DOÑA CARMEN

Por: Eduardo Rosero Pantoja


Homenaje a todos los marginados de Colombia


     Le doy el título de doña, a una humilde mujer, que después del terremoto de 1983, vino, de algún lugar del Cauca, junto con su marido, don Alfonso y sus dos hijos menores, a refugiarse en un paraje urbano de Popayán, sin que fuera desalojada. Esa familia tuvo la suerte de haber pasado desapercibida por las autoridades, que recibían las quejas de varios dueños de predios, acerca de los mismos eran ocupados, por parte de desplazados, que llegaban de diversos lugares de Colombia. También es cierto, que los urbanizadores, todavía no habían concretado sus proyectos de construir viviendas en estos terrenos, que quedaban a 150 metros del río Cauca, en el sector conocido, en tiempo del colonialismo español, como el Valle de Ampudia, cerca al viejo puente del río Cauca, antes del cual funcionó un andarivel (tarabita), impulsado por la gravedad.

     Varias personas, en forma individual, construyeron sus casas, inicialmente, en ese sector, ocupando el lecho del río, tal vez, a sabiendas de que tarde, que temprano, él vendría por sus fueros e inundaría lo que le corresponde. No en vano, más abajo de su curso, hay una urbanización llamada La Playa, a la que, jocosamente, la gente bautizó de “Armerito”, en alusión a la avalancha que, en 1985, en el Departamento del Tolima, causó más de 25 mil muertos, tras la desaparición total, de la entonces, próspera ciudad de Armero. Los urbanizadores que llegaron en los años noventa, no se pararon en pelitos y empezaron a construir casas por decenas, como poniendo una caja sobre otra. De nada sirvió que nosotros, los vecinos del lugar, sembráramos, en una jornada, un centenar de ocobos a la orilla del río, para proteger su cuenca y, de alguna manera, impedir el desafuero que estaban planeando los dueños de los proyectos de vivienda.

      Al poco tiempo vimos con tristeza, que nuestros arbolitos habían sido desarraigados y, sin duda tirados, al corrientoso río. También se las ingeniaron, para tumbar el último guayacán florido, que quedaba en el camino de acceso al río. Yo me apresuré a escribir un ensayo, que titulé “El último guayacán del río Cauca”, el cual encontró eco en el Círculo de periodistas del Cauca, quienes, a través del doctor Eduardo Gómez Cerón, me notificaron, de que mi trabajo había sido escogido, en 1995, como el mejor ensayo ecológico publicado en ese año, razón por la cual me otorgaron el Premio Francisco Lemos Arboleda, creado para estimular a los escritores que se destaquen, en diversos perfiles del periodismo local. Tanto me dolió el derribamiento infame del citado árbol, que también hice unos versos que publiqué, por separado, donde daba cuenta de mi gran frustración, por ese hecho de maldad inenarrable, contra la Naturaleza y la ciudadanía.

     Por los años en que conocí a esa familia (1985), por allí pasaba un arroyo, que inundaba buena parte del terreno, pero les garantizaba el agua para todas sus necesidades. Una parte del predio era cenagoso y había que saltar, por varios montículos, hasta llegar a la covacha de estos desamparados. Daba la impresión de que ellos, se habían compenetrado tanto con su refugio, como si hubieran vivido allí, por generaciones, y no tuvieran en mente irse nunca de allá. Creo, que no les pasaba por la mente, que los urbanizadores, en cualquier momento, los iban a desalojar, con ayuda de la policía. Esos predios habían pertenecido a Julián Largacha, ex- presidente de Colombia. Sus descendientes, decidieron, por esos años, deshacerse de los últimos lotes y de la propiedad rural del ex-mandatario, no quedó ni el rastro.

     Desde el quinto piso del conjunto residencial Las Tres Margaritas, donde vivía con los míos, observaba, a distancia, cómo vivía la humilde familia, objeto de nuestro relato. Fuera del agua del arroyo y de la leña del monte, no tenía ni alcantarillado, ni baños, ni energía eléctrica. Después de las seis de la tarde, sus integrantes se escondían en su refugio, porque no tendrían ni para comprarse una vela para alumbrarse. Vivían, del producido de la ropa que lavaba doña Carmen, para algunos vecinos. Lo hacía sobre unas piedras, que había acondicionado para golpear los rimeros de prendas, que luego secaba al sol, sobre los matorrales. Su pobreza era infinita. Es posible que algunos moradores del sector los hayan amparado, llevándoles algunos productos, porque no se descarta la solidaridad humana entre los colombianos, aunque no es el rasgo más protuberante. Normalmente, la gente, que vive mejor, no se da cuenta de las necesidades urgentes de los demás, porque no es su asunto. El individualismo nuestro es tan grande, que la suma de todos los individualismos, sería una especie de planeta, que causaría terror si lo viera un habitante de una nación nórdica, educada en principios de equidad.

