MIS PRIMEROS JUGUETES

MIS PRIMEROS JUGUETES. Los primeros juguetes que tuve fueron un elefante de color negro y un burro de color café oscuro, ambos de paño, rellenos de una paja de color amarillo. Me los había hecho mi papá quien era excelente sastre y era capaz de coser cualquier traje o de armar cualquier animal para mí. Después no lo vi hacer, nunca más, objeto alguno de peletería. A pocos días de haber tenido mis dos animalitos y de haber jugado con ellos, me acuerdo que una noche, a tiempo llevarme a acostar, mi abuela me pasó cerca al horno de leña, todavía sin apagar. Recuerdo que me acerqué a curiosear las brasas, pero no tuve la precaución de retirar el elefante y el burro que había puesto momentáneamente en la puerta de ese horno. (“En la puerta del horno se quema el pan”, aprendería después.).

Pero al otro día, cuál no sería mi desconsuelo cuando yo mismo encontré calcinados mis dos juguetes en la boca de ese horno que aún se encontraba un poco tibio. No sé si lloré pero hasta ahora tengo el dolor de haberlos perdido por descuido, o mejor, por ignorancia de no saber que el fuego, sin excepción quema. Pero puedo darle al lector la grata noticia de que hace poco, paseando por Zipaquirá, me encontré con una señora peletera que se comprometió a confeccionarme una especie de réplica de mis dos animalitos los que he llevado siempre presente en mi mente y cuya incineración fue motivo de enorme pesar y ausencia.

El segundo juguete que reconocí y asimilé era un aparatito que llamaban “reverbero” y era una especie de recipiente de metal de tres centímetros de diámetro, y el cual hacía como centro de un brasero, con unos cuatro brazos que partían de él y servían para sostenerlo. En dicho recipiente se ponía un pedazo de vela y sobre esos brazos movibles se podía poner una pequeña olla para hervir agua u otro líquido. Me llamó tanto la atención ese artefacto porque, sencillamente, me estaba vinculando al fuego por el cual los niños tienen especial fascinación. Allí aprendí a encender fósforos de madera (de palo) y también cerillas. Igualmente entendí que la cera quemaba, y mucho más los metales. Pero la principal enseñanza fue que aprendí que el fuego es muy valioso aunque extremadamente peligroso porque quema, incendia y arrasa.

A la edad de cuatro años -camino a la plaza del mercado y en compañía de mi madre- a dos cuatro de mi casa quedé prendado en la puerta de un taller donde un carpintero de nombre Noé, hacia hermosos trompos de todos los tamaños, unos tan grandes que nunca los volví a ver y no es porque haya crecido. Esos trompos los hacía en varios tornos que tenía dicho artesano, quien se dedicaba, por temporadas, solamente a eso: a hacer trompos para los niños. Algunos los barnizaba y otros los pintaba. Si el afán del cliente era grande, don Noé accedía e vendérselo sin pintar. Le entregaba a cada comprador un buen pedazo de piola, la justa para hacerlo bailar.

Él mismo nos hacía a los niños -y a los padres la demostración- de que el trompo hacía quedado excelente en su forma y que la púa era la conveniente. Tenía que tener púa suave, para que el trompo fuera “sedita” y no bramara al dar vuelta. Pero el remate era que don Noé daba una última bailada al trompo, lo recibía en la uña de su pulgar y plácidamente se lo entregaba a uno en la palma de la mano, produciendo una hermosa sensación de cosquillas.

Había un trompo especial, un poco alargado, con púa para ambos lados y que le llamaban “la burra”, También la confeccionaban en dicha carpintería, en la cual que hacían muchos trompos, algunos inclusive feos, como el trompo “aguantador” que era el que tenía que soportar un sinnúmero de puyazos (los “atracazos”) de otro trompo de gran púa, llamado “quiñador”. Tengo inclusive el mal recuerdo de un niño que, tercamente, se negó a poner su trompo -relativamente nuevo- para le dieran los correspondientes puyados por la pérdida de la apuesta en el juego. Fue entonces cuando el contendor, lleno de furia le dio un puyazo en la cabeza rapada, rompiéndosela de inmediato, llevándonos nosotros tamaño susto por la hemorragia que se produjo. No recuerdo otros detalles del incidente, pero se que causó en mí profunda conmoción. Pero también me dejó la lección de que hay que aprender, desde muy temprano, a perder en el juego, porque eso educa el carácter y les permite a los niños aprender a ser tolerantes en el seno de la sociedad.

