EN POS DEL VICIO DE LA LECTURA

Por: Eduardo Rosero Pantoja

Siempre quise que me picara el bicho de la lectura, hasta que ésta se me convirtiera en un vicio -como lo tenía mi tío Eduardo Pantoja o lo tiene, en la actualidad, mi pariente Luis Santiusty- vocación de leerlo “todo”, pero con juicio, con sentido comunicativo, nunca sólo para sí mismos. Ese es el mayor beneficio de la lectura, la socialización, para que la humanidad se entere de que, generaciones de antaño y de hogaño, siempre han pensado en los grandes problemas globales o tuvieron todo el sentido del humor para burlarse de las malas costumbres y de las personas, principiando por ellos mismos. Vicio de leer siempre, de leer cosas útiles y no sólo asuntos de moda, como fue para don Quijote el dedicarse a leer, día y noche, sólo temas de caballería “hasta que se le secara el cerebro” y de paso se volviera loco. Eso de leer, en función del provecho de los demás, debe ser la principal motivación para no caer en el vicio que tenía el peluquero de mi pueblo quien -si bien es cierto- leía a los clásicos franceses como Hugo, Balzac y Mallarmé, cuando uno le preguntaba, por tal o cual argumento de un libro, indefectiblemente contestaba: “Muchacho, estás muy biche para que tú entiendas de estas cosas”.

En mi casa había pocos libros, pero mi papá no dejaba de comprar la prensa y de ponerla encima de la mesa de centro, de la sala de recibo, para que siempre la hojeáramos y, de paso, la leyéramos. Mi mamá nos obligaba a todos a leer en voz alta y esa tarea la empezaba mi papá quien leía los editoriales de “La Jornada”, el periódico de Gaitán. Yo tenía menos de cuatro años y apenas si deletreaba los titulares, pero era la manera de estar involucrado en un proceso, donde participaban también mi abuela y mis dos primos. Se puede decir que, sin sentirlo, nos hicimos a las ideas políticas, no para ser politiqueros, sino para saber cómo anda el país y el mundo. Después del asesinato de Gaitán, producto de una intriga internacional propiciada por los Estados Unidos, todos sentimos que en ese momento había que leer más, pero no sabíamos dónde encontrar los libros, porque los periódicos no hacían más que alabar al partido conservador de latifundistas y exportadores de café. Como los sermones de los curas eran del mismo talante, entonces mi papá dio con la buena idea de sintonizar emisoras internacionales, fundamentalmente de Europa. Qué gran aliciente fue ese, para orientarnos por el mundo del desarrollo y de las conquistas ciudadanas en esa época de la posguerra.

Cuando hice la primaria, mi prima Lola me ayudaba a entender los libros de ciencias naturales y a ilustrarme con plumilla las tareas de mis cuadernos. Con especial cariño recuerdo la época cuando en Túquerres se abrió la Biblioteca municipal con cuatro grandes mesas metálicas, con libros nuevos y revistas. Al final de la visita y por la asistencia juiciosa a dicha biblioteca, nos obsequiaban el reciente número de la revista de Pombo con sus fábulas que nos divertían, nos acercaban a la poesía y nos dejaban sabias enseñanzas. Era la época del gobierno de le general Rojas Pinilla, que duró cuatro años, y durante los cuales se hicieron más realizaciones que en las administraciones de varias decenas de presidentes anteriores juntos, a pensar de que ese general era un ingeniero militar y no un letrado, como sí lo habían sido varios de sus antecesores. El esfuerzo que hagan los gobiernos por fomentar la lectura, será el único camino que nos sacará del subdesarrollo, eso lo están comprobando fehacientemente países como Corea, otrora país atrasado y destruido por la guerra, convertido en una verdadera potencia industrial y cultural, pues ocupa el segundo puesto -después de Alemania- por la mayor cantidad de libros leídos al año, per cápita, o sea 50.

