EL MAR NEGRO
Por: Eduardo Rosero Pantoja
“Mi Mar Negro,
el más azul de todos los mares” (de la
canción “Mi mar negro”).
La visita de los estudiantes de la Amistad de
los Pueblos, al Mar Negro, era casi que segura, porque era una de las mejores
opciones de conocer ese mar interior, de tanta belleza e historia. Antaño habían
estado los griegos, quienes fundaron ciudades como Odesa, Sebastópol, Simferópol,
Tuapsé. Pero hay otras localidades portuarias rusas de importancia como Sochi,
Novorosisk, Gelendzhik, Anapa, Tamán, para nombrar sólo las más grandes. Aún
ahora moran habitantes de origen griego que se mezclan con rusos, ucranianos,
moldavos, amén de otras naciones que tienen que han tenido activo intercambio
con gente de estos litorales. De entrada, fue placentero saber que esta costa está
destinada a ser sólo balneario y no está permitido en ella el establecimiento
de industrias contaminantes. Priva el turismo, entendido como sana distracción
y conocimiento culto de la región.
La primera vez que fui al Mar Negro (estuve
tres veces), recuerdo que viajé unas veinte horas en el tren que iba a las
repúblicas caucásicas de Georgia y Armenia.
Al salir de la Universidad nos entregaron un fiambre, compuesto,
fundamentalmente, de carnes enlatadas, pan de centeno, galletas y jugos. En el
tren nos daban, cada hora, té caliente, de día y de noche. Almorzábamos, si
queríamos en el vagón-restaurante y dormíamos en cómodas literas. Fue muy grato
salir a trabar amistad con gente ocasional que viajaba en ese tren, donde había
una clase general (sin primera, ni segunda, ni tercera clases). Por la noche
cantamos en español y en ruso, recordando las viejas canciones de América
Latina y las rusas, que habíamos aprendido durante nuestra estadía en Moscú, principalmente,
en clase.
Después de esa noche pasada en el tren,
interesante fue admirar la llanura rusa, llena de bosques de abedules y abetos,
por todos los lados, y los cultivos de cereales, en especial, de trigo. Al paso por Ucrania vimos los
terricones, unos enormes promontorios, a la manera de pirámides de Egipto, levantados con residuos de carbón. (Años
después supe que esos terricones generan alta radiactividad por su exposición
permanente al sol). Después de Ucrania, bajamos al Cáucaso, pasando muy cerca
de Cólquida, recordada en la historia por ser el sitio donde Prometeo estuvo
encadenado. En el Cáucaso nos quedamos en el sitio de Makopsé, otrora un
enclave griego, adonde la nobleza rusa iba a descansar en los veranos. Ahora
esos balnearios los disfrutaba el pueblo ruso y los soviéticos, en general, la
mayor parte perteneciente al proletariado trabajador y a intelectuales.
Conseguir una plaza para descansar en el Mar
Negro era, absolutamente, fácil en la Universidad. Era asunto de manifestarlo
con tiempo y pagar una cómoda cuota, algo así como veinte rublos. Sin duda que
esta distracción era subsidiada por los sindicatos que sostenían nuestra Alma
Máter, de lo contrario, habría sido impensable una estadía de casi un mes en un
balneario, con un viaje, relativamente largo, por una suma tan pequeño. Siempre
quisimos volver a Makopsé, a sus playas hermosas, a sus veladas artísticas de
gran calidad y a sus románticos paseos nocturnos. No menos interesante era
poder asistir, por las mañanas, a las charlas que nos dictaban profesores que
descansaban con nosotros y nos terminaban de instruir en importantes temas de
la cultura y problemática social de nuestros propios países. Uno de esos
profesores era Yuri Zubritski, enamorado de la lengua kechua, que dominaba a
cabalidad y por esa razón era el locutor de Radio Moscú, todas las noches, con
lectura de noticias y comentarios políticos y antropológicos. Otros profesores
hacían lo propio con estudiantes de otras regiones del mundo, como árabes,
africanos, asiáticos, etc.
