NOLI ME TÁNGERE, OBSECRO



Por: Eduardo Rosero Pantoja

“No me toque, por favor”, sería, en cristiano, el título latino de este artículo, con el cual
pretendo plantear, en forma categórica, que no acepto que me toquen los codos ni sentado
en el transporte público ni en al mesa que comparto, en casa o en sociedad. Siempre se ha
respetado el espacio que media entre los cuerpos, claro está, en unas culturas más que en
otras. Se sabe que los nórdicos observan una mayor distancia que los latinos para sus
intercambios verbales y no verbales. Esta preocupación por las distancias en la
comunicación la empezó el lingüista estadounidense Edward Hall en 1968, quien a su vez
se basó en los trabajos de etólogos como Thomas Huxley y Konrad Lorenz, relacionados
con la distribución espacial en las interacciones entre animales.
     Hace ocho años que por motivos laborales me trasladé a Bogotá, mi amada ciudad, donde
empecé a usar el transporte articulado, desde el comienzo. Mi admiración es grande por los
ingenieros que idearon un sistema de transporte, que como el torrente sanguíneo se desliza,
por esas arterias viales, al tiempo que los automóviles transitan a paso de tortuga. Otro
asunto es que haya mucha gente en la urbe y que los vehículos de ese sistema no sean
despachados, con la frecuencia necesaria, sobre todo en las horas pico. Pero esa dicha se ve
seriamente opacada: por la falta de cultura de la gente que empuja, no deja que salga
primero los ocupantes del vagón; por no abrir las ventanillas para la ventilación adecuada y
saludable; por charlar en voz alta y reírse groseramente, por fastidiar con conversaciones
largas y altisonantes por celular, entre otras quejas.
     Pero la mayor mortificación la tengo cuando mi casual vecino, que acaba de sentarse,
empieza a darme codazos y codacitos, desde que empieza a buscar su celular entre el
bolsillo, maquillarse en grande, o a tratar de encontrar, por varios minutos, sus efectos
personales en el bolso. Faltan ellos a la elemental urbanidad, para no hablar de la
proxémica, disciplina lingüística y semiótica, que nos pueda dar muchas luces para estas
reflexiones, toda vez que tiene que ver con el estudio de la cercanía o distancia que
observan las personas durante su relación verbal y no verbal, durante su intercambio social.
     Ese tacto que antes había en Bogotá, en cuanto no tocar, por nada del mundo, el cuerpo de
ningún ciudadano en la calle, se ha perdido, especialmente ahora, que el uso de los
teléfonos celulares cunde por todas partes.
     Casi no lo puedo creer que un colectivo de muchos millones de habitantes perdió el sentido
común de no fastidiar a su vecino, mientras viaja en el transporte público. Sería lo más
lógico, correr el cuerpo, unos pocos centímetros, mientras se habla por aquel adminículo,
procurando que nuestro codo no toque nunca (¡nunca, nunca, nunca!, dijo el humorista
Piter Albeiro), el codo de nuestro vecino. Y si por desgracia lo hicimos, tener la decencia
de poder presentar las debidas excusas, a dicho vecino, por esa impertinencia nuestra. Es
y será una grosería intolerable tocar el cuerpo de un semejante, sin ningún miramiento y,
más reprochable aún, concluyendo, para nuestros adentros, que eso no es molestia. Es
como si nos hubiera invadido una insensibilidad propia de los leprosos y de una patanería
ya rayana en el cinismo, porque después de tamaño desaguisado, sus causantes miran a su
alrededor como si nada hubiera pasado. Claro, que hemos perdido, de otro lado, la
capacidad de reacción frente a todo tipo de violaciones, incluido nuestro espacio personal y
el derecho a la intangibilidad de nuestro cuerpo. No se trata de que nos toquen las narices
para reaccionar, pero es que los codos y nuestros brazos, tampoco están infectados por el
Mycobacterium leprae y tenemos, desde siempre, el derecho irrenunciable a sentirnos
siempre cómodos en el transporte y otros espacios sociales de nuestra amada capital.
     Cuando nuestra nación, en el decurso de los tiempos, se civilice un poco más, de seguro
que un gobernante cuerdo, al estilo Petro, dictará una norma que obligue a los pasajeros a
respetar el espacio de sus vecinos de asiento, tal como normalmente se estila en los países
europeos, donde no se empuja ni toca al vecino y no se lo fastidia con la voz, a toda
garganta, en conversación directa o por celular. Cómo se contribuiría a la paz nacional si
los usuarios del transporte público fueran considerados con sus semejantes en las múltiples
circunstancias en que se da ese intercambio social de los ciudadanos.

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