Los médicos y psicólogos aconsejar leer hasta por salud, pues es bien sabido que la gente que no lee (y no consume pescado), se vuelve decrépita prematuramente, porque no tiene en ejercicio su cerebro, es como un computador que si no se usa, termina herrumbrado. Conocemos personajes de la cultura como el doctor Otto Morales Benítez, quien a sus 90 -y más años- conserva plena lucidez produciendo todos los días obras del intelecto y saliendo a trabajar por las mañanas a su oficina de abogado. Hay que leer para sí mismos, por supuesto, pero también en voz alta, para los demás. Recuerdo de las lectura de sobremesa de unos parientes donde todos reunidos a la hora del almuerzo, tenían como postre una poesía o un cuento corto. Luego venían los comentarios inteligentes y el interés por más cosas de la vida. Con el tiempo esos niños se convirtieron en un verdadero filón de profesionales de la más alta calidad nacional. La lectura en voz alta, para el colectivo laboral, se sigue fomentando en Cuba, como herencia que vino de España y que consiste en que un obrero lee un libro escogido, mientras los demás continúan con su labor manual, fundamentalmente en la industria tabacalera, donde no hay ruido de máquinas. No está en discusión de que ese país ocupa el primer lugar en América en cuanto a lectura y otros índices culturales y de escolaridad.

El profesor Francois Texier nos dice que “el lector no debe ser un simple glotón capaz de digerir libros” ni “un leñador cuya única labor es desbrozar el paisaje”. Se trata de leer con sentido y no sólo las palabras aisladas, como quien hace un escaneo, sino extrayendo el significado del texto, para decirlo con el menor número de oraciones. Eso fomenta la capacidad de síntesis, que es justamente donde se encuentra una de las mayores falencias de que adolecemos. (Igual ocurre en la parte auditiva-visual, en la cual somos capaces de narrar el capítulo entero de una telenovela, pero nos cuesta trabajo decir, en pocas palabras, cuál fue el planteamiento central del capítulo en cuestión). Es que el lector se hace leyendo, como el futbolista, jugando todos los días. No hay teoría que valga sin la práctica. Si ese consejo no se sigue, de nada sirve que nos visiten los mayores especialistas en lectura del mundo. Hay que leer siempre, todos los días y si es posible en todo lugar, por cierto, nunca en vehículos en movimiento, aunque nos llegue la tentación, porque se nos puede despender la retina. De eso estamos advertidos por los galenos, quienes nos aconsejan leer siempre en lugares iluminados, donde nos entre la luz lateralmente y nunca de frente porque nos enferma. Además ellos nos dicen que debemos siempre ir al oculista para saber del estado de nuestra vista.

Siempre nos preguntan ¿qué leer? ¿qué ha leído uno? Desafortunadamente uno no puede escapar de los rieles en que está montada la escuela (comprendiendo en este término la primaria, la secundaria y la universidad), porque es esa institución según un tratadista “la fábrica de malos lectores”, por se lee a duras penas lo de la tarea, que si bien antes se lo hacía a partir del libro, ahora se lo hace con xerocopias, empresa que en el mundo representa millones de dólares al día para los fabricantes y explotadores de esas máquinas. Por supuesto que hay que leer los clásicos y esto tiene que ver con la poesía, con la prosa literaria, la filosofía, la botánica, la física, la lingüística y con todas las ciencias y artes. Pero en el plano de lo más práctico, creo que hay que empezar por la mitología nacional, donde nuestros dioses indígenas, como Bochica, Bachué y otros tantos, nos sigan deslumbrando para poder tener identidad nacional. Hay que empezar por las asociaciones más cercanas, por nuestro imaginario comarcano, para luego poder ir ascendiendo a la escala universal. Pero para eso no se necesita de años, simplemente se debe empezar por lo más cercano a nuestra propia piel. Yo por ejemplo tuve la suerte de que mi abuela me contaba fábulas de Esopo, de La Fontaine, pero primero empezó por la mitología chibcha, antes me meterse con al mitología griega y escandinava.

