RECUERDOS DE TÚQUERRES
Por: Eduardo Rosero Pantoja
LA LLUVIA. La primera que recuerdo me dejó fascinado. Tal vez yo tenía cuatro años e iba, a eso de las dos de la tarde, por un rústico andén -bajo una tapia- paralelo a la Cárcel del Circuito, adyacente a la casa donde funcionaba la Escuela de doña Nicolasa Maya, donde cursaba mi kínder. Llovía a cántaros como decía mi abuela y varios niños y niñas, un poco mayores que yo, iban cantando la siguiente tonada: “¡Qué llueva, que llueva/la vieja está en la cueva/los pajaritos cantan/la bruja se levanta!/. Tal vez canción española o argentina que sólo alguna vez más volví a oí en la radio, de pasada.
Me pareció encantador que en dicha tonada hablaran de viejas, de brujas, palabras que en mi casa no se pronunciaban. Eran como mi fascinación por el mundo mitológico de los bosques, con sus leyendas que dan susto, los duendes, los seres del campo, de la oscuridad, de la noche. Años después, por los montes de Guasí -en los límites entre Túquerres y Guachavés- montado a caballo, solo y por la espesa floresta de arrayanes, cerotes, chaquilulos, caimitos, charmuelanes, etc., me acordaba que la lluvia es hermosa, que moja, que uno estila, que es el baño natural que deslumbra a los niños, que no los asusta y que les causa la misma sensación que a los perros que no huyen despavoridos de ella.
“LA JORNADA”. Era el periódico de Gaitán que mi papá pegaba -con puntillas- en un tablón, que había en la parte trasera de mi casa. (Ésta era de madera, como si fuera de finlandeses, allí yo nací y crecí hasta mis casi siete años). Como niño, nieto de mi abuela maestra, e hijo de mi mamá, ayudante suya en las escuela rurales de Esnambud y Tecalacre, aprendí a leer antes de cumplir los cuatro años. Justamente a esa edad leía los titulares del periódico que fundó y dirigió el colombiano más distinguido de todos los tiempos: Jorge Eliécer Gaitán, considerado en 1948, por el New York Times -un poco antes de su cobarde asesinato- como el hombre más importante de América. Después de su muerte dicho órgano dejó de existir, al tiempo que con la muerte del líder desapareció todo su legado político basado en la justicia social que llevara a la redención de los humildes, mediante el trabajo y la protección por parte del Estado.
“SIN UN AMOR”. Fue la primera canción que escuché entera y con enorme fruición por la armonía de las voces y guitarras. Era de mañana y salía de la radio puesta a todo volumen en una tienda que funcionaba en el piso de bajo. Creo que no me dijeron mayor cosa las palabras, abundantes en metáforas y que plantean terribles verdades que el niño no está en condiciones de analizar a fondo. En todo caso, recuerdo que me quedé perplejo en la entrada del portal de ingreso a la casona que compartíamos con mi madrina doña Rosa María Jurado Teherán. Cuando crecí me di cuenta de la sapiencia y talento musical de don Chucho Navarro -el gordo de Los Panchos- al sentenciar: “sin un amor la vida no se llama vida/ sin un amor, le falta fuerza al corazón”. Malicio que ese deslumbramiento musical por ese primer gran contacto con la canción, me marcaron para siempre. Después de ese acontecimiento una canción ha seguido rondando mi ser. Por eso compongo obritas, con la mayor frecuencia, mínimo una o dos por semana. Algo que ocurre casi sin sentirlo, como el fluir de la sangre. Pero lo hago sin desvelo, aunque tenga que poner en ellas mi alma.
“SALSIPUEDES” , es el nombre de un porro famoso de Lucho Bermúdez que yo escuchaba -también a mis cuatro años- en el enorme huerto, de casi media cuadra, de la casona de mi madrina. Esa canción se oía a la distancia por el altavoz que instalaban en el parque Bolívar de Túquerres. Era una melodía alegre, muy diferente a todas las que se difundían en la región, inclinada -normalmente- por las tonadas ecuatorianas o -para decirlo de alguna manera- sureñas. En mi juventud tuve la suerte de ver en persona al mencionado compositor costeño, a quien vi tocar su pequeño clarinete en los solos de instrumento que hacía con su propia orquesta. Mucho tiempo después supe que “Salsipuedes”, era el nombre de una finca de Rafael Escalona, donde llevaba a sus cantantes y acordeoneros, quienes quedaban prácticamente raptados en esa finca, ejerciendo su arfe por varios días, sin escapatoria. Si alguno insistía en marcharse, cuentan que el afamado maestro vallenato le decía imperioso:”¡Sal si puedes!”. De allí el nombre de la finca. Con motivo de la muerte de Lucho Bermúdez -acaecida en los años noventa- tuve el cuidado de componerle un porro, como un sencillo homenaje al artista que nos dio tanta alegría y ayudó a cambiar un poco el genio amargo de los colombianos, especialmente de los cordilleranos.
EL CHORRO “NARIÑO”. Era un hidrante de abundantísima agua, la cual se daba gratuitamente para todo el sector norte y empinado de Túquerres, una ciudad próspera hacia 1936, año en que sufrió un terrible terremoto que la devastó, dejando a su gente viviendo en la penuria más grande. Fueron pocos los que tuvieron para pagarse un camión y mudarse a Pasto o a Ipiales, ciudades donde la vida era más factible. Y bien. Ese chorro, que tenía su alberca, vertía agua a mares y a nosotros los niños nos divertía que ella se derramara produciendo un sonido alegre, bullicioso, reconfortante. La señoras madres allá llevaban a sus críos, quienes también portaban su balde de juguete, haciendo como que ayudaban a recolectar agua. Entiendo que mientras reconstruyeron el acueducto, ese fue el único medio de aprovisionarse del vital líquido para los menesteres más urgentes de la casa. Pero cuando yo tenía de tres a cuatro años, el acueducto estaba terminado y la mujeres iban al lugar en mención más para chismosear que de otra cosa.
Había de qué hablar en Túquerres donde yo escuchaba ya decir: “pueblo chiquito, infierno grande”. Pero el principal motivo pudo haber sido el acontecer político de esos años, posteriores a 1945, donde la persecuciones a liberales estaban en el orden del día. Claro que no faltaban los escándalos causados por asuntos sentimentales. Hasta hubo muertos y exiliados, como fue el caso del autor de la música del himno a Túquerres, el maestro Elías González Robledo, quien tuvo que huir a Popayán para no correr la suerte de su hermano, quien fue asesinado por celos de unos gamonales lugareños cuya hermana resultó embarazada, pero por su propio primo, según ella confesó a posteriori. De eso se supo sólo después de que hubo un muerto inocente y un autoexiliado.
LOS “LADRONES”. Recuerdo haber dormido en cama franca sólo una vez en mi primera casa de infancia, la que está registrada en mi fe de bautismo. Eso fue una noche en que vivieron mis tíos y primos de Ipiales y normalmente no había espacio ni camas para tanta gente. El caso es que fue de madrugada en que yo me desperté en medio de la alharaca y los gritos de mi abuela que decía y repetía con angustia: “¡los ladrones”, “¡los ladrones!”. Entre las sombras la vi salir con un machete en la mano en busca de los ladrones, pero lo único que se oía en el ambiente era el ladrar desesperado de los perros del vecindario que se despertaron por la bulla que desencadenó mi abuela. De resultas de este incidente, por cierto tiempo -como niño pequeño que era- seguí pensando que los ladrones eran los perros, además porque en mi casa todavía no había un referente de “perro” de cuatro patas y había sido primero, esa noche” el ladrón de dos pies y dos manos.
Pero a pesar de haber sido mi pueblo de entonces un lugar de gente honrada, no faltaban los ladrones que podían robarse en la noche la ropa que las señoras colgaban en las cuerdas. Alguna vez mi abuela me indicó unas prendas nuestras que colgaban tiempo después de las cuerdas de un barrio que quedaba más arriba, habitado por gente que tenía fama de ratera. Nunca oímos de atracos, pero sí de pequeños robos a casas como los que hacía el “Centavo Liberal”, un hombre de apellido Álava, miembro de una de las familias más destacadas. (A él me referiré en el aparte “Fui amigo del general Juan B. Córdoba”). Pero los mayores ladrones, según mi papá eran Los Caipes, nombre genérico con él que designaba a los abogados. Frente a su taller de sastrería, de tiempo en tiempo, mi papá recibía -sin querer- las quejas contra el doctor Bedoya que le daban los campesinos. Éste doctor Bedoya, era un abogado conocido en la región, a quien se culpaba de despojar de sus predios a esos pobres ciudadanos del campo. Cuando dicho abogado desaparecía del mapa, era indicio de que ya se había apropiado de otra finca. Mi papá siempre repetía: “Los abogados son los mayores Cacos”, “a ellos no se les puede alquilar un local, porque se quedan con él” y otros juicios por el estilo.
MI PRIMER AMIGO. Su nombre: Juan de Dios Coral, nacido en la aldea de Tengüetán, después nombrada San Roque Alto, de acuerdo a la tendenciosa costumbre de los curas de andar rebautizando -mejor, renombrado- las poblaciones y ciudades a pesar de la prohibición expresa de los reyes españoles de no cambiar los nombres aborígenes por los del santoral católico o por nombres mariales. Bueno. Mi primer amigo tenía, por lo menos, seis años más que yo, porque ya asistía al primero de bachillerato. Mi mamá le daba el desayuno y por ese servicio sus padres vivían agradecidos con ella. Recuerdo que ese amigo una noche cualquiera me prestó su pluma Parker (su estilógrafo de pluma dorada) que por esa época valía alrededor de 50 dólares. Para mí ese fue el adminículo más interesante que descubrí porque tenía una fuente “inagotable” de tinta verde -la más bella- la cual despedía un olor perfumado. Juzgo que ese amigo advirtió mi asombro cuando vi un estilógrafo -por primera vez- y por eso me lo prestó para toda la noche, pero eso sí, me lo advirtió, hasta las seis y media de la mañana, porque tenía que estar en clase a las siete.
Dicho y hecho. A las seis y media de esa mañana “de no muy grata recordación” apareció el “joven” Juan de Dios, en la puerta de la alcoba de mi casa, donde mis padres me despertaron para que yo entregara el estilógrafo de marras. Trato era trato y yo me desperté rápido y de un salto me levanté a buscar dicho instrumento de escribir. Pero lo que no dejó de acobardarme fue que yo estaba durmiendo desnudo, culipelado, en medio de mis padres, posiblemente sofocado por el calor de haber estado en medio de ellos. Creo que -a duras penas- pude vencer la vergüenza de que mis padres y un extraño me vieran desnudo por primer vez. Posiblemente el asunto no llegó hasta el trauma que sufrí por haberme mostrado desnudo frente a los demás, pero se me ocurre decir que una de mis pesadillas recurrentes es que, de tiempo en tiempo, me veo desnudo enfrentado a la gente de la calle. Cuántas veces esos sueños son la manifestación de traumas y frustraciones sufridas en la primera infancia. Muchos años después volví a ver a mi primer amigo, ya de abogado y de guitarrista, pero cuando le conté lo del préstamo del estilógrafo, él, por supuesto, que no se acordaba del incidente, que me afectó sólo a mí.
