GAITÁN, A SETENTA AÑOS DE SU ASESINATO



Por: Eduardo Rosero Pantoja

El nueve de abril de 1948, día del asesinato de Gaitán en Bogotá, puedo decir, con toda seguridad, que yo nací a mi consciencia política, precisamente, cuando yo tenía menos de cuatro años de edad. Antes de esa fecha, ya sabía quién era Gaitán, porque lo comentaban mis padres y yo leía el periódico “La Jornada”, que mi papá pegaba detrás de la pared de la casa. Mi mamá y mi abuela, por obra providencial, me habían enseñado a leer y a escribir, desde tempranísima edad. Ese día, mi papá llegó, a eso de las dos de la tarde, compungido y revolcado, por trifulcas callejeras producto de la frustración de un pueblo, que, a nivel nacional, había perdido un dirigente singular, que, por primera vez en la historia patria, interpretaba el sentir de millones de seres sumidos en la miseria, la muerte y el atraso.

Gaitán, más que ser un “tribuno del pueblo”, fue el defensor de toda la nación (la gente), a quien quiso ver libre, enaltecida y pujante, por tener una de las inteligencias más claras del planeta, hecho que lo había comprobado, personalmente, en sus múltiples contactos con personas de todas partes, con las cuales interactuó en su permanencia como estudiante en Italia y por sus relaciones con nacionales de la más variada procedencia geográfica. Antes de su muerte, Gaitán ya era considerado el personaje más importante de toda la América, tal como lo escribió, en esos años el New York Times. El horrendo asesinato de este líder político liberal, causó conmoción no sólo en Colombia, sino, en toda América y el mundo, dada la prestancia y brillantez del personaje. Fue una pérdida irreparable, que setenta años después, nos lamentamos los millones de colombianos que le sobrevivimos y que apenas vemos en el horizonte, la perspectiva de que alguien continúe con su legado político.

Ese nueve de abril, mi mamá, después de tratar de calmar a mi inconsolable papá, me llevó al templo de los Padres Capuchinos de Túquerres, que quedaba a una cuadra de mi casa, pensando, ingenuamente, que las puertas de ese recinto sagrado, estarían abiertas. Lo que no sabía ella, era que los religiosos de ese templo tenían muy claro, desde el 19 de mayo de 1800, que no podían permitir, por segunda vez, que el pueblo amotinado, se metiera a la iglesia y degollara a los opresores, como lo hiciera, con toda bravura, en esa lejana fecha.  Después de ese desencanto, mi mamá, no tuvo más remedio que regresar a casa y oír por la radio, junto a su familia, las aterradoras noticias de revueltas espontáneas que ocurrieron en Bogotá, Medellín, Cali, Manizales, Pereira, Armenia, Barrancabermeja, Popayán y en muchos otros lugares del país.  La frustración liberal, fuera de la muerte de su dirigente, se vino a aumentar, cuando supo que los líderes de ese partido, habían conciliado con el presidente Mariano Ospina Pérez, un fanático conservador, multimillonario santón, desencadenador de la violencia fratricida.

También recuerdo, de mi primera niñez, que mi papá trabajaba en la Oficina de Correos y Telégrafos, de donde fue despedido, en 1948, sólo por el hecho de ser liberal. Eran las órdenes perentorias del presidente de marras, de perseguir a liberales e izquierdistas. Mi papá, como telegrafista, que hacía   turnos (un “caimán”), me contó, haber conocido a Gaitán, en una de sus visitas a Túquerres. Y que fue tanto el aprecio que el líder tomó por los copartidarios tuquerreños, que les mandó fabricar unas pequeñas hachas de acero, como agradecimiento a la gente noble y aguerrida de mi ciudad y alrededores, quienes eran conocidos como los “los hacheros”. El hacha la conservaba mi papá, “como joya robada”, lo mismo que hacían los demás liberales, quienes veían, en esa especie de amuleto, la fuerza de un recuerdo político entrañable e imperecedero.

Hasta la fecha, abril de 2018, ningún gobierno colombiano, se ha ocupado en serio de investigar hasta los últimos indicios que lleven al esclarecimiento de ese magnicidio y apenas, sí quiere declararlo, delito de lesa humanidad. El abogado y científico de la jurisprudencia, Eduardo Umaña Mendoza, antes de caer en manos de las balas asesinas, en 1998, declaró dedicar el resto de su vida a encontrar a los responsables de ese crimen político. Por comunicación personal, supimos que él había conseguido, con mucha dificultad, documentos que podrían llevar a ese esclarecimiento.  Es muy probable que, por esa indagación, los mismos determinadores del delito, lo hayan mandado a asesinar. Ya no es un secreto para nadie, que los Estados Unidos de América, coaligados con los gerifaltes de la economía y la política colombiana, hayan decidido, en un conciliábulo, liquidar, cuanto antes, al dirigente que, en 1950, con toda seguridad, iba a ser elegido presidente, apoyado por los votos del proletariado colombiano.

