VIAJES POR RUSIA



Por: Eduardo Rosero Pantoja

Todos mis viajes por Rusia han sido con motivo de mi formación académica, con excepción del que hice en julio de 2007 con el objeto de visitar a mi hija Magdalena quien vive y trabaja en Moscú como maestra de música. La primera vez que viajé a Rusia fue en 1966, procedente de París. Inicialmente nuestro avión de Air France aterrizó en Leningrado (hoy San Petersburgo) y luego en la capital rusa. Fue interesante el trayecto desde el aeropuerto internacional de Sheremétievo (uno de los siete que tiene Moscú), por una amplia carretera a cuyos lados se veían hermosos abedules, abetos,  arces y robles. A los lados se veían casas de campo, pastizales, vacas y algunos sembrados. Luego nos esperaba la residencia de la Universidad de la Amistad de los Pueblos “Patrice Lumumba”, donde después de nuestro registro nos fuimos a descansar a nuestros albergues. Mucho me impresionó el semblante del director del edificio un hombre con los rasgos orientales de Lenin, también de nombre Vladímir, pero que no tenía ni la sombra de la cultura y finura del líder de la Revolución Rusa de 1917 y fundador del Estado soviético.
Al siguiente día entramos en la cuarentena de rigor, prevista para todo estudiante extranjero, en previsión de posibles enfermedades tropicales que pueden causar hondo impacto o conmoción en la salud comunitaria. Después de una semana de chequeos y de adaptarnos un poco a la vida rusa, ya pudimos salir a conocer la ciudad. Tuve la suerte de que mi acompañante voluntario fue Andino Abril, un estudiante colombiano, de madre estadounidense, quien tuvo la gentileza de llevarme al centro, utilizando el metro, medio de transporte que había sido inaugurado en 1932. Ya en el centro entramos al antiguo hotel Moscú y en el segundo pido pasamos a un restaurante lujoso, donde Andino me convidó a tomar un coctel de color ámbar, posiblemente de manzanas. Después del fraternal brindis que él hizo, descorrió la pesada cortina y ¡vaya sorpresa la que me tenía ese compatriota! Al frente, a 150 metros estaba  -en el marco de la Plaza Roja-  la catedral de San Basilio, ese sueño de construcción del siglo XV, que parece de chocolate, con las cúpulas doradas y en forma de bulbo. Sólo una tiene franjas blancas, con azul claro en espiral.
Qué sorpresa tan linda la que me brindó ese amigo, quien después se graduó de médico y se especializó en cardiología. Fue tanta su dedicación de profesional que años después fue el asistente del doctor Christian Barnard en una de sus intervenciones quirúrgicas en la clínica Chaio de Bogotá. No podemos olvidar que el doctor Barnard se hizo  famoso por su exitosa primera operación de corazón abierto en Ciudad del Cabo, Sudáfrica realizada unos años atrás.  Cuando regresó a Colombia fundó una clínica en Villavicencio, la que tuvo mucho prestigio, pero en 1987, desafortunadamente Andino tuvo que venderla, en volandas, y huir a los Estados Unidos porque los mercenarios paramilitares lo iban a matar porque vieron en él una persona de mucha ascendencia entre el pueblo llanero. Así perdió Colombia uno de los mejores cardiólogos y una persona de raras facultades intelectuales: médico, políglota y gran conocedor de diversas culturas. Su hermana Diana, igualmente estudió química en Moscú y cuando se graduó empezó a trabajar en una importante firma farmacéutica de Nueva York.
En varias oportunidades estuve en la Plaza Roja donde indefectiblemente tenía que visitar el mausoleo de Lenin, donde está embalsamado el líder ruso desde su muerte ocurrida en 1924. También estuvo allí Stalin, igualmente momificado,  pero sus restos fueron trasladados, unos metros más allá, a la muralla del Kremlin, donde reposa muy cerca del escritor estadounidense John Reed, autor del libro “Diez días que estremecieron al mundo”, donde relata los acontecimientos de la Revolución de Octubre con gran objetividad. En el perímetro de dicha plaza se encuentra el museo de la Revolución, el almacén GUM y la entrada al Kremlin, un conjunto de unas cien edificaciones, verdaderos palacios, que fueron construidos  -casi en su totalidad- durante la época de los zares, con excepción del Palacio de los Congresos que se hizo en los años 60 durante el gobierno de Nikita Khushchov. Visitar el Kremlin, a conciencia, requiere por lo menos de una semana, madrugando todos los días, porque son muchas las riquezas y la información que contiene. En uno de esos palacios está la sede del gobierno ruso representado por su presidente y el primer ministro, que en estos momentos (abril de 2012) son Dmitri Medevédiev y Vladímir Pútin, respectivamente.