MI JARDÍN INFANTIL. Lo dirigía la matrona Nicolasa Maya, institutriz por cuyas manos pasaron muchas generaciones, incluidos todos mis hermanos y hermanas. Quedaba junto a la Cárcel del Circuito y eso nos permitía mirar a los presos por una rendija de la tapia que separaba las dos casas. Las cárceles de esos tiempos se preciaban de ser de mínima seguridad y nunca se oyó de que alguien se fugara. Los condenados eran personas de origen humildes que habían llegado fundamentalmente por robo o heridas por riñas. En ese jardín reforcé mi lectoescritura y desarrollé mi sociabilidad, fundamentalmente con las rondas y demás juegos de niños. Teníamos una tienda donde comprábamos panes y bombones de dos colores: negro y amarillos, ambos de panela (batida o sin batir). Un enorme peso lobo cuidada la tienda desde adentro y con su mirada nos vigilaba.
Creo que mi compañerito Luis Abdón Caycedo no quería especialmente a ese perro, porque le causaba especial miedo. Lo cierto del caso es que el niño Luis, un día de ingrata recordación, tomó la decisión de prenderle fuego a la tienda donde permanecía dicho perro. El caso es que la tienda se quemó parcialmente y la directora domó la decisión de clausurar el curso donde estaba matriculado el mencionado pirómano, al mismo que pertenecía yo y unos quince niños más. De resultas de esa especie de expulsión colectiva, todos esos infantes fuimos a dar a la escuela pública donde nos esperaba otro tratamiento y otra tipo de relaciones. Mi abuela decía “no se vayan a juntar con esa murralla, que tiene malas costumbres”, al referirse a niños de diversa procedencia social. La verdad es que no nos fue fácil adaptarnos a las nuevas circunstancias y a pesar del beneficio de estar en establecimiento público, siempre nos sentimos un poco incómodos después de haber estado en el establecimiento educativo más distinguido de la ciudad, donde si bien no se aprendía nada extraordinario, se salía con buenos modales. De coletilla a este aparte diré que Luis Abdón Caycedo llegó ser un magnífico diseñador que se especializó en Alemania y por muchos años prestó sus servicios al Sena. Nunca más, por lo visto, manifestó sus instintos pirómanos.
EL NUEVE DE ABRIL. El día del asesinato de Gaitán, con menos de cuatro años, yo nací a la consciencia política. Aprendí de ese día que había gente perversa, además de la buena, que desde entonces, supongo -tal vez candorosamente- que es la mayoría. Ese día mi papá llegó de su trabajo -los telégrafos- a comer con retraso y con su saco de estilo cruzado, un poco ajado. Al decirle a mi mamá que habían asesinado a Gaitán, mi papá sollozaba y se lo notaba totalmente confundido, tanto que no atinaba a tomarse el vaso de agua que ella le alcanzó. No sé que pasó con mi papá el resto de la tarde. Posiblemente se puso a oír las noticias con el parte de los muertos que crecían en el país hora a hora, minuto a minuto, a raíz de la violencia desbordada, producto de la frustración de todo un pueblo -el colombiano- que había perdido al único líder servible, después de Bolívar.
Mi madre que siempre buscaba consuelo en los propagandistas de la existencia de otros mundos, me llevó a la Iglesia de los Capuchinos, que quedaba a una cuadra de la casa. Esos sacerdotes, ni cortos ni perezosos, ya habían cerrado y remachado la puerta del templo, porque ya estaban enterados del asesinato de Gaitán y de la ola de sangre que lo acompañaba por todo el país desde el mismo momento de ocurrido el crimen en Bogotá. Los curas del pueblo, en general, ya sabían -desde mayo de 1800- que es mejor cerrar las puertas, antes de que la “chusma” -que es como en la intimidad se expresan del pueblo llano de Túquerres- acabe con sus enemigos de turno. Esos curas bien recuerdan que en el citado año, los lugareños, los “hacheros”, dirigidos por María Aucú y Cucás Remo, decapitaron a los hermanos Rodríguez-Clavijo, debajo del altar mayor, como represalia por el abuso en el cobro de impuestos para la corona española y destinados a que ésta pudiera adelantar sus guerras. Siempre me he enorgullecido de esa tradición de los tuquerreños o cantarranos, de hacer justicia con sus propias manos, cuando la circunstancia histórica lo amerita, y en consonancia con el artículo 13 de los Derechos del Hombre traducidos por don Antonio Nariño o de acuerdo al derecho a la rebelión también instituido por las Naciones Unidas desde hace muchos años.
LA SALIDA DE MISA DE OCHO. Después del baño de sangre que sufrió Colombia el 9 de abril y días siguientes (y claro, años, y decenas de años) y de cuya acción no estuvo exenta Túquerres, mi mamá me llevaba a misa de ocho -de la mañana- todos los domingos, a cumplir con el rito de rezarle a su Dios de inspiración judeo-romana. Íbamos a una capilla rústica, improvisada, que reemplazó por varios años al templo de los capuchinos que se había destruido por completo en el terremoto de 1936. A mis cuatro años, sin entender nada de cosas tan abstractas, urdidas por seres tan preparados, como astutos -me refiero a los teólogos- mi mamá me metía a lo profundo de ese recinto donde me sofocaba por el calor y el olor a humo de la gente del campo, la más crédula y por lo tanto la que más va a estos rituales.
Pero yo observé, muy pronto, que cuando la misa estaba bien avanzada, mi mamá iba sacándome poco a poco de ese golfín, de tal manera que cuando el sacerdote decía en latín: “Ite misa est” (“Veos, que la misa ha terminado”), ella ya me tenía en el umbral de esa capilla, que daba a un pretil, donde se veían caballos briosos con sus respectivos jinetes. Eran los gamonales conservadores que estaban listos a amedrentar a la gente que salía de misa, provocarla y, en lo posible, vapulear a los liberales, quienes -aunque eran menos practicantes de la religión- no dejaban de ir a las iglesias. El remate de miedo eran nuevas oraciones que mi mamá rezaba en un rincón de la casa. Entre dichas oraciones recuerdo con especial pavor la “Magnifica” que pronunciaba únicamente cuando había temblores, razón por la cual ese recuerdo para mí fue el más traumático.
LA LLAVE DE PASO. Fue lo primero que mi papá compró, mucho tiempo antes de construir la casa, en el barrio San Francisco, a dos cuadras del parque Bolívar. Recuerdo que mi madre se mostró escéptica con la compra de la bendita llave, especialmente por el comentario que hizo mi padre de que “estaba destinada a la casa nueva”. Pero fue como por encanto que mi papá empezó a traer, uno tras uno, billetes de 50 pesos (algo equivalente a 50 dólares), con los cuales pronto se completaron 5.000 pesos, que fueron los justos para comprar el lote e iniciar las obras de construcción. Esos billetes eran depositados con mucho amor y fe en una cajita de madera azul, de fina hechura, que mi tío Gerardo Pantoja había hecho en su juventud y le había regalado a mi mamá cuando él estaba aprendiendo ebanistería.
El lote tiene su propia historia. Mi papá había comprado propiamente un montículo, un bordo -que no un lote- al que tuvo que meterle una máquina aplanadora hasta lograr tener una explanada donde ya se podía echar los cimientos de la casa. Dicha máquina trabajó todo un día y por la tarde nos aparecimos por el “lote” mi mamá y cómo no sería nuestro asombro cuando por los cantos del mismo había huesos y calaveras humanos. Alguien conjeturó que ese lugar había sido cementerio indígena en otro tiempo y que no había otra salida que botar esa osamenta. En ese tiempo en todo el país no se tenían en cuenta criterios históricos y arqueológicos para no arrasar con la cultura ancestral y entonces la casa se construyó, de hecho, sobre un cementerio indígena.
Fuera de toda superstición, debo decir que nuestra nueva vivienda siempre fue ruidosa y, de niños, esa circunstancia nos atemorizada. Los eventuales huéspedes de nuestra casa nos decían que les parecía como si alguien arrastrara cadenas por los corredores. Eso ocurría a la madrugada. Nosotros mismos escuchábamos, también de madrugada, golpes repetidos en las puertas. Claro que nunca nadie vio nada, pero si sintió diferentes ruidos. Una que otra vez si me asomé, a instancias de mis primos mayores a mirar , en los lotes del vecindario contiguo los fuegos fatuos que normalmente desprenden los huesos sepultados: unas llamas de color azulino que se mecen al vaivén del viento, aunque este fenómeno es absolutamente natural y se da en cementerios o lugares que tengan huesos en su seno.
LA VOLQUETA. Desde niño tuve fascinación por los camiones y las volquetas. Lo de los primeros es cuento aparte que lo desarrollaré más allá. De las volquetas me gustaba ver como se levantaba el volco, sin intervención directa de nadie, sólo del chofer que movía una palanca. Después venía el descargue de tanto material, principalmente piedra y arena. Verlas cargar era más tedioso y demorado. Sin embargo, resultaba admirable como unos hombres malcomidos iban -con infinita paciencia- llenando de arena el enorme receptáculo con capacidad para cinco o seis tonadas. El citado material lo extraían de las Cuevas de Arenas que quedaban a la salida sur de Túquerres, con dirección a Ipiales. Esa arena de color grisáceo, era sílice puro y eso explica por qué las construcciones resultaban magníficas.
Pero lo que me entristecía y llenaba de contradicciones era oír de parte de varios choferes y ayudantes la siguiente expresión: “Déle duro mijo a esa volqueta, que es del gobierno”. Cómo ha operado, desde siempre el menosprecio por lo oficial, lo estatal, malaleche fomentada desde el sector privado para apoderarse “tarde que temprano de lo público”. Eran como los primeros preludios del neoliberalismo. Tiempo después, ya de joven, escuché como un volquetero que trabajaba en el municipio de Ipiales dejó mal puesta la volqueta a su cargo para que se despeñara sin intervención externa: “por acción del pensamiento que es tan poderoso”, según el mismo me anunció. Y resultó tal y como ese chofer malintencionado lo presintió: tres días después, la volqueta se precipitó por una de las lomas de dicha ciudad, pero contrario a lo que ese desidioso chofer pensó, el gobierno local no le asignó volqueta nueva y, para sorpresa suya, lo destituyó y le inició un juicio de responsabilidades.
La indolencia en Colombia por lo público no tiene límites, es un verdadero odio por lo que es patrimonio común. Un solo individuo en Colombia posee (año 2011) la friolera de 18 mil camiones y, por supuesto, que es uno de los que organizan paros patronales. Pero a la persona a quien le conté esa noticia que acababa de oír, muy orondamente me respondió: “magnífico, porque él puede dar empleo a 18.000 choferes”. Acababa yo de oír una especie una especie de himno laudatorio a la propiedad privada, la que oprime al trabajador, lo superexplota y hace enanas a las sociedades. En últimas, para la psicología del común de los colombianos, lo público no es de nadie y por eso hay que maltratarlo, arruinarlo y cuando se pueda, robárselo. Ejemplos los tenemos abundantes en todas las capas de la población.
MI PRIMERA BATALLA CAMPAL. Recuerdo que duró cuatro horas y quedó en tablas. En el bando de acá estábamos Gerardo Velasco, de apodo “Lucas” ( a veces “Yucas”) y este servidor. Del otro lado apenas “Bien-y-tú” o mejor “Bienytú”, mote que se había ganado este niñote porque a sus 11-12 años había tenido la oportunidad de estar en el norte de Colombia donde aprendió a tutear y , al parecer, lo hacía muy bien. Eso no le podía perdonar una comunidad -como la tuquerreña- totalmente voseante (y vociferante, yo diría). El caso es que con Velasco nos encontrábamos una tarde en la huerta de la residencia de mi pariente, don Manuel Rosero, rector de la Escuela “Eduardo Santos” (después llamada “Don Bosco”). Esa huerta estaba rodeada por una malla de alambre tejida a manera de rombos de unos 15 centímetros de largo, por donde podría perfectamente entrar una piedra de regular tamaño.
