DEVUÉLVANLE EL NOMBRE A CUSUMBO


Por: Eduardo Rosero Pantoja

Tan sólo una discoteca de Bugalagrande se llama Cusumbo, el nombre primigenio de Bugalagrande, Valle. Cuándo será, que a dicha población, le devuelven su nombre inicial de Cusumbo, zoónimo de orgulloso origen indígena, de la misma manera que, a la República de la India, le han devuelto, en estos días, su antiguo toponímico de Bhárat.  Se necesita mucha nobleza de espíritu, sobre todo, dignidad, para retornarle los nombres a los lugares del mundo. Ya en los años 60, la Unesco, determinó que el monte Everest, dejara de llamarse así y retomara el de Dzhomolugma, tal como lo designan  los nativos y que en lengua tibetana significa “Madre Divina de la Energía Vital”.  Lo mismo que pasa con Kalimantán, que los colonialistas holandeses denominaron Borneo.  Y cómo no pensar en nuestra patria, que a gritos clama, que deje de llamarse con el nombre del navegante genovés, de ingrata recordación en nuestro continente.  De las 69 lenguas maternas que tenemos, fuera del castellano, cualquiera de ellas nos podría designar a nuestro Estado, con orgullo.  Por ejemplo: Ñuka Llakta (Patria Nuestra, en Kechua), enmendaría, por siempre,  el despropósito histórico.  

Las Naciones Unidas conceptúan, que el nombre geográfico, “se ha definido como dato fundamental en las Infraestructuras de Datos Espaciales (IDE), con el fin de normalizar y estandarizar su tratamiento y otorgar el reconocimiento al legado histórico cultural de los pueblos originarios y foráneos”.  Y agrega: “Los nombres geográficos nos identifican, nos ubican, nos orientan y guían, al igual que también albergan secretos.  Los nombres propios de lugares o topónimos representan las dinámicas sociales en las que territorios, seres vivos y orientaciones de espiritualidad convergen”.  También dice que: “El nombramiento, además de ser una acción política de poder y empoderamiento, es un ejercicio con una naturaleza religiosa, espiritual, ceremonial, en el que se manifiestan expresiones que muestran desde sus contenidos significativos, la propia lectura con la que grupos humanos particulares han interpretado sus relaciones de vida”.

Llama poderosamente la atención, que en territorios del Valle del Cauca y del Quindío, para poner un caso, buena parte de los topónimos son topotopónimos, o sea, nombres que ya tienen otros sitios geográficos en el mundo.  En el caso concreto, procedentes del viejo continente.  He aquí una corta lista: Palmira, Ginebra, Alcalá, El Cairo, Sevilla, Versalles, Argelia, Andalucía y Cartago, para el primer departamento y Armenia, Circasia, La Tebaida, Salento, Filandia, Génova, Córdoba, Montenegro y Barcelona, para el segundo.  Ni que decir, de la microtoponomástica, correspondiente a múltiples fincas, que están sobresaturadas de nombres europeos, de pura cepa. Ese recuento está por hacerse y ya se conocen varios ensayos académicos, que hablan de la exquisita preparación lingüística de los jóvenes de esas comarcas.

En Colombia, existe el caso singular de la población de Pijao, en el Quindío, que empezó a llamarse así, sólo a partir de 1931, fecha en que los vecinos y la autoridad local, le dieron el nombre de la valiente tribu indígena Pijao, como un mentís, al anterior, relacionado con el del marino genovés, de marras.  En el Departamento de Nariño, aunque en forma no oficial, coexiste tímidamente con el de “Galeras”, el orónimo de Ninaurco o Urconina (del kechua, “Montaña de Fuego”).  De haber una revisión, a fondo de la toponomástica nacional, miles y miles de nombres indígenas, aflorarían por doquier, allí donde en forma violenta e ignorante se impusieron denominaciones espurias.  

Tuvo más inteligencia, Fernando II de Aragón, cuando ordenó, a finales del siglo XV, que se conservaran los nombres originales de América, para facilitar los asuntos administrativos de las colonias, pero ese mandato, fue lo primero que incumplieron los patanes y sanguinarios invasores.  En ese torpe cometido, no se quedó atrás el general Tomás Cipriano de Mosquera, quien a su capricho, reemplazó los nombres indígenas, por castellanos, como “Bahía de Málaga” en el Litoral Pacífico y “Golfo de Venezuela”, en lugar de Golfo de Chichibacoa y  Coquibacoa, según la orilla desde la que se mire, ese accidente geográfico.  Eso dio pie a que, nuestros vecinos venezolanos, alegaran después, que todo el golfo era de ellos.  

Cuánto quisiera yo, que los concejos municipales, se ocuparan del asunto de preservar los nombres indígenas, de nuestras ciudades y aldeas, como para que el pueblo de Nariño, en el Departamento de Nariño (redundancia burocrática), vuelva a llamarse Chaguarbamba, y la hermosa aldea de Chaitán, en Túquerres, deje de ser Santander de Valencia.  Vano intento, tal vez,  porque la tendencia municipal y nacional, es la de borrar toda huella de lo indígena, en un vergonzoso impulso de “blanqueamiento”, que afecta no sólo a los topónimos, sino a los antropónimos, como son los apellidos de origen indígena.  

De colofón:

A propósito de la querida población de Bugalagrande y de su gente, qué disfavor le hace el Ministerio de Transporte, cuando en una determinación absurda y tomada a la ligera, señaliza su acceso con un “B/lagrande”, donde el turista queda absolutamente despistado repitiendo, que ya pasó por B/lagrande.  La señalización o señalética, no es asunto de poca monta, porque tiene que ver con signos destinados a la correcta orientación de los usuarios de las vías y no a su extravío. 


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