi voluntad- en mi léxico cotidiano. Se la oí a unos muchachos que se fueron a terminar los dos últimos años de bachillerato a Bogotá y regresaron con las ínfulas de estudiar allá o en cualquier ciudad donde haya universidad. Para que los mantengan y, ojalá, bien lejos de la casa, donde no haya que responder por el lavado de una olla, ni por la trapeada de una casa ni una sacada de la basura. Eso de las obligaciones caseras yo las entiendo y siempre les he sacado el cuerpo, a como dé lugar. Pero eso de estudiar en la universidad, tener que hacer un curso especial para ingresar, repasar fórmulas, estudiar reglas del español y pasajes de la historia que a mí ni me va ni me vienen, eso no está conmigo.

Pero estudiar una profesión ¿Para qué? Me han dicho que para ganarme la vida dignamente, para no tener que cargar ladrillos o agua, como les tocó a los abuelos. Todo eso es cierto. Pero tendré que desde ahora dejar la rumba por lo menos seis meses mientras me acuerdo de lo que aprendí en el bachillerato, cojo nuevos hábitos de lectura, me preparo para ser universitario, para luego dejar de verla luz del día y la obscuridad de la noche, durante por lo menos cinco años, lo mejor de la juventud, no lo puedo aceptar: para estudiar cálculo, álgebras de todo tipo, resistencia de materiales, y otras carajadas, si elijo la ingeniería; o anatomía, fisiología, histología, si estudio medicina, para poder curar seres humanos, que muchas veces no se merecen de atención médica por lo ruines e inservibles para la humanidad, la que de por sí ya necesita de menos gente y, cero fiestas, porque ya hemos llegado a la escandalosa cifra de siete millones de seres humanos sobre el planeta Tierra. ¿Acaso esto es humanidad? Tal vez simple rebaño de borregos fornicadores que lo primero que aprendieron fue el mandato de la iglesia católica: “Creced y multiplicaos”. Pues lo han hecho al dedillo y con creces.

Siempre me he preguntado por quién se aprovecha de los conocimientos de los profesionales “que se queman las pestañas” como dice mi papá y eso en el caso glorioso de que consigan trabajo, porque de lo contrario todos, toditos, se quedan de “ingenieros”, midiendo calles, porque no hay trabajo para nadie, menos para agrónomos, en un país donde no hay reforma agraria, porque ni la habido ni la habrá. La tierra es de los latifundistas y sanseacabó o sino para que ellos invirtieron conformando bandas de paramilitares a las cuales han tenido que sostener con todos los lujos para que les defiendan sus haciendas y su integridad personal. Ellos hicieron la contrarreforma agraria, antes de que a mentes calenturientas y bajo la influencia de los marxistas, algún gobernante le de por hacer reforma agraria, así sea tímida, como dicen que la han hecho en Venezuela desde que llegó Chávez al poder en 1999.

No me imagino yo ni de sirviente del Estado ladrón ni de los particulares mezquinos, que esquilman hasta la última gota de sangre de los trabajadores con horarios y tareas extenuantes, pero claro ellos sí se embolsillan los billetes que las empresas dan en la producción directa o en la especulación con los artículos, porque varias veces ellos tienen líneas de comercio, tanto de exportación como de importación. Son igualmente corruptos y buena parte de los gastos -que llaman de representación- son para sobornar a funcionarios del gobierno o representantes comerciales de países extranjeros. Para todos hay dádivas. Eso se lo han aprendido a los chinos y todos los orientales que traen maletas enteras de regalos para sobornar funcionarios, del presidente de la república para abajo. Nadie se resiste al perfume fino, a la chocolatina, al anillo de oro con piedra preciosa o a la firme promesa de una beca para que el hijo se forme en el extranjero. Sino que lo digan los sindicalistas, los ministros, los generales, los gerentes de los bancos y de los supermercados.

Hay una fascinación por la educación universitaria y eso lo entiende el hijo del artesano, del campesino rico, del comerciante mayorista, del funcionario, de la misma prostituta “decente”, para no hablar ya del hijo de la clase y alta, aunque éste -en principio- no tiene que pensar en formarse, porque ya sus padres piensan por él y le tienen conseguido el cupo, inclusive, con beca, en algún país desarrollado, principalmente de habla inglesa. El negocio de la educación, es de larga trayectoria en Colombia. Es no más mirar los periódicos de los últimos 50 años para cerciorarse como allí se anuncian todas las carreras (¡que nombre tan feo, como las carreras de caballos¡), mejor digamos, todas las profesiones, desde las tradicionales, hasta las que van apareciendo, algunas de difícil pronunciación y de imposible intelección de lo quieren decir a través del nombre.