     Volviendo al predio ocupado, por doña Carmen y su familia, constatamos que tenía verdor por todas partes, mucho silencio para los pájaros, que cantaban en el alba y revoloteaban todo el día. Por el flanco Norte, estaba el camino, que desembocaba en el carrera sexta. Por ese camino-calle empinada, con frecuencia, subían arañas pollas, que mis hijos, cuando ya caminaban, intentaban coger. Era su diversión irse tras ellas. Por la noche se cruzaban los murciélagos, yendo a buscar su alimento, en los árboles del bosque aledaño. En forma silvestre crecían frambuesas que, en los veranos, se daban, en abundancia. También el arbusto llamado, en el centro de Colombia, lulo de perro (solanum mammosum) y cujaca en Nariño, el cual machacaba doña Carmen y con ese insumo, lavaba su propia ropa, debido a la abundancia de potasa, que contienen los frutos de ese vegetal. Allí se mantenía doña Carmen, como adherida a las piedras, sobre las que lavaba. Don Alfonso, sólo se veía por el predio, de vez en cuando, porque se mantenía, dentro de la casucha, por lo visto, muy enfermo. Los niños, sí retozaban a sus anchas, por todo el espacio de que disponían. Sin duda y, por desgracia, no tuvieron la oportunidad de asistir a la escuela, porque quedaba distante y además porque sus padres, no tenían los recursos para pagar una pequeña matrícula, comprar los útiles y vestirse adecuadamente.

    Fue desde comienzos de 1988, cuando llegó, a trabajar a la Universidad del Cauca, el violinista santandereano Reinel Navarro, Navarro y Navarro, nombre con el cual él se presenta, quien, después de hacerse amigo mío, fue a hacerme una visita hasta mi apartamento. Después de conversar un rato, decidimos afinar los instrumentos y ponernos a tocar y a cantar. Él tuvo la iniciativa de que fuéramos a tocar al campo aledaño a nuestra residencia. Inicialmente lo hicimos a la orilla del río Cauca, pero el fuerte rumor de sus aguas, no nos dejaba oír los instrumentos y nuestro propio canto. Inmediatamente nos dirigimos a la choza de doña Carmen y les anunciamos a sus integrantes, una visita musical a campo raso. De agrado aceptaron nuestra propuesta. Doña Carmen suspendió su faena y toda su familia prestó gran cuidado a nuestro concierto campestre. Hasta el perro negro bulloso se tranquilizó, al pie de sus amos, para disfrutar de la música y el canto. Resultamos dando un concierto inusitado, a una humilde familia que vivía en la cuenca del río Cauca, en medio de unos matorrales. La propuesta que me hizo el amigo Reinel, de cantarle a esta familia, me cayó de perlas, porque pensé, para mis adentros, que la música es para brindarle a la gente y, qué mejor que hacerlo, para aquellos que están más cerca del suelo, a aquella gente que tiene piso en tierra. 

    Dar un concierto a personas humildes, fue una determinación nuestra, que se avenía muy bien con la educación piadosa, que habíamos recibido, y, muy especialmente, Reinel, quien en su juventud había sido predicador de una iglesia cristiana. Recuerdo, que la primera pieza que “disparó”, Reinel fue Czardas, de Monti, luego Danza Húngara No. 1 de Brahms y “La carcajada del burro”, un pasillo del compositor santandereano, Víctor M. Guerrero. Después, se vino todo el repertorio de canciones colombianas, incluidas las de José A. Morales y Efraín Orozco, para nombrar los más representativos. No podía faltar el “estreno” del bambuco “Allá arriba en el Río Cauca”, del maestro payanés, Carlos “Talego” Ramírez, que él acababa de grabar, con la Tuna Universitaria del Cauca, del cual es miembro fundador.

    El concierto-ensayo, se repitió, con Reinel, en diversas fechas, justamente, en el terreno ocupado por doña Carmen y su familia, hasta que el músico santandereano, tuvo que, en diciembre de 1988, abandonar Popayán, después de que terminó su contrato en la Universidad del Cauca. Me contó el amigo violinista, que su carácter de librepensador, no cayó bien en el Conservatorio de la Universidad del Cauca, donde el nombre de “conservatorio”, hace honor al espíritu tradicionalista y cerrado de esa institución. De otro lado, las directivas, tienen sus propios recomendados, para vincularlos como instrumentistas y pedagogos del mencionado centro de formación. En todo caso, la amistad musical, que surgió, en ese entonces, entre Reinel y yo, se ha conservado en estos más de cuarenta años, con ensayos y tenidas esporádicas, tanto en Popayán, como en Bogotá y Ocaña, su tierra natal.

    Volviendo al caso de la familia de doña Carmen, debo contar, que se perdió de aquel lugar, inmediatamente, después de la muerte de don Alfonso, a quien, en el último tiempo, ya no se le veía asomar la cabeza fuera de su rancho. El día que supimos de su muerte, hacia 1991, fui a darle el pésame a doña Carmen, ingenuamente, pensando que el velorio, sería en el humilde rancho o a campo abierto, en el predio que ocupaban. Los dolientes, se habían trasladado hasta la vereda González, a donde fui con mi familia, a darle el último adiós a don Alfonso y a expresarle nuestra condolencia a la viuda e hijos huérfanos. Después de ese evento, nunca más volvimos a saber de ellos y sólo deseamos, que haya cambiado su suerte. Siempre existe la esperanza de que los hijos dediquen, todo su esfuerzo de juventud, a ayudar a su madre, sobre todo cuando es una persona agobiada por el peso de los años y el sufrimiento acumulado durante toda una vida de privaciones.

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