“QUIERO IRME DE MANTECO A LOS ESTADOS UNIDOS” (Confesión de un joven profesional)
Al médico y humanista cartagenero Manuel Zapata Olivella in memoriam
Por: Eduardo Rosero Pantoja
No se lo estoy preguntando, pero él me cuenta: se ha graduado de filólogo en una conocida universidad estatal de Colombia, donde estudió su profesión, todavía a bajo costo, aunque no gratis. Sabe inglés al dedillo, es de buena apariencia y de aceptables modales, buen deportista, es blanco, posee rasgos cuasi europeos y tiene apenas 22 años. Quien lo creyera, pero está listo para ser paje, mandadero o peón de brega en ese extraño país, pero a él no le queda otra salida porque no tiene trabajo y está desilusionado con la búsqueda. Cuenta que no tiene dinero para fotocopias, llamadas y el transporte a los sitios adonde lo convocan. Agrega que si tuviera menos años y no fuera ya profesional se metería al paramilitarismo -ahora llamado “bandas criminales” o las baucrim, verdaderos escuadrones de la muerte. No desearía irse a la guerrilla, porque según él: “esos insisten en tomarse el poder” y eso no va con él. Y remata ¿el poder para qué?, como Darío Echandía.
El joven de marras me ha dicho que una señora china que estudió en Colombia le ha hecho la invitación para “irse de manteco” a su casa en Arizona, en donde ella vive con su marido y dos hijos pequeños. Piensa que puede trabajar un tiempo en esa casa, realizando todos los oficios, y que posiblemente sus patrones le permitan estudiar o tener otro desempeño adicional. Le digo yo que ese primer “cargo” debe tomarlo absolutamente en serio y, en lo posible, firmar un contrato formal para que él sepa de sus derechos y obligaciones. Le digo que ningún trabajo es deshonra, pero de todas maneras, una voz interna me dice que le manifieste a ese muchacho: ¿de qué sirve estudiar esa difícil carrera de la filología (como con 50 materias, incluidos el latín y el griego), para ser “vil sirviente” de unos orientales con cierta holgura material?. Se pone un poco triste con mis reflexiones pero, qué le vamos a hacer, ya casi tiene un pie en el estribo del avión y está cargado de ilusiones. Principiando por montar en avión, pues nunca ha tenido esa suerte”.
No fue más la conversación con ese joven filólogo, de quien no retengo ni el nombre, pero no interesa para el caso. Yo, en cambio, recuerdo que nunca se me ocurrió irme de manteco a los Estados Unidos a pesar de que en mi familia extensa -entre familiares y allegados- yo diría que no hubo tan malas experiencias. Por ejemplo Efraín Velázquez se especializó en la clínica de Rochester, una de las más afamadas del mundo, aunque -en tragos- una vez me confesó que nunca le dejaron los gringos hacer una cirugía. Siempre fue observador. Pero aquí se llamó siempre especialista en alta cirugía. Everardo Rosero, sastre que tuvo su taller en la 5ª. Avenida de nueva York, se ganaba la vida haciendo, con dos oficiales, media decena de vestidos a la semana en su sastrería “Mayerling”. Mi tío (en segundo grado), Saulo Bravo, desde 1966 se fue trabajar de ingeniero electrónico a la Nasa y aunque no pudo volver, ni al entierro de su papá, sé que vivió con holgura, aunque en una especie de coto, vedado para los profanos por los secretos que conocía.