No dejan de impresionar las estaciones del metro por su amplitud y por la hermosa decoración de la mayoría. En esa época todavía estaban las estaciones dedicadas a Marx, Dzerzhinki y Sverdlov, nombres que fueron cambiados después de la disolución de la Unión Soviética en 1991. Se conservan los nombres de la estaciones Biblioteca Lenin, Kropótkinskaia, que rinden honor al  revolucionario Lenin y al príncipe Kropótkin, un filósofo anarquista. También se le hace honor a Bakúnin -otro anarquista- y a Engels, en un obelisco situados en uno de los jardines cercanos al Kremlin, donde también está la tumba a soldado desconocido, donde se le eterniza la memoria los millones de soldados anónimos que murieron defendiendo a Rusia de la invasión hitleriana de los años 40. En la actualidad dicho metro tiene más de 250 estaciones, que abarcan la mayor parte de lugares de la ciudad, por los cuatro puntos cardinales,  con varias ramificaciones y dos anillos concéntricos.
Al siguiente día me dirigí, con el grupo estudiantil, a conocer la Exposición Permanente de los logros de la economía de la Unión Soviética, donde uno no puede menos que detenerse a admirar la gran escultura de la artista Múkhina, colocada a  la entrada donde están representados dos hermosos obreros, un hombre y una mujer que sostienes la hoz y el martillo, símbolo de la unión de obreros y campesinos. Fuera de admirar los logros de la industria pesada y ligeras en diversas secciones y  multitud de estantes, uno se dirige a la parte donde se muestran las copias de las naves espaciales que en los años 60 deslumbraron al mundo, principiando por el cohete propulsor Soyúz y la nave Vostok (Oriente), en la cual viajó, el primer cosmonauta del mundo, Yuri  Gagárin, al espacio abierto. Por cierto que allá también se exponía  la misma nave en la que viajó dicho cosmonauta con huellas visibles de las altas temperaturas y el roce que tuvo a su entrada a la atmósfera de la tierra. También se muestran varios implementos que usaron los cosmonautas en esos viajes espaciales como escafandras y la ropa especial.
Durante mi permanencia en la Facultad Preparatoria de la citada Universidad, fueron muchos los lugares que visitamos, sacándole un tiempo a nuestro descanso y en aras de conocer la cultura y el desarrollo material de ese país. Nuestros primeros contactos fueron con el Teatro Bolshoi, donde pudimos apreciar el ballet de Chaikovski  “El lago de los cisnes”  y la ópera Evgueni Onéguin, basado en la novela en verso de Púshkin, el insigne poeta, fundador de la lengua moderna rusa. Desde el comienzo nos llamó la atención que los parques no llevan los nombres de los generales, sino de los poetas y compositores como es el caso de Púshkin, Maiakovski, Gorki, Chaikovski cuya memoria reverencia el pueblo. En el caso de Púshkin, el pedestal siempre está adornado con ramilletes de flores rojas, en señal del profundo cariño que le profesan. Algo parecido ocurre con el poeta Esénin, que en la mayor parte de jovencitas tenían su imagen en un portarretratos sobre su mesita de noche. No quiere decir esto que no tengan una profunda gratitud por los mariscales Súvorov y Zhúkov quienes fueron los artífices de la liberación patria frente a las invasiones napoleónica y hitleriana, respectivamente.
También pudimos visitar varias fábricas de las más variadas líneas:  automóviles, herramientas, textiles, dulces, bebidas, productos cárnicos, amén de editoriales como “Mir” (Paz, Mundo), “Diétskaia Literatura” (Literatura Infantil)  y periódicos importantes como “Pravda” e “Izvestia”. Todos los días se podía salir en excursión gratuita, a los más variados lugares,  desde las diversas sedes de nuestra Universidad. Esta nos proveía de los buses necesarios para realizar nuestros recorridos. Lo importante era contar con tiempo disponible, ya que era, relativamente fácil,   desplazarse a través de Moscú, una ciudad gigante, pero con un transporte eficiente representado en el metro, los troles, el tranvía, los buses y hasta helicópteros que unían los puntos extremos. En primavera, además, ya empezaban a cursar -por el canal del río Moscú- los vapores que transportaban a pasajeros corrientes y turistas, proporcionando enorme movilidad a la población. Por cierto que habían pocos coches particulares y un número relativamente menor de taxis, todo debido a la garantía de buen transporte -y a precio bajo- que brindaba el Estado.
