LOS LADRONES DE MI PUEBLO

Por: Eduardo Rosero Pantoja

Antes de hablar de los benefactores de mi pueblo, primero hablaré de los ladrones, que los habido, aunque los de mi de época de niño, robaban efectos y valores de menor cuantía. Pero de todas maneras eran ladrones. Algunos de ellos, que se los veía mezclarse entre la gente sana, se curaban en salud con palabras de la Biblia: “ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón”. Era como si intuyeran que entre los señores del pueblo también había amigos de lo ajeno, prevalidos de sus altos cargos públicos. Pero la idea generalizada entre los habitantes de Túquerres era de que la gente era sana y que por eso las puertas permanecían cerradas, pero sin aldaba. Como en muchos casos aún ocurre hasta ahora (2011). Últimamente se ha culpado a “gente de afuera” o a “gente del norte” de los robos que ocurren en el pueblo, sin detenerse a pensar que los robos, así sean en baja escala, se dan desde siempre. Mi papá inclusive afirmaba que en Túquerres se roban hasta un hueco. Efectivamente así había pasado en los años cincuenta cuando a un campesino le robaron un hueco que había hecho en su parcela para enterrar una res que se le había muerto con carbunclo.

La primera vez que escuché hablar de ladrones, fue en una ocasión en que -no se por qué razón- hacíamos cama franca en el cuarto trasero de mi casa, mi abuela nos despertó a la madrugada con los gritos de ¡los ladrones!, ¡los ladrones!. Todos nos despertamos, pero el único signo que sentía era el ladrar de los perros del vecindario, por eso no es raro que por algún tiempo yo siguiera asociando a los ladrones con los perros, explicable esto, porque yo apenas tendría apenas tres años. Efectivamente eran los ladrones los que habían pasado por el extenso huerto de mi casa y alguna prenda de ropa se habían llevado de las cuerdas donde la colgaban. Recuerdo que mi abuela, persona valiente -por demás- salió machete en mano a enfrentarse con quien quiera con tal de defender las cosas de la casa. Cuando ya crecí un tanto mi abuela me indicó -pasando por el barrio El Gólgota- cómo se veían colgadas nuestras camisas que habían sido sustraídas de nuestro huerto, por lo visto en una ocasión posterior. Se decía que en ese barrio deprimido vivían los Caypes, una larga familia de ladrones que tenían esa “profesión”, la cual ejercían de generación en generación.

Cómo no recordar que mi papá también les decía Caypes, por extensión, a los abogados, buena parte de ellos indelicados y, algunos, definitivamente ladrones. Con alguna frecuencia refería mi papá que a su taller de sastrería se acercaba, tímidamente, cualquier campesinito a preguntar si él no había visto, por casualidad, al doctor Marcial Bedoya, quien a la sazón tenía su casa y consultorio al frente de dicho taller. Mi papá con prudencia le preguntaba -al campesino de turno- acerca de cuál era el motivo de su insistente espera del abogado. Pues con tristeza mi papá se enteraba de que el doctor Bedoya se escondía para no tener que responder por el despojo que había hecho de tal o cual finca, que en derecho le pertenecía a la gente humilde del campo. De verdad que mi padre tenía razón de detestar a tan pérfidos profesionales que se valían de argucias para quitarles los bienes a esos ciudadanos que se merecen el mayor respeto porque nos brindan los alimentos que producen con el sudor de su frente y en circunstancias de vida por demás precarias. Principiando con que ellos se visten con ropa usada que dejan los citadinos, además de que no disponen de servicios esenciales, como el agua potable, el alcantarillado, la recolección de basura, la sanidad pública, etc.