Mi sobrina política Marcela Torres, también filóloga y brillante administradora de empresas de la Universidad de Chicago, estudió y trabajó en esa ciudad, pero se vio obligada a desplazarse al sur de los Estados Unidos porque perdió su apartamento a raíz de la crisis financiera reciente, que llevó a la quiebra -en toda la nación- de la propiedad inmueble. Ahora ella ha vuelto a endeudarse con una casa -parecida a la del lobo feroz- la que tendrá que pagar por 15 años. Cuando viene a vacaciones la veo extenuada de trabajar, devora todas las frutas y viandas, como si estuviera trasijada. Se queja de muchas cosas, hasta de que su jefe -un hondureño- siempre le habla en inglés, aún estando a solas. Ella se soporta ese todo ese horror de vida, porque si viene a Colombia se quedará sin trabajo para siempre. Pero se acuerda que para regresar tiene primero que pagar las deudas.: “paga lo que debes, toma chocolate”, remata ella misma, recordando la conocida canción cubana. Mi otro allegado Efrén Cuervo trabajó como cinco años en una pizzería de Miami, pero fue despedido -aunque parcialmente indemnizado por invalidez- a raíz de que físicamente no pudo laborar más. Su problema fue es que en el transcurso del día tenía que estar atendiendo el horno y a la vez entrando a los frigoríficos. Como consecuencia de ese trabajo riesgoso, se le torció la cara y también sufrieron sus manos.
Y así han sido las experiencias familiares, aunque no tan tremendas como las que les ha tocado vivir a otros compatriotas como al fallecido médico Manuel Zapata Olivella, quien las cuenta en su desgarrador relato de su libro: “He visto la noche”. Pero tal como a él, a los jóvenes del tercer mundo de las próximas generaciones, les esperan los Estados Unidos -a pesar de todas las restricciones- no para ser presidentes de la Unión sino para asumir un empleo humilde de aseador de sanitario o reparador de albañales, o simplemente de manteco. Labores que desde hace tiempo no realizan los blancos, y los negros y los amarillos…con plata. ¡Qué vaina aburrida me parece ser manteco en cualquier parte!. ¿Pero será que es más llevadero serlo en gringolandia, aunque lo desprecien a uno, lo griten, lo reten? Y saber que en nuestra casa, no nos dejaron -ni nuestras abuelas, ni nuestras madres- acercarnos a la cocina a lavar, siquiera por comedimiento, una taza. Esas señoras fomentaron nuestro machismo del cual fueron víctimas ellas mismas y lo será la patria per sécula seculorum.
No quiero ni pensar que algún día, yo mismo, o uno de mis hijos tenga que irse a humillar golpeando las puertas de la embajada yanqui, pagando más de 150 dólares para que lo atiendan y corriendo el riesgo de que no le den la dichosa visa. Algo parecido ocurre con los países europeos (con excepción reciente de Rusia), donde también hay que mendigarles el permiso de entrada, del cual se reservan el derecho de otorgar o no otorgar. Qué indignos son los gobiernos de nuestros países que mantienen orondos esas relaciones inequitativas, asimétricas. A los ciudadanos de esos Estados se les permite entran sin visa a Colombia, a realizar todo tipo de negocios, al tiempo que a nosotros nos tiran las puertas en la cara como a leprosos. Pienso, cuerdamente, que ellos deberían de darnos el pase gratuito debido a que, desde siempre, se han llevado nuestra riqueza. Fueron países colonialistas y, ahora con más fuerza, extraen minerales y otras materias primas, dándonos sólo el 5% de lucro. Esas son las estadísticas que muestran nuestros ministros, sin ruborarse. Y se autoaplauden afirmando: “¡qué buenos negociantes somos, parecemos paisas!”.
Incomodidades y vejaciones sin nombre tiene los inmigrantes ilegales, quienes a más de pagar considerables cantidades de dinero a quienes los ponen en la frontera, corren el riesgo de perder sus vidas en los diferentes puntos donde se filtran de manera irregular, esto es sin visa. Una vez que esos ilegales se encuentren el territorio de los Estados Unidos -su paraíso soñado- empieza su calvario tratando de ocultar identidad, aunque su presencia es fácilmente reconocible por sus rasgos raciales, el color de su piel y por su poco o ningún dominio del inglés. Todo va en su contra porque “el subdesarrollo se nota a leguas” como dice el dicho. Cuando consiguen un “buen” patrón gringo (o no gringo) que les de oportunidad de trabajar, los contrata por media tarifa y sin ninguna seguridad social, siempre tratando de ocultarlos ante la ley para no tener responsabilidades. Son, justamente, esos inmigrantes -que proporcionan mano de obra barata- los que enriquecen a la “gran nación de norte” y gracias a los cuales los estadounidenses ricos, concentran más su capital.
