SEMANA SANTA EN POPAYÁN
Por: Eduardo Rosero
Pantoja
En abril de
1975 estuve, por primera vez, en una Semana Santa en Popayán. Todavía se
escuchaba música clásica en la radio y había algún vestigio de recogimiento en
esa temporada en la cual se recuerda la pasión de Cristo. La víspera, el Domingo
de Ramos, había conocido al joven abogado Fernando Santacruz Caicedo, oriundo
de esa ciudad, quien traía en su cuerpo el frío de la sierra de Bolivia, en
donde había estado una temporada. Eso mismo lo llevó a solicitarle un brandy a
la tendera, para entrar en calor y ponerse a tono con la celebración piadosa.
Al siguiente día, lunes santo, ya estaba mi nuevo amigo, Fernando, a la puerta
de mi casa, listo para llevarme a conocer los lugares de interés de Popayán y
sus alrededores.
Como era lunes,
teníamos, según determinación de Fernando, que enrutarnos a la Vereda de Torres, a pocos
kilómetros al Sur de Popayán, donde preparan uno de los sancochos, más característicos
de la región. La mujer que nos atendió, con todo comedimiento, pidió que dejáramos
nuestros efectos personales en el “checherechero” y nos invitó a sentarnos en
un mesón, adonde trajo un regio sancocho, igual al que, según dijo, en otro
tiempo servía a los taxistas, que por decenas, venían de Popayán, los “lunes
del sancocho”. Nos contó, desconsolada, que la “malosa” vecina del frente, había
llegado a saber que ella revolvía el ollón de sancocho, con una vara en cuya
punta insertaba un calzón de mujer, al cual le atribuían, en ese medio, el
especial sortilegio de atraer a los hombres, especialmente, a los taxistas.
Dicha vecina, le copio su práctica culinaria y desde entonces perdió la
clientela de taxistas, y en general, a los hombres. Después de echarnos una
totumada de guarapo, como sobremesa, nos fuimos para nuestras respectivas
casas, con el trato de hacernos compañía en esa Semana Santa.
El martes santo, a la media mañana, ya estaba
Fernando en la puerta de mi casa, invitándome a dar una vuelta por el centro de
la ciudad y, lo primero y único que hizo fue, llevarme hasta el templo de San
Agustín, a mostrarme las imágenes piadosas que según sus palabras “lo
aterrorizaban de niño”, cuando su mamá y su abuela lo llevaban a mostrarle a
Cristo crucificado y a la Dolorosa, generando en él, como respuesta, el
espíritu más irreligioso que yo he conocido. Por la noche la cita fue en el centro de
Popayán. A las ocho de la noche, ya estábamos ubicados en un balcón alquilado
de un segundo piso del centro de la ciudad, para ver desfilar las andas con las
imágenes del Ecce Homo, de la Dolorosa, del Señor del Martillo y otras
representaciones religiosas.
Sin perder de
vista el paso lento de las imágenes, a lo largo de varias horas, no dejamos de
tomar el delicioso café con empanadas, que Fernando conseguía en la cocina de
las generosas anfitrionas y de pasarnos copitas de trago que nos mantenían
contentos, mientras charlábamos, en voz baja, sobre todas cosas santas y no
santas de este mundo. Más allá de la
media noche, intentamos salir de la procesión, pero la policía nos lo impidió,
porque aquella tiene un protocolo y nadie se puede ir para su casa antes de que
termine el desfile. Todavía se escuchaban las voces de los vendedores de maní,
que ofrecían sus cucuruchos amarillos, por quinientos pesos, que la población
compraba con todo gusto y era parte del folclor semanasantero.
Al siguiente
día, miércoles santo, antes del mediodía, Fernando pasó por mi casa para que
fuéramos a tomar un refresco en la tienda de Baudilia, especialista en un
raspado de hielo, que ella recubría con un almíbar hecho de lulos, mora,
mandarina y limón. Dicha bebida le había dado la vuelta al mundo y desde el
Japón me enviaba una amiga las fotos de la heladería, que habían publicado en
ese país, mostrando el regio vaso del raspado colombiano. Después nos dirigimos a la tienda de
Carmelita donde, de entrada, Fernando pidió dos vasos de champús, con una tanda
de empanadas de pipián, esto es empanadas de añejo, con un relleno de papa
aliñada con especies de color naranja. De postre, mi amigo solicitó
conservadores, liberales y comunistas, tres dulces de color azul, amarillo
pálido y rojo, que nos comimos, irresponsablemente, a pesar de la sobredosis de
azúcar con que nos estábamos empalagando.
