UN NIÑO PATEA LAS PLANTAS



















Por: Eduardo Rosero Pantoja

    Me asomo este domingo a la ventana, desde el tercer piso, y veo que, en el jardín de enfrente, un árbol de resucitado, se mueve y se sacude con inusitada fuerza. Pienso en lo peor: en un temblor, pero me tranquilizo al ver que las matas y arbustos cercanos, están casi inmóviles. Segundos después, advierto que es obra de un niño de cuatro años, que los patea, con vehemencia y hasta con rabia. Hace una pausa breve y lo vuelve a hacer con más alevosía. Me pongo a pensar, qué tipo de educación y de instrucción, le dan a este niño en su hogar o en el jardín infantil. Es probable que esto sea, una respuesta inconsciente, al maltrato diario, que posiblemente reciba.
     Recuerdo que un infante de Popayán (quien después fuera estudiante mío, en la Universidad del Cauca), una mañana, mientras esperaba el bus escolar, decía en voz baja y repetía tres veces: “Pa puta colegio”. Una especie de oración de la mañana. Del maltrato a los menores, escuchado en Bogotá ni hablar: “levántensen (sic.) hijueputas a bañarsen (sic.) y a estudiar, para que no se que queden burros como su papá”. Es comprensible el sacrificio de los mayores, para criar a sus hijos y la lucha diaria que llevan, por el pan de la vida, pero nada justifica, el maltrato a los niños, ni a nadie en particular.
     Si el presidente de la República, el de turno, algún día se pronunciara sobre este tema de la educación que debemos dar a los niños, posiblemente lograría algún eco en la población. Todo el mundo está obligado a enseñar y a practicar el buen trato sus semejantes. Nadie desconoce, que somos una nación de pobretones, tercermundistas, desempleados, perseguidos, migrantes y, en la gran mayoría frustrados, ya por varias generaciones. Pero no está por demás, que se inicie una campaña de esclarecimiento, de que somos prójimos (para hablarlo en términos cristianos), de la misma especie, de la misma raza (humana), sin distinciones. Somos sí, de diversas clases y estratos sociales y allí está el meollo del asunto.
    Sería inconcebible que, en Suecia, o en cualquier otro país escandinavo, los ciudadanos recibieran un trato inicuo. Es asunto de la democracia, respetar a los demás. Ellos respetan a su rey, no se le acercan en la calle, ni en los parques que él frecuenta. Hay tanta democracia, que no eligen rey, ni le hacen campañas de publicidad. Tampoco lo quieren remover, mi perseguir y menos matar.      Democracia, no es elegir cada cuatro años, en comicios amañados, con candidatos fletados por los dueños del costal del dinero. La democracia, es el poder del pueblo, integrado por todas las capas sociales, sin excepción. ¿Es que Sarmiento Angulo no es colombiano? Sí lo es, pero no parece serlo.     El colombiano, es una persona generosa, en todas las regiones de Colombia. Al encuentro con un desconocido, especialmente, en el campo, es natural, el recelo de parte del dueño de una vivienda. Pero pasados diez minutos, ya le está ofreciendo café con arepa y otras atenciones. Eso se da en Nariño y la Guajira, en el Chocó y en Arauca. Un poco menos en Bogotá, hecho comprensible, porque es una ciudad enorme y cuasi abortada, en donde vive una enorme cantidad de gente migrante. Unos perseguidos y otros, que huyen de sus provincias, en busca de una oportunidad de trabajo.
    Este último personaje, es un miserable avariento, que todo lo quiere acaparar: la construcción, los peajes, el dinero de los bancos, grandes extensiones de tierra. Pero toda esta riqueza, no la produce solo, la hace con el tributo de casi 50 millones de colombianos y con la acuciosa ayuda de todos los poderes de Colombia: los tres convencionales, además del clero, los militares y los periodistas. También las mafias del comercio y el contrabando. De la otra mafia, sólo él lo sabe y es mejor no indagar.
    Volviendo al caso del niño, “blanquito él”, como dice en Popayán, el “Conde de Mosquera y Figueroa” (Bautista Mosquera), se me ocurre que un ingrediente, nada despreciable de su conducta, es el ambiente en que vive. Él es como una sobra, en un establecimiento educativo privado, en donde su madre trabaja de aseadora y allí lo abandona a su propia suerte. Ese establecimiento, es una verdadera cochambre y en la parte de atrás, es una escombrera, verdadero horror de contaminación visual y fuente de zancudos. No puedo olvidar la frase de Lenin, el hombre de las reflexiones profundas, aquella de que “El uso social, determina la consciencia social”. Lo interpreto así: si vivo entre la mugre y el desorden, mi cosmovisión va a ser distorsionada y mi conducta sinuosa.
     El niño de marras y todos los niños (de cero a 80 años, parodiando a Gabriel García Márquez), deben tener mejores referentes, de los que tienen en sus casas. No es fácil encontrarlos, no porque no existan, sino porque nuestras limitaciones de clase, no nos permiten asomarnos, para ver en dónde se vive más civilizadamente, en dónde existen mejores prácticas humanas, sociales, estéticas y éticas.    Nos quedamos con la precariedad del ejemplo de nuestra casa, en donde en muchas ocasiones, se actúa por instinto y se termina procediendo, peor que las bestias y las fieras.
    La instrucción, por un lado, y la educación, por otro, son los dos elementos, que nos permiten salir del universo de los instintos, para trascender, al de la necesidad hecha consciencia.
     Me pregunto, qué tipo de pedagogía introducir, para que colegiales y universitarios, respeten a sus conciudadanos, después de que nadie los educó en su casa. Es archisabido, que las instituciones “educativas”, no están hechas para educar, sino, para instruir. Da grima y rabia, ver, por ejemplo, en el sector de La Candelaria (centro), de Bogotá, cómo una parte de los estudiantes, de las 15 universidades que funcionan en ese sector, a eso de las 10 de la noche, salen de clase y se toman a saco, los buses del Transmilenio, irrespetando con sus vozarrones, a todos los pasajeros, haciendo públicas sus conversaciones, ocupando las sillas azules, precisamente las que no les corresponden, haciendo una algarabía de mercado persa. Esos jóvenes, se olvidan, que son unos privilegiados de la sociedad, menos del 1%, que se permite todo tipo de patanerías, frente a una gente que no ha tenido oportunidad de estudios y ve con aterro, cómo puede esa juventud, ser tan indolente. No hay nada qué hacer, somos un pueblo de cobardones, donde nadie se anima a hacer un reclamo, porque le puede costar hasta la vida.
     La educación, debe impartirse, no sólo en la infancia, sino durante toda la vida, de la cuna hasta el sepulcro. Y ante la tumba de uno, que no echen chistes flojos y si los echan, que no le lleguen a uno, no vaya y sea que resucite.

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