EL LENGUAJE INCLUSIVO

Por: Eduardo Rosero Pantoja


La consciencia lingüística y la Real Academia de la Lengua (desde 2012), nos prohíben que se hable

del “lenguaje inclusivo”, porque es una pedantería y extravagancia, que posiblemente nació en

unas cuantas mentes acomplejadas e ignorantes, del uso adecuado, que se le debe dar al

poderoso e infalible instrumento de comunicación: la lengua. O el idioma, en su acepción más

profunda, la idiosincrática, de la identidad. La preocupación por el instrumento de comunicación,

viene desde Platón, en su famoso, “Cratilo”, donde, entre otras cosas, dice que de la calidad del

instrumento, depende el producto que resulte de accionarlo.

No podemos tener un instrumento mediocre de comunicación, como no nos gustaría tener un

cuchillo mocho o con rebabas. De esto saben muy bien nuestros artífices, quienes no ahorran, en

conseguir los instrumentos más finos y, por cierto, más caros, para obtener sus regias obras,

orgullo de su comarca y de su nación. En asuntos de instrumento de comunicación, existe una

gramática normativa (de las tantas otras gramáticas) y sanseacabó. Ese medio invaluable de

expresarnos en castellano, nuestra lengua oficial, se convierte en el instrumento idóneo, para

comunicarnos en todo el mundo panhispánico, con cerca de 600 millones de hablantes (500,

hablantes nativos), sin entorpecer la intelección entre los pueblos. Es el tercer idioma, por

número de usuarios, después del chino y el inglés.

Lo del “lenguaje inclusivo”, es una necedad de las últimas décadas, propiciada desde las mismas

aulas universitarias, donde se pretende, a través de las “cátedras de género”, incluir a todos, por lo

menos, lingüísticamente, ya que no lo han logrado en la realidad, por diversas razones

sociopolíticas, que ni a ellos ni a otros, les ha sido dado cambiar, por casi infranqueables

dificultades, en la educación política de la población, asunto que lleva, al serio retraso, en la lucha

por conquistar más derechos, y todos los derechos, que reclama una nación, digna de la mejor de

las suertes.

La Real Academia de la Lengua, con sede en Madrid, y las filiales, en los países de Hispanoamérica

y en Nueva York, han dicho, taxativamente, desde hace varios años, que no es posible manchar el

lenguaje oral y escrito, con cambios en la morfología de la lengua, por pruritos de la época,

hablando de, “ellos y de ellas” o de “ellas y de ellos”, en un arranque de mayor “equidad de

género”. A propósito, la palabra “género”, hasta hace pocas décadas, era término exclusivamente

gramatical (masculino, femenino y neutro), que nada tenía que ver, con la concepción biológica.

Es posible, que los gramáticos, no estén muy dispuestos, a dar la pelea por la autenticidad de su

vocablo, para no tener que disipar sus energías en peleas inútiles.

Las autoridades de Nueva York, dispusieron hace un tiempo, que el tratamiento de, “damas y

caballeros”, que se daba, en inglés, por los altavoces del metro y del transporte público, fuera

cambiado por un, “¡hola todos!”, para no dejar por fuera, a aquellos individuos (de uno u otro

sexo, no “de ambos sexos”, porque estaríamos hablando de hermafroditas, que es otro asunto),

que no caben en los moldes tradicionales, de clasificar a los ciudadanos, como cuando nos toca

rellenar la casilla “sexo” (masculino o femenino), en el currículo u hoja de vida.


Hace unos años, yo no era muy consciente, de que algo insoportable ocurría, en la forma de hablar

y de escribir, de la comunidad universitaria y de la ciudadanía, en general, cuando se empezaba a

hablar de, “los y las”, “las y los” y otras lindezas por el estilo, hasta que un médico ecuatoriano, al

comienzo de su disquisición profesional, en un auditorio de la Universidad del Cauca, nos dijo que,

en los tres días que había estado, “en la meca del buen hablar”, como se dice, que es Popayán,

había tratado de entender y adaptarse a la “forma rara de hablar de los colombianos”. La verdad

es que, exageró un poco, la manera de decir las cosas, especialmente, de las damas, pero, su juicio

no era alocado. Algo grave, ya nos estaba pasando, en nuestra manera de comunicarnos, en esa

primera década, de este milenio.

Ahora las cosas han avanzado, en el peor de los sentidos, y el sexismo lingüístico, ya es galopante a

ambos lados del Atlántico. Benditas las lenguas, que como el inglés y varias indígenas, no

expresan el género (o los géneros) en su morfología y todo se reduce, a una forma neutra,

asexuada. ¿Cómo decir, en inglés, “los estudiantes y las estudiantes”, sin que no tengamos que

sorprendernos por la traducción? Lo mismo pasaría en otros idiomas. El 80% de lenguas del

mundo, carecen de género gramatical, asunto que facilita grandemente la comunicación y permite

la mayor armonía lingüística, a pesar de las desigualdades sociales.

Hace poco, tuve conocimiento de que un profesor, se negó a estampar su firma, en una carta de

apoyo, a unos eficientes empleados, de una universidad oficial de Bogotá, que habían sido

puestos, “paticas en la calle”, pretextando la pandemia actual. El caso es, que la redacción

feminista de la carta de marras, hablaba a cada momento de, “las y los”, “los y las” y otras perlas,

en un derroche de barbarie lingüística, propia de barrio bajo y no de una prestigiosa institución

educativa. Es una forma de protesta, que no conocía y que vale la pena tener en cuenta, en aras

de reflexionar, sobre el asunto de la relación de la lengua y el género, que no del sexo, porque allí

las cosas se complican, si no se hace un doctorado en sociología, con énfasis en aquel campo.

La discusión, tiene que estar basada, en el sincretismo de las lenguas, que consiste, en que en una

misma desinencia, pueden estar contenidos el género, el número y el caso, como ocurre en latín.

Esa valiosa propiedad de los idiomas, no se puede anular, so pena de producir, un odioso

reduccionismo, que nos está dejando atrás, no sólo en la manera de relacionarnos,

lingüísticamente, los humanos, sino que deforma, en materia grave, el instrumento de trabajo, del

que dice, la misma Academia, a propósito de su papel, como institución reguladora, de las

manifestaciones del lenguaje, hablado y escrito: “Limpia, brilla y da esplendor”.

Y la Real Academia de la Lengua Castellana, tampoco debe ceder, ante pretensiones de una

minoría inquieta y, muchas veces, manipulada por ciertas corrientes políticas (no propiamente de

izquierda, sino del centro de la derecha), empeñadas en que se dé la equidad en el idioma, aunque

se soporte, la inequidad social, por décadas y siglos. No en vano, vienen a la memoria, las sabias y

humorísticas palabras de mi profesor, en el Instituto Caro y Cuervo, el académico Luis Flórez,

cuando respondía a mis inquietudes, sobre lo que me parecía, la inclusión precipitada, de muchos

vocablos, en el diccionario: “Es que la Academia, se llenó de liberales y cualquier voquible lo

incluyen, sin mayor reflexión”. De verdad, que hace falta el conservadurismo, en la custodia de la


lengua, para que ella, se preserve en los siglos, como el mejor y más adecuado instrumento, de la

comunicación humana.

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