Antes del almuerzo, pasábamos, casi que
religiosamente por la “base”, una vinera que expendía vino tierno por vasos.
Qué mejor aperitivo que un vaso de vino de uva Isabella, antes de ir a comer el
opíparo almuerzo que preparaban culinarios estudiados. Abundaban las frutas y
verduras, las ensaladas, las carnes, el pescado, los zumos y los postres. No
podía faltar un café o té de sobremesa. Compartíamos todas las ingestas con
compañeros de todos los continentes, junto con algunos estudiantes y profesores
rusos, en un ambiente de gran camaradería y respeto. Eran dos tandas de
atención y nosotros elegíamos, de antemano, a cual de ellas nos apuntáabamos.
Después del almuerzo yo acostumbraba ir al
club de nuestro balneario (Makopsé), donde varios músicos ofrecían verdaderos
recitales de la música de su especialidad, especialmente, de piano. No puedo
olvidar que me hacía al lado de mi maestra la concertista, Irina Smirnova,
quien cantaba en español, portugués, hindi y, por supuesto en ruso, canciones
comunes de esas culturas. Hasta llegué a cantar a grabar, con ella, bambucos,
pasillos, valses y un joropo. Otro
músico destacado era el pianista Anatoli Sofrónov, quien interpretaba todas las
variedades del tango posible: el ruso, el polaco, el francés, el argentino, el
uruguayo, el árabe. Y remataba con improvisaciones suyas que terminaban en una
especie de tango-jazz y tango-rock. Esas
tocatas, era una suerte de ensayo, para los conciertos de aficionados, que
tenían lugar en algunas veladas, con fuerte presencia de universitarios y
veraneantes, en general.
Una de las permanencias más gratas en Makopsé
fue cuando estuvo mi amigo cercano, Osvaldo Pastore, de Paraguay, en 1969, y
con él pudimos tocar, a dueto, varias canciones de nuestro repertorio latinoamericano
como “El cafetal” (porro), o “India” (Guarania), fuera de varios boleros,
siempre solicitados, en los conciertos, como “Bésame mucho” o el vals “Alma,
corazón y vida”. No podían faltar las canciones rusas en nuestras
interpretaciones como “Ochi chiorniye” (Ojos negros), arreglo de un viejo
tango, que había salido en Rusia hacia 1896. Una de las más gratas presencias
artísticas, fue la de mi profesor de ruso, Félix Danílovich Dalada, gran
compositor de himnos, como el de la Universidad de la Amistad de los Pueblos, y
de canciones populares que entonaba, gente del común, hasta en los parques de
Moscú como el de la Cultura (Gorki) o Sokólniki.
También solíamos ir, algunas noches, a
Buriviéstnik (El Petrel), balneario donde descansaban los estudiantes de la
Universidad Estatal Lomonósov, con quienes teníamos una gran afinidad y
simpatía. El paseo era desde nuestras playas, a unos tres kilómetros, que no se
sentían ni de ida ni de regreso. Era importante para nosotros trabar nuevas
amistades y salir, un poco, de la monotonía que da estar en un mismo balneario
por más de una semana. Lograban, como siempre, mejores éxitos, quienes sabían
bailar bien los ritmos de entonces: el “shake” y el “rock”, y también la salsa,
ritmo que se empezaba a oír, a partir de la influencia de los cubanos. El
ambiente siempre fue de cordialidad, principiando porque se trataba de una
convivencia sana, en un país socialista donde no cabían las discordias, por
ningún motivo de cultura, idioma, grupo étnico, región del mundo, creencia o
ideario político. A eso nos acostumbrábamos, desde el principio, por simple
instinto, más que por leer estatutos de buen manejo.
