POPAYÁN POSTERREMOTO
-->
Por:
Eduardo Rosero Pantoja
El 31 de marzo
de 1983 me encontraba en Moscú y justamente ese día, muy temprano en la mañana,
acaba de presentar mi último examen en la Universidad de los Pueblos y de
entregar mi último trabajo de traducción para el Comité de Cinematografía de la
Unión Soviética. Me había comprado un pequeño televisor y una botella de vino
para celebrar esos dos eventos. Encendí el aparato y la primera imagen que vi
-en transmisión de la televisión francesa- fue la catedral de Popayán destruida, lo mismo
que varios edificios públicos y mucha gente saliendo de entre las ruinas. Sentí
un escalofrío y ganas de llorar, porque hacía menos de cuatro años que yo había
dejado Popayán y de ella tenía multitud de recuerdos gratos. Había conocido a
mucha gente del pueblo, especialmente a talentosos artesanos: carpinteros,
sastres, zapateros, orfebres, fotógrafos, modistas, bordadoras, peleteras, etc., y, por cierto, al último herrero que tuvo
Popayán al filo de los años 70. Todos ellos me suministraron valiosa
información dialectal en numerosas encuestas que hice, junto con mis
estudiantes de la cátedra de lingüística de campo, que por ese entonces se
impartía en la Universidad del Cauca.
En ese mismo
instante tomé la resolución de volver a trabajar a Popayán como profesor de
lingüística de la Universidad del Cauca, rama en la cual me había especializado.
Les escribí a varios amigos de esa ciudad, que suponía habían sobrevivido a la
catástrofe y en los sobres marqué con letra roja: ¡Popayán vive!, con el objeto
de mostrar mi convencimiento de que Popayán estaba viva y de que se
sobrepondría a las adversidades de la Naturaleza, como había ocurrido en otras
épocas. A los pocos meses de que yo llegué a Popayán, la reconstrucción estaba
en marcha y la gente tenía toda la resolución de empezar la vida, a veces desde
cero. Me conmovió mucho ver la ciudad en ruinas, especialmente el centro,
donde varios los edificios estaban seriamente averiados y muchas casas
totalmente destruidas. Habían muerto alrededor de doscientas personas,
aplastadas por las paredes que se les vinieron encima. Hubo emergencia
sanitaria por la enorme cantidad de heridos y además, por varios días,
suspensión del agua y la electricidad porque colapsaron las estructuras que les
dan viabilidad.
La ciudad se
conmocionó toda en lo físico y en lo social. En lo físico: nos contó, por esos
tiempos, don Silvio Sandoval que desde su fábrica vinícola en el barrio Calicanto, las montañas bailaban “como serpientes verdes” y que su
padre “nadó en vino”, porque se rompieron todos los barriles de su bodega. En
lo social: en grueso de la gente tuvo que endeudarse para tener un techo y
seguir luchando a brazo partido para conseguir los medios de subsistencia. Una
parte considerable de los damnificados fueron a dar al barrio “Benito Juárez”
donde tuvieron que vivir bajo toldos por varios meses. Allí se veían, como en
otros lugares de refugio, los emblemas de la Cruz Roja Internacional y de la
Media Luna, de la solidaridad mundial musulmana. Independientemente del egoísmo
propio de todos los humanos, esta triste experiencia vivida por Popayán, sin
duda que sirvió para educar a todos y,
en especial a los jóvenes, en el espíritu de ayuda mutua y de conmiseración.
Nos llamó mucho
la atención y nos indigno luego, saber que con el sismo, varios edificios del
barrio Modelo habían perdido, el primer piso, causando varios muertos y
heridos. Los investigadores establecieron que los ingenieros que los hicieron
habían rellenado, dolosamente, los pisos con cualquier material incluido el
alambre de púa. En prevención de esto la alcaldesa de la época, hermana de
expresidente Víctor Mosquera Chaux, se apersonó de la reconstrucción de Popayán
en edificios públicos y privados y fue así como la vimos supervisar todas las
obras, vestida de monotraje y botas, desde temprano en la mañana y durante todo
su mandato.