El jueves
santo, ya a medio día, era conveniente participar de la cultura y fue como nos
dirigimos al teatro Guillermo Valencia, donde pudimos escuchar un bello
concierto de música europea que tocaba la Orquesta Sinfónica de Colombia, cuyo concertino
era el maestro Frank Preuss, con la presentación de varios músicos de origen
payanés, instrumentistas de planta de diversas orquestas nacionales. Por noche,
nos esperaba otra procesión, tan o más solemne que la anterior, asunto del cual
declinamos y preferimos irnos, a pie, hasta Pueblillo, un antiguo barrio en los
arrabales de Popayán, donde estaba abiertanos la afamada discoteca New York,
con sus más de veinte mil piezas caribeñas y un ambiente lleno de bailarines
que parecían trompos centelleantes en medio de las luces multicolores de esa
discoteca. Fernando estaba henchido de gozo, danzando con unas negras, que
habían venido de Miranda, Cauca, atraídas por el rumor de que en Popayán se
bailaba la mejor de las salsas, justamente, en los días de Semana Santa.
El viernes
santo, Fernando otra vez fue a mi casa, para invitarme a comer pescado donde
unos negros guapireños, que tenían la mejor sazón del Cauca, principiando
porque traían, vía aérea, frescos pescados del mar Pacífico, que aderezaban con
cimarrón y otras hierbas como el cilantro, el perejil y el ajo sembrados, directamente,
por los raizales, en las tierras de ese litoral. Nos tomamos inicialmente sendos
tragos de “tomaseca”, “arrechón” y “tumbacatre”, para después yantarnos el delicioso
burique y el pargo rojo, sin parangón en este mundo. Al final de la tarde, los dueños
del establecimiento lo cerraron, porque tenían una reunión de paisanos, a la
cual nos quisimos sumar, pero, con toda franqueza, declinaron recibirnos,
porque, según sus palabras esa “era reunión era solo para negros” y allá no nos
podían invitar.
El sábado santo,
muy temprano en la mañana, apareció nuevamente Fernando en la puerta de mi
casa, para llevarme a Vino Loco (Vinera “Los Naranjos), fundo ubicado en el
barrio Los Tejares, donde por siglos han hecho ladrillo y tejas, y en cuyo
perímetro se encuentra un hermoso museo con las obras del maestro Efraím Martínez,
un eminente retratista formado en Europa a mediados del siglo XX. Ya en la
vinera, de entrada, Fernando pidió una
botella del vino más añejo, hecho con las naranjas de Almaguer, las más dulces
del Cauca, mezcladas, sabiamente, con un tipo de vid aclimatada en Popayán. Don
Silvio Sandoval, preparador de los vinos, dueño de las bodegas y de las diez y
seis hectáreas que componen esa finca, estuvo siempre pendiente de nuestra
comodidad y de suministrarnos, a tiempo, la segunda botella mientras
departíamos en una cómoda banca de madera, guarecidos del sol calcinante que
caía sobre los naranjos, los álamos y los prados. Al pedir la segunda botella llegó una
patrulla de la policía, a cuyos miembros les ofrecimos un trago.
A un cuarto de
hora de ese evento, llegaron unas jóvenes maestras que fueron, calurosamente,
recibidas por el grupo de uniformados. Más de una botella se descorchó para
goce de esa improvisada y locuaz compañía. Tal vez a una hora de iniciado ese
encuentro, llegó otra patrulla con altos oficiales de la policía y al ver el
inusitado jolgorio que habían armado sus agentes, en servicio, los regañaron
fuertemente, los reconvinieron y acto seguido, los metieron como lebreles en
las patrullas, directo al cuartel. Nunca supimos de la suerte de esos policías,
pero suponemos que nunca más en la vida se les ocurrirá volver a Vino Loco a
tomar sin freno y menos a extorsionar, impunemente, a don Silvio, a cuenta de
que ellos, supuestamente, velaban por la seguridad de la finca.
Como no
recordar que don Silvio, varios años después, me contó que el día del terremoto
de Popayán, acaecido el 31 de marzo de 1983, a las ocho y cuarto de la mañana, su papá estuvo a punto de perecer ahogado
entre decenas de toneles de vino que se rompieron por el sismo, justamente,
cuando el anciano se iba a tomar el primer traguito del día. Me dijo que su
padre estuvo nadando entre el vino, sin poderle prestar ayuda inmediata, porque
tenía que atender a los niños que habían sido golpeados por palos y terrones
que cayeron a causa del desbaratamiento que sufrió la casa de campo donde ellos
residían. Me refirió además, que desde allí se veían, a dos kilómetros de
distancia, mecer hasta el suelo, las araucarias de 50 metros de altas que aún
permanecen en la emblemática Plaza de Caldas.