Tan pronto como Gerardo avistó al joven que había aprendido a tutear, le gritó con fuerza: “Bienytú”, a lo cual éste respondió airado con los insultos más soeces y acto seguido la emprendió a piedra contra nosotros que estamos prácticamente cercados, enrejados. Nuestra única protección era un lavadero, de mediano tamaño, donde apenas podíamos ocultar nuestras humanidades, sobre las cuales llovían piedras, directamente, o rebotaban en la pared que estaba detrás del lavadero. Yo ni corto ni perezoso, pensé en que había que aprovechar los momentáneos recesos de la bronca para poder echarle mano a unas cuantas piedras de las que quedaban más a mano y recogerlas, en volandas, antes de que nos cayera una en la cabeza y nos hiriera de manera grave o mortal. Era tan la furia de “Bienytú” que echaba espuma por la boca, resoplaba, seguía insultando y lanzando guijarros de la calle -sin pavimentar- sin darnos tregua ni calma. Nosotros, inicialmente, un poco confundidos y sin mayor rabia, pensábamos (¡mal pensábamos!) que la batalla se saldaría en poco tiempo. Pero, ¡ah equivocación!: “Bienytú”, traía de su periplo por el norte, toda la rabia del mundo.
Era época de la violencia partidista y entonces el símbolo del país era la sangre y el motor el odio. Me parecía por momentos que “Bienytú se iba a congestionar y que después moriría, no por culpa de nuestras pedradas -que también se las pegamos buenas- especialmente una en la nariz y otra en la espalda cuando se volteó a insultar a cualquier transeúnte que intentó meterse en el asunto. Cuando ya terminó la tarde y en el sur la noche llega, justamente a las seis, Bienytú lanzó sus últimos improperios y guijarros y “fuyó” por el camino que conducía a una lechería y desde allí se perdió para mi vista. ¿Cuál habrá sido la suerte de aquel adolescente tan violento? No es improbable que con el tiempo haya liderado o apoyado a conocidos grupos de energúmenos de ultraderecha que 50 años después llenaron de muertos la sufrida tierra de Túquerres.
OTRA VEZ CON ESOS VAGOS. Luis Iles (oriundo del municipio de Iles) y Norberto Córdoba (de sobrenombre “Caregallo”) conformaron -por un buen tiempo- el famoso dueto lugareño “Los Iles” y se dice que tomaron tanto aguardiente, cuanto cantaron. Y cantaron tan bien que hasta ahora los recuerdan los viejos y hasta sus hijos y nietos repiten sus canciones de corte argentino como: “Las violetas”, “El manto de la noche” o de origen caribeño como ”El divino turpial”. Yo ya los conocí en su decadencia, medio degenerados, pero dignos. Don Luis estuvo en mi casa contratado por mi mamá para que me enseñara a tocar “La Cumparcita”. Es cierto que el músico me dio dos demostraciones preciosas en el curso de una hora, no sin antes echarse un par de tragos al coleto, de esos que le brindó mi mamá. Recuerdo que le pagó dos pesos por la lección, el equivalente a dos dólares de la época.
No aprendí a tocar en esos días el inmortal tango uruguayo de Matos Rodríguez, pero sí me quedó la motivación suficiente para haberlo podido dominar en otro tiempo. Cada vez que lo toco me acuerdo de la inspiración y el esfuerzo de don Luis para interpretar excelentemente “La Cumparcita” y también de mi abuela, para quien esa pieza era la preferida. Fue ella quien me obsequió un disco con una hermosa versión de la orquesta del estadounidense Chuck Anderson. No podría cerrar este aparte sin referirme a “esos vagos” , que están en el título de este relato. Es una de las múltiples anécdotas de quejaron los Iles y que por allí andan sueltas entre los habitantes de mi ciudad. El caso es que, a altas horas de la noche, Luis fue acompañar a Norberto hasta su casa. Antes de despedirse, Norberto gritó a voz en cuello, como un gallo: “¡Viva Mozart!”, “¡Viva Beethoven!”, “¡Viva Chaikovski!”, “¡Viva Paganini!”. La esposa de Norberto se ha despertado furiosa y ha gritado: “El Paganini serás vos y lo único que faltaba es que ustedes anden juntados con esos vagos”. Sin comentarios.
DON LUCAS JUGÓ Y PERDIÓ SU CASA. Literalmente fue así. Don Lucas, el papá de Gerardo Velasco jugó una noche su casa, la que él mismo construyó -como maestro de obra que era- y la perdió. Alguien había dicho por esos días que don Lucas, lo jugaba todo y que un día cualquiera era capaz de jugar hasta su propia mujer. La noticia cundió en el barrio y, como si fuera poco, el propio Gerardo vino a contarme y a decirme que si de pronto yo no tenía el comedimiento de ayudarlos a mudar hasta un lote que su papá había conseguido para poder plantar en él la nueva casa. No recuerdo haber colaborado en tan penoso trasteo, pero cualquier día sí me asomé a ver esa suerte de familia gitana con sus chécheres expuestos a la intemperie.
Claro que uno no podía dudar de las cualidades de buen constructor de don Lucas quien -en una tarde- con ayuda de sus hijos hizo una pieza, pero de lo que ya no nos quedaba duda es de que él era capaz de jugarlo todo al naipe, el póker, que en el pueblo ya había dejado historias de despojo. Lo practicaban en las noches, no sólo los ricos, mientras consumían whisky sin medida, también los pobres lo hacían así fuera al calor de unos cuantos buches de chancuco(aguardiente de contrabando, también llamado chapil). Otro tuquerreño, el doctor Alberto León Mantilla, ingeniero hidráulico de alguna universidad de Inglaterra, también jugaba póker por las noches, unas veces con damas, otras con varones que le bebían su fino trago. Tenía ese ingeniero unas cinco prósperas haciendas y eso le permitía disponer de mucho dinero. Se decía que en algunas navidades se dejaba ganar al póker para perder alguno de sus automóviles en uso y así poder congraciarse con sus compañeros de botella, por lo general gorreros empedernidos, por supuesto, sin entradas suficientes para darse el tren de vida que les apetecía.
EL CERTIFICADO DE SUPERVIVENCIA. Lo necesitaba y lo solicitaba mi abuela en la Alcaldía para poder cobrar la miserable pensión de 30 pesos, monto que se mantenía intangible -desde siempre- aunque hubiese inflación y carestía. Ha había sido maestra rural y con eso tenía que sostenerse la viejita, además de apoyar a dos nietos que crecieron a su lado, en la casa de mis padres, hasta que cada cual ajustó los 15 años. La abuela Teodelinda -a quien llamábamos simplemente la Teolita- con frecuencia nos solicitaba que la acompañásemos a ese despacho para que le dieran su famoso y necesario certificado. Cuando llegaba donde el funcionario correspondiente, indefectiblemente ella nos preguntaba: “¡Ole! ¿Cómo es que me llamo? El asunto no es que fuera amnésica -que no lo era ni remotamente- sino que a raíz de que quedó viuda, para ella era importante recalcar su nuevo estado civil y llamarse en forma completa: Teodolinda Bravo Palacios, viuda de Pantoja. En vida de mi abuelo Gonzalo Pantoja Guerra, nunca se puso de Pantoja, porque se había separado de él y no le guardaba el más mínimo afecto, tal vez sí compasión, por su mala cabeza, aunque él era superinteligente.
Hay que agregar un detalle sobre la prematura “viudez” de mi abuela, quien -a todas luces- se separó de don Gonzalo antes de cumplir los 35 años. En la familia suponemos que una mujer bonita -como ella- pudo haber sido presa fácil de las insinuaciones e invitaciones morbosas de los clérigos que en los pueblos pequeños han hecho su agosto y mantenido el control social a través de la confesión y, mediante ella, el conocimiento directo de los pecados de la feligresía. En todo caso mi abuela les cambiaba de andén cada vez que los veían en su proximidad y de paso se ponía coloradita, sin poder ocultar la rabia que la asistía. Simplemente acompañaba su actitud rebelde y dolida con la siguiente expresión que dejaba inconclusa: “estos cuervos…”, en clara alusión a los curas, los de sotana negra, por cierto.
GUARINICA. Fue un homosexual foráneo que apareció por allá en 1959 en nuestra ciudad y su mote completo era: “Guarinica, mano al culo”. Su nombre se asociaba además con la cantina que abrió en la Calle Real (la Trece), y lo más seguro es que haya sido mal visto por la competencia comercial que entrañaba una nueva cantina en el centro del pueblo. No tardó casi nada en aparecer una octavilla impresa en la tipografía Dávalos, establecimiento donde normalmente se imprimían los carteles de los difuntos. Dicha octavilla decía, a grandes rasgos: “Los reconocidos homosexuales, abajo firmantes, Avelino Martínez (oficial de notaría) y Gerardo Estrada (arreglador de cadáveres) hijos dilectos de esta villa, hacen saber a la ciudadanía, en general, que en los últimos meses ha aparecido un impostor de apodo “Guarinica”, quien, además de alcoholizar a la ciudad, dice ser homosexual. Esta última confesión resulta intolerable de nuestra parte, debido a que los únicos y tradicionales homosexuales somos nosotros. Atentamente: Avelino Martínez y Gerardo Estrada”.
La verdad es que nunca se vieron manifestaciones de homosexualismo de esos dos caballeros, vecinos y amigos entre sí y quienes tenían tapia de por medio que los separaba. Se sabe que a ambos los fastidiaba -desde su tapia- Rito Rosero, vecino de ambos y heredero de los molinos que le dejó su papá. Lo único que se podía asegurar es que los mencionados Avelino y Gerardo eran amanerados, pero siempre conservaron su dignidad ciudadana y sus buenas costumbres como eran: pagar los diezmos, ir a misa los domingos y días de guardar, lo mismo que desfilar en las procesiones de Semana Santa. Además hay que decir que el homosexualismo en Túquerres nunca ha estado de moda, porque todos los varones de esta ciudad somos, como en Méjico, meros machos. Y hay que consignar que la información contenida en la mencionada cuartilla no dejó de producir cierto desconcierto en la población de marcado recato y de acendrada religiosidad. La verdad es que se aceptó la cuartilla, pero con beneficio de inventario.
EL LIBRO NEGRO. No me consta haberlo visto ni menos consultado. De muchacho, claro que oí hablar de él y de adulto me confirmó su real existencia, esa matrona impecable y sabia que es doña Mercedes González Rosero. El propietario y redactor de dicho libro era don Heraclio Erazo, el mismísimo tío de mis estimadas amigas Graciela y Alicia Erazo. Dicho redactor, año tras año, mes tras mes y día tras día, iba consignando los aconteceres del amor en nuestra ciudad, cuna de los hacheros, cantarranos o, simplemente, tuquerreños. A él acudían, no todos los novios, pero sí una parte de los que querían cerciorarse “por si las moscas” de si su prometida -en alguna época anterior- había, de pronto, cometido algún desliz con algún caballero de la localidad o foráneo, todo esto con el objeto de no pasar una vergüenza pública que repercutiera por generaciones. Siempre se dijo y se recalcó en nuestra villa que: “el honor ante todo”, “que no había derecho de abochornar a los hijos con conductas ominosas cometidas en la juventud”.
