RECUERDOS DEL NEOLIBERALISMO


Por: Eduardo Rosero Pantoja


Antes del golpe de Estado en Chile, el 11 de septiembre de 1973, ya había oído hablar de los Chicago Boys, ideólogos y promotores del neoliberalismo, de quienes los golpistas (militares y civiles), tomaron el modelo para implementarlo en ese país. Luego se hizo lo propio en otros países, donde se impusieron los ricos a través de golpes de Estado, como ocurrió en Argentina, Uruguay y Brasil, pero igualmente se introdujo el neoliberalismo, en Colombia, por medios menos crueles, aunque también arteros. Ya lo había dicho, a comienzos de ese siglo, el gran pensador de Simbirsk: “La política es la cristalización de la economía”, o sea que a tal economía, corresponde tal política. Ergo, a la política del hambre, corresponde la economía del garrote, de la represión sin límites, de la guerra contra los pueblos.

Cuando a comienzos de los años ochenta, llegaron al poder Reagan y la Thatcher, en todas partes pensaron, que ahora no la tendrían fácil las naciones que querían emanciparse del poder del capital. Esos personajes, fueron los abanderados de acabar con el socialismo, a cualquier precio. Más de una decena de países (Unión Soviética, China, Vietnam, Corea del Norte, Camboya, Laos, Albania, Bulgaria, Checoeslovaquia, Hungría, Polonia, Rumania, Alemania Oriental, Yugoeslavia, Angola, Mozambique y Cuba), habían abrazado ese sistema político-económico y por lo tanto, se hacía necesario dar al traste con su elección política, a como diera lugar. Contra esas naciones, conspiraron en todas las formas posibles, acudiendo en primer lugar a la guerra, como fue el caso de Vietnam o a través de intrigas, mala propaganda, falsas noticias y presiones indebidas, como ocurrió con la Unión Soviética, proceso que terminó con su liquidación, en 1991. 

Hacia mediados de los ochenta, le oí a mi primo, Álvaro Pantoja Velásquez, a la sazón profesor de física, de la Universidad Nacional de Colombia, hablar in extenso, pero a favor del neoliberalismo. Ya era preocupante que en esa institución estuvieran tan bien empapados de lo que, en poco tiempo, se iba a introducir en nuestro país. En el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990), se dieron los primeros y seguros pasos, mostrando la garra de ese sistema. En forma sigilosa se trajeron los instructores-carniceros de Israel, para que entrenaran a grupos paramilitares, en el manejo de armas y tácticas de exterminio del pueblo, especialmente campesino. El asesinato de líderes políticos de izquierda, no se hizo esperar, como fue el caso de Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, todos ellos candidatos presidenciales. Al final de ese mandato, el camino para la introducción franca del neoliberalismo, estaba allanado y esto se dio en el gobierno de César Gaviria, quien lo promocionó, sin tapujos. El Estado, sus bienes y servicios, y todos sus activos, eran para vender. Tenía que contar con una nueva Constitución, cosa que también logró, con la aprobación de la Constitución de 1991, que es la que nos rige.

Con el terrorismo de Estado, se pavimenta la vía para las privatizaciones, de todo lo que le pertenece a una nación, con la consiguiente reducción del Estado, a mínima expresión, con la excepción del crecimiento y fortalecimiento del aparato represivo. Así ocurrió en Chile y así pasó en casi todos los países de nuestro continente: entrega de la educación, la sanidad, los servicios públicos, las minas y tantos otros bienes a particulares, para que éstos se apoderen de las riquezas y se lucren, a manos llenas, de las rentas que les pertenecen a todos los nacionales. La corrupción va aparejada con estos procesos de desnacionalización. La esposa de Pinochet, Lucía Hiriart, a los seis meses del golpe de Estado, ya estaba consignando, en el Banco Central de Chile, un cheque por 50 millones de dólares, hecho que sorprendió al empleado que la atendió en la ventanilla, quien no pudo menos que, ir a consultar a su jefe, sobre el procedimiento para recibir tan grande cantidad de dinero. La consiguiente e involuntaria demora en ese trámite, le valió al bancario, tremenda reprimenda y humillación de parte de la primera dama. En Colombia, en los años noventa, además de que las privatizaciones y el favorecimiento al capital, fueron el pan de cada día, la guerra contra el pueblo, no se dejó esperar, la misma que se arreció a finales de los años noventa. Un plan de contrainsurgencia, pensado y planeado en Estados Unidos, se implementó en el gobierno de Andrés Pastrana que, entre otros componentes, tenía el artero diálogo y la concesión de 42 mil kilómetros cuadrados a la insurgencia, para que ésta operara libremente, con el objeto de desacreditarla totalmente, meta que ese presidente y la potencia del Norte, lograron a plenitud. 