El domingo de
Pascua, Fernando, como se volvió costumbre, estaba nuevamente a la puerta de mi
casa invitándome, esta vez, a comernos un sancocho trifásico (carne de res,
cerdo y pollo), en Puelenje, una antigua aldea, al Sur de Popayán, donde se
cree que fue un enclave de mexicanos que fueron traídos por los españoles, en
calidad de lenguaraces (traductores) y se quedaron a vivir allí para siempre.
Es por eso el acento amexicanado que por allí se percibe y es suficiente,
cerrar los ojos, mientras se toma un trago, como para sentirse en cualquier
rincón campestre de México, oyendo la vocinglería de la gente, en medio de la
música ranchera más auténtica.
El lunes de
Pascua, pudimos haber dado por terminada la conmemoración de la Semana Santa,
pero ¡oh prodigio del folclor y las costumbres!, apenas comenzaba la Semana
Santa Chiquita, instituida, por el maestro Pedro Antonio Paz Rebolledo, desde 1949
y considerada como patrimonio cultural de Popayán. Allí aprenden los niños a
cargar las andas y a comportarse en Semana Santa, como más adelante les exigirá
la sociedad, en donde serán obispos, arzobispos, alcaldes, gobernadores,
concejales, diputados, senadores, representantes y presidentes de la república.
El martes de
Pascua, Fernando, ya cansado de tanto trajín, de tantos agasajos, tragos,
comidas, saludos y besamanos, me encargó, categóricamente, de sacarlo de ese
pandemónium de ciudad natal y comprarle, en volandas, un pasaje de retorno a
Bogotá, en el primer vuelo, así le costase un millón de pesos. En la Oficina de
turismo, al pie de la Torre del Reloj, doña María Jaramillo, excelente
pianista, al contarle que Fernando, Jefe de Investigaciones del Senado de la República,
estaba anclado en Popayán, deferentemente, me vendió un pasaje por $99.99,
“menos un peso”, según sus palabras, como un gesto de parte de ella, para que
no fueran cien pesos. Mi amigo, aún vive agradecido de haberlo sacado de esas
dos semanas santas, a cuyas ceremonias prometió nunca volver, “aún después de
muerto”, así él no crea en la existencia de otra vida.
El miércoles de
Pascua, me encontré con el coronel Francisco Caicedo Montúa, tío de Fernando, participante
de la guerra de Corea, quien me dijo que había venido a visitar a su anciana
madre y a darle las lecciones de los libros que ella le había impuesto leer,
para que le diera buena cuenta de sus lecturas, tal como lo hacía sesenta años
atrás. El coronel, lleno de amor filial, cumplía con el pesado encargo, pero
venía, con gusto, a Popayán a empaparse de los últimos chismes de la sociedad
local y a saber de “las bajas” que se habían dado entre sus coetáneos y además,
para referirme un truculento anecdotario sobre la vida y obra de personajes que
yo sólo, parcialmente, conocía, la mayor parte de ellos, burócratas,
“patihinchados” (según sus palabras), seres intrigantes, maledicentes y
tacaños.
El jueves de
Pascua, era conveniente ir a comer “frito” en las inmediaciones de la galería
Alfonso López, único día cuando funcionaba el mercado del “Agáchese”, adonde
acuden, aún hoy, miles de compradores que adquieren por precios bajos,
excelente mercadería, traída de Medellín, la misma que se vende en las boutiques
de Popayán por el triple de precio. Hoy, tal como ayer, hay que cuidarse de no
ser atracado en esas cuadras donde merodean los ladrones y te quitan, a plena
luz del día, la cartera, la chaqueta, el paraguas o te desvalijan el carro, en
un santiamén, sin que la policía, que sale de su inspección, desde tempranas
horas de la mañana, pueda hacer algo por los indefensos viandantes.
El viernes de
Pascua, reposo pide el cuerpo y considero oportuno irme a refrescar en las
piscinas de ConfaCauca, en el Norte de Popayán, un lugar placentero, lleno de
naturaleza y con unas instalaciones ejemplares en cuanto a aseo y atención.