Entonces estaba claro: había que acudir a la consulta del Libro Negro donde constaba el año, el mes, el día y la hora en que la fulana, tal o cual, “había delinquido” (ni siquiera pecado), en el léxico rotundo de don Heraclio. Las palabras, casi textuales, de este señor -en el momento de leer la respectiva anotación- eran: “Esta es una niña decente, hija de buenos padres, pero el 17 de abril, ella delinquió en el Callejón Caliente con el caballero tal, natural de esta ciudad”. Juicio inapelable que era tomado absolutamente en serio por el consultante, quien se obligaba -con antelación- a pagar la consulta, independientemente de que el resultado le fuera adverso. Un resultado tal devenía en el rompimiento del compromiso matrimonial y los correspondientes comentarios y murmuraciones de la ciudadanía, ahora sí ofendida en su dignidad, como buenos tartufos que son los moradores de los pueblos pequeños.
Por lo general el sitio de ese delinquimiento era el Callejón Caliente, una calle larga llena de hierba, por ambos lados, y apenas echa la trocha por donde desfilaban los visitantes del amor, especialmente nocturnos. Los encuentros amorosos, verdaderos rendez-vous se daban en ese callejón, donde se iba a “arapar” con la dama, o sea a hablar con ella, a besarla y acariciarla. Lo demás lo dejamos a la libre interpretación del lector. Para rematar este aparte diremos que el Libro Negro fue de ingrata recordación para muchos novios por cuanto deshizo matrimonios, pero fue a tiempo, antes de que surgiera alguna nueva familia que tuviera de por vida el bochorno de saber que su progenitora fue casquivana en su juventud o como dicen ahora, en alguna partes: de moral inestable.
EL DOCTOR LEÓN. Era el hombre más rico de Túquerres, hombre decente y generoso. Desde que volvió de Inglaterra a mediados de los años treinta, la ciudadanía del municipio había decidido, por unanimidad, que el doctor León sería el único responsable de la reconstrucción de la ciudad devastada por el terremoto de 1936, arguyendo que “a ese doctor no se le pega ni un solo centavo”. Y no se equivocaban. Él se apersonó de esa reconstrucción canalizando todos los auxilios del gobierno para levantar toda la infraestructura de acueducto y alcantarillado, los mismo que la construcción de edificios para la administración pública y los colegios que había que hacerlos de nuevo porque en muchos casos, no quedó piedra sobre piedra.
Él construyó se su propio bolsillo -y con aportes de sus hermanos- una hidroeléctrica (“la de Los Leones”), que funcionó hasta los años 60 y dio energía a la población, casi gratuitamente, por espacio de 25 años. El costo del servicio era de dos pesos al mes, esto es, algo menos de dos dólares, que a duras penas le alcanzarían a la gerencia para pagar al personal de mantenimiento. Pero el pueblo fue por demás incomprensivo e ingrato con dicho ingeniero, porque cuando se expidieron los decretos de reforma agraria en la época del gobierno de Alberto Lleras (1958-1962), más de un parroquiano se alegró por el lado negativo. Y decían en los corrillos: “ahora sí van a joder al León Mantilla porque le van a expropiar sus tierras”. Dicho y hecho. Las autoridades locales se las ingeniaron para quitarle sus tierras que consistían en varias haciendas en plena producción de papa y de leche, entre otras la de “Cascajal” y “Alsacia”. Haciendas que tenían además canalización, obras de riego y hasta ordeño mecánico introducido de la Argentina.
Así es la envidia, como una sombra que se extiende por los campos cuando el sol va en declive. Ahora da grima y rabia ver como por unos imbéciles leguleyos que no entienden la ley y la aplican según sus instintos envidiosos, las fértiles tierras del doctor León quedaron convertidas en eriales donde se ve -al paso de los carros- unos indígenas de la etnia Pasto que se asoman detrás de unas cabañas paupérrimas. En los alrededores sólo se ven tierras picadas y prácticamente sin pasto. Una verdadera hecatombe para la agricultura, por ni siquiera se tomaron medidas para la conservación del paisaje.
Desgraciadamente, eso de “picar las tierras” es una tendencia que los indígenas llaman “recuperar la tierra” y que no contribuye ni económica ni políticamente a nada, porque atrasa la producción y siembra más odio en la sociedad. Pienso que cualquier ley de reforma agraria debe ser taxativa: no debe tocar -en ninguno de los casos- las tierras productivas y habérselas únicamente con las tierras improductivas que, por cierto, están en manos de pocos que ni si quiera pagan tributo al Estado colombiano, ente, de inspiración feudal y latifundista, institucionalizador de la injustica y generador de violencia.
EL PARO CÍVICO DE ABRIL DE 1962. Mes de inolvidable recordación porque hacía menos de un año que había muerto mi madre, de que se había quemado mi padre y yo me aprestaba a estudiar una carrera en cualquier parte, con tal de salir adelante. En dicho mes llegó la noticia, desde Bogotá, de que el gobierno acabaría, en breve, con la Zona de Carreteras de Túquerres, una dependencia del Ministerio de Obras Públicas que hacía mantenimiento de vías en una vasta zona que cubría accesos al mar, a Samaniego, Guaitarilla, pueblos aledaños a Túquerres y, sin falta, a Pasto. Se comentaba que era una represalia de Alberto Lleras por la mala votación de los liberales en las elecciones, asunto que se corroboraba por la orden que se dio de que la carretera Panamericana pasaría por el lado derecho (en el eje sur-norte) dejando aislada a Túquerres de dicha vía central que une a Colombia con el Ecuador.
El acontecimiento de ese abril es que la gente de Túquerres se declaró en abierta rebeldía una vez que vio que las disposiciones del gobierno central estaban en marcha. Dicho y hecho. Los líderes conservadores Rafael Vega y Enrique Mera, coaligados con los liberales como Julio Salazar (“El Zarco”), se unieron para dirigir al pueblo en esa resistencia. Muy pronto bloquearon las vías haciendo profundas zanjas de tal manera que no pudiera pasar ningún tipo de transporte y, claro está, se impidiera la llegada, desde Ipiales, del ejército con sus carros de combate. De todas manera el ejército llegó a patrullar las calles y aparentemente dominó la situación. Pero con lo que no contaba dicha arma es con que los tuquerreños tenemos tradición de lucha armada centenaria y en esta coyuntura lo único que pasó es que se nos despertaron y afinaron esos hábitos guerreros. En el primer día de enfrentamientos con el ejército, a punta de piedra y unas pocas armas, hubo muertos y heridos.
Nosotros, jóvenes de 15 a 18 años, tuvimos miedo al principio de la refriega, por el estallido de los fusiles y por el silbar de las balas. Pero con los primeros calentamientos y las órdenes de tendernos y de arrastrarnos en determinadas direcciones, logramos -junto a la población adulta- desarmar a varios soldados y, como si fuera poco, quitarles los cascos con los cuales en dos esquinas del parque logramos jugar fútbol, mientras las balas pasaban rozando por nuestras humanidades, para luego incrustarse en las paredes y ventanales de tiendas y residencias. Yo siempre supuse que así debe ser la guerra: al principio mucho miedo de intervenir, pero, como todo, termina uno acostumbrado y asumiendo con entereza el rol que le corresponde.
El gobierno, como siempre, tomó el asunto como algo de poca monta, al que no se le debe dar mucha importancia. Pero al tercer o cuarto día de los enfrentamientos, el presidente Lleras Camargo hizo saber que estaba dispuesto a viajar a Túquerres para arreglar in situ el conflicto. Éste tenía una sola salida y era restituir a la gente en su trabajo para que la entidad de obras públicas pudiera seguir -sin trabas- prestando sus valiosos servicios, tal como lo venía haciendo desde hace mucho tiempo. El presidente no vino, pero dio la orden de que todo volviera a su cauce, porque se dio cuenta de que la población estaba unida y la ciudad bloqueada. Inclusive se podía decir que el ejército había sido derrotado moral y materialmente porque la gente no le vendía ni un plato de comida y le hacia hostil la vida.
Recuerdo que el comandante y sus acompañantes se metieron un día de sol a una heladería y no pasaron cinco minutos para que -debajo de una de las bancas donde ellos estaban sentados- estallara un “trabuco”, petardo armado artesanalmente con pólvora y alguna metralla. Esos militares huyeron despavoridos seguramente haciéndose la promesa de “no volver a caer en la tentación de comer helado en tierra tan fría”. Hasta mi tío abuelo, Manuel Rosero Ibarra, hombre de ideas conservadoras y confesión cristiana, como síndico del Hospital San José, se negó rotundamente a prestar servicio médico a los militares heridos, considerando que ellos habían iniciado la agresión a la gente, violando así una ley internacional que prohíbe -a los ejércitos y fuerzas policiales- atacar con armas de fuego a la población civil inerme.
En la última noche del paro la calma era chicha, pero eso mismo nos permitió a los jóvenes intentar cantar una serenata y, de paso, por las calles principales, entonar una tímida canción de protesta. Ya estábamos a más de tres años del triunfo de la Revolución Cubana y alguno que otro mensaje se nos caló en el espíritu y era raro que no protestáramos, no por protestar, sino en pos de la justicia. No podía faltar la anécdota esa noche: al vernos con guitarra, unos soldados armados, provenientes de Cali, se nos acercaron y nos preguntaron que ¿dónde era la serenata?, que “¿dónde quedaba la “zona”? Nosotros, comedidos y, a la vez, cándidos muchachos, les dijimos que quedaba a dos cuadras y hasta los acompañábamos al edificio que decía “Zona de Carreteras de Túquerres”. Al encontrarse con tamaño letrero uno de los soldados comentó carcajeándose: “no muchachos: nosotros lo que buscamos es la zona de tolerancia de este pueblo”. A duras penas si pudimos decirles que esta ciudad era pequeña y todavía de buenas costumbres.
El insigne ejército de Colombia se retiró de Túquerres a la madrugada, en número considerable y “por encima de las tapias”, tal como nos lo contó don Luis Burbano, sargento en ejercicio, nuestro allegado y quien a la sazón arribó a la ciudad con el grupo de infantería del cuartel de Ipiales. Sobre este paro cívico -ganado por el pueblo de Túquerres- escribió en su momento más de una revista, pero nunca pudieron contar aquello que no vieron y sintieron. Nosotros fuimos los testigos y víctimas directas de una agresión moral como fue la que acción del decreto sobre suspensión de cargos y la agresión física de la fuerza pública. Como resultado y colofón de esa protesta popular, puedo decir que el gobierno tomó atenta nota de lo que significa meterse con el pueblo de Túquerres, la ciudad más pacífica del mundo, pero, a la vez, la más aguerrida cuando le tocan sus legítimos intereses.
En honor a la verdad, esa valentía tuquerreña fue absolutamente válida hasta los años sesenta del siglo XX, porque después de allí a nuestros ciudadanos les conculcan todos los derechos, les hacen cualquier patanería, los amedrentan, los exterminan, les privatizan su hospital y nadie chista por el miedo. Miedo no gratuito, sino por los muchos muertos que ha tenido (más de un centenar de víctimas), puestos por la gente que intenta defender sus derechos pero que se estrella contra el muro de quienes detentan el mando, sumidos en la corrupción, el tráfico de influencias y untados del narcotráfico que permeó todas las capas de la población y creó nuevos y, tal vez, valores. Esa moneda de intercambio universal que se recibe en cualquier parte y no tiene categoría de plata falsificada, aunque sí toda la impronta.