OTROS JUEGOS. Hacia finales de los años 40 y comienzos de los 50 eran comunes en el país: los carritos de plástico, los juegos de bolas (canicas), los trompos, las carreras a pie o en bicicleta. También era normal acompañar a los a padres o los amigos de mayor edad, a la cacería o a pescar. No había televisión y poco se escuchaba la radio, o mejor, ésta era ocupación de adultos que gustaban de la política y vivían oyendo noticias atroces de esos años durante los se gestó la guerra civil no declarada, mal llamada “violencia”. ¿Violencia de quién contra quien? Fácil de responder: una violencia de clase: de los ricos (un puñado), contra los pobres que somos millones.

Los carritos de plástico, por lo general volquetas, las arrastrábamos con una pita por el camino que los niños delineaban en la tierra o hacíamos con un palita en los bordos aledaños a las casas. Éramos unos verdaderos ingenieros de vías tratando de que esos caminos no quedaran del todo inclinados para que nuestros vehículos no cayeran al precipicio. Recuerdo que con mi primo Saulo, quien ya tenía nueve años, se nos pasaban las horas haciendo carreteras y jugando con nuestros hermosos carritos en los que acarreábamos arena o piedritas. También se arrastraban en los patios de las casas camiones de madera, que por cierto en Túquerres los hacían muy hermosos varios carpinteros quienes trataban de imitar, al máximo, los camiones de la famosas fábricas Ford y Chevrolet.

Cuando tuvimos más años, siquiera 10, nosotros mismos hacíamos carros de madera, pero estos sí para montarnos en ellos y era de una, dos, tres y hasta de cinco plazas. Llegamos hasta ponerles balineras, para que corrieran mucho. Los solíamos llevar cargados hasta la parte más alta de las calles con pendiente, desarrollando velocidades hasta de 60-80 kilómetros por hora. Claro que nos tocaba cargarlos cuando se les acababa el impulso, para volver a repetir la carrera desde la cima de alguna calle larga. Se hacían competencias y ganaba quien fuera más diestro en la hechura de esos carros la cual, como mínimo, nos demandaba unas ocho horas, sin descanso, pues nuestros trabajos con la madera empezaban a las siete de la mañana.

Esos carros tenían freno que los lográbamos con un sistema de tensión donde una palanca tocaba una muesca hecha en las ruedas de atrás. Era un freno “a raya” paraba el carro de una sola vez. A veces, por la brusquedad de la acción de dicho freno, la rueda de madera se partía, pero nos evitábamos caer debajo de las llantas de algún camión que pasaba por la calle. Las ruedas de nuestros carros, con frecuencia las revestíamos con una banda de caucho, lo cual volvía a nuestro vehículo suave, silencioso y más veloz, por la menor fricción en el piso de tierra, porque en esa época las calles de Túquerres todavía no tenían pavimento.

El juego de la pica, para mí es de grata recordación. La pica en sí era un clavo grande, de unos 20 centímetros que llevábamos al herrero para que nos hiciera más filuda la punta y nos aplastara su cabeza, para poderla coger con más facilidad al clavarla sobre la tierra donde estaba delineada una larga culebra con fracciones transversales, unas más estrechas que otras. Era en estas franjas estrechas donde nos demorábamos en avanzar clavando la pica con todo el tino tratando de que el lanzamiento de la pica fuera lo suficientemente fuerte como para clavarla la correspondiente fracción de la culebra.