Mi abuela comentaba que para la reconstrucción de Túquerres después del terrible terremoto que lo asoló en 1936, fueron grandes los aportes del gobierno, de entidades privadas y de particulares para volver a levantar los templos. En particular, comentaba ella, que fue aún mayor el dinero que el padre José de Jesús Erazo recibió para dicho fin y el pueblo llegó a preocuparse de las largas que él le daba al inicio de las obras. Mi abuela comentaba además que ese templo -al que ayudamos a levantar en diversas mingas, a mediados de los años 50- podía haberse construido en oro puro, porque fueron montañas de dinero las que recaudó la Parroquia de San Pedro, dirigida por el mencionado cura. No sería el primer caso en que los curas se llenan los bolsillos de plata, porque -muy pronto después del ejercicio religioso- se habitúan tanto al dinero, que no pueden desprenderse de él, impulsados muchas veces por apetitos bajos y por la necesidad que tienen a ayudar a su familia o unas colaboradoras que ellos, hábilmente, llaman “sobrinas” y son, con frecuencia, unas rubias de belleza despampanante que contrasta fuertemente con su cara aindiada.

Cuando yo tenía alrededor de 10 años, involuntariamente fui testigo de un conato de robo en la casa de la familia Coral Córdoba, la que justamente en ese momento tenía de visita a su familiar el general Juan B. Córdoba, quien fuera años después secretario de la Junta Militar de Gobierno que sucedió al general Gustavo Rojas Pinilla. El caso es que a la mencionada casa se había entrado un hombre viejo, apodado “Centavo liberal”, de apellido Álava, proveniente de otra de las honorables familias de tuquerreñas. Apenas doña Emilia Córdoba lo hubo avistado -en la sala de su casa- llevándose un florero, inmediatamente me dijo que lo disuadiera de su propósito y que dejara el florero en su sitio. Se trataba de una nueva incursión de un cleptómano conocido, quien después de visitar los domicilios, dejaba las cosas abandonadas en cualquier parte, sin siquiera ofrecerlas a alguien a cambio de algún dinero.

Apenas se fue el ladrón, el mismo general me agradeció mi intervención, la misma que le evitó ponerse en la incómoda situación, según sus palabras “de que un general tenga que capturar a un simple ratero”. Pero recuerdo que esta sencilla ayuda mía sirvió para que yo terminara de amigo del general, a quien visité en más de una ocasión en su residencia de Bogotá y hasta lo acompañé a hacer algunas compras debido al buen conocimiento que yo ya tenía de esa ciudad. Años después, su intercesión sirvió parque a mi papá le hicieran una cirugía en el talón, propiamente un implante, en el Hospital Militar de la capital, asunto nada fácil de conseguir para un habitante de la provincia, sin mayores recursos.

Tengo memoria de otro ladrón, para la época, pionero de los maquinadores, de nombre Horacio Ortega. Cajero de banco, hombre circunspecto, callado, cumplido y buen marido. Lo veíamos salir para su oficina con todo el juicio y regresar a tiempo a su casa. Su esposa, una costurera sacrificada que hacía camisas de pacotilla en su propia casa. Un buen día corrió por el pueblo la noticia de que don Horacio se había “alcanzado” en el banco, eufemismo empleado para significar que había tomado abusivamente un capital de dicha entidad. El juicio y la cárcel no se hicieron esperar y doña Bertha, su esposa, religiosamente le llevaba el desayudo, almuerzo y comida a su esposo hasta la cárcel del Circuito de Túquerres. Fue asunto de dos años que vimos el desfilar de esa señora hasta el penal. Pero tan pronto hubo salido el preso de su reclusión, casi inmediatamente, esos dichosos esposos abrieron una supertienda de ropa, que la gente no tuvo el menor trabajo de vincular tanta prosperidad a la sustracción de dinero del banco por parte de ese empleado. De todas maneras fue algo inusitado en el pueblo, que a los años se replicó en varios lugares del departamento y de Colombia, por aquello de que el mal ejemplo cunde.