LA LLUVIA. La primera que recuerdo me dejó fascinado. Tal vez yo tenía cuatro años e iba, a eso de las dos de la tarde, por un rústico andén -bajo una tapia- paralelo a la Cárcel del Circuito, adyacente a la casa donde funcionaba la Escuela de doña Nicolasa Maya, donde cursaba mi kínder. Llovía a cántaros como decía mi abuela y varios niños y niñas, un poco mayores que yo, iban cantando la siguiente tonada: “¡Qué llueva, que llueva/la vieja está en la cueva/los pajaritos cantan/la bruja se levanta!/. Tal vez canción española o argentina que sólo alguna vez más volví a oí en la radio, de pasada.
Me pareció encantador que en dicha tonada hablaran de viejas, de brujas, palabras que en mi casa no se pronunciaban. Eran como mi fascinación por el mundo mitológico de los bosques, con sus leyendas que dan susto, los duendes, los seres del campo, de la oscuridad, de la noche. Años después, por los montes de Guasí -en los límites entre Túquerres y Guachavés- montado a caballo, solo y por la espesa floresta de arrayanes, cerotes, chaquilulos, caimitos, charmuelanes, etc., me acordaba que la lluvia es hermosa, que moja, que uno estila, que es el baño natural que deslumbra a los niños, que no los asusta y que les causa la misma sensación que a los perros que no huyen despavoridos de ella.
“LA JORNADA”. Era el periódico de Gaitán que mi papá pegaba -con puntillas- en un tablón, que había en la parte trasera de mi casa. (Ésta era de madera, como si fuera de finlandeses, allí yo nací y crecí hasta mis casi siete años). Como niño, nieto de mi abuela maestra, e hijo de mi mamá, ayudante suya en las escuela rurales de Esnambud y Tecalacre, aprendí a leer antes de cumplir los cuatro años. Justamente a esa edad leía los titulares del periódico que fundó y dirigió el colombiano más distinguido de todos los tiempos: Jorge Eliécer Gaitán, considerado en 1948, por el New York Times -un poco antes de su cobarde asesinato- como el hombre más importante de América. Después de su muerte dicho órgano dejó de existir, al tiempo que con la muerte del líder desapareció todo su legado político basado en la justicia social que llevara a la redención de los humildes, mediante el trabajo y la protección por parte del Estado.
“SIN UN AMOR”. Fue la primera canción que escuché entera y con enorme fruición por la armonía de las voces y guitarras. Era de mañana y salía de la radio puesta a todo volumen en una tienda que funcionaba en el piso de bajo. Creo que no me dijeron mayor cosa las palabras, abundantes en metáforas y que plantean terribles verdades que el niño no está en condiciones de analizar a fondo. En todo caso, recuerdo que me quedé perplejo en la entrada del portal de ingreso a la casona que compartíamos con mi madrina doña Rosa María Jurado Teherán. Cuando crecí me di cuenta de la sapiencia y talento musical de don Chucho Navarro -el gordo de Los Panchos- al sentenciar: “sin un amor la vida no se llama vida/ sin un amor, le falta fuerza al corazón”. Malicio que ese deslumbramiento musical por ese primer gran contacto con la canción, me marcaron para siempre. Después de ese acontecimiento una canción ha seguido rondando mi ser. Por eso compongo obritas, con la mayor frecuencia, mínimo una o dos por semana. Algo que ocurre casi sin sentirlo, como el fluir de la sangre. Pero lo hago sin desvelo, aunque tenga que poner en ellas mi alma.
“SALSIPUEDES” , es el nombre de un porro famoso de Lucho Bermúdez que yo escuchaba -también a mis cuatro años- en el enorme huerto, de casi media cuadra, de la casona de mi madrina. Esa canción se oía a la distancia por el altavoz que instalaban en el parque Bolívar de Túquerres. Era una melodía alegre, muy diferente a todas las que se difundían en la región, inclinada -normalmente- por las tonadas ecuatorianas o -para decirlo de alguna manera- sureñas. En mi juventud tuve la suerte de ver en persona al mencionado compositor costeño, a quien vi tocar su pequeño clarinete en los solos de instrumento que hacía con su propia orquesta. Mucho tiempo después supe que “Salsipuedes”, era el nombre de una finca de Rafael Escalona, donde llevaba a sus cantantes y acordeoneros, quienes quedaban prácticamente raptados en esa finca, ejerciendo su arfe por varios días, sin escapatoria. Si alguno insistía en marcharse, cuentan que el afamado maestro vallenato le decía imperioso:”¡Sal si puedes!”. De allí el nombre de la finca. Con motivo de la muerte de Lucho Bermúdez -acaecida en los años noventa- tuve el cuidado de componerle un porro, como un sencillo homenaje al artista que nos dio tanta alegría y ayudó a cambiar un poco el genio amargo de los colombianos, especialmente de los cordilleranos.
EL CHORRO “NARIÑO”. Era un hidrante de abundantísima agua, la cual se daba gratuitamente para todo el sector norte y empinado de Túquerres, una ciudad próspera hacia 1936, año en que sufrió un terrible terremoto que la devastó, dejando a su gente viviendo en la penuria más grande. Fueron pocos los que tuvieron para pagarse un camión y mudarse a Pasto o a Ipiales, ciudades donde la vida era más factible. Y bien. Ese chorro, que tenía su alberca, vertía agua a mares y a nosotros los niños nos divertía que ella se derramara produciendo un sonido alegre, bullicioso, reconfortante. La señoras madres allá llevaban a sus críos, quienes también portaban su balde de juguete, haciendo como que ayudaban a recolectar agua. Entiendo que mientras reconstruyeron el acueducto, ese fue el único medio de aprovisionarse del vital líquido para los menesteres más urgentes de la casa. Pero cuando yo tenía de tres a cuatro años, el acueducto estaba terminado y la mujeres iban al lugar en mención más para chismosear que de otra cosa.
Había de qué hablar en Túquerres donde yo escuchaba ya decir: “pueblo chiquito, infierno grande”. Pero el principal motivo pudo haber sido el acontecer político de esos años, posteriores a 1945, donde la persecuciones a liberales estaban en el orden del día. Claro que no faltaban los escándalos causados por asuntos sentimentales. Hasta hubo muertos y exiliados, como fue el caso del autor de la música del himno a Túquerres, el maestro Elías González Robledo, quien tuvo que huir a Popayán para no correr la suerte de su hermano, quien fue asesinado por celos de unos gamonales lugareños cuya hermana resultó embarazada, pero por su propio primo, según ella confesó a posteriori. De eso se supo sólo después de que hubo un muerto inocente y un autoexiliado.
LOS “LADRONES”. Recuerdo haber dormido en cama franca sólo una vez en mi primera casa de infancia, la que está registrada en mi fe de bautismo. Eso fue una noche en que vivieron mis tíos y primos de Ipiales y normalmente no había espacio ni camas para tanta gente. El caso es que fue de madrugada en que yo me desperté en medio de la alharaca y los gritos de mi abuela que decía y repetía con angustia: “¡los ladrones”, “¡los ladrones!”. Entre las sombras la vi salir con un machete en la mano en busca de los ladrones, pero lo único que se oía en el ambiente era el ladrar desesperado de los perros del vecindario que se despertaron por la bulla que desencadenó mi abuela. De resultas de este incidente, por cierto tiempo -como niño pequeño que era- seguí pensando que los ladrones eran los perros, además porque en mi casa todavía no había un referente de “perro” de cuatro patas y había sido primero, esa noche” el ladrón de dos pies y dos manos.
Pero a pesar de haber sido mi pueblo de entonces un lugar de gente honrada, no faltaban los ladrones que podían robarse en la noche la ropa que las señoras colgaban en las cuerdas. Alguna vez mi abuela me indicó unas prendas nuestras que colgaban tiempo después de las cuerdas de un barrio que quedaba más arriba, habitado por gente que tenía fama de ratera. Nunca oímos de atracos, pero sí de pequeños robos a casas como los que hacía el “Centavo Liberal”, un hombre de apellido Álava, miembro de una de las familias más destacadas. (A él me referiré en el aparte “Fui amigo del general Juan B. Córdoba”). Pero los mayores ladrones, según mi papá eran Los Caipes, nombre genérico con él que designaba a los abogados. Frente a su taller de sastrería, de tiempo en tiempo, mi papá recibía -sin querer- las quejas contra el doctor Bedoya que le daban los campesinos. Éste doctor Bedoya, era un abogado conocido en la región, a quien se culpaba de despojar de sus predios a esos pobres ciudadanos del campo. Cuando dicho abogado desaparecía del mapa, era indicio de que ya se había apropiado de otra finca. Mi papá siempre repetía: “Los abogados son los mayores Cacos”, “a ellos no se les puede alquilar un local, porque se quedan con él” y otros juicios por el estilo.
MI PRIMER AMIGO. Su nombre: Juan de Dios Coral, nacido en la aldea de Tengüetán, después nombrada San Roque Alto, de acuerdo a la tendenciosa costumbre de los curas de andar rebautizando -mejor, renombrado- las poblaciones y ciudades a pesar de la prohibición expresa de los reyes españoles de no cambiar los nombres aborígenes por los del santoral católico o por nombres mariales. Bueno. Mi primer amigo tenía, por lo menos, seis años más que yo, porque ya asistía al primero de bachillerato. Mi mamá le daba el desayuno y por ese servicio sus padres vivían agradecidos con ella. Recuerdo que ese amigo una noche cualquiera me prestó su pluma Parker (su estilógrafo de pluma dorada) que por esa época valía alrededor de 50 dólares. Para mí ese fue el adminículo más interesante que descubrí porque tenía una fuente “inagotable” de tinta verde -la más bella- la cual despedía un olor perfumado. Juzgo que ese amigo advirtió mi asombro cuando vi un estilógrafo -por primera vez- y por eso me lo prestó para toda la noche, pero eso sí, me lo advirtió, hasta las seis y media de la mañana, porque tenía que estar en clase a las siete.
Dicho y hecho. A las seis y media de esa mañana “de no muy grata recordación” apareció el “joven” Juan de Dios, en la puerta de la alcoba de mi casa, donde mis padres me despertaron para que yo entregara el estilógrafo de marras. Trato era trato y yo me desperté rápido y de un salto me levanté a buscar dicho instrumento de escribir. Pero lo que no dejó de acobardarme fue que yo estaba durmiendo desnudo, culipelado, en medio de mis padres, posiblemente sofocado por el calor de haber estado en medio de ellos. Creo que -a duras penas- pude vencer la vergüenza de que mis padres y un extraño me vieran desnudo por primer vez. Posiblemente el asunto no llegó hasta el trauma que sufrí por haberme mostrado desnudo frente a los demás, pero se me ocurre decir que una de mis pesadillas recurrentes es que, de tiempo en tiempo, me veo desnudo enfrentado a la gente de la calle. Cuántas veces esos sueños son la manifestación de traumas y frustraciones sufridas en la primera infancia. Muchos años después volví a ver a mi primer amigo, ya de abogado y de guitarrista, pero cuando le conté lo del préstamo del estilógrafo, él, por supuesto, que no se acordaba del incidente, que me afectó sólo a mí.