El que se pifiaba, tenía que cederle el turno a su compañero. Por lo general participábamos en el juego unos dos o tres niños. Se clavaba la pica en cuchillas y por eso mismo quedábamos adoloridos de pasar horas enteras haciendo un recorrido de muchos metros, los que tenía de extensión esa culebra. Nunca volví a ver por ninguna parte el divertido juego de la pica y la culebra. En las ciudades y poblaciones pavimentadas, sencillamente era impensable.

Las bolas eran de cristal: unas muy menudas -los mullos-, otras medianas -que eran las más comunes- y lo bolones, bastante grandes y pesadas. Cada cual tenía una bolsita donde metía todas sus bolas. Las intercambiábamos con los compañeritos en razón del color y tamaño. El juego más socorrido con esas bolas era el “neto”, que consistía en hacer un rectángulo en tierra -con una pica- y dividir con una línea dividir el rectángulo en dos partes iguales. Se hacía la división por la parte larga de esa figura. En los cuatro ángulos de dicho rectángulo y el la intersección de esa línea con los respectivos lados también se ponían bolas. O sea que resultaban seis bolas en los filos de ese rectángulo.

A una distancia de unos cinco metros se trazaba una raya desde donde cada uno de los participantes (2 ó3 niños), se lanzaba la bola propia con la intención de sacar del neto a cualquiera de las bolas. Si no se le pegaba había que intentarlo desde el sitio donde había quedado la bola. Todos los participantes tenían que hacer lo mismo hasta que alguno se imponía con el mayor número de aciertos en golpear y sacar las bolas del neto. Nunca hubo apuestas de dinero, pues todo se reducía a ganar a puro tino.

El juego más brusco era, sin duda, el llamado “los huevos del gato” que muy pocos niños conocían. Se realizaba en cualquier calle, por lo general, en las menos céntricas y participaban en él unos cinco niños, de 10 a 12 años. Consistía el juego en abrir cinco huecos semiesféricos en la calle, en el piso de tierra, ya que por el comienzo de los años cincuenta no había ni una sola calle pavimentada en Túquerres. Dichos huecos -que tenían unos cinco centímetros de radio- se hacían así: uno en el centro y cuatro, simétricamente, dispuestos a los lados, a 15 centímetros de ese centro. El primer participante, que se elegía por sorteo, tenía que meter su bola de caucho macizo en el hueco del centro. Si no acertaba ya era candidato a ser fusilado frente a una tapia, especie de paredón, donde recibiría los tiros de los restantes, uno por persona. Esos tiros se realizaban desde una raya que se trazaba a cinco metros de distancia.

Pero, además, si el “fusilador” no acertaba a dar en la humanidad del fusilado, también era llevado al paredón. Eran muy dolorosos los golpes que uno recibía si perdía en uno de esos lances, por eso mismo yo participé muy pocas veces en ese juego cruel. Con el tiempo concluí que “los huevos del gato”, en su génesis, tenían motivación directa en lo que se observa en los gatos -y demás felinos- y es que cuando el macho posee a la hembra y al final de la cópula, ese macho tiene que correr irremediablemente porque al sacar su pene estriado de la vagina de la hembra le causa a ésta gran desgarramiento y terrible dolor. Los zoólogos explican que con la sangre de ese desgarramiento se logra que el semen quede cubierto de sangre y se garantice así la vida de los espermatozoides y, por tanto, la preservación de la especie. Por eso mismo no extraña que el juego de “los huevos del gato” de Túquerres haya tenido ese curioso nombre, relacionado con la persecución de las gatas a los gatos. En una visita que hice a mi ciudad hace unos pocos años, supe que ese juego ya nadie lo practica y ni siquiera conocen su nombre.

EL PRIMER GRAFITTI. QUE LEÍ. Tengo claro que la Real Academia de la Lengua ordena escribir y decir grafito, pero no quiero confundir el escrito con ese material llamado “grafito” que por no ser carbono tan puro no llegó a ser diamante y por eso mismo carga la deshonra. Los grafittis, probablemente, se han hecho desde que existe la escritura, o sea desde hace unos seis mil años, con los babilonios, por siempre se ha necesitado protestar contra las iniquidades de los gobiernos y de los amos. Varios lingüistas y semióticos afirman que fueron los romanos los autores de los primeros grafittis, basándose en algunos idem hallados en subterráneos.