Con tintes imborrables recuerdo el día de abril de 1954 cuando -de visita por el cementerio de Túquerres, en compañía de mi madre y de una tía, que venía de Boyacá- mi hermano Hugo y yo advertimos, de primeros, que se habían robado el cadáver de mi hermano William Vicente, quien había fallecido un mes atrás. Con Hugo no pudimos hacer nada para que mi pobre madre no se encontrara frente a la desgracia de ver profanada la tumba de su hijo y lo que es peor, sin el cadáver. No sé de dónde ella sacó fuerzas y nos ordenó que llevásemos ese pequeño ataúd, con las ropitas intactas, hasta la casa. Allí permaneció esa cajita blanca hasta que la casa fue vendida en 1966, a raíz de la muerte de mi padre. Nunca se puso una denuncia sobre ese robo y en casa se hacían conjeturas sobre quién pudo haber sido el ladrón o el autor intelectual del robo. Hasta se pensó -en voz baja- en el médico Eduardo Osejo, de quien se decía que tenía inquietudes científicas, pero no pasó de ser eso una conjetura. Por ese entonces, tampoco se supo de ningún otro caso de robo de cadáveres, ni de tráfico de órganos ni de prácticas satánicas. Quedó como un caso insólito que mucha amargura le dejó a mi familia, especialmente a mi madre.

Tiempo después, y a propósito de que el mal ejemplo cunde, una señorita Bravo, también empleada de una entidad oficial fue acusada de robo y muy pronto capturada por la autoridad, por lo visto, después de un proceso judicial. Noticia que tomó a la sociedad por sorpresa, toda vez que las damas del pueblo sí que estuvieron lejos del latrocinio contra los bienes públicos. Luego supimos que la citada dama fue a parar a una casa del Buen Pastor de Pasto, sin haberse sabido nada más de su suerte. Tratábase de una hermosa dama -sin exageraciones- y perteneciente a una de las familias tradicionales del pueblo. Décadas más tarde, otras damas, también pertenecientes a familias raizales, definitivamente se descararon y prevalidas de sus altos cargos, entraron en maquinaciones para apropiarse de los bienes públicos con el mayor descaro y dentro de la mayor impunidad. Para ellas y otros personajes reza el dicho popular: “La historia no los juzgará” porque su astucia no les permitió dejar huellas, como si se tratase de los dioses y los seres invisibles.

Cuando yo era estudiante de cuatro de bachillerato, el hijo del notario del pueblo de apellido León, era uno de colegiales remisos pero que se distinguían por manejar dinero en buenas cantidades, algo muy visible entre los muchachos de clase popular, a quienes sólo nos daban cinco o diez centavos cada día para comprar unos dulces o un pan durante el recreo. En cierta ocasión, Luis me entregó -por ciento- intimidándole sutilmente, un paquete envuelto en papel de empaque con la recomendación de que se lo guardara por un mes, en el muro de mi casa. Supe que era dinero. Debido a la presión sicológica yo se lo recibí pero no osé contárselo a mi mamá porque eso habría desembocado en una averiguación entre familias y después hubieran venido para mí las represalias. Pasó un mes largo de zozobra para mí, pero cualquier tarde apareció ese muchacho a reclamar el paquete.

Nunca supe cuánto había en el paquete de marras y nadie más supo de ese asunto, pero lo único que yo sabía es que era dinero robado a su padre notario y a su madre contrabandista, quienes conseguían no poco de dinero en oficios donde, por lo regular abunda la plata, y donde los hijos pueden nadar en ella sin que se ahoguen. Justamente en la semana siguiente en que yo terminé el bachillerato, ese joven había atracado un banco en Panamá y así lo supimos por la prensa. Mucho tiempo después volví a encontrarme con un hombre de aspecto viejo y cansado y que tenía acento caribeño. Era el mismo Luis que había pagado cárcel en Panamá y quien sabe más en qué otros países, por cuenta de los robos que había realizado y que había sido aprehendido y juzgado. Ya de viejo volvió al pueblo a llevar una existencia triste pero, posiblemente, enmendado de sus costumbres aviesas.