Cuanto
hubiésemos querido que el Municipio de Popayán hubiera tenido una proveeduría o
almacén oficial de venta de cemento y otros materiales de construcción, lo mismo que de cereales y abarrotes para toda
la población, con el objeto de que no
pulularan los especuladores de todo lo indispensable y urgente. Pero no. El
terremoto sirvió para que se enriquecieran los dueños de las ferreterías y de
los depósitos de granos, hasta niveles escandalosos. En poco tiempo esos
propietarios llegaron a ser los poderosos capitalistas que accedieron al poder
local y ahora gobiernan de acuerdo a sus intereses. Los lujos, seguridades y
alardes con que viven no tienen límite, mientras el pueblo desfila por sus
ricas bodegas contando los centavos con que va a completar la libra de arroz,
de azúcar o la botella de aceite. Qué bueno que en todo tiempo, las alcaldías
se encargaran de la provisión de esos alimentos a la población, como en la
época del general Rojas Pinilla, para paliar un poco el hambre que azota a la gente,
la mayor parte de ella vinculada al trabajo informal o simplemente desempleada.
La
reconstrucción se dio desde el primer momento, empezando por las intensas
remociones de escombros. Con el esfuerzo de la gente -y la ayuda del gobierno
central y de otros departamentos- la
ciudad y otras poblaciones afectadas salieron adelante. A la vuelta de tres
años, Popayán, por lo menos en su aspecto externo, sobre todo en el llamado
Centro histórico, parecía que no le
hubiese pasado nada, porque todo lo reedificaron de acuerdo a los planos y fotografías que se conservaban. Sin embargo,
los edificios públicos como la alcaldía, la gobernación y la Universidad se
modernizaron por dentro, adquiriendo mayor funcionalidad y belleza. Por cierto
que la gente se endeudó hasta la coronilla para reconstruir o volver a levantar
sus viviendas. Veinte años después recuerdo haber visto a multitud de
gente -a lo largo de varias cuadras- desfilando para protestar por
los desmanes del Banco Central Hipotecario y otras entidades usureras.
La protesta la
encabezaba el doctor Julio César Payán, otro de los damnificados del terremoto
y de la banca. Las entidades públicas también se endeudaron con la banca
internacional, como es el caso de la Universidad del Cauca que recibió 20
millones de dólares para su reconstrucción,
la misma que se hizo responsablemente y en los plazos acordados. Por
cierto que el esfuerzo colectivo para que la Universidad no muriera dio sus
resultados. A pesar de la destrucción de su planta física -que fue total en algunos edificios- los profesores y estudiantes no interrumpieron
sus labores y algunas clases se dictaban en los espacios abiertos, en escuelas
públicas que facilitaban sus aulas y
hasta en los patios solariegos de algunos generosos vecinos que nos abrían sus
puertas.
La gente
pudiente utilizó sus propios recursos y también los préstamos del gobierno para
reconstruir sus casas y, por lo pronto,
irse a vivir a sus cómodas casas de campo “lejos del mundanal ruido”. Pero no
sólo del ruido, sino del polvo, de la falta de abastecimiento, de las
enfermedades. Yo mismo, que regresé en
julio de 1983, tuve inflamados los ojos -en cuatro oportunidades- por violentas conjuntivitis, producto de la
gran contaminación del ambiente, pues la tierra se revolvió con el sismo y, por
efecto de ello, afloraron ratas,
culebras y toda suerte de alimañas, de las cuales fue víctima la población,
sobre todo al comienzo. Pero la precariedad con que vivía la gente -un 50 por ciento lo hacía en casas comunales
o de vecindad- la falta de trabajo, la
misma necesidad de supervivencia, sumado esto a los asentamientos humanos (formados
por gente paupérrima que llegó a Popayán de otros lugares a probar suerte) hizo
que algunos habitantes se dedicaran al
pillaje. Fue esa la causa para que en los barrios los vecinos se organizaran en
verdaderas brigadas para cuidar las cuadras haciendo turnos, para evitar los
eventuales asaltos. Fue una época de zozobra para la mayor parte de los
habitantes porque no tenían otra salida
que seguir viviendo en Popayán.