Bueno es recordar, con el semiólogo bogotano Armando Silva, que no cualquier escrito encontrado en un muro es graffiti. Para ser tal se necesitan por lo menos tres condiciones fundamentales: la clandestinidad, la oportunidad y la brevedad. Eso fue lo que yo hallé en el primer graffiti que capté a mis tres años y medio, en aquellos tiempos cuando aprendí a leer. Y decía: “Don Luis es una güeva infladada”, así, con repetición silábica (da-da), que se explica justamente por el afán de escribir la ofensa en el muro, sin ser visto. Dicho escrito estaba destinado a desacreditar a don Luis Guerrero Garzón, esposo de mi madrina Rosa María Jurado Teherán.

Dicho señor, por lo oído, no era de muy buen recibo entre varias personas, tal vez, por haber sido alcaide la Cárcel del Circuito y además por haberse casado con una dama distinguida y propietaria de importantes tierras. El graffiti en mención estaba trazado en un costado de nuestra casa de madera, inscrita en el mismo solar de la casa de mi madrina. Estaba hecho con tinta indeleble que provenía de un lápiz especial de la época, de color azulado y que se usaba para que no se desdibujaran las letras, como ocurre con los lápices corrientes. Después de que leí ese graffiti, siempre busqué con la mirada a ver si podría leer por las calles algo así de grosero e interesante. Recuerdo que fueron muy pocas esas veces y no recuerdo otros textos, pero sí los hubo, como éste que leí, años después, en un templo de Pasto y que rezaba: “El obispo de Pasto es una abispa”, (así con b, sin buena ortografía, pero con sentido).

LA CARTA AL NIÑO DIOS. Aunque con una oreja oí -por allá a los tres años- que no hay tales regalos del Niño Dios y que esa es una invención tonta de los padres para engañar -no sé por qué razón de peso a los hijos tiernos- resolví escribirle una carta al famoso Niño. No sé porqué mi abuela, tan recta en todas sus actuaciones, se prestó para la farsa y hasta me acompaño a subir la cartica, en el portal con techo de teja de la entrada de la casa. En el sobre decía: “Para el Niño Dios”. Dirección: El Cielo y debajo: De parte del niño, Eduardo Rosero Pantoja. Puedo divulgar qué le pedía al niño Dios: un avión de metal pequeño, parecido a los que cruzaban el cielo con dirección a Ipiales y eran de la empresa Avianca.

El Niño Dios nunca me contestó y hasta llegué a pensar mal de los gorriones de los cuales hasta malicié que se pudieron haber llevado la carta como material para hacerse un nido. Como no recibí contestación del cielo, definitivamente, puse en duda el altísimo poder de Dios Niño y no le presté ninguna atención al avión de lata -hecho en cualquier hojalatería del pueblo- que me regalaron mis padres como premio de consolación, supuestamente, regalado por el Niño. No podía yo admitir que del cielo podían mandar un avión de tan mala calidad, con la bandera de Colombia toscamente pintada y con el olor de esas pinturas a las que estábamos habituados. Se me ocurría que el cielo debería oler a algo mejor.

Como corolario saqué que a los niños, no sé por que conveniencia de la sociedad tienen que acostumbrarlos a las mentiras como la del Niño Dios, El Diablo, El Coco y otros seres fantásticos que no tiene nada que ver con la realidad, aunque son realidades subjetivas que nos atormentan -y de qué manera- sin que ello compruebe su real existencia. De esas mentiras iniciales parte la gran mentira social que conforma una verdadera montaña más alta que la mayor cumbre de los Andes. Pero no nos aterremos de esto, porque la mentira ya ha hecho curso en la historia de la humanidad. No en vano, Goebbels, el asesor de Hitler sostenía que “una mentira, repetida mil veces, se convierte en verdad”.