Ahora se entiende, con toda facilidad y con todos los medios tecnológicos y científicos, a disposición de los expertos, que la noticia de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, fue transmitida, por la Voz de los Estados Unidos de América, a la una, en punto, de la tarde del 9 de abril de 1948, justamente a la hora en que se había determinado que debía morir el líder, a mansalva y sobre seguro. Quiso el acaso, que el atentado se postergara por quince minutos más, debido a un involuntario retraso que tuvo el dirigente liberal en su encuentro con Plinio Mendoza Neira, supuesto amigo leal, quien, prácticamente, obró de Judas. Los enemigos abiertos de Gaitán, salieron a flote antes y después del asesinato del dirigente.

El mismo Carlos Lleras Restrepo, autodeclarado, auténtico liberal, fue enemigo jurado de Gaitán y, precisamente, por eso, fue comisionado por su partido, para que pronunciara, las palabras de despedida fúnebre, frente al catafalco del líder, víctima de la conjura estatal, gubernamental, partidista, militar, empresarial, latifundista e imperialista. Tanta irreverencia e impiedad, pocas veces se ha visto en la historia de la humanidad. Pero estamos en Colombia, donde nos hemos acostumbrado, desde siempre, a los más terribles crímenes y desafueros. Fue tanto el miedo que sintieron el gobierno y la clase dirigente, de llevar el cadáver de Gaitán hasta el Cementerio Central, que prefirieron sepultarlo, en un hecho inusitado y pusilánime, en su propia casa, para no tener que habérselas con el pueblo, quien, con toda seguridad, habría tomado nueva venganza por la pérdida sufrida y por la frustración de no poder hacer nada frente a los ocultos determinadores de esa muerte.

El odio que la clase dirigente colombiana, vocera servil de los potentados, tenía hacia Gaitán, era terrible: mi papá me contó que le decían “El Negro”, “El Indio Gaitán” o “Forfeliécer”, tratando de remedar la pronunciación de los gamines de Bogotá, tal como ellos decían que se expresa el dirigente liberal.  Desafortunadamente, Gaitán, no cuidó, como debía de cuidar, su integridad física, partiendo del falso dilema, de que “si me matan a mí, se incendia el país”. Mataron a Gaitán, el país se incendió, se sumió en la más profunda desesperanza, millones de desplazados entraron a conformar ciudades, prácticamente, abortadas como Bogotá, que de medio millón de habitantes, se convirtieron en grandes metrópolis, llenas de gente miserable, carente de trabajo y de elemental preparación y medios de vida. Los gamonales, que sacaron del campo, a sangre y fuego, a millones de compatriotas, liberales y conservadores, ya tenían mano de obra barata, proporcionada por los nuevos esclavos del capitalismo, que, en Colombia, como país subdesarrollado, no deja de ser más que una variante precaria.

Desafortunadamente Gaitán, no tuvo el tiempo, ni el acierto, de haber fundado un partido político fuerte, con un equipo élite, de políticos y científicos sociales, que le hubiera sobrevivido a su muerte. Después de él no perduró ni su periódico y su legado se diluyó entre generaciones, que apenas sí comentan que existió un líder importante, que era, prácticamente, imposible reemplazarlo, porque el mundo ha cambiado y que “ahora soplan vientos de renovación” y el “socialismo está mandado a recoger”, más cuando ya hemos llegado a la era del “final de la historia” (Fukuyama) y de la globalización (capitalista),  mitos desvirtuados ya, como la unipolaridad del mundo y el de la “eternidad” del dólar.

A Gaitán se le acercaron muchos colaboradores, de diversa extracción social, con el interés de conocerlo y aprender sus sabias enseñanzas, que las daba en la calle, en las plazas, en las universidades, en los ministerios y en el capitolio. Uno de esos ejemplos, es la cercanía que llegó a tener con Gaitán, el joven Julio Castro, bogotano raizal, quien fue, alumno de la maestra Manuela Beltrán Ayala, madre de Gaitán. Don Julio Castro, me contó que pocos años antes del 9 de abril, él fungió como secretario privado de Jorge Eliécer Gaitán y que por intrigas de Julio César Turbay (El Turco, según sus palabras), fue desplazado de ese cargo, habiendo perdido la gran oportunidad de seguirse formando al pie del eminente jurista y político, todo por causa de una decisión infortunada. Es posible, que Gaitán y el liberalismo hayan perdido también una parte, nada despreciable, de la inteligencia y formación intelectual del joven Castro, quien, tiempo después se destacó, a escala internacional, en asuntos de termodinámica.