Capítulo aparte son los profesionales de América Latina y del tercer mundo, altamente calificados, quienes por su preparación y méritos logran buenos cargos, por lo general dentro de las ramas tecnológicas. Pero ellos -con frecuencia- suelen ser subcontratados como ciudadanos de segunda. Algunos fundan sus propias empresas y tienen que funcionar por la ley darwinista de la supervivencia del más fuerte, razón por la cual -aun queriendo- no logran diferenciarse del patrón gringo explotador y desalmado. Las leyes del capitalismo son inflexibles y quien quiera actuar por fuera de ella es un iluso. Además nadie puede intentar cambiarlas en ese país. Bien lo dijo el ex-presidente Reagan, un poco después del atentado que casi le cuesta la vida: “En este país alguien puede llegar hasta pegarle o escupir al presidente y no le pasa nada. Lo que no se puede es atentar cambiar el sistema político, porque le puede pasar todo”.
Por esta razón y por otras más, es que yo no me iré de manteco a los Estados Unidos, ni aconsejaré a mis hijos ni a ningún colombiano ni sudamericano irse a mendigar los favores de ese mal llamando hermano mayor. A pesar de todos los pesares, nosotros tenemos mejor calidad de vida, no por lo que no podamos consumir, sino porque vivimos más racionalmente, tenemos tiempo para muchas cosas y, sólo nos falta -aunque no es poco- el pleno ejercicio de la dignidad, para que elijamos como gobernantes a aquellas personas que no estén vendidas a los intereses extranjeros y hagan su gestión con patriotismo, pensando en la suerte de todos, pero empezando por redimir a los más humildes. Ser digno cuesta, pero es única forma de vivir sin sonrojarse.
Por: Eduardo Rosero Pantoja
No se lo estoy preguntando, pero él me cuenta: se ha graduado de filólogo en una conocida universidad estatal de Colombia, donde estudió su profesión, todavía a bajo costo, aunque no gratis. Sabe inglés al dedillo, es de buena apariencia y de aceptables modales, buen deportista, es blanco, posee rasgos cuasi europeos y tiene apenas 22 años. Quien lo creyera, pero está listo para ser paje, mandadero o peón de brega en ese extraño país, pero a él no le queda otra salida porque no tiene trabajo y está desilusionado con la búsqueda. Cuenta que no tiene dinero para fotocopias, llamadas y el transporte a los sitios adonde lo convocan. Agrega que si tuviera menos años y no fuera ya profesional se metería al paramilitarismo -ahora llamado “bandas criminales” o las baucrim, verdaderos escuadrones de la muerte. No desearía irse a la guerrilla, porque según él: “esos insisten en tomarse el poder” y eso no va con él. Y remata ¿el poder para qué?, como Darío Echandía.
El joven de marras me ha dicho que una señora china que estudió en Colombia le ha hecho la invitación para “irse de manteco” a su casa en Arizona, en donde ella vive con su marido y dos hijos pequeños. Piensa que puede trabajar un tiempo en esa casa, realizando todos los oficios, y que posiblemente sus patrones le permitan estudiar o tener otro desempeño adicional. Le digo yo que ese primer “cargo” debe tomarlo absolutamente en serio y, en lo posible, firmar un contrato formal para que él sepa de sus derechos y obligaciones. Le digo que ningún trabajo es deshonra, pero de todas maneras, una voz interna me dice que le manifieste a ese muchacho: ¿de qué sirve estudiar esa difícil carrera de la filología (como con 50 materias, incluidos el latín y el griego), para ser “vil sirviente” de unos orientales con cierta holgura material?. Se pone un poco triste con mis reflexiones pero, qué le vamos a hacer, ya casi tiene un pie en el estribo del avión y está cargado de ilusiones. Principiando por montar en avión, pues nunca ha tenido esa suerte”.