MIS PRIMEROS JUGUETES. Los primeros juguetes que tuve fueron un elefante de color negro y un burro de color café oscuro, ambos de paño, rellenos de una paja de color amarillo. Me los había hecho mi papá quien era excelente sastre y era capaz de coser cualquier traje o de armar cualquier animal para mí. Después no lo vi hacer, nunca más, objeto alguno de peletería. A pocos días de haber tenido mis dos animalitos y de haber jugado con ellos, me acuerdo que una noche, a tiempo llevarme a acostar, mi abuela me pasó cerca al horno de leña, todavía sin apagar. Recuerdo que me acerqué a curiosear las brasas, pero no tuve la precaución de retirar el elefante y el burro que había puesto momentáneamente en la puerta de ese horno. (“En la puerta del horno se quema el pan”, aprendería después.).

Pero al otro día, cuál no sería mi desconsuelo cuando yo mismo encontré calcinados mis dos juguetes en la boca de ese horno que aún se encontraba un poco tibio. No sé si lloré pero hasta ahora tengo el dolor de haberlos perdido por descuido, o mejor, por ignorancia de no saber que el fuego, sin excepción quema. Pero puedo darle al lector la grata noticia de que hace poco, paseando por Zipaquirá, me encontré con una señora peletera que se comprometió a confeccionarme una especie de réplica de mis dos animalitos los que he llevado siempre presente en mi mente y cuya incineración fue motivo de enorme pesar y ausencia.

El segundo juguete que reconocí y asimilé era un aparatito que llamaban “reverbero” y era una especie de recipiente de metal de tres centímetros de diámetro, y el cual hacía como centro de un brasero, con unos cuatro brazos que partían de él y servían para sostenerlo. En dicho recipiente se ponía un pedazo de vela y sobre esos brazos movibles se podía poner una pequeña olla para hervir agua u otro líquido. Me llamó tanto la atención ese artefacto porque, sencillamente, me estaba vinculando al fuego por el cual los niños tienen especial fascinación. Allí aprendí a encender fósforos de madera (de palo) y también cerillas. Igualmente entendí que la cera quemaba, y mucho más los metales. Pero la principal enseñanza fue que aprendí que el fuego es muy valioso aunque extremadamente peligroso porque quema, incendia y arrasa.

A la edad de cuatro años -camino a la plaza del mercado y en compañía de mi madre- a dos cuatro de mi casa quedé prendado en la puerta de un taller donde un carpintero de nombre Noé, hacia hermosos trompos de todos los tamaños, unos tan grandes que nunca los volví a ver y no es porque haya crecido. Esos trompos los hacía en varios tornos que tenía dicho artesano, quien se dedicaba, por temporadas, solamente a eso: a hacer trompos para los niños. Algunos los barnizaba y otros los pintaba. Si el afán del cliente era grande, don Noé accedía e vendérselo sin pintar. Le entregaba a cada comprador un buen pedazo de piola, la justa para hacerlo bailar.

Él mismo nos hacía a los niños -y a los padres la demostración- de que el trompo hacía quedado excelente en su forma y que la púa era la conveniente. Tenía que tener púa suave, para que el trompo fuera “sedita” y no bramara al dar vuelta. Pero el remate era que don Noé daba una última bailada al trompo, lo recibía en la uña de su pulgar y plácidamente se lo entregaba a uno en la palma de la mano, produciendo una hermosa sensación de cosquillas.

Había un trompo especial, un poco alargado, con púa para ambos lados y que le llamaban “la burra”, También la confeccionaban en dicha carpintería, en la cual que hacían muchos trompos, algunos inclusive feos, como el trompo “aguantador” que era el que tenía que soportar un sinnúmero de puyazos (los “atracazos”) de otro trompo de gran púa, llamado “quiñador”. Tengo inclusive el mal recuerdo de un niño que, tercamente, se negó a poner su trompo -relativamente nuevo- para le dieran los correspondientes puyados por la pérdida de la apuesta en el juego. Fue entonces cuando el contendor, lleno de furia le dio un puyazo en la cabeza rapada, rompiéndosela de inmediato, llevándonos nosotros tamaño susto por la hemorragia que se produjo. No recuerdo otros detalles del incidente, pero se que causó en mí profunda conmoción. Pero también me dejó la lección de que hay que aprender, desde muy temprano, a perder en el juego, porque eso educa el carácter y les permite a los niños aprender a ser tolerantes en el seno de la sociedad.