Ni las empresas del cemento, del azúcar, de petróleo, se dan el lujo de anunciar todos los días, especialmente los domingos, avisos de propaganda de universidades -de garaje o no- donde se ofrecen carreras de nombres engañosos, rebuscados, que no hacen otra cosa que servir de señuelo para que padres e hijos se entusiasmen por toda suerte de títulos que no les van a servir en un país donde no hay empleo y quien lo tiene no lo suelta. Pero sí se van a endeudar de por vida ellos y sus padres de familia con la banca la cual presta generosamente, para tenerlos cautivos pagando réditos onerosos. Un país en crisis económica, sin industria propia, porque la que tenía en tejidos, por ejemplo, la ha vendido. No hay tal transferencia de tecnología y la prueba es que no producimos ni una crema de dientes propia, de invención colombiana, de la misma manera que estamos lejos de producir el automóvil nacional. Y no es por falta de talentos. Sí los hay pero están varados, como un carro en la cuneta de una carreta.

Otros que han tenido suerte personal, se han podido fugar a tiempo al extranjero, donde aunque sean peones de los gringos tienen trabajo que les sirve para sobrevivir y, en ocasiones, para meterse en la cadena del consumismo -con lujo de detalles- como lo hacen los ciudadanos de esos países llamados del primer mundo. Pero sí hay un grupo de estudiantes ricos que pasan por la universidad, e incluso se gradúan cum laude, como ha ocurrido en Popayán, donde adquieren una profesión sólo por prestigio social, porque ella no les va a servir para lucrarse porque a ellos les da vergüenza trabajar, según cierta costumbre heredada del colonialismo español, cuyos vestigios perviven en dicha ciudad. El “deshonor” de trabajar es para los artesanos, comerciantes y modernamente los obreros. Una parte de esa sociedad vive de la renta, propiamente de arrendar inmuebles a estudiantes y otra población contingente que no necesita comprar casa ni apartamento para vivir por un período limitado de tiempo.

Como variante –o plan B- a no tener que estudiar me había puesto a pensar si meterme a la guerrilla, no lo hice, en parte, por la falta de contactos o porque me puse a pensar que para eso se necesita tener alma y cuerpo de acero y creo que no tengo ni lo uno ni lo otro. Me dije, eso es como parecerse y templarse a la manera de Simón Bolívar, o el Che Guevara o Alfonso Cano. Y además me dije ¿Para qué? Por qué tengo que redimir a unos compatriotas que no se merecen mejor suerte, verdaderos energúmenos, bastardos, perezosos, compulsivos, asesinos y ladrones natos. Mil veces no se merecen y punto. La igualdad y la equidad, eso tiene visos de pensamiento cristiano primitivo que tergiversaron y pervirtieron los curas y, definitivamente, aplicar una doctrina sana y altruista no tiene sentido en una sociedad absolutamente egoísta y anti-cristiana.

Dedicarme al narcotráfico, aunque lo pensé, tampoco me decidí. Eso es entrar en una lucha desigual entre dos fuerzas bandidescas: los Estados Unidos que tienen a los mayores narcotraficantes del mundo y el control de, por lo menos, el 95% del mercado global y los narcotraficantes criollos, fundamentalmente colombianos y mexicanos, que luchan por sostenerse vigentes así sea sólo por ese 5% por el que tanto han arriesgado. Mientras tanto el Estado colombiano sigue metido en ese juego, haciéndole la tarea a su amo de interceptar todo el narcoflujo que no sea de la red de los capos gringos. Y cuánto muerto que ha puesto Colombia, pero eso no le importa a nuestros gobiernos, porque nunca ha caído en esa lucha ningún miembro de la oligarquía, ni han extraditado al criminal No. 82, Álvaro Uribe Vélez, por comprobado narcotráfico, porque tiene fuero de expresidente o porque el Estado yanki -de prodigiosa memoria- le deje pendiente la cuenta para cobrársela, más tarde, como lo hiciera con sus amigos del alma, el general Noriega y el mercenario Ben Laden, el uno preso y el otro asesinado por quien fuera “su mejor amigo” de otros tiempos.

Entonces me queda todavía el asunto sin resolver: estudio o no estudio en la universidad, a aun a sabiendas de que la voy a vivir suave y parasitando o “vampireando” a mis padres, como dicen ahora, independientemente, de que de verdad me toque estudiar. Cinco años de cárcel voluntaria, con derecho a paseo dominical, no es poca cosa, pero la perspectiva de graduarse de algo y no conseguir trabajo o conseguirlo para ganarse un sueldo mínimo, como que no va conmigo. Meterme al Sena, para hacer una carrera intermedia, para terminar ganándome dos sueldos mínimos y quedar torcido de la columna vertebral lapidando piedras preciosas, haciendo tornillos o arreglando carros y motos, como que tampoco me atrae mucho. En otro tiempo me habría metido de cura, para llegar a ser párroco u obispo, tener huevo frescos en la despensa, papas abundantes, dinero en el bolsillo, lociones faciales finas y un par de “sobrinas” rubias viviendo en la casa parroquial y atendiendo en el despacho, no habría sido nada malo, pero son otros tiempos y los obispos no están entregando parroquias al primer cura que se les aparezca. Allí el tráfico de influencias es más refinado y, como en todo, hay que contar con la suerte, aunque no se crea firmemente en ella.