No fue más la conversación con ese joven filólogo, de quien no retengo ni el nombre, pero no interesa para el caso. Yo, en cambio, recuerdo que nunca se me ocurrió irme de manteco a los Estados Unidos a pesar de que en mi familia extensa -entre familiares y allegados- yo diría que no hubo tan malas experiencias. Por ejemplo Efraín Velázquez se especializó en la clínica de Rochester, una de las más afamadas del mundo, aunque -en tragos- una vez me confesó que nunca le dejaron los gringos hacer una cirugía. Siempre fue observador. Pero aquí se llamó siempre especialista en alta cirugía. Everardo Rosero, sastre que tuvo su taller en la 5ª. Avenida de nueva York, se ganaba la vida haciendo, con dos oficiales, media decena de vestidos a la semana en su sastrería “Mayerling”. Mi tío (en segundo grado), Saulo Bravo, desde 1966 se fue trabajar de ingeniero electrónico a la Nasa y aunque no pudo volver, ni al entierro de su papá, sé que vivió con holgura, aunque en una especie de coto, vedado para los profanos por los secretos que conocía.
Mi sobrina política Marcela Torres, también filóloga y brillante administradora de empresas de la Universidad de Chicago, estudió y trabajó en esa ciudad, pero se vio obligada a desplazarse al sur de los Estados Unidos porque perdió su apartamento a raíz de la crisis financiera reciente, que llevó a la quiebra -en toda la nación- de la propiedad inmueble. Ahora ella ha vuelto a endeudarse con una casa -parecida a la del lobo feroz- la que tendrá que pagar por 15 años. Cuando viene a vacaciones la veo extenuada de trabajar, devora todas las frutas y viandas, como si estuviera trasijada. Se queja de muchas cosas, hasta de que su jefe -un hondureño- siempre le habla en inglés, aún estando a solas. Ella se soporta ese todo ese horror de vida, porque si viene a Colombia se quedará sin trabajo para siempre. Pero se acuerda que para regresar tiene primero que pagar las deudas.: “paga lo que debes, toma chocolate”, remata ella misma, recordando la conocida canción cubana. Mi otro allegado Efrén Cuervo trabajó como cinco años en una pizzería de Miami, pero fue despedido -aunque parcialmente indemnizado por invalidez- a raíz de que físicamente no pudo laborar más. Su problema fue es que en el transcurso del día tenía que estar atendiendo el horno y a la vez entrando a los frigoríficos. Como consecuencia de ese trabajo riesgoso, se le torció la cara y también sufrieron sus manos.
Y así han sido las experiencias familiares, aunque no tan tremendas como las que les ha tocado vivir a otros compatriotas como al fallecido médico Manuel Zapata Olivella, quien las cuenta en su desgarrador relato de su libro: “He visto la noche”. Pero tal como a él, a los jóvenes del tercer mundo de las próximas generaciones, les esperan los Estados Unidos -a pesar de todas las restricciones- no para ser presidentes de la Unión sino para asumir un empleo humilde de aseador de sanitario o reparador de albañales, o simplemente de manteco. Labores que desde hace tiempo no realizan los blancos, y los negros y los amarillos…con plata. ¡Qué vaina aburrida me parece ser manteco en cualquier parte!. ¿Pero será que es más llevadero serlo en gringolandia, aunque lo desprecien a uno, lo griten, lo reten? Y saber que en nuestra casa, no nos dejaron -ni nuestras abuelas, ni nuestras madres- acercarnos a la cocina a lavar, siquiera por comedimiento, una taza. Esas señoras fomentaron nuestro machismo del cual fueron víctimas ellas mismas y lo será la patria per sécula seculorum.