OTROS JUEGOS. Hacia finales de los años 40 y comienzos de los 50 eran comunes en el país: los carritos de plástico, los juegos de bolas (canicas), los trompos, las carreras a pie o en bicicleta. También era normal acompañar a los a padres o los amigos de mayor edad, a la cacería o a pescar. No había televisión y poco se escuchaba la radio, o mejor, ésta era ocupación de adultos que gustaban de la política y vivían oyendo noticias atroces de esos años durante los se gestó la guerra civil no declarada, mal llamada “violencia”. ¿Violencia de quién contra quien? Fácil de responder: una violencia de clase: de los ricos (un puñado), contra los pobres que somos millones.

Los carritos de plástico, por lo general volquetas, las arrastrábamos con una pita por el camino que los niños delineaban en la tierra o hacíamos con un palita en los bordos aledaños a las casas. Éramos unos verdaderos ingenieros de vías tratando de que esos caminos no quedaran del todo inclinados para que nuestros vehículos no cayeran al precipicio. Recuerdo que con mi primo Saulo, quien ya tenía nueve años, se nos pasaban las horas haciendo carreteras y jugando con nuestros hermosos carritos en los que acarreábamos arena o piedritas. También se arrastraban en los patios de las casas camiones de madera, que por cierto en Túquerres los hacían muy hermosos varios carpinteros quienes trataban de imitar, al máximo, los camiones de la famosas fábricas Ford y Chevrolet.

Cuando tuvimos más años, siquiera 10, nosotros mismos hacíamos carros de madera, pero estos sí para montarnos en ellos y era de una, dos, tres y hasta de cinco plazas. Llegamos hasta ponerles balineras, para que corrieran mucho. Los solíamos llevar cargados hasta la parte más alta de las calles con pendiente, desarrollando velocidades hasta de 60-80 kilómetros por hora. Claro que nos tocaba cargarlos cuando se les acababa el impulso, para volver a repetir la carrera desde la cima de alguna calle larga. Se hacían competencias y ganaba quien fuera más diestro en la hechura de esos carros la cual, como mínimo, nos demandaba unas ocho horas, sin descanso, pues nuestros trabajos con la madera empezaban a las siete de la mañana.

Esos carros tenían freno que los lográbamos con un sistema de tensión donde una palanca tocaba una muesca hecha en las ruedas de atrás. Era un freno “a raya” paraba el carro de una sola vez. A veces, por la brusquedad de la acción de dicho freno, la rueda de madera se partía, pero nos evitábamos caer debajo de las llantas de algún camión que pasaba por la calle. Las ruedas de nuestros carros, con frecuencia las revestíamos con una banda de caucho, lo cual volvía a nuestro vehículo suave, silencioso y más veloz, por la menor fricción en el piso de tierra, porque en esa época las calles de Túquerres todavía no tenían pavimento.

El juego de la pica, para mí es de grata recordación. La pica en sí era un clavo grande, de unos 20 centímetros que llevábamos al herrero para que nos hiciera más filuda la punta y nos aplastara su cabeza, para poderla coger con más facilidad al clavarla sobre la tierra donde estaba delineada una larga culebra con fracciones transversales, unas más estrechas que otras. Era en estas franjas estrechas donde nos demorábamos en avanzar clavando la pica con todo el tino tratando de que el lanzamiento de la pica fuera lo suficientemente fuerte como para clavarla la correspondiente fracción de la culebra.

