A PROPÓSITO DE INGLATERRA
Por: Eduardo Rosero Pantoja
Con motivo del fallecimiento de la Reina Isabel, en septiembre pasado (2022), se me vienen a la cabeza algunos recuerdos, que principian con las diferentes incursiones de los piratas ingleses en territorio colombiano, en tiempos del colonialismo español. Rapiña abierta, organizada y financiada por la Corona inglesa, para robar los tesoros de América, de manos de los españoles, quienes también se los robaron a los indígenas, dueños absolutos de su territorio, antes de la llegada de los invasores europeos. Hasta ahora está pendiente el rescate del galeón “San José”, que se hundió en el Caribe, en 1708, cuyas riquezas (200 toneladas de oro) ya estaban en alta mar, con destino a la metrópoli europea. Piratas, corsarios, filibusteros, bucaneros, fueron nuestros primeros “ilustres” visitantes ingleses, seguidos por otros no menos ávidos visitantes, que por Colombia se han paseado, a propósito de préstamos leoninos y negocios sucios, a lo largo de más de dos siglos de vida republicana.
Con las salvedades del caso, habría que decir, que la llamada Legión Británica, fue una contribución positiva para Colombia, porque con dinero de los ingleses se ayudó a financiar la guerra de nuestra independencia, por iniciativa de Simón Bolívar. Las embarcaciones, pertrechos y personal que llegaron a esa misión, jugaron un papel importante en nuestra gesta, pero claro, que damos por descontado, el interés estratégico de Inglaterra sobre las colonias hispanas, que luchaban por su independencia. El endeudamiento que adquirió Colombia con ese país, se pagó con creces y por largo tiempo, dando lugar a una cadena de corrupción, que dejó marcados varios apellidos bogotanos, como los Zea, que medraron con el fisco, a raíz de las relaciones de “amistad”, que se entablaron con Londres. Dos grandes préstamos: el de Francisco Antonio Zea, por dos millones de libras esterlinas (1822) y el de Francisco de Paula Santander (1824), por casi cinco millones de libras, fueron el comienzo de nuestra secular dependencia material y hasta espiritual de Inglaterra. La crema de la sociedad bogotana se sintió inglesa y sus gustos se orientaron hacia esa nación.
Con esa pseudoconsciencia de ingleses, que tenía nuestra naciente oligarquía y con su imaginario puesto en Londres, fueron desfilando no sólo los patriarcas, sino los hijos, nietos, bisnietos, tataranietos y choznos. Pero no sólo ellos, sino también sus amigos y relacionados, todos miembros de un cerrado círculo, de la llamada burguesía compradora-vendedora, la misma que impone gustos y modas en Colombia, hasta ahora. Pero no todo se concentró en la capital. Los ingleses también estuvieron presentes en la costa atlántica, en Zipaquirá, en Ocaña y hasta en Honda. Algunos militares de la Legión Británica, se quedaron en Colombia y dejaron su descendencia y sus apellidos. Don Pedro López, oriundo de esta última ciudad, padre del distinguido presidente Alfonso López Pumarejo, fue un próspero comerciante, que mandó a estudiar a su hijo a Inglaterra y allí se formó para gobernar el país, para hacer necesarias reformas, que evitaran, a toda costa, una revolución, de esas que desde finales del siglo XIX se predicaban en Europa. Hasta el comienzo de la primera conflagración mundial, Inglaterra, no sólo era la reina de los mares, sino dueña de la mayor parte de minas, de lonjas raíz, de bancos y de cuanta riqueza hubiera en el mundo, todo eso consolidado en colonias, dominios, protectorados, territorios de ultramar y no sé qué otras denominaciones.
La clase dirigente se quedó prendada de todo lo inglés, a partir de los relatos de los Zea. Tomás Cipriano de Mosquera se embarcó para Londres a hacer negocios y, de paso, mandarse a hacer una cirugía relacionada con el maxilar inferior que el líder pastuso Agualongo, le rompió en su último combate, cerca de Barbacoas. De Inglaterra nos vino la “loción inglesa”, el “té inglés” (producido en la India), la “hora del té”, a la cinco de la tarde de los bogotanos, el giro “a la hora del té”, o sea a la hora de ajustar cuentas, la idea de la “hora inglesa” (la de los trenes precisos), la “llave inglesa” (para aflojar o apretar tuercas), el “corte inglés” de los trajes de hombre, “el paño inglés”, de prestigiosas sastrerías capitalinas y un largo etcétera de cosas inglesas.