Dedicarme al agro, las tres hectáreas de tierra negra que tienen mis padres me parece algo llamativo, pero a la vez irreal por la falta de hábitos agrícolas, por carecer de dinero para hacer un rancho, instalarle agua, ponerle servicios sanitarios, conseguir energía que no la hay cerca, en fin, hacerme a todos los insumos que se necesitan para producir aunque sea fríjoles y demás vegetales de pancoger. No me imagino sembrando café o plátanos. Eso es para machos, como se dice en el léxico popular, para que le salgan callos y estar oliendo permanentemente a perro mojado de vivir siempre al sol, al viento y al agua. Además no soporto físicamente el olor y la acción de los fungicidas y demás sustancias que envenenan el agro, toda su biota, incluida la misma gente. Y es bien sabido que los fabricantes de agroquímicos producen, a la vez el mal y la contra, para llenar sus arcas porque, indefectiblemente, a sus productos tóxicos tienen que recurrir los sembradores de papas, tomate, café y la mayor parte de plantas alimenticias.

En suma: queda la Universidad como alternativa de estudio, incluida la posibilidad de llegar a ser profesor universitario con tres sueldos mínimos, como se estila ahora, de tiempo completo y con doctorado y hasta postdoctorado. Creo que me quedaría, pero con una condición, sí los universitarios (estudiantes, profesores y empleados) luchan para que la universidad pública sea completamente gratuita y no sólo eso. ¿De qué me sirve la gratuidad si no hay quien me mantenga en la capital? Tiene que ser con beca o estipendio y estoy dispuesto a cumplir con los requisitos que exija la institución por más estrictos que sean. Me atrevería a sugerirles a los estudiantes que protestan que exijan, además del estipendio decente para todos, el derecho a tener residencia estudiantil cómoda, independientemente de que ese universitario sea o no sea de esa capital, porque apenas nos podemos imaginar la falta de condiciones familiares en que viven la mayor parte de muchachos: no tienen espacio en sus casas, no hay ambiente de estudio, no hay comida suficiente y adecuada y, en general, no tienen comodidades. Si miramos el panorama en que vive la clase media-media y la clase baja, no podemos menos de concluir que sus condiciones de vida son lamentables, el ambiente por demás inculto, inservible para la formación de profesionales que necesitan tener la mente aireada y lejos de un ambiente tenso y de una vida mezquina.

Yo entiendo que ser profesional es un honor que cuesta sacrificios: del mismo estudiante, de sus padres, de los profesores, del Estado, en fin, de todas las personas y entidades que, de alguna manera, impulsan su desarrollo. Pero al Estado colombiano le debe quedar claro el ejemplo de otras experiencias, como la cubana o la coreana. No es posible sacar la sociedad adelante si no se invierte en educación de alta calidad. Es asunto es recíproco: una sociedad desarrollada necesita de una gran universidad y una gran universidad sólo puede corresponder a una gran sociedad. No se concibe una universidad que ande mendigando dinero para su sostenimiento y, por fanfarronería, se de el lujo de decir que tiene en funcionamiento 50 ó 100 proyectos de investigación, cuando a cada proyecto no se le asignan más de 2 millones de pesos anuales (20.000 dólares) y al cual están adscritos de ocho a diez estudiantes. Dinero que no alcanza ni para un pasaje ni un almuerzo de 10 estudiantes durante una semana de salidas de campo. Ridiculeces de gobernantes y administradores enanos que quieren descrestar con cifras abultadas, pero de contenido vacío. Nos dan tratamiento de niños, creyendo que éstos son imbéciles que no sienten ni huelen y menos que disciernen.

Me da pereza saber que en ninguna universidad colombiana enseñan filosofía, con excepción de los departamentos de filosofía. Eso me hace pensar en lo despistados e ignorantes que salen los profesionales al no haber profundizado en el dominio de su propia ciencia, pero con conocimiento de causa. Esa reflexión sólo se la logra a través de la filosofía, pero no de cualquier filosofía, sino de aquella que no tenga ni trazas de teología. De lo contrario el conocimiento será anti-científico o a lo mucho mecánico, postizo, anclado en un concepto positivista (en el sentido de Augusto Comte), sin la interrelación de las disciplinas, lo que lleva al divorcio de las mismas. Sé que tampoco dan economía en las facultades, con excepción del departamento de economía, lo cual me lleva a pensar que no tienen ni idea de la política verdadera, que no es otra cosa que la forma cristalizada de la economía de cualquier país, por la fórmula que ya tiene cien años: “A tal economía, tal política”. Y la última perla: que en la universidad, poco y nada, se leen los clásicos de la mecánica, de las matemáticas, de la física, de la misma filosofía, de la economía, de la lingüística y, en general, de las ciencias básicas.