De joven quedé muy impresionado por la lectura de “El hombre mediocre” de José Ingenieros, el famoso filósofo, psicólogo y medico argentino, que a comienzos del siglo XIX, siendo muy joven, se impuso el desafío de pensar en una moral para los jóvenes que fuera moderna, científica y no confesional. Cómo invoca él la moral de Sócrates, su ejemplo de dignidad y su fe en la juventud. Es sabido que por querer abrir los ojos a los jóvenes fue condenado a beber la cicuta, pero su ejemplo -nos lo recuerda Ingenieros- traspasará los milenios. Hacerse valer, ser dignos, es la consigna del escritor argentino, que nos sirvió de mucho a los jóvenes de varias generaciones de latinoamericanos, que bebimos en sus enseñanzas, las mejores savias para la superación y la valoración de las riquezas espirituales de la humanidad, concretadas en la cultura de todos los pueblos, sin distinción. Los principios morales de Ingenieros lo llevaron a decir que muy pocos de su generación podrían escribir con el valor que él lo hacía, porque sus obras estaban acordes con su ejemplo de vida. Pero advertía -para que no lo confundieran con un santón- que los santos de la humanidad, no están precisamente en el santoral católico, sino en ejemplos que nos conmueven, como son los del mismo Sócrates, Galileo o Giordano Bruno, por su legado moral.

Otro libro que recomendaría es “El destino de un hombre”, del permio Nobel ruso, Mijáíl Shólokov, que sirve de base a una película homónima que le dio la vuelta al mundo en los años sesenta Se trata de una pequeña obra de 50 páginas donde se narra la epopeya del pueblo soviético durante la guerra de resistencia contra los invasores hitlerianos. En ejemplo de un soldado ruso, se muestra todo el valor moral de ese pueblo, su espíritu de dignidad, su decisión de combatir y de ganar la guerra justa, a la que se veía confrontado, pero también su espíritu pacífico y de creación diaria. Pocos relatos en el mundo han logrado -en tan pocas páginas- conmover los corazones de millones de lectores. No cabe duda de que esa obrita vino precipitar en los jurados del premio, su decisión para que le fuera concedido -sin dilación- el codiciado Nobel, al autor en mención. De varios otros libros impresionantes se podrá hablar, pero se trata de privilegiar sólo aquellos que tienen que ver con el destino de buena parte de la humanidad o de toda ella, por entero

Una buena forma de poner a leer a la gente -con provecho intelectual para la sociedad- es la formación de clubes de lectura que operen en todos los establecimientos educativos, ministerios, oficinas publicas y privadas, donde participen personas de todos los niveles culturales para no formar compartimentos cerrados, donde no haya ni aire ni se ventilen las ideas. La falta de lectura es pasmosa en Colombia y eso mismo lo constatan en México, país que guarda la apariencia de ser culto. Pero junto a él está Colombia haciéndole compañía en el bajo índice de lectura y el más alto de analfabetos (absolutos o funcionales), ocupando ambos países él último y penúltimo puesto entre cien, con la deshonra para Colombia de estar por debajo de aquel.

Tenemos la sospecha de que a los gobiernos colombianos no les llama la atención alfabetizar y desasnar a su pueblo, porque si ello ocurriere de verdad, nuestra nación se levantaría a reclamar sus derechos, fijados en la Constitución, pero conculcados en la práctica como son: los políticos, económicos, sociales y, de adehala, los derechos humanos. Ya en los años 50 el intelectual y congresista chocoano, Diego Luis Córdoba, expresaba que “la cultura lleva a la liberación del ser humano y la ignorancia a su esclavitud”. Parece que nuestros gobernantes hicieron la lectura que les convenía de esta sentencia y por eso seguirán -por siempre- interesados en que no se produzca la liberación de nuestra nación a través de la lectura, que lleva al desencadenamiento del progreso por los profundos cambios intelectuales, que se dan en el cerebro de la gente, cuando se empieza a leer con consciencia social. No hay una edad específica para aprender a leer, pues, desde que se es racional -desde la primera infancia, hasta la tumba- hay que practicar ese delicioso hábito que nos separa del mundo animal y nos trasporta hacia los astros, a través de la ciencia o de la poesía, disciplinas que cuando se ejercen de veras, habitan las cabezas de los sabios y de los poetas, quienes a cada momento verbalizan en silencio, primero, y luego socializan, todo lo que a ellos los asombra, desde sus diferentes campos del pensar.

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