Siempre se dijo
que las ayudas gubernamentales y privadas a Popayán fueron colosales y que los vividores
de siempre se quedaron con buena parte de ellas. Es muy probable porque al poco
tiempo aparecieron por las calles flamantes coches y gente emparrandada a toda
hora. No tuvieron lástima del dolor ajeno y Popayán se fue transformando muy a
pesar de la clase tradicional. El centro ya no volvió a ser el mismo, porque se
llenó de edificios públicos y de oficinas varias. En estos días de 2013 es una suerte de “zona rosa”, que fastidia la vida de los pocos vecinos que
en suerte les tocó quedarse a vivir en ese sector. La Popayán central esa otra, económica y sociológicamente
hablando, aunque mantiene sus 36 cuadras de blanco impoluto, para que se le
siga llamando “Ciudad Blanca”, aunque más allá, para alivio de los ojos -de
propios y de visitantes-, es multicolor. Y, a pesar de las penurias, la gente
sigue siendo alegre y comunicativa, dispuesta a dar muchas batallas para llegar
a tener una vida mejor. Popayán ya no cree en que su redención venga por parte
de los gobiernos y mandatarios al estilo de los que ha tenido inveteradamente.
Siempre nos
lamentaremos de que Popayán, por designios de su clase dominante -de mentalidad
feudal- no se haya industrializado, a pesar de que existió esa oportunidad y
que fue en el momento en que el empresario Carlos Ardila Lülle, por esos años,
se desposó con una distinguida dama payanesa y tuvo la firme intención de
ayudar al desarrollo de esa ciudad. Pero
los poderes locales se le interpusieron como mulas muertas a sus proyectos de
inversión de capitales para crear industria. Otras regiones del país
aprovecharon esa oferta y otras propuestas. Fue entonces cuando abrieron sus puertas para que muchas
empresas se establecieran, incluso dándoles hasta diez años de gracia, sin cobrarles impuestos. Es de todos sabido
que una ciudad que no se industrializa y no tiene clase obrera, nunca saldrá
adelante, porque no se llegar a ser moderno ni postmoderno sólo a expensas del
situado fiscal y de la venta de servicios. Y siguen este decepcionante derrotero todas aquellas ciudades que, como
Popayán, viven ancladas en el pasado
glorioso, que no fue otro que la explotación del oro -con manos esclavas- en
las minas del Gran Cauca, región que comprendía media Colombia, de sur a norte.
Las llamadas Ley
de alivio (para damnificados del terremoto de Popayán, 1983), la Ley Páez (
para mitigar la avalancha 1994, que afectó también a un decena de municipios de
Cauca) y todas las demás disposiciones pensadas desde las alturas del poder, poco
o nada sirvieron para ayudar a Popayán, porque esta ciudad, es cierto que se
rehízo, pero no se industrializó y la inversión de capital más les sirvió a los
municipios del norte caucano, a los vallunos y, en mayor medida, a los
extranjeros que establecieron parques industriales, los mismos que cualquier
día abandonarán cuando ya no les produzcan óptimas ganancias. Mientras tanto
Popayán se debate entre las necesidades de la población, que cada vez son
mayores y no cuenta con inversiones ni del municipio ni del departamento,
porque los ingresos de éstos se van en pagar la fronda burocrática y las deudas
que ellos mismos generan, producto de la escandalosa corrupción. (Baste
recordar que el anterior gobernador comprometió más de 16 mil millones de pesos
y no respondió por ni un solo peso).
Popayán y el
Cauca, estadísticamente y sin el menor afán peyorativo, son entidades
territoriales de cuarta y quinta categoría y la administración central no las
tiene en cuenta para nada, que no sea para que los politiqueros vengan adelantar actividades electoreras. Los congresistas
no han dejado de ser personajes bien pagados de sí mismos, dedicados a su
propio lucro y apenas sí se diferencian en algo del famoso ex, ya nombrado, a
quien los canales de televisión mostraban roncando sobre su curul, con el
diciente comentario: “duerme el Cauca”. No se vislumbra un mejor futuro para
los payaneses y caucanos, en general, y eso es lamentable con una comarca que
contribuyó con sus esfuerzos y heroísmo a la independencia de Colombia, ha sido
cuna del pensamiento libre -en medio del sentir esclavista de los acaudalados-
y tiene una de las juventudes más talentosas del país, pero que -en su mayoría-
se queda sin educación y si logra obtener un título profesional no le queda sino la disyuntiva de guardárselo o
irse de su terruño, sin retorno, en
busca de horizontes menos hostiles al emprendimiento y al progreso.
Comentarios
Publicar un comentario