No quiero ni pensar que algún día, yo mismo, o uno de mis hijos tenga que irse a humillar golpeando las puertas de la embajada yanqui, pagando más de 150 dólares para que lo atiendan y corriendo el riesgo de que no le den la dichosa visa. Algo parecido ocurre con los países europeos (con excepción reciente de Rusia), donde también hay que mendigarles el permiso de entrada, del cual se reservan el derecho de otorgar o no otorgar. Qué indignos son los gobiernos de nuestros países que mantienen orondos esas relaciones inequitativas, asimétricas. A los ciudadanos de esos Estados se les permite entran sin visa a Colombia, a realizar todo tipo de negocios, al tiempo que a nosotros nos tiran las puertas en la cara como a leprosos. Pienso, cuerdamente, que ellos deberían de darnos el pase gratuito debido a que, desde siempre, se han llevado nuestra riqueza. Fueron países colonialistas y, ahora con más fuerza, extraen minerales y otras materias primas, dándonos sólo el 5% de lucro. Esas son las estadísticas que muestran nuestros ministros, sin ruborarse. Y se autoaplauden afirmando: “¡qué buenos negociantes somos, parecemos paisas!”.
Incomodidades y vejaciones sin nombre tiene los inmigrantes ilegales, quienes a más de pagar considerables cantidades de dinero a quienes los ponen en la frontera, corren el riesgo de perder sus vidas en los diferentes puntos donde se filtran de manera irregular, esto es sin visa. Una vez que esos ilegales se encuentren el territorio de los Estados Unidos -su paraíso soñado- empieza su calvario tratando de ocultar identidad, aunque su presencia es fácilmente reconocible por sus rasgos raciales, el color de su piel y por su poco o ningún dominio del inglés. Todo va en su contra porque “el subdesarrollo se nota a leguas” como dice el dicho. Cuando consiguen un “buen” patrón gringo (o no gringo) que les de oportunidad de trabajar, los contrata por media tarifa y sin ninguna seguridad social, siempre tratando de ocultarlos ante la ley para no tener responsabilidades. Son, justamente, esos inmigrantes -que proporcionan mano de obra barata- los que enriquecen a la “gran nación de norte” y gracias a los cuales los estadounidenses ricos, concentran más su capital.
Capítulo aparte son los profesionales de América Latina y del tercer mundo, altamente calificados, quienes por su preparación y méritos logran buenos cargos, por lo general dentro de las ramas tecnológicas. Pero ellos -con frecuencia- suelen ser subcontratados como ciudadanos de segunda. Algunos fundan sus propias empresas y tienen que funcionar por la ley darwinista de la supervivencia del más fuerte, razón por la cual -aun queriendo- no logran diferenciarse del patrón gringo explotador y desalmado. Las leyes del capitalismo son inflexibles y quien quiera actuar por fuera de ella es un iluso. Además nadie puede intentar cambiarlas en ese país. Bien lo dijo el ex-presidente Reagan, un poco después del atentado que casi le cuesta la vida: “En este país alguien puede llegar hasta pegarle o escupir al presidente y no le pasa nada. Lo que no se puede es atentar cambiar el sistema político, porque le puede pasar todo”.
Por esta razón y por otras más, es que yo no me iré de manteco a los Estados Unidos, ni aconsejaré a mis hijos ni a ningún colombiano ni sudamericano irse a mendigar los favores de ese mal llamando hermano mayor. A pesar de todos los pesares, nosotros tenemos mejor calidad de vida, no por lo que no podamos consumir, sino porque vivimos más racionalmente, tenemos tiempo para muchas cosas y, sólo nos falta -aunque no es poco- el pleno ejercicio de la dignidad, para que elijamos como gobernantes a aquellas personas que no estén vendidas a los intereses extranjeros y hagan su gestión con patriotismo, pensando en la suerte de todos, pero empezando por redimir a los más humildes. Ser digno cuesta, pero es única forma de vivir sin sonrojarse.
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