El que se pifiaba, tenía que cederle el turno a su compañero. Por lo general participábamos en el juego unos dos o tres niños. Se clavaba la pica en cuchillas y por eso mismo quedábamos adoloridos de pasar horas enteras haciendo un recorrido de muchos metros, los que tenía de extensión esa culebra. Nunca volví a ver por ninguna parte el divertido juego de la pica y la culebra. En las ciudades y poblaciones pavimentadas, sencillamente era impensable.

Las bolas eran de cristal: unas muy menudas -los mullos-, otras medianas -que eran las más comunes- y lo bolones, bastante grandes y pesadas. Cada cual tenía una bolsita donde metía todas sus bolas. Las intercambiábamos con los compañeritos en razón del color y tamaño. El juego más socorrido con esas bolas era el “neto”, que consistía en hacer un rectángulo en tierra -con una pica- y dividir con una línea dividir el rectángulo en dos partes iguales. Se hacía la división por la parte larga de esa figura. En los cuatro ángulos de dicho rectángulo y el la intersección de esa línea con los respectivos lados también se ponían bolas. O sea que resultaban seis bolas en los filos de ese rectángulo.

A una distancia de unos cinco metros se trazaba una raya desde donde cada uno de los participantes (2 ó3 niños), se lanzaba la bola propia con la intención de sacar del neto a cualquiera de las bolas. Si no se le pegaba había que intentarlo desde el sitio donde había quedado la bola. Todos los participantes tenían que hacer lo mismo hasta que alguno se imponía con el mayor número de aciertos en golpear y sacar las bolas del neto. Nunca hubo apuestas de dinero, pues todo se reducía a ganar a puro tino.

El juego más brusco era, sin duda, el llamado “los huevos del gato” que muy pocos niños conocían. Se realizaba en cualquier calle, por lo general, en las menos céntricas y participaban en él unos cinco niños, de 10 a 12 años. Consistía el juego en abrir cinco huecos semiesféricos en la calle, en el piso de tierra, ya que por el comienzo de los años cincuenta no había ni una sola calle pavimentada en Túquerres. Dichos huecos -que tenían unos cinco centímetros de radio- se hacían así: uno en el centro y cuatro, simétricamente, dispuestos a los lados, a 15 centímetros de ese centro. El primer participante, que se elegía por sorteo, tenía que meter su bola de caucho macizo en el hueco del centro. Si no acertaba ya era candidato a ser fusilado frente a una tapia, especie de paredón, donde recibiría los tiros de los restantes, uno por persona. Esos tiros se realizaban desde una raya que se trazaba a cinco metros de distancia.

Pero, además, si el “fusilador” no acertaba a dar en la humanidad del fusilado, también era llevado al paredón. Eran muy dolorosos los golpes que uno recibía si perdía en uno de esos lances, por eso mismo yo participé muy pocas veces en ese juego cruel. Con el tiempo concluí que “los huevos del gato”, en su génesis, tenían motivación directa en lo que se observa en los gatos -y demás felinos- y es que cuando el macho posee a la hembra y al final de la cópula, ese macho tiene que correr irremediablemente porque al sacar su pene estriado de la vagina de la hembra le causa a ésta gran desgarramiento y terrible dolor. Los zoólogos explican que con la sangre de ese desgarramiento se logra que el semen quede cubierto de sangre y se garantice así la vida de los espermatozoides y, por tanto, la preservación de la especie. Por eso mismo no extraña que el juego de “los huevos del gato” de Túquerres haya tenido ese curioso nombre, relacionado con la persecución de las gatas a los gatos. En una visita que hice a mi ciudad hace unos pocos años, supe que ese juego ya nadie lo practica y ni siquiera conocen su nombre.

EL PRIMER GRAFITTI. QUE LEÍ. Tengo claro que la Real Academia de la Lengua ordena escribir y decir grafito, pero no quiero confundir el escrito con ese material llamado “grafito” que por no ser carbono tan puro no llegó a ser diamante y por eso mismo carga la deshonra. Los grafittis, probablemente, se han hecho desde que existe la escritura, o sea desde hace unos seis mil años, con los babilonios, por siempre se ha necesitado protestar contra las iniquidades de los gobiernos y de los amos. Varios lingüistas y semióticos afirman que fueron los romanos los autores de los primeros grafittis, basándose en algunos idem hallados en subterráneos.