Todo o casi todo, en Bogotá especialmente, cayó en la fantasía del referente inglés. Ya a mediados del siglo XX, esa capital se había llenado de chaletes estilo inglés, en Teusaquillo, La Soledad, en La Magdalena, entre otros barrios residenciales, donde ni un rasgo inglés faltaba en esa arquitectura, ni qué decir de la infaltable chimenea para encenderla cuando llegaban las amistades de los señores potentados. No puedo dejar de comentar que el prestigio del habla inglesa, estaba por los cielos, muy por encima del “dialecto gringo de baja estirpe”. Pero la gente de primera, de todas maneras no eran los criollos lanudos, sino las personas de genes ingleses como los White, Harker, Cheyne, Wallis, Fallon, Nichols, Brush, Bunch, Haldam, pero también los Eder, a pesar de su origen judío.
En siglo XX, “el siglo de las sombras y de las guerras”, varios presidentes y ministros estudiaron en Inglaterra: en la Universidad de Londres, en Cambridge, Oxford, en la London School of Economics, pero sin dejar huellas visibles ni en el discurso académico, ni en la mejora de la calidad de vida de nuestra población. Siempre se refocilaron en sus aposentos, de haber estudiado en Inglaterra, pero la historia no los recordará con gratitud, a pesar de que uno de ellos ganó un lánguido Premio Nobel de la Paz, después de que lo único que hizo, fue fomentar la guerra y preciarse de decir, cuando era presidente de Colombia, que “le estaba respirando en la nuca al guerrillero”, antes de dar la orden de matarlo, en la mayor indefensión. Me estoy refiriendo a Juan Manuel Santos Calderón, quien permaneció al frente de la delegación colombiana de la Federación Nacional de Cafeteros y en los más de nueve años que estuvo observando el Támesis, no fue capaz de hacer algo bueno por los caficultores y, por el contrario, dejó perder la cuota fija que Colombia tenía en la Organización Internacional del Café.
Los negocios, las inversiones, los ires y venires, las uniones familiares con extranjeros, las lecturas, traen aparejadas las nuevas palabras, que reflejan otros usos y prácticas sociales. Con la construcción de ferrocarriles de Colombia a partir de la segunda mitad del siglo XIX, llegaron palabras de esa lengua, que se castellanizaron por el uso y también por acción de la Academia Colombiana de la Lengua: entre ellas tenemos “vagón” (de wagon), “playo” , (de player, alicates), “riel” (de rail), “percha” (de purchase, compra), “guachimán” (de watchman, el sereno), “bistec” (de beef steak), “tanque” (de tank), “güisqui” (de whiskey), “champú” (de shampoo), “sánduich” (de sandwich), fútbol (de foot ball), “gol” (de goal, meta), “básquet” (de basket ball), béisbol (de base ball), “golf” (de golf), “tenis” (de tennis) “chequear” (de to check), “clóset” (de closet, armario), “líder” (de leader), “mitin” (de meeting), “pudín” (de puding), “estándar” (de standard), “supermercado” (de supermarket), “túnel” (tunnel), “cástin” (de casting, prueba de actuación). Es casi incontenible la llegada de palabras inglesas, pero es una estupidez y falta de cultura lingüística el utilizarlas, cuando se tiene el equivalente en nuestra lengua, pero más puede el arribismo de las personas, al creer que el incrustar palabras inglesas, en el habla o en los escritos, les da mejor posición social.
Esta apreciación de un colombiano corriente, sobre la influencia negativa de los ingleses en Colombia, curiosamente coincide con la opinión que, de ese reino insular, tienen nuestros hermanos argentinos, uruguayos y chilenos, amén de lo que piensan africanos y asiáticos, sobre el nefasto desempeño del País del Albión en sus naciones. La excelente y regalada vida, que la élite inglesa se ha dado a lo largo de los siglos, no se compadece con los sufrimientos que ellos han infligido a la gente de todos los continentes, incluida Europa y su propio pueblo. Thomas Moro, escribió hace 500 años en su “Utopía”, acerca de que en un lejano país (Inglaterra), las ovejas se comían a los hombres. La voracidad de los ingleses es proverbial y su actuar ha sido inveterado a lo largo de los siglos. No se entiende, cómo una sociedad alfabeta como la colombiana, todavía siga embelesada oyendo hablar acerca de la reina Isabel II, de su vida y milagros y, tal vez, de sus apariciones post mortem.
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