EN LAS FALDAS DEL VOLCÁN CHAITÁN
Por: Eduardo Rosero Pantoja
“Nuestro pueblo demora en las faldas…” (Víctor Sánchez Montenegro).
A mis cuatro años, si no antes, me acostumbré, a escuchar, temprano en las mañanas, los
animados bombos y flautas de humildes campesinos -varios de ellos con los pies descalzos, otros
con alpargatas de cabuya- quienes bajaban por las últimas estribaciones del volcán Chaitán, mal
llamado Azufral por los españoles. Eran melodías en tono menor, que salían de unas kenas (flautas
rústicas de los indígenas de la etnia Pasto), cuyos huecos tenían una enorme separación entre
dedo y dedo. Flautas como para gigantes, diría yo. Esos sonidos aún los llevo en los más íntimos
engramas de mi cerebro y con ellos me acompaño en los momentos más inesperados. Me
acuerdo de la casita de madera en que vivía (construida después del terremoto que devastó a
Túquerres, en 1936), con mis jóvenes padres, mi abuela materna y dos primos. En ese mismo
solar y en otra casa convencional, moraban mi madrina, con su anciano tío Rómulo.
Esa murga -y a veces otras- acompañaba las imágenes, que desde las aldeas de Esnambud y Tecalacre (Tecalaquer, el topónimo original), y otras, como Nangán y Tengüetán, bajaban al
templo de los Padres Capuchinos, adonde asistían a la misa festiva, con un largo séquito de
campesinos piadosos. Esas imágenes venían, gustosamente, adornadas con cintas a colores y
muchos billetes, de diversas denominaciones, colgados con pitas, para ser ofrecidos a los
directivos de la mencionada comunidad religiosa. Muchos años después supe que esos bombos
legüeros (por oírse a leguas), son, ni más ni menos, que los famosos instrumentos de las “bandas
de yegua”, hechos del cuero de yeguas en estado de preñez, ante la creencia (dada por la
experiencia), de que resisten más los golpes de la porra que los golpea, al ritmo de la pieza que
tocan los músicos.
Valga la pena recordar que hacia 2005, el magíster Franco Villota, Secretario de Cultura de la
Alcaldía de Túquerres, contrató camarógrafos profesionales para que filmaran las actuaciones de
las que, posiblemente, sean las últimas “bandas de yegua” que quedan para la historia comarcal.
Es de creerse que esos archivos se conserven, celosamente, en las dependencias de la
mencionada alcaldía. Ahora trato de reproducir en mi guitarra esos aires y me encuentro con la
sorpresa de que son, tremendamente, difíciles de digitar, por lo rápidos y por lo inustado de esas
melodías de auténtico sabor indígena, una especie de quintaesencia del sentimiento de la etnia
Pasto, una de las más numerosas de Sur de Colombia.
En la escuela Eduardo Santos, adonde entré a segundo de primaria, me encontré con varios niños
indígenas de sonoros apellidos como: Ascuntar, Cuasquén, Chalpartar, Fuelantala, Getial, Ituyán,
Mayag, Natib, Piscal, Tatistar, Tepud, y otros más, todos de la lengua Pasto (Páttstan),
desaparecida en los primeros siglos de la ocupación española. Pero todos, recuerdo el apellido
Aucug, que lo llevaba Antonio, un hermoso compañerito de Alto Tengüetán, quien bajaba
descalzo de su aldea, con las alpargatas cargadas al hombro. Al ingresar a la escuela se bañaba los
pies en el lavatorio destinado para tal fin, se los secaba y luego se ponía su pulcro calzado de fique.
Era un niño de una decencia inusitada, propio de nuestros campesinos. Siempre se me ocurrió
pensar que Antonio era descendiente de la estirpe de María Aucug, la lideresa indígena que
protagonizó la rebelión de mayo de 1800, donde los dos recudidores de impuestos, de apellidos
Rodríguez Clavijo, fueron degollados por la turba indignada, hecho que ocurrió debajo del altar
mayor en la iglesia de los capuchinos de Túquerres.