Sólo que hay que cuidarse del intenso sol, para evitar las quemaduras y una
eventual insolación. A la salida de ese balneario, te espera un exquisito
sancocho donde Las Negras, unas hermosas mujeres, que durante generaciones han
deleitado el paladar de los payaneses, con una fórmula sancochera, que debería
de estar, hace tiempos, en los manuales de cocina nacional más refinados. De
dicho sancocho habló un especialista en una conferencia dictada el lunes santo
en la biblioteca del Banco de la República, sede Popayán, titulada “Cien formas
de preparar sancocho en Colombia”, con remate en la sancochería del maestro
Castillo, a pocos kilómetros de Popayán.
Los sancochos
del maestro Castillo, son cuento aparte, porque, desde siempre, se sabe que son
comidas, preparadas con plátano verde, pero sazonadas con hermosas presas de
chulo (gallinazo), cazado en las inmediaciones de Pueblillo, con unas redes
comunes, pero con la habilidad inusitada del mismo maestro Castillo y de sus
hijos grandulones. Se cuenta que el biólogo Zanoni Ramos, adscrito a la
Facultad de medicina de la Universidad del Cauca, tuvo el “acierto” de invitar
a un selecto grupo de epidemiólogos entre los cuales había chilenos, argentinos
y uruguayos, para que a media noche, disfrutasen de ese exquisito plato local,
sin haberles advertido de qué se trataba. Al final de una larga jornada de
deliberaciones de especialistas, no les quedaba otra salida que aceptar
cualquier invitación donde hubiera un plato caliente de comida. Ya me puedo
imaginar la contrariedad que sufrieron aquellos galenos, cuando Zanoni les
contó que lo que se habían comido era un potaje de “coragyps atratus”.
El sábado de
Pascua, por la mañana, salí a tomarme un tinto en el Café Alcázar, situado en
la esquina de la Plaza de Caldas, donde hacía unos años había frecuentado el
lugar, el general Augusto Pinochet, quien salía a descansar después de
adoctrinar a los soldados en la escuela de suboficiales “Inocencio Chincá”, de
Popayán. Se dice que, en dicha ciudad, el oficial chileno concibió el libro
“Geopolítica de Chile”, cuya primera frase dice: “Chile es una ameba”, lo cual
para un buen entendedor significa que,
en opinión del general, Chile se puede dar el lujo de invadir el territorio de
sus vecinos. Al Café Alcázar acudían todos los tragafuegos y politiqueros de
Popayán y allí se daba uno cuenta de quién iba a ser puesto o removido en su
cargo, de quién era la nueva amante del alcalde o del gobernador, de quién,
“con toda seguridad”, iba a dar a la “guandoca” por corrupto.
Ese mismo sábado
de Pascua, ya por la tarde, salí a darme una vuelta a extramuros, en un bus de
transporte municipal; llegué hasta el barrio Bello Horizonte, construido en
territorios donados por el eminente humanista, abogado Álvaro Pío Valencia,
hijo del insigne poeta Guillermo Valencia. En dicho barrio estaba el senador
Aurelio Iragorri Hormaza, asándose al sol, con una chaqueta de cuero,
esperando, pacientemente, a que llegaran sus secuaces, para seguir su
adoctrinamiento y para confiarles nuevas tareas politiqueras, destinadas a
conseguir abundantes votos de cara a las próximas elecciones. Su lugarteniente,
el “Colorado Castillo”, no aparecía por ninguna parte y eso lo tenía bastante
molesto al jefe Iragorri, quien no acertaba ni siquiera a firmar un vale para obsequiarle
una gaseosa a una dama liberal que se moría de sed a esa hora.
El domingo, ya
lejos de dos semanas santas, una grande y otra chica, no me quedaba otra salida
que sacar fuerzas, de donde no hubiera, para ponerme a preparar clase de las
materias de lingüística, que yo orientaba en el Alma Máter, única universidad
que por mucho tiempo orientó, sin ninguna apelación ni competencia, el
conocimiento en el Cauca. Afortunadamente, para bien de los caucanos, ahora
funcionan varias universidades, donde la gama de profesiones que se enseñan, se
ha ampliado, sin prejuicio de que la calidad de la instrucción sea baja y
costosa. Desde entonces todos los domingos y por todos los años, que en
adelante he vivido, sé que no me daré el lujo de tener más dos semanas santas
seguidas y menos de disfrutarlas en la grata e incómoda compañía de mi querido
amigo de juventud, Fernando Santacruz Caicedo, uno de los tratadistas de
política y economía más brillantes que tiene Colombia desde la década de los
años setenta.
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