En los años 60, tuve la oportunidad de intercambiar ideas con mi pariente, el abogado Juan Pablo Solarte Rosero, quien era representante a la Cámara y me parecía que era uno de los gaitanistas más auténticos que he conocido, superando, con mucho, las ideas liberales, producto de haber evolucionado política e intelectualmente, tal como debía de haber ocurrido entre los estudiantes de derecho de la Universidad Nacional y de la Libre, que tuvieron la suerte increíble de haber sido alumnos de Gaitán. Perfectamente nos podemos imaginar todo el bagaje intelectual y moral que esa juventud estudiosa recibió del caudillo liberal, quien, además, dejó un legado académico teórico, representado en varios libros como “Las ideas socialistas en Colombia”, “La masacre de las Bananeras”, “El criterio positivo de la premeditación”, “Rusia socialista” y la fundación y dirección del periódico “La Jornada”, amén de sus escritos políticos y discursos.

Juan Pablo me contó, que ese 9 de abril, tenía que presentar el examen oral de cultura política, en la Universidad Nacional, el cual consistía en dar cuenta, frente a un jurado, integrado por tratadistas como Darío Echandía, Luis Carlos Pérez y hombres de ciencia y letras como Luis López de Mesa, de por lo menos 50 libros, asignados desde el primer semestre. Ese era el requisito que exigía dicho establecimiento para poder graduar al universitario.  Como el asesinato de Gaitán se produjo a la una de la tarde, ya a las dos, la asonada no se dejó esperar y la vida de Bogotá se turbó por muchos días. Al llegar a la Calle 26 con séptima, el joven estudiante Solarte Rosero, recibió una ametralladora de manos de un oficial de la policía, dedicado a repartir armas entre la población, en un acto de abierta rebeldía contra el gobierno conservador de Ospina Pérez. De tal tenor era la crispación social de Colombia, cuando ciudadanos, comunes y corrientes, de la ciudad y del campo, decidieron empuñar las armas, sin ninguna preparación castrense y sin tener un claro derrotero político que hubiera llevado a la toma consciente del poder, con miras a enderezar el camino torcido que le habían dado los dirigentes elegidos en el juego “democrático”. Oportunidad histórica que se perdió a partir de la muerte de Gaitán y de esa corta, pero valiosa experiencia, de ventilar frente a la nación, una abigarrada problemática social, cuya solución necesitaba de lo más limpio y desinteresado de las ideas liberales y socialistas.

Don Nereo Torres Galeano, otrora destacado empresario constructor y minero de Zipaquirá, me contó que el nueve de abril, de 1948, arribó a Bogotá con sus mulas cargadas de sal, justamente, al medio día, después de haber madrugado a dejar el envío. La situación de caos y violencia era tal, que las bestias se le espantaron y él tuvo que esconderse en un fangal, por tres días, tratando de salvarse de las balas y de los francotiradores que disparaban a todo lo que se moviera. A los tres días, don Nereo, según sus palabras, “resucitó entre los muertos”, literalmente, entre gente que había perecido en medio de la asonada que tocó, no sólo el centro, sino muchos lugares de la capital. Lo mismo ocurrió en otras ciudades de Colombia, donde la rabia contenida, mezclada con la honda frustración, no se hizo esperar.

Varias personas vieron y las fotografías dan testimonio de que, desde el bando progobiernista y defensor del establecimiento, no faltaron los francotiradores, como es el caso de las almenas del colegio de San Bartolomé, en pleno centro de Bogotá, desde donde los curas disparaban a la población insurrecta que se dirigía al palacio de San Carlos, a pedir la cabeza del dictador Ospina Pérez o su dimisión inmediata. Hasta la Policía Nacional, como institución, tomó partido a favor del pueblo sublevado, repartiendo armas y pertrechos, desde las mismas estaciones. No hubo solidaridad de parte del clero y de otros estamentos ultraconservadores, porque de mucho tiempo atrás, habían sido aleccionados e intoxicados, desde Medellín, por las prédicas venenosas de monseñor Miguel Ángel Builes, con amplia influencia en todo el país.  Después de la muerte de Gaitán, dicho prelado dio la orden de exterminar, si fuera posible, a todos los liberales e izquierdistas.

Mi amigo, el jurista Álvaro Pío Valencia, hijo del maestro Guillermo Valencia, insigne poeta de Popayán, me contó que el 10 de abril de 1948, todavía sobre los leños humeantes de la Bogotá incendiada, por la turbamulta enfurecida, se dirigió a un balcón que daba sobre la Carrera séptima, con Avenida Jiménez, justamente, al frente de donde había sido abatido la víspera Gaitán, para pronunciar unas palabras en su honor, a nombre de los intelectuales del Cauca y de Colombia.  Me comentó dicho jurista, que fue tanta la emoción que sintió al improvisar ese discurso, que inmediatamente vio ante sus ojos un grupo multitudinario de gente, “tan grande como el que convocaba Gaitán, con su sabia y encendida palabra”.  Otro grande honor para los caucanos y con respecto a los honores rendidos, post mortem, al caudillo liberal, fue la sesuda investigación hecha por Luis Carlos Pérez, penalista insigne, verdadera luminaria del derecho. Él fue quien estudió a fondo el legado teórico de Gaitán. Dos libros dan cuenta de esa obra: “El pensamiento filosófico de Jorge Eliécer Gaitán”, publicado a mediados de los 50 y “Los delitos políticos, una interpretación jurídica del nueve abril de 1948”, trabajo que apareció impreso por ese mismo tiempo.
  