En el gobierno del Innombrable (2002-2010), la guerra arreció y la entrega de los bienes públicos se profundizó: se liquidaron hospitales, se cerraron escuelas, se privatizó Telecom, los Seguros Sociales, parcialmente Ecopetrol y, las universidades públicas. Las matanzas no se detuvieron, tanto en el campo contra labriegos e indígenas, como en las ciudades, contra líderes populares. La nación (la gente), entró en una psicosis de guerra, que aún, bien entrado el año 22, de este siglo, esa sensación permanece. Ya desde 2002, se habló de guerra en todas partes: se creó el impuesto de guerra, se habló, sin tapujos, de “enemigo interno”, de “falsos positivos”, de “daños colaterales”, de “fuego amigo” y se introdujo, todo un léxico bélico, que la gente empezó a utilizar con fruición, como quien se deleita con una chupeta. En una ciudad como Popayán, era normal ver cómo los helicópteros pasaban, con bandejas externas, por encima de El Morro, con los cadáveres de soldados y guerrilleros, rumbo al aeródromo, que está en el centro de la misma. Desde entonces, no hay semana que no se registre la muerte de indígenas, estudiantes y líderes sociales, a manos de agentes del Estado. Son incontables los amigos y conocidos que fueron cayendo, uno a uno, en los últimos 40 años de guerra contra el pueblo, sin que eso sea motivo de preocupación de los diferentes gobiernos, esperando que ese recuerdo se borre de la memoria nacional y que, definitivamente, caduque o desaparezca de los archivos judiciales. 

Desde 1983, año del terremoto de Popayán, soy testigo de que la guerra, la pobreza, la desigualdad social, el narcotráfico y los secuestros, son un hecho habitual. La corrupción ha sido el hilo que envuelve toda la vida colombiana, fomentada desde las altas esferas del Estado, para favorecer los intereses de los grandes empresarios capitalistas, banqueros, élite importadora-exportadora y terratenientes. En el ámbito nacional, cualquier huelga, intento de reclamo o rebelión, ha sido reprimida, con saldo de muertos, heridos, desaparecidos y más de ocho millones de forzados emigrantes, repartidos en el vecindario, en Estados Unidos y Europa. La primera década del siglo XX, fue la del mayor despotismo, con brotes fatídicos como el paramilitarismo, compuesto por mercenarios, que contrataron los pudientes, con la tolerancia absoluta del Estado, cuando no, con su coparticipación en el exterminio de las personas que protestan o de las que simplemente están inconformes. El país se llenó de soplones y desde entonces, se respira un aire enrarecido, donde no es posible debatir ninguna idea con el vecino, porque se puede encontrar en él, a un delator o a un potencial enemigo.

La introducción del neoliberalismo en América Latina y en el mundo, siempre contó con la santa bendición de la Iglesia Católica y de otras iglesias, tal como ocurrió en Colombia, en la Argentina, en Brasil, en Rusia o las Filipinas. En todas partes cundió la guerra de clases, que utiliza todas las formas de lucha, desde el soborno hasta el atentado, pasando por las torturas, los bombardeos, los despojos físicos y notariales, etc. El trabajo es precarizado, tercerizado, se destruyen los sindicatos o se impide su fundación, la educación pasa a manos de particulares, con la consiguiente formación elitista, donde quedan excluidas las grandes masas, del derecho a la educación. Y ya se sabe que, con gente ignorante, se han hecho las contrarrevoluciones y los peores desangres de la historia, como ocurrió con Colombia, donde hacia 1920, según Gustavo Petro, candidato progresista para la presidencia de Colombia, el ochenta por ciento de la población era casi analfabeta, la misma que hacia 1948, año del asesinado de Gaitán, fue la que actuó como cruel instrumento de la élite liberal-conservadora, para hacer la guerra fratricida, la misma que hasta hoy, 2022, se perpetúa en el poder, sin que nadie la haya podido desplazar de él. 






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