MI JARDÍN INFANTIL. Lo dirigía la matrona Nicolasa Maya, institutriz por cuyas manos pasaron muchas generaciones, incluidos todos mis hermanos y hermanas. Quedaba junto a la Cárcel del Circuito y eso nos permitía mirar a los presos por una rendija de la tapia que separaba las dos casas. Las cárceles de esos tiempos se preciaban de ser de mínima seguridad y nunca se oyó de que alguien se fugara. Los condenados eran personas de origen humildes que habían llegado fundamentalmente por robo o heridas por riñas. En ese jardín reforcé mi lectoescritura y desarrollé mi sociabilidad, fundamentalmente con las rondas y demás juegos de niños. Teníamos una tienda donde comprábamos panes y bombones de dos colores: negro y amarillos, ambos de panela (batida o sin batir). Un enorme peso lobo cuidada la tienda desde adentro y con su mirada nos vigilaba.
Creo que mi compañerito Luis Abdón Caycedo no quería especialmente a ese perro, porque le causaba especial miedo. Lo cierto del caso es que el niño Luis, un día de ingrata recordación, tomó la decisión de prenderle fuego a la tienda donde permanecía dicho perro. El caso es que la tienda se quemó parcialmente y la directora domó la decisión de clausurar el curso donde estaba matriculado el mencionado pirómano, al mismo que pertenecía yo y unos quince niños más. De resultas de esa especie de expulsión colectiva, todos esos infantes fuimos a dar a la escuela pública donde nos esperaba otro tratamiento y otra tipo de relaciones. Mi abuela decía “no se vayan a juntar con esa murralla, que tiene malas costumbres”, al referirse a niños de diversa procedencia social. La verdad es que no nos fue fácil adaptarnos a las nuevas circunstancias y a pesar del beneficio de estar en establecimiento público, siempre nos sentimos un poco incómodos después de haber estado en el establecimiento educativo más distinguido de la ciudad, donde si bien no se aprendía nada extraordinario, se salía con buenos modales. De coletilla a este aparte diré que Luis Abdón Caycedo llegó ser un magnífico diseñador que se especializó en Alemania y por muchos años prestó sus servicios al Sena. Nunca más, por lo visto, manifestó sus instintos pirómanos.
EL NUEVE DE ABRIL. El día del asesinato de Gaitán, con menos de cuatro años, yo nací a la consciencia política. Aprendí de ese día que había gente perversa, además de la buena, que desde entonces, supongo -tal vez candorosamente- que es la mayoría. Ese día mi papá llegó de su trabajo -los telégrafos- a comer con retraso y con su saco de estilo cruzado, un poco ajado. Al decirle a mi mamá que habían asesinado a Gaitán, mi papá sollozaba y se lo notaba totalmente confundido, tanto que no atinaba a tomarse el vaso de agua que ella le alcanzó. No sé que pasó con mi papá el resto de la tarde. Posiblemente se puso a oír las noticias con el parte de los muertos que crecían en el país hora a hora, minuto a minuto, a raíz de la violencia desbordada, producto de la frustración de todo un pueblo -el colombiano- que había perdido al único líder servible, después de Bolívar.
Mi madre que siempre buscaba consuelo en los propagandistas de la existencia de otros mundos, me llevó a la Iglesia de los Capuchinos, que quedaba a una cuadra de la casa. Esos sacerdotes, ni cortos ni perezosos, ya habían cerrado y remachado la puerta del templo, porque ya estaban enterados del asesinato de Gaitán y de la ola de sangre que lo acompañaba por todo el país desde el mismo momento de ocurrido el crimen en Bogotá. Los curas del pueblo, en general, ya sabían -desde mayo de 1800- que es mejor cerrar las puertas, antes de que la “chusma” -que es como en la intimidad se expresan del pueblo llano de Túquerres- acabe con sus enemigos de turno. Esos curas bien recuerdan que en el citado año, los lugareños, los “hacheros”, dirigidos por María Aucú y Cucás Remo, decapitaron a los hermanos Rodríguez-Clavijo, debajo del altar mayor, como represalia por el abuso en el cobro de impuestos para la corona española y destinados a que ésta pudiera adelantar sus guerras. Siempre me he enorgullecido de esa tradición de los tuquerreños o cantarranos, de hacer justicia con sus propias manos, cuando la circunstancia histórica lo amerita, y en consonancia con el artículo 13 de los Derechos del Hombre traducidos por don Antonio Nariño o de acuerdo al derecho a la rebelión también instituido por las Naciones Unidas desde hace muchos años.
LA SALIDA DE MISA DE OCHO. Después del baño de sangre que sufrió Colombia el 9 de abril y días siguientes (y claro, años, y decenas de años) y de cuya acción no estuvo exenta Túquerres, mi mamá me llevaba a misa de ocho -de la mañana- todos los domingos, a cumplir con el rito de rezarle a su Dios de inspiración judeo-romana. Íbamos a una capilla rústica, improvisada, que reemplazó por varios años al templo de los capuchinos que se había destruido por completo en el terremoto de 1936. A mis cuatro años, sin entender nada de cosas tan abstractas, urdidas por seres tan preparados, como astutos -me refiero a los teólogos- mi mamá me metía a lo profundo de ese recinto donde me sofocaba por el calor y el olor a humo de la gente del campo, la más crédula y por lo tanto la que más va a estos rituales.
Pero yo observé, muy pronto, que cuando la misa estaba bien avanzada, mi mamá iba sacándome poco a poco de ese golfín, de tal manera que cuando el sacerdote decía en latín: “Ite misa est” (“Veos, que la misa ha terminado”), ella ya me tenía en el umbral de esa capilla, que daba a un pretil, donde se veían caballos briosos con sus respectivos jinetes. Eran los gamonales conservadores que estaban listos a amedrentar a la gente que salía de misa, provocarla y, en lo posible, vapulear a los liberales, quienes -aunque eran menos practicantes de la religión- no dejaban de ir a las iglesias. El remate de miedo eran nuevas oraciones que mi mamá rezaba en un rincón de la casa. Entre dichas oraciones recuerdo con especial pavor la “Magnifica” que pronunciaba únicamente cuando había temblores, razón por la cual ese recuerdo para mí fue el más traumático.
LA LLAVE DE PASO. Fue lo primero que mi papá compró, mucho tiempo antes de construir la casa, en el barrio San Francisco, a dos cuadras del parque Bolívar. Recuerdo que mi madre se mostró escéptica con la compra de la bendita llave, especialmente por el comentario que hizo mi padre de que “estaba destinada a la casa nueva”. Pero fue como por encanto que mi papá empezó a traer, uno tras uno, billetes de 50 pesos (algo equivalente a 50 dólares), con los cuales pronto se completaron 5.000 pesos, que fueron los justos para comprar el lote e iniciar las obras de construcción. Esos billetes eran depositados con mucho amor y fe en una cajita de madera azul, de fina hechura, que mi tío Gerardo Pantoja había hecho en su juventud y le había regalado a mi mamá cuando él estaba aprendiendo ebanistería.
El lote tiene su propia historia. Mi papá había comprado propiamente un montículo, un bordo -que no un lote- al que tuvo que meterle una máquina aplanadora hasta lograr tener una explanada donde ya se podía echar los cimientos de la casa. Dicha máquina trabajó todo un día y por la tarde nos aparecimos por el “lote” mi mamá y cómo no sería nuestro asombro cuando por los cantos del mismo había huesos y calaveras humanos. Alguien conjeturó que ese lugar había sido cementerio indígena en otro tiempo y que no había otra salida que botar esa osamenta. En ese tiempo en todo el país no se tenían en cuenta criterios históricos y arqueológicos para no arrasar con la cultura ancestral y entonces la casa se construyó, de hecho, sobre un cementerio indígena.
Fuera de toda superstición, debo decir que nuestra nueva vivienda siempre fue ruidosa y, de niños, esa circunstancia nos atemorizada. Los eventuales huéspedes de nuestra casa nos decían que les parecía como si alguien arrastrara cadenas por los corredores. Eso ocurría a la madrugada. Nosotros mismos escuchábamos, también de madrugada, golpes repetidos en las puertas. Claro que nunca nadie vio nada, pero si sintió diferentes ruidos. Una que otra vez si me asomé, a instancias de mis primos mayores a mirar , en los lotes del vecindario contiguo los fuegos fatuos que normalmente desprenden los huesos sepultados: unas llamas de color azulino que se mecen al vaivén del viento, aunque este fenómeno es absolutamente natural y se da en cementerios o lugares que tengan huesos en su seno.
LA VOLQUETA. Desde niño tuve fascinación por los camiones y las volquetas. Lo de los primeros es cuento aparte que lo desarrollaré más allá. De las volquetas me gustaba ver como se levantaba el volco, sin intervención directa de nadie, sólo del chofer que movía una palanca. Después venía el descargue de tanto material, principalmente piedra y arena. Verlas cargar era más tedioso y demorado. Sin embargo, resultaba admirable como unos hombres malcomidos iban -con infinita paciencia- llenando de arena el enorme receptáculo con capacidad para cinco o seis tonadas. El citado material lo extraían de las Cuevas de Arenas que quedaban a la salida sur de Túquerres, con dirección a Ipiales. Esa arena de color grisáceo, era sílice puro y eso explica por qué las construcciones resultaban magníficas.
Pero lo que me entristecía y llenaba de contradicciones era oír de parte de varios choferes y ayudantes la siguiente expresión: “Déle duro mijo a esa volqueta, que es del gobierno”. Cómo ha operado, desde siempre el menosprecio por lo oficial, lo estatal, malaleche fomentada desde el sector privado para apoderarse “tarde que temprano de lo público”. Eran como los primeros preludios del neoliberalismo. Tiempo después, ya de joven, escuché como un volquetero que trabajaba en el municipio de Ipiales dejó mal puesta la volqueta a su cargo para que se despeñara sin intervención externa: “por acción del pensamiento que es tan poderoso”, según el mismo me anunció. Y resultó tal y como ese chofer malintencionado lo presintió: tres días después, la volqueta se precipitó por una de las lomas de dicha ciudad, pero contrario a lo que ese desidioso chofer pensó, el gobierno local no le asignó volqueta nueva y, para sorpresa suya, lo destituyó y le inició un juicio de responsabilidades.
La indolencia en Colombia por lo público no tiene límites, es un verdadero odio por lo que es patrimonio común. Un solo individuo en Colombia posee (año 2011) la friolera de 18 mil camiones y, por supuesto, que es uno de los que organizan paros patronales. Pero a la persona a quien le conté esa noticia que acababa de oír, muy orondamente me respondió: “magnífico, porque él puede dar empleo a 18.000 choferes”. Acababa yo de oír una especie una especie de himno laudatorio a la propiedad privada, la que oprime al trabajador, lo superexplota y hace enanas a las sociedades. En últimas, para la psicología del común de los colombianos, lo público no es de nadie y por eso hay que maltratarlo, arruinarlo y cuando se pueda, robárselo. Ejemplos los tenemos abundantes en todas las capas de la población.
MI PRIMERA BATALLA CAMPAL. Recuerdo que duró cuatro horas y quedó en tablas. En el bando de acá estábamos Gerardo Velasco, de apodo “Lucas” ( a veces “Yucas”) y este servidor. Del otro lado apenas “Bien-y-tú” o mejor “Bienytú”, mote que se había ganado este niñote porque a sus 11-12 años había tenido la oportunidad de estar en el norte de Colombia donde aprendió a tutear y , al parecer, lo hacía muy bien. Eso no le podía perdonar una comunidad -como la tuquerreña- totalmente voseante (y vociferante, yo diría). El caso es que con Velasco nos encontrábamos una tarde en la huerta de la residencia de mi pariente, don Manuel Rosero, rector de la Escuela “Eduardo Santos” (después llamada “Don Bosco”). Esa huerta estaba rodeada por una malla de alambre tejida a manera de rombos de unos 15 centímetros de largo, por donde podría perfectamente entrar una piedra de regular tamaño.