También supimos del caso de un Encalada de quien se decía que había cometido delitos, entre ellos robos, y a consecuencia de ellos fue sentenciado a largo y duro presidio en la colonia penitenciaria y laboral de Araracuara que en 1937 inauguró el presidente Alfonso López Pumarejo. Se decía que ese reo Encalada estuvo varios años en esa cárcel ubicada en plena selva, en linderos con el Brasil y que había logrado fugarse de allá, realizando una de las proezas más grandes de ese y de cualquier otro tiempo, porque es casi imposible sobrevivir en una selva como fugitivo. Nunca lo conocí ni supe mayores detalles de su vida, pero eso fue lo que se comentaba como algo que realmente hubiera ocurrido y no veo por qué no se le pueda dar fe a eso que se decía. Conocí a familiares suyos, humildes ciudadanos de mi pueblo que nada tenían que ver con actos delincuenciales de ninguna especie. Es bien sabido que nadie puede responder por los actos que realicen nuestros propios familiares así sean los hermanos de sangre.

De otros robos que oí decir fue cuando un cura se había llevado a la mujer de un distinguido profesor del Colegio San Luis Gonzaga, pero que apareció después de unas semanas “toda contrita y confusa”, pero que el caso no pasó a mayores, independientemente de la murmuración ciudadana que en Túquerres ha sido lo suficientemente fuerte por el control social que siempre se ha ejercido sobre las personas y por aquello, que es irremediable, de que “en pueblo chiquito” infierno grande. Es cierto que esa dama “se hizo noche” por un tiempo, pero luego llegó de su amoroso “tour”, siendo muy bien recibida por su marido, independientemente, de que él en su desespero por la pérdida de su mujer, se había dado a la ingrata tarea de contarle su tragedia a más de un parroquiano, logrando, tan sólo, que todos los informados se rieran de él a sus espaldas.

Los ladrones de última data tienen que ver con la administración pública, no como un vicio propio de tuquerreños, cantarranos o hacheros, sino como mal nacional, producto de la corrupción generalizada que nace en el sector privado -que todo lo puede- y luego pasa al sector público como algo institucional. Esta secuencia cronológica está demostrada estadísticamente y ya no tiene discusión. El soborno por contratos públicos tiene como acrónimo el famoso “ceveyé” (C.V.Y.), que se descifra: “¿Cómo voy yo?”, o sea ¿Por cuánto es mi mordida, mi palada, mi untada? Entonces, el soborno campea también en la administración de mi municipio y se traduce en algo que puede ser la mitad o las tres cuartas partes del monto (según el “marrano”), destinadas, sagradamente, al funcionario dador o adjudicador del contrato y esto tiene que ver con ingenieros, instructores y todo tipo de profesionales. Corrupción vergonzosa que tiene que acabarse, o se acaba primero el Estado que fundaron unos pocos, para lucro de ellos solos y de sus familiares y descendientes. Para muestra un botón: sino miremos la lista de los Ospina, Lleras, López y Pastranas que han desfilado -por generaciones- en la presidencia de la república, para no hablar ya de la alta burocracia colombiana donde se rotan ad infinitum las mismas familias.

No recuerdo que en pueblo de Túquerres se hubieran robado las campanas, ni las máquinas de escribir, ni las volquetas, ni lo copones, ni las custodias, como ha ocurrido en otro pueblos de Colombia. Si acaso se oía de las gallinas -que con gran puntería o caletre- se robaba en Iboag y aldeas aledañas, el profesor Eduardo Arévalo Salazar, reconocido disparador de la “charamba” (cauchera), un instumento de “jeves” (de hevea, caucho) cortos, que dicho profesor manejaba a las mil maravillas, pero que debido a tantas bajas gallináceas que él causó, fue acusado ante la rectoría del citado colegio. Para terminar debo decir que, de vez en cuando, se hablaba de la pérdida de algún ganado, pero eso era asunto del abigeato que no han dejado de practicar delincuentes comunes que por las noches recorren los campos llevando reses, de un municipio a otro, para venderlos en mercados, en lo posible, más lejanos.

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