El profesor se ha descargado de esa obligación y se contenta con pasarles a los estudiantes fotocopias de 10 páginas de algún capítulo donde a veces no figura ni el nombre del autor de ese libro. Entonces la otra lucha será por la calidad académica. Para darla, entonces, sí que me tocará ingresar a cualquier facultad para poder plantear la discusión, desde dentro, por una verdadera calidad de la educación, para que sea científica, apegada a la verdad, a la realidad, que sea comprobable, veritable, sin supercherías y donde se deslinde de una vez la ciencia de la teología como lo hicieron en el pasado -con valor René Descartes y otros valiosos pensadores de la humanidad- quienes se arriesgaron a desafiar a la Inquisición, pagando -en algunas ocasiones- con su vida, o con la cárcel, antes que inducir a mentiras a las jóvenes generaciones. En este punto, sigue siendo ejemplo sagrado el memorable Sócrates, paradigma de dignidad académica y de sapiencia. Los jueces lo condenaron a tomar la cicuta quien prefirió hacerlo, antes que faltar a la verdad frente a sus pupilos, ya que su convicción era que los dioses no existían y todos -sin excepción- eran creados por la mente humana. Realidades subjetivas, que existen sólo en la conciencia.

Varias cosas malucas me han contado de la universidad colombiana, tanto de la pública como de la privada. Sólo quiero referirme a dos ejemplos. Uno: que la administración de ambas nombra, jefe de departamento o de decano de facultad, a los profesores que acaban de obtener su doctorado o postdoctorado en las más prestigiosas universidades del mundo (valga citar a La Sorbona de París, la de Harvard en Estados Unidos o la Universidad Estatal Lomonósov de Moscú), sólo por el prurito de poder mostrar a los huéspedes, nacionales y extranjeros, que dichas secciones están en las manos más sapientes. Con esa loca determinación se pierde el recurso humano de profesionales que han gastando todo su talento y esfuerzo preparándose en lo específico de sus disciplinas para terminar administrando problemas personales y, no pocas veces minucias, como borradores, marcadores o computadoras.

Dos, cuentan los estudiantes “viejos” que buena parte de los profesores, con frecuencia, no están enseñando aquello en lo que se prepararon porque les tocó concursar para otros perfiles. Entonces sus conocimientos adquiridos, a tan alto precio, se fueron quedando desuetos y cayeron en el olvido. Claro, que no pocas veces esos especialistas sobrepasaban las posibilidades de empleo en Colombia como por ejemplo: “ingeniero constructor de máquinas espaciales” y otras profesiones por el estilo, que en Colombia no se conocen en virtud de su desarrollo precario. Pero lo que queda en claro es que en varios casos hay derroche de recurso humano por la irracionalidad del criterio con que se maneja -desde la administración- la distribución de la labor académica que debe estar centrada en la óptima utilización de los especialistas para el mejor desarrollo de la docencia e investigación de las universidades.

Con todo lo que le he contado a usted, señor periodista, no creo que usted me considere un bruto, un malhablado, un desadaptado, ni menos un terrorista (palabra que ha hecho curso en los últimos 10 años). Soy estudiante de provincia, tendré deficiencias de diverso tipo y hasta errores conceptuales, pero creo que mi colegio no me robó la plata del todo. Pienso que en el futuro, si rompo la timidez, con un poco de roce social en la capital, y si me dedico a leer libros que me abran el cacumen -que no serán los de la carrera, en eso soy escéptico- yo creo que podré opinar en serio, tratando de llegar a la esencia de las cosas, para ayudar a mejorar la universidad colombiana y a través de ella a reeducar a toda la sociedad para que en el inmediato futuro podamos vivir mejor aprendiendo las leyes de la naturaleza -que no tienen excepciones- y tambíén las leyes de la sociedad, caracterizadas por no tener predicciones exactas. Creo que si ingreso a la universidad, no permaneceré mudo como en estado de caquexia. No tengo esos genes y lo más probable es que me gane no pocos problemas por decir la verdad. Es mi convicción la de que se la pasa suave en la vida si se toleran todas las mentiras y se hace el mutis frente a todas las verdades que no quieren ser escuchadas. Muchas gracias por su atención.

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