Tan pronto como Gerardo avistó al joven que había aprendido a tutear, le gritó con fuerza: “Bienytú”, a lo cual éste respondió airado con los insultos más soeces y acto seguido la emprendió a piedra contra nosotros que estamos prácticamente cercados, enrejados. Nuestra única protección era un lavadero, de mediano tamaño, donde apenas podíamos ocultar nuestras humanidades, sobre las cuales llovían piedras, directamente, o rebotaban en la pared que estaba detrás del lavadero. Yo ni corto ni perezoso, pensé en que había que aprovechar los momentáneos recesos de la bronca para poder echarle mano a unas cuantas piedras de las que quedaban más a mano y recogerlas, en volandas, antes de que nos cayera una en la cabeza y nos hiriera de manera grave o mortal. Era tan la furia de “Bienytú” que echaba espuma por la boca, resoplaba, seguía insultando y lanzando guijarros de la calle -sin pavimentar- sin darnos tregua ni calma. Nosotros, inicialmente, un poco confundidos y sin mayor rabia, pensábamos (¡mal pensábamos!) que la batalla se saldaría en poco tiempo. Pero, ¡ah equivocación!: “Bienytú”, traía de su periplo por el norte, toda la rabia del mundo.
Era época de la violencia partidista y entonces el símbolo del país era la sangre y el motor el odio. Me parecía por momentos que “Bienytú se iba a congestionar y que después moriría, no por culpa de nuestras pedradas -que también se las pegamos buenas- especialmente una en la nariz y otra en la espalda cuando se volteó a insultar a cualquier transeúnte que intentó meterse en el asunto. Cuando ya terminó la tarde y en el sur la noche llega, justamente a las seis, Bienytú lanzó sus últimos improperios y guijarros y “fuyó” por el camino que conducía a una lechería y desde allí se perdió para mi vista. ¿Cuál habrá sido la suerte de aquel adolescente tan violento? No es improbable que con el tiempo haya liderado o apoyado a conocidos grupos de energúmenos de ultraderecha que 50 años después llenaron de muertos la sufrida tierra de Túquerres.
OTRA VEZ CON ESOS VAGOS. Luis Iles (oriundo del municipio de Iles) y Norberto Córdoba (de sobrenombre “Caregallo”) conformaron -por un buen tiempo- el famoso dueto lugareño “Los Iles” y se dice que tomaron tanto aguardiente, cuanto cantaron. Y cantaron tan bien que hasta ahora los recuerdan los viejos y hasta sus hijos y nietos repiten sus canciones de corte argentino como: “Las violetas”, “El manto de la noche” o de origen caribeño como ”El divino turpial”. Yo ya los conocí en su decadencia, medio degenerados, pero dignos. Don Luis estuvo en mi casa contratado por mi mamá para que me enseñara a tocar “La Cumparcita”. Es cierto que el músico me dio dos demostraciones preciosas en el curso de una hora, no sin antes echarse un par de tragos al coleto, de esos que le brindó mi mamá. Recuerdo que le pagó dos pesos por la lección, el equivalente a dos dólares de la época.
No aprendí a tocar en esos días el inmortal tango uruguayo de Matos Rodríguez, pero sí me quedó la motivación suficiente para haberlo podido dominar en otro tiempo. Cada vez que lo toco me acuerdo de la inspiración y el esfuerzo de don Luis para interpretar excelentemente “La Cumparcita” y también de mi abuela, para quien esa pieza era la preferida. Fue ella quien me obsequió un disco con una hermosa versión de la orquesta del estadounidense Chuck Anderson. No podría cerrar este aparte sin referirme a “esos vagos” , que están en el título de este relato. Es una de las múltiples anécdotas de quejaron los Iles y que por allí andan sueltas entre los habitantes de mi ciudad. El caso es que, a altas horas de la noche, Luis fue acompañar a Norberto hasta su casa. Antes de despedirse, Norberto gritó a voz en cuello, como un gallo: “¡Viva Mozart!”, “¡Viva Beethoven!”, “¡Viva Chaikovski!”, “¡Viva Paganini!”. La esposa de Norberto se ha despertado furiosa y ha gritado: “El Paganini serás vos y lo único que faltaba es que ustedes anden juntados con esos vagos”. Sin comentarios.
DON LUCAS JUGÓ Y PERDIÓ SU CASA. Literalmente fue así. Don Lucas, el papá de Gerardo Velasco jugó una noche su casa, la que él mismo construyó -como maestro de obra que era- y la perdió. Alguien había dicho por esos días que don Lucas, lo jugaba todo y que un día cualquiera era capaz de jugar hasta su propia mujer. La noticia cundió en el barrio y, como si fuera poco, el propio Gerardo vino a contarme y a decirme que si de pronto yo no tenía el comedimiento de ayudarlos a mudar hasta un lote que su papá había conseguido para poder plantar en él la nueva casa. No recuerdo haber colaborado en tan penoso trasteo, pero cualquier día sí me asomé a ver esa suerte de familia gitana con sus chécheres expuestos a la intemperie.
Claro que uno no podía dudar de las cualidades de buen constructor de don Lucas quien -en una tarde- con ayuda de sus hijos hizo una pieza, pero de lo que ya no nos quedaba duda es de que él era capaz de jugarlo todo al naipe, el póker, que en el pueblo ya había dejado historias de despojo. Lo practicaban en las noches, no sólo los ricos, mientras consumían whisky sin medida, también los pobres lo hacían así fuera al calor de unos cuantos buches de chancuco(aguardiente de contrabando, también llamado chapil). Otro tuquerreño, el doctor Alberto León Mantilla, ingeniero hidráulico de alguna universidad de Inglaterra, también jugaba póker por las noches, unas veces con damas, otras con varones que le bebían su fino trago. Tenía ese ingeniero unas cinco prósperas haciendas y eso le permitía disponer de mucho dinero. Se decía que en algunas navidades se dejaba ganar al póker para perder alguno de sus automóviles en uso y así poder congraciarse con sus compañeros de botella, por lo general gorreros empedernidos, por supuesto, sin entradas suficientes para darse el tren de vida que les apetecía.
EL CERTIFICADO DE SUPERVIVENCIA. Lo necesitaba y lo solicitaba mi abuela en la Alcaldía para poder cobrar la miserable pensión de 30 pesos, monto que se mantenía intangible -desde siempre- aunque hubiese inflación y carestía. Ha había sido maestra rural y con eso tenía que sostenerse la viejita, además de apoyar a dos nietos que crecieron a su lado, en la casa de mis padres, hasta que cada cual ajustó los 15 años. La abuela Teodelinda -a quien llamábamos simplemente la Teolita- con frecuencia nos solicitaba que la acompañásemos a ese despacho para que le dieran su famoso y necesario certificado. Cuando llegaba donde el funcionario correspondiente, indefectiblemente ella nos preguntaba: “¡Ole! ¿Cómo es que me llamo? El asunto no es que fuera amnésica -que no lo era ni remotamente- sino que a raíz de que quedó viuda, para ella era importante recalcar su nuevo estado civil y llamarse en forma completa: Teodolinda Bravo Palacios, viuda de Pantoja. En vida de mi abuelo Gonzalo Pantoja Guerra, nunca se puso de Pantoja, porque se había separado de él y no le guardaba el más mínimo afecto, tal vez sí compasión, por su mala cabeza, aunque él era superinteligente.
Hay que agregar un detalle sobre la prematura “viudez” de mi abuela, quien -a todas luces- se separó de don Gonzalo antes de cumplir los 35 años. En la familia suponemos que una mujer bonita -como ella- pudo haber sido presa fácil de las insinuaciones e invitaciones morbosas de los clérigos que en los pueblos pequeños han hecho su agosto y mantenido el control social a través de la confesión y, mediante ella, el conocimiento directo de los pecados de la feligresía. En todo caso mi abuela les cambiaba de andén cada vez que los veían en su proximidad y de paso se ponía coloradita, sin poder ocultar la rabia que la asistía. Simplemente acompañaba su actitud rebelde y dolida con la siguiente expresión que dejaba inconclusa: “estos cuervos…”, en clara alusión a los curas, los de sotana negra, por cierto.
GUARINICA. Fue un homosexual foráneo que apareció por allá en 1959 en nuestra ciudad y su mote completo era: “Guarinica, mano al culo”. Su nombre se asociaba además con la cantina que abrió en la Calle Real (la Trece), y lo más seguro es que haya sido mal visto por la competencia comercial que entrañaba una nueva cantina en el centro del pueblo. No tardó casi nada en aparecer una octavilla impresa en la tipografía Dávalos, establecimiento donde normalmente se imprimían los carteles de los difuntos. Dicha octavilla decía, a grandes rasgos: “Los reconocidos homosexuales, abajo firmantes, Avelino Martínez (oficial de notaría) y Gerardo Estrada (arreglador de cadáveres) hijos dilectos de esta villa, hacen saber a la ciudadanía, en general, que en los últimos meses ha aparecido un impostor de apodo “Guarinica”, quien, además de alcoholizar a la ciudad, dice ser homosexual. Esta última confesión resulta intolerable de nuestra parte, debido a que los únicos y tradicionales homosexuales somos nosotros. Atentamente: Avelino Martínez y Gerardo Estrada”.
La verdad es que nunca se vieron manifestaciones de homosexualismo de esos dos caballeros, vecinos y amigos entre sí y quienes tenían tapia de por medio que los separaba. Se sabe que a ambos los fastidiaba -desde su tapia- Rito Rosero, vecino de ambos y heredero de los molinos que le dejó su papá. Lo único que se podía asegurar es que los mencionados Avelino y Gerardo eran amanerados, pero siempre conservaron su dignidad ciudadana y sus buenas costumbres como eran: pagar los diezmos, ir a misa los domingos y días de guardar, lo mismo que desfilar en las procesiones de Semana Santa. Además hay que decir que el homosexualismo en Túquerres nunca ha estado de moda, porque todos los varones de esta ciudad somos, como en Méjico, meros machos. Y hay que consignar que la información contenida en la mencionada cuartilla no dejó de producir cierto desconcierto en la población de marcado recato y de acendrada religiosidad. La verdad es que se aceptó la cuartilla, pero con beneficio de inventario.
EL LIBRO NEGRO. No me consta haberlo visto ni menos consultado. De muchacho, claro que oí hablar de él y de adulto me confirmó su real existencia, esa matrona impecable y sabia que es doña Mercedes González Rosero. El propietario y redactor de dicho libro era don Heraclio Erazo, el mismísimo tío de mis estimadas amigas Graciela y Alicia Erazo. Dicho redactor, año tras año, mes tras mes y día tras día, iba consignando los aconteceres del amor en nuestra ciudad, cuna de los hacheros, cantarranos o, simplemente, tuquerreños. A él acudían, no todos los novios, pero sí una parte de los que querían cerciorarse “por si las moscas” de si su prometida -en alguna época anterior- había, de pronto, cometido algún desliz con algún caballero de la localidad o foráneo, todo esto con el objeto de no pasar una vergüenza pública que repercutiera por generaciones. Siempre se dijo y se recalcó en nuestra villa que: “el honor ante todo”, “que no había derecho de abochornar a los hijos con conductas ominosas cometidas en la juventud”.