Antes de la media noche era la retirada de
las playas, para poder ir a descansar a nuestras cabañas. Nos despertaba, muy
temprano, un músico ruso que tocaba, con virtuosismo, valses y marchas del
mejor repertorio de su país. Después de eso venía el baño y el desayuno, para luego
empezar nuestras clases de verano, hacia las nueve de la mañana. Sabíamos que
estábamos en tiempo de ocio, pero no podíamos estar renuentes a la cultura, a
la formación continuada, aprovechando la juventud y las ganas de saber más y
más. El desayuno, el almuerzo y la cena
eran bien balanceados y cada cual debía escoger, entre varios menús, los platos
que se iba comer al día siguiente. Vida de reyes, que no nos la merecíamos,
pero que agradecíamos, hondamente, a nombre propio, al Estado socialista
anfitrión, en el cual creíamos, más por las bondades que veíamos, que por los libros que leíamos sobre su
organización política y social.
La estadía estival en el Mar Negro, era la
mejor manera de practicar la lengua rusa con la gente que allí descansaba,
principiando por los mismos rusos y los estudiantes de diversas naciones, donde
la única lengua común era el ruso. Por las tardes era muy grato salir por las
campiñas a tomarse unos vinos tiernos y añejos, de los que allí preparaban. Modestas
familias campesinas nos atendían, por
poquísimos rublos, en sus barandas
veraniegas y nos encimaban platos de ensaladas de tomate y pepinos, además de
que nos colmaban de frutas como manzanas, peras, ciruelas y duraznos. Era
especialmente grato salir por esos caminos con las guitarras y entonar
canciones rusas, que coreaban con nosotros los lugareños. Nos encontramos
siempre con gente sencilla, comedida y bella, quienes nos atendían con toda
solicitud, sólo por la curiosidad de hablar con nosotros y de saber un poco que
había, realmente, al otro lado del mundo.
En una oportunidad zarpamos, del puerto de
Tuapsé, para Merinieshti, en Moldavia, en una travesía de todo un día,
disfrutando de las bellezas de un viaje marítimo, a través del Mar Negro,
disfrutando de las comodidades de los camarotes, del restaurante, el bar y la
cubierta. Nueva oportunidad para el ensueño y repasar la historia de los
pueblos, donde se dieron cita, en otros tiempos eslavos, griegos, rumanos,
turcos, georgianos, armenios, persas y otros pueblos de geografía cercana. En veinte
días de permanencia en Moldavia tuvimos oportunidad de conocer sus ricos
viñedos y de tomar sus deliciosos vinos, amén de escuchar en sus mercados y
granjas la lengua moldava, variante del rumano y, por ende, neolatina. Varias
palabras como “verde” y “casa”, las percibimos con la misma pronunciación que
lo hacemos en castellano, comprobando así el parentesco de idiomas. Grande
emoción nos causó a los latinos comprobar que somos parte de un gran grupo
lingüístico, que se extiende desde Portugal hasta Moldavia, en la ex-Unión
Soviética.
Ahora recuerdo con nostalgia el Mar Negro, en
las costas rusas, su ambiente de paz, de
hermandad y solidaridad y especialmente su fiesta “patronal”, la de Neptuno, que
se celebra el último domingo de julio, cuando a sus playas vienen, de visita, muchos turistas de todos los rincones el litoral,
pero especialmente de Turquía, Moldavia y Rumania, con mucha alegría y furor subtropical a
festejar una de las celebraciones milenarias, que parte de los griegos y se
conserva en estos mares de permanente tráfico de gente, de diversas naciones,
donde no puede olvidarse, por ningún motivo, la feliz tradición pagana, donde
el Rey de los Mares, tiene que dejarse sentir como el más importante ser,
frente a un conglomerado que aún se emociona al recordar los mitos griegos y no
acierta a comprender, cómo tanta alegría
y optimismo, de esa antigua nación balcánica, se pudo cambiar por algo, tan mediocre y poco serio, como la práctica de ritos religiosos, tan
inhumanos como aburridos y vanos. Todavía
aparece, en mis recuerdos y en mis sueños, Neptuno, quien viene por el Mar
Negro, desde el lado de Turquía, untado en aceite, y sobre éste, unas briznas
metálicas que resplandecen en su cuerpo desnudo, rodeado de princesas, que ríen
con él y agitan sus manos. saludando a la multitud que los aplaude en las playas
ardientes de esa costa rusa.
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