Mi papá comentaba que a los nativos, permanentemente, les quitaban la tierra los abogados y los
avivatos del pueblo, valiéndose de triquiñuelas leguleyas. Uno de los abogados aviesos fue uno de
apellido Bedoya, quien se desaparecía de su oficina, cada que cometía un ilícito de esta índole. Y a
pesar de la ignorancia que hemos tenido de la ley, desde temprana edad, sabíamos que ningún
mestizo podía pretender comprar las tierras de los indígenas porque ellas pertenecían a su
respectivo resguardo. Ahora mismo, después de sesenta y más años, da gusto ver como en las
listas de los conscriptos, como también de los establecimientos educativos y de salud, privan los
apellidos de origen indígena, los cuales se imponen sobre los López, León, González, Sánchez,
Rosero, Castillo, Erazo, Martínez, Pantoja, Díaz, Casanova, Castro y otros tantos, de claro origen
peninsular. Pero también hay que decir que en el proceso de “blanqueamiento” social de los
indígenas, algunos han transformado su apellido, para parecerse a los “blancos”, como es el caso
de Mayag, que terminó en Maya, confundiéndose con el apellido de prosapia española.
Pero dicho proceso no termina allí, sino que continúa y tiene que ver no sólo con los
antropónimos, sino con los topónimos. Como ejemplo: Chaitán, ha sido reemplazado, con descaro,
por “Santander”, borrando toda huella indígena, en contravía del mandato de la Unesco -de hace
unos cuarenta años- que manda conservar el nombre primigenio de los lugares del mundo, como
es el caso del monte Dzomolugma, que los ingleses denominaron Everest. Los gobernantes
deberían de preocuparse de este aspecto lingüístico de los nombres, tan importante para asegurar
la identidad de los pueblos y naciones. Se sabe que en un acto de ignorancia administrativa hasta
la aldea de La Puente Alta de Túquerres se la cambió por “puente alto”, en un flagrante
desconocimiento de las tradiciones culturales de la comarca.
Lo que en mi infancia era, por los cuatro flancos, un verdadero bosque (como una “tierra de
conejos”), la mayor parte de árboles fueron talados para conformar fincas donde los grandes
productores siembran papas, de día y de noche, inclusive con ayuda de grandes reflectores. Pocos
saben que cada tonelada de papas necesita de varias toneladas de aguas para su riego. No
sabemos de dónde sacan hasta ahora ese valioso líquido, pero si siguen sembrando eucaliptos y
derrochando el agua, pronto llegará el día en que conviertan, la otrora famosa Sabana de
Túquerres, en un verdadero erial. Pero el mayor mal lo acarrea el uso de abonos químicos,
fungicidas y pesticidas que invaden el ambiente de las ruralías y de la misma ciudad y afectan la
salud de los pobladores y desmejoran su calidad de vida.
No puedo olvidar que mi abuela Teodelinda Bravo Palacios, fue maestra de escuela en las aldeas
de Tecalacre y Esnambud, donde enseñó a leer, escribir y a hacer artes manuales, a centenares
de indígenas y mestizos de esa hermosa, fría y fértil región de Túquerres. Varios de esos niños
recordaban las bellas acciones de mi abuela y también daban fe de que varios de esos alumnos, en
los años cincuenta, prestaron el servicio militar y cayeron víctimas de guerra de Corea, tan ajena
a nosotros, y en la cual nos involucró, irresponsablemente, el dictador Laureano Gómez.
Muchas cosas pueden haber cambiado en las costumbres de los tuquerreños de estos últimos
cincuenta años, pero el acento del habla se mantiene, casi incólume, sobre todo en las profundas
zonas rurales. Es el sustrato indígena pasto el que se impone con su curva entonativa y se siente
en otros contextos del Departamento de Nariño y del resto del país. Tampoco se puede dejar de
observar la buena cantidad de kechuismos y otros indigenismos que aún se conservan y sirven de
referente léxico de buena parte de las acciones diarias.
No deja de llamar la atención que los indígenas han fortalecido las otrora inexistentes
organizaciones propias. Ahora tienen cabildos donde realizan múltiples actividades culturales,
políticas y prestan servicios de salud a su comunidad. Los habitantes de Túquerres, de fuerte
raigambre indígena, tienen que sentirse orgullosos del nombre de su ciudad, que rememora al
cacique Takes y guarda incólume los nombres de sus adalides nativos María Aucug y Cucás Remo
(y varios más), víctimas de la represión colonialista española. Un monumento en la parte oriental
de la ciudad hace honor a la resistencia que presentaron esos hijos rebeldes.
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