Bueno es recordar, con el semiólogo bogotano Armando Silva, que no cualquier escrito encontrado en un muro es graffiti. Para ser tal se necesitan por lo menos tres condiciones fundamentales: la clandestinidad, la oportunidad y la brevedad. Eso fue lo que yo hallé en el primer graffiti que capté a mis tres años y medio, en aquellos tiempos cuando aprendí a leer. Y decía: “Don Luis es una güeva infladada”, así, con repetición silábica (da-da), que se explica justamente por el afán de escribir la ofensa en el muro, sin ser visto. Dicho escrito estaba destinado a desacreditar a don Luis Guerrero Garzón, esposo de mi madrina Rosa María Jurado Teherán.

Dicho señor, por lo oído, no era de muy buen recibo entre varias personas, tal vez, por haber sido alcaide la Cárcel del Circuito y además por haberse casado con una dama distinguida y propietaria de importantes tierras. El graffiti en mención estaba trazado en un costado de nuestra casa de madera, inscrita en el mismo solar de la casa de mi madrina. Estaba hecho con tinta indeleble que provenía de un lápiz especial de la época, de color azulado y que se usaba para que no se desdibujaran las letras, como ocurre con los lápices corrientes. Después de que leí ese graffiti, siempre busqué con la mirada a ver si podría leer por las calles algo así de grosero e interesante. Recuerdo que fueron muy pocas esas veces y no recuerdo otros textos, pero sí los hubo, como éste que leí, años después, en un templo de Pasto y que rezaba: “El obispo de Pasto es una abispa”, (así con b, sin buena ortografía, pero con sentido).

LA CARTA AL NIÑO DIOS. Aunque con una oreja oí -por allá a los tres años- que no hay tales regalos del Niño Dios y que esa es una invención tonta de los padres para engañar -no sé por qué razón de peso a los hijos tiernos- resolví escribirle una carta al famoso Niño. No sé porqué mi abuela, tan recta en todas sus actuaciones, se prestó para la farsa y hasta me acompaño a subir la cartica, en el portal con techo de teja de la entrada de la casa. En el sobre decía: “Para el Niño Dios”. Dirección: El Cielo y debajo: De parte del niño, Eduardo Rosero Pantoja. Puedo divulgar qué le pedía al niño Dios: un avión de metal pequeño, parecido a los que cruzaban el cielo con dirección a Ipiales y eran de la empresa Avianca.

El Niño Dios nunca me contestó y hasta llegué a pensar mal de los gorriones de los cuales hasta malicié que se pudieron haber llevado la carta como material para hacerse un nido. Como no recibí contestación del cielo, definitivamente, puse en duda el altísimo poder de Dios Niño y no le presté ninguna atención al avión de lata -hecho en cualquier hojalatería del pueblo- que me regalaron mis padres como premio de consolación, supuestamente, regalado por el Niño. No podía yo admitir que del cielo podían mandar un avión de tan mala calidad, con la bandera de Colombia toscamente pintada y con el olor de esas pinturas a las que estábamos habituados. Se me ocurría que el cielo debería oler a algo mejor.

Como corolario saqué que a los niños, no sé por que conveniencia de la sociedad tienen que acostumbrarlos a las mentiras como la del Niño Dios, El Diablo, El Coco y otros seres fantásticos que no tiene nada que ver con la realidad, aunque son realidades subjetivas que nos atormentan -y de qué manera- sin que ello compruebe su real existencia. De esas mentiras iniciales parte la gran mentira social que conforma una verdadera montaña más alta que la mayor cumbre de los Andes. Pero no nos aterremos de esto, porque la mentira ya ha hecho curso en la historia de la humanidad. No en vano, Goebbels, el asesor de Hitler sostenía que “una mentira, repetida mil veces, se convierte en verdad”.

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