Entonces estaba claro: había que acudir a la consulta del Libro Negro donde constaba el año, el mes, el día y la hora en que la fulana, tal o cual, “había delinquido” (ni siquiera pecado), en el léxico rotundo de don Heraclio. Las palabras, casi textuales, de este señor -en el momento de leer la respectiva anotación- eran: “Esta es una niña decente, hija de buenos padres, pero el 17 de abril, ella delinquió en el Callejón Caliente con el caballero tal, natural de esta ciudad”. Juicio inapelable que era tomado absolutamente en serio por el consultante, quien se obligaba -con antelación- a pagar la consulta, independientemente de que el resultado le fuera adverso. Un resultado tal devenía en el rompimiento del compromiso matrimonial y los correspondientes comentarios y murmuraciones de la ciudadanía, ahora sí ofendida en su dignidad, como buenos tartufos que son los moradores de los pueblos pequeños.
Por lo general el sitio de ese delinquimiento era el Callejón Caliente, una calle larga llena de hierba, por ambos lados, y apenas echa la trocha por donde desfilaban los visitantes del amor, especialmente nocturnos. Los encuentros amorosos, verdaderos rendez-vous se daban en ese callejón, donde se iba a “arapar” con la dama, o sea a hablar con ella, a besarla y acariciarla. Lo demás lo dejamos a la libre interpretación del lector. Para rematar este aparte diremos que el Libro Negro fue de ingrata recordación para muchos novios por cuanto deshizo matrimonios, pero fue a tiempo, antes de que surgiera alguna nueva familia que tuviera de por vida el bochorno de saber que su progenitora fue casquivana en su juventud o como dicen ahora, en alguna partes: de moral inestable.
EL DOCTOR LEÓN. Era el hombre más rico de Túquerres, hombre decente y generoso. Desde que volvió de Inglaterra a mediados de los años treinta, la ciudadanía del municipio había decidido, por unanimidad, que el doctor León sería el único responsable de la reconstrucción de la ciudad devastada por el terremoto de 1936, arguyendo que “a ese doctor no se le pega ni un solo centavo”. Y no se equivocaban. Él se apersonó de esa reconstrucción canalizando todos los auxilios del gobierno para levantar toda la infraestructura de acueducto y alcantarillado, los mismo que la construcción de edificios para la administración pública y los colegios que había que hacerlos de nuevo porque en muchos casos, no quedó piedra sobre piedra.
Él construyó se su propio bolsillo -y con aportes de sus hermanos- una hidroeléctrica (“la de Los Leones”), que funcionó hasta los años 60 y dio energía a la población, casi gratuitamente, por espacio de 25 años. El costo del servicio era de dos pesos al mes, esto es, algo menos de dos dólares, que a duras penas le alcanzarían a la gerencia para pagar al personal de mantenimiento. Pero el pueblo fue por demás incomprensivo e ingrato con dicho ingeniero, porque cuando se expidieron los decretos de reforma agraria en la época del gobierno de Alberto Lleras (1958-1962), más de un parroquiano se alegró por el lado negativo. Y decían en los corrillos: “ahora sí van a joder al León Mantilla porque le van a expropiar sus tierras”. Dicho y hecho. Las autoridades locales se las ingeniaron para quitarle sus tierras que consistían en varias haciendas en plena producción de papa y de leche, entre otras la de “Cascajal” y “Alsacia”. Haciendas que tenían además canalización, obras de riego y hasta ordeño mecánico introducido de la Argentina.
Así es la envidia, como una sombra que se extiende por los campos cuando el sol va en declive. Ahora da grima y rabia ver como por unos imbéciles leguleyos que no entienden la ley y la aplican según sus instintos envidiosos, las fértiles tierras del doctor León quedaron convertidas en eriales donde se ve -al paso de los carros- unos indígenas de la etnia Pasto que se asoman detrás de unas cabañas paupérrimas. En los alrededores sólo se ven tierras picadas y prácticamente sin pasto. Una verdadera hecatombe para la agricultura, por ni siquiera se tomaron medidas para la conservación del paisaje.
Desgraciadamente, eso de “picar las tierras” es una tendencia que los indígenas llaman “recuperar la tierra” y que no contribuye ni económica ni políticamente a nada, porque atrasa la producción y siembra más odio en la sociedad. Pienso que cualquier ley de reforma agraria debe ser taxativa: no debe tocar -en ninguno de los casos- las tierras productivas y habérselas únicamente con las tierras improductivas que, por cierto, están en manos de pocos que ni si quiera pagan tributo al Estado colombiano, ente, de inspiración feudal y latifundista, institucionalizador de la injustica y generador de violencia.
EL PARO CÍVICO DE ABRIL DE 1962. Mes de inolvidable recordación porque hacía menos de un año que había muerto mi madre, de que se había quemado mi padre y yo me aprestaba a estudiar una carrera en cualquier parte, con tal de salir adelante. En dicho mes llegó la noticia, desde Bogotá, de que el gobierno acabaría, en breve, con la Zona de Carreteras de Túquerres, una dependencia del Ministerio de Obras Públicas que hacía mantenimiento de vías en una vasta zona que cubría accesos al mar, a Samaniego, Guaitarilla, pueblos aledaños a Túquerres y, sin falta, a Pasto. Se comentaba que era una represalia de Alberto Lleras por la mala votación de los liberales en las elecciones, asunto que se corroboraba por la orden que se dio de que la carretera Panamericana pasaría por el lado derecho (en el eje sur-norte) dejando aislada a Túquerres de dicha vía central que une a Colombia con el Ecuador.
El acontecimiento de ese abril es que la gente de Túquerres se declaró en abierta rebeldía una vez que vio que las disposiciones del gobierno central estaban en marcha. Dicho y hecho. Los líderes conservadores Rafael Vega y Enrique Mera, coaligados con los liberales como Julio Salazar (“El Zarco”), se unieron para dirigir al pueblo en esa resistencia. Muy pronto bloquearon las vías haciendo profundas zanjas de tal manera que no pudiera pasar ningún tipo de transporte y, claro está, se impidiera la llegada, desde Ipiales, del ejército con sus carros de combate. De todas manera el ejército llegó a patrullar las calles y aparentemente dominó la situación. Pero con lo que no contaba dicha arma es con que los tuquerreños tenemos tradición de lucha armada centenaria y en esta coyuntura lo único que pasó es que se nos despertaron y afinaron esos hábitos guerreros. En el primer día de enfrentamientos con el ejército, a punta de piedra y unas pocas armas, hubo muertos y heridos.
Nosotros, jóvenes de 15 a 18 años, tuvimos miedo al principio de la refriega, por el estallido de los fusiles y por el silbar de las balas. Pero con los primeros calentamientos y las órdenes de tendernos y de arrastrarnos en determinadas direcciones, logramos -junto a la población adulta- desarmar a varios soldados y, como si fuera poco, quitarles los cascos con los cuales en dos esquinas del parque logramos jugar fútbol, mientras las balas pasaban rozando por nuestras humanidades, para luego incrustarse en las paredes y ventanales de tiendas y residencias. Yo siempre supuse que así debe ser la guerra: al principio mucho miedo de intervenir, pero, como todo, termina uno acostumbrado y asumiendo con entereza el rol que le corresponde.
El gobierno, como siempre, tomó el asunto como algo de poca monta, al que no se le debe dar mucha importancia. Pero al tercer o cuarto día de los enfrentamientos, el presidente Lleras Camargo hizo saber que estaba dispuesto a viajar a Túquerres para arreglar in situ el conflicto. Éste tenía una sola salida y era restituir a la gente en su trabajo para que la entidad de obras públicas pudiera seguir -sin trabas- prestando sus valiosos servicios, tal como lo venía haciendo desde hace mucho tiempo. El presidente no vino, pero dio la orden de que todo volviera a su cauce, porque se dio cuenta de que la población estaba unida y la ciudad bloqueada. Inclusive se podía decir que el ejército había sido derrotado moral y materialmente porque la gente no le vendía ni un plato de comida y le hacia hostil la vida.
Recuerdo que el comandante y sus acompañantes se metieron un día de sol a una heladería y no pasaron cinco minutos para que -debajo de una de las bancas donde ellos estaban sentados- estallara un “trabuco”, petardo armado artesanalmente con pólvora y alguna metralla. Esos militares huyeron despavoridos seguramente haciéndose la promesa de “no volver a caer en la tentación de comer helado en tierra tan fría”. Hasta mi tío abuelo, Manuel Rosero Ibarra, hombre de ideas conservadoras y confesión cristiana, como síndico del Hospital San José, se negó rotundamente a prestar servicio médico a los militares heridos, considerando que ellos habían iniciado la agresión a la gente, violando así una ley internacional que prohíbe -a los ejércitos y fuerzas policiales- atacar con armas de fuego a la población civil inerme.
En la última noche del paro la calma era chicha, pero eso mismo nos permitió a los jóvenes intentar cantar una serenata y, de paso, por las calles principales, entonar una tímida canción de protesta. Ya estábamos a más de tres años del triunfo de la Revolución Cubana y alguno que otro mensaje se nos caló en el espíritu y era raro que no protestáramos, no por protestar, sino en pos de la justicia. No podía faltar la anécdota esa noche: al vernos con guitarra, unos soldados armados, provenientes de Cali, se nos acercaron y nos preguntaron que ¿dónde era la serenata?, que “¿dónde quedaba la “zona”? Nosotros, comedidos y, a la vez, cándidos muchachos, les dijimos que quedaba a dos cuadras y hasta los acompañábamos al edificio que decía “Zona de Carreteras de Túquerres”. Al encontrarse con tamaño letrero uno de los soldados comentó carcajeándose: “no muchachos: nosotros lo que buscamos es la zona de tolerancia de este pueblo”. A duras penas si pudimos decirles que esta ciudad era pequeña y todavía de buenas costumbres.
El insigne ejército de Colombia se retiró de Túquerres a la madrugada, en número considerable y “por encima de las tapias”, tal como nos lo contó don Luis Burbano, sargento en ejercicio, nuestro allegado y quien a la sazón arribó a la ciudad con el grupo de infantería del cuartel de Ipiales. Sobre este paro cívico -ganado por el pueblo de Túquerres- escribió en su momento más de una revista, pero nunca pudieron contar aquello que no vieron y sintieron. Nosotros fuimos los testigos y víctimas directas de una agresión moral como fue la que acción del decreto sobre suspensión de cargos y la agresión física de la fuerza pública. Como resultado y colofón de esa protesta popular, puedo decir que el gobierno tomó atenta nota de lo que significa meterse con el pueblo de Túquerres, la ciudad más pacífica del mundo, pero, a la vez, la más aguerrida cuando le tocan sus legítimos intereses.
En honor a la verdad, esa valentía tuquerreña fue absolutamente válida hasta los años sesenta del siglo XX, porque después de allí a nuestros ciudadanos les conculcan todos los derechos, les hacen cualquier patanería, los amedrentan, los exterminan, les privatizan su hospital y nadie chista por el miedo. Miedo no gratuito, sino por los muchos muertos que ha tenido (más de un centenar de víctimas), puestos por la gente que intenta defender sus derechos pero que se estrella contra el muro de quienes detentan el mando, sumidos en la corrupción, el tráfico de influencias y untados del narcotráfico que permeó todas las capas de la población y creó nuevos y, tal vez, valores. Esa moneda de intercambio universal que se recibe en cualquier parte y no tiene categoría de plata falsificada, aunque sí toda la impronta.
Hola, podrías darme un correo para contactarte, quisiera hacerte una pregunta;
ResponderEliminarbellos artículos los de Túquerres.
Quisiera contactarlo, mi email es arlinerushing@yahoo.com Muchas gracias
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