En memoria de Gaitán, lleva su nombre, en Bogotá, el otrora Teatro Colombia, el cual ahora se llama Teatro Jorge Eliécer Gaitán, dedicado a conciertos y otros eventos culturales. En la misma ciudad, un barrio se llama Gaitán. En el Departamento del Meta, está Puerto Gaitán y en el Departamento del Tolima, el corregimiento de Gaitán, en recuerdo del líder asesinado. Un billete de mil pesos, está consagrado a la memoria de Gaitán, sin entenderse, la relación intrínseca que puede existir entre Gaitán y la banca colombiana.

De contera, digamos que después de la desaparición física de Gaitán y aún en vida de él mismo, muchos liberales dieron a sus hijos el nombre de Jorge Eliécer, enorgulleciéndose de ese onomástico y dando a entender, explícitamente, su filiación política. Todos los honores que se le puedan hacer a Jorge Eliécer Gaitán, se quedan chicos frente a la magnitud del personaje que le dio brillo a Colombia y a América. Como cuando la oligarquía colombiana atentó contra la vida de Bolívar, en la fatídica noche septembrina, en el mundo aún no pueden entender, cómo los colombianos sacrificaron a la mente más preclara que ha dado esta nación y que pasarán milenios, sin que aparezca en esta tierra, de gente noble e inteligente, un ser providencial.

Después del vil asesinato de Gaitán, en ese nueve de abril, y luego de un obligado receso, la IX Conferencia Panamericana, reunida en Bogotá, continuó sus sesiones, ya no en el Capitolio Nacional, porque fue incendiado por la turba enardecida, sino en el Gimnasio Moderno, al norte de esa capital. Se sabe que Gaitán no fue invitado a dicha Conferencia y eso causó hondo escozor en los medios cercanos al líder, debido a la estatura política, nacional e internacional del mismo. Bogotá había sido engalanada para el evento, en un esfuerzo gubernamental por mejorar el aspecto físico de las principales calles y avenidas, lo mismo de los sitios que tenían relación con los invitados. La IX Conferencia Panamericana, dio origen a la Organización de Estados Americanos (OEA), cuyo redactor de los estatutos y voz cantante fue Alberto Lleras Camargo, quien ya había sido presidente de Colombia.

La mencionada Conferencia, se convirtió en un pacto anti-comunista, destinado a frenar la protesta social de nuestro país y a sentar las bases de un rechazo continental, a cualquier intento de influencia de la Unión Soviética, en los destinos de cualquier nación de América. Producto de los acontecimientos violentos del nueve de abril, fue el rompimiento inmediato de las relaciones diplomáticas con ese país, por parte de Colombia, so pretexto de la supuesta participación de Moscú, en los mismos. Injerencia que nunca se comprobó, pero sembró el manto de la duda en la población, fuera del daño que causó a nuestra sociedad civil la suspensión de unos lazos que venían dando resultados favorables en los campos de la cultura, la educación y la ciencia. Es desde ese entonces, reconocida la obsecuencia de Colombia, frente al tutelaje ejercido por los Estados Unidos de América, donde la OEA, no ha pasado de ser un “Departamento de Colonias”, que no resuelve ningún problema continental, de tantos, sino, que se dedica únicamente, a hacer cumplir los mandatos imperiales. Su ineficiencia es cada vez mayor y su inoperancia es ya proverbial.

La herencia teórica y práctica de Gaitán, aún está por profundizarse, de parte de los estudiosos, pero será mucho más difícil poder interiorizar su pensamiento y darle vida en la práctica social y política de Colombia, dada la inmediatez con que vive el ciudadano corriente, el colegial, el universitario, el magistrado y todo aquel que haya elegido desde niño, el camino de la letras con miras a liberar el espíritu y “hacer cosas grandes”,  por sus semejantes, tal como le inculcaron a nuestras generaciones desde el primer momento en que nos matricularon en la escuela pública, “para ser como los demás”, pero, para sobresalir “siquiera dos cabezas” por encima de ellos, no para el lucro personal y la vanagloria, sino para practicar el altruismo, tal como lo dicta la consciencia o nos los indica por inducción, el pensamiento cristiano.



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