Capítulo aparte fue la visita de museos como la Galería Tretiakov, el museo Púshkin de Bellas Artes, el Museo de Cultura Oriental  y las casas- museos de Chéjov, Gorki, la Universidad Estatal Lomonósov y el conservatorio Chaikovski, entre otros lugares de cultura.  Los teatros volvimos una y otra vez a visitarlos y frecuentarlos debido a que  -por razones de estudio de la literatura rusa-  era obligación asistir a las  presentaciones  para dar cuenta de los diversos montajes de una misma obra. Eso permitía tener un juicio claro sobre las intenciones estéticas e ideológicas de los directores. Con la intensidad horaria que siempre tuvimos con estudios de nueve  de la mañana a tres de la tarde, de lunes a sábado, no tuvimos tiempo para aburrirnos ni siquiera en vacaciones, porque incluso en el mar Negro -donde pasábamos la mayoría de ellas- tuvimos seminarios, que aunque eran voluntarios, nuestro continuo proceso de formación los volvía casi que obligatorios. Nuestra resolución de haber viajado a formarnos a un país tan lejano y extraño se vio compensada con creces porque fue muy importante el bagaje cultural que adquirimos, pero claro que requirió de nuestro esfuerzo porque estábamos en una relación cultural de menos a más.
La mayor parte de los rusos era gente que había leído muchos libros y para nosotros, hay que confesarlo, la lectura y la autoformación nunca habían sido nuestro fuerte. De otro lado, en Moscú, por todas partes se respiraba cultura y se hablaba de literatura, poesía, teatro, ópera, ballet, conciertos, de los últimos premios Nobel y de traducciones frescas, incluidas las de nuestro García Márquez que ya empezó a ser conocido en 1967 a raíz de la traducción de “Cien años de soledad” al ruso. En decenios anteriores ya se habían conocido en traducción al ruso  obras como “La vorágine” de José Eustasio Rivera  o “El sueño de las escalinatas” de Jorge Zalamea, lo mismo que varias poesías de José Asunción Silva, Luis Carlos López y Luis Vidales. Nos consolaba saber que los colombianos no éramos unos desconocidos ni menos unos truhanes como en años posteriores se nos pinta en Occidente. Eso nos llenaba de legítimo orgullo y nos movía a superarnos cada día en nuestra formación profesional y cultural.
Mi primer desplazamiento  a otra república soviética fue a Ucrania, tras una noche grata de viaje en tren  y, concretamente a su capital, Kíev, a orillas del río Dniéster,  ciudad que en época pretérita se había llamado Rus de Kíev, conocida como “madre de todas las ciudades” y tuvo el prestigio de ser la más importante del imperio. En los años 40 fue devastada por la guerra y ocupada por los alemanes durante tres años. La ciudad que nosotros conocimos era totalmente moderna donde lo único que se conservaba eran algunos templos reconstruidos. Nos alojamos en la Universidad Estatal Tarás Sevchenko, nombre del poeta y humanista más importante de esa nación. Sentimos allí, por primera vez el crudo invierno porque la temperatura había descendido a -20 grados C y, de adehala, unos estudiantes inquietos habían roto unos vidrios de las ventanas antes de llegar nosotros, razón por la cual la calefacción actuaba muy débilmente.
Recuerdo que canté con un trío improvisado que llamamos “Los Tropicales”, donde el tunjano César Rodríguez se estrenó como maraquero de nuestro grupo, integrado por dos salvadoreños (Eliseo Leyva y Mario Fuentes). Tuvimos la oportunidad de alternar con otros grupos de América Latina como el de Luis Castro del Ecuador y otros dirigidos por la maestra Irina Smirnova. Fue todo un gusto poder deleitar al público ucraniano con canciones y melodías de Colombia y de nuestro continente, actividad que seguimos desarrollando en otras escenarios de Rusia, durante el año que duró nuestra agrupación. Conocimos en ese invierno algunos templos como la Catedral de Santa Sofía, el Teatro de Ópera, la Galería de Arte Ruso y el Conservatorio. En todas partes nos hablaban en ruso con el acento particular de Ucrania, pero también pudimos constatar que se habla el ucraniano, la lengua nacional,   cercana al ruso y que entendíamos, en términos generales. Como anécdota cuento que a la madrugada, a una hora de llegar a Kiev se nos averió el bus y nos tocó pedir ayuda en la primera puerta que encontramos. Era un cuartel, donde amablemente nos atendieron, comprendiendo que estábamos ya casi llegando a la hipotermia.
El comandante del batallón nos hizo pasar hasta la cocina para que viéramos como se preparaba el borshch, una sopa de papas y remolacha con tocino, la cual -a propósito de recuperar nuestras fuerzas- estaba lista. Varios platos nos tomamos de esa deliciosa sopa, que se acompaña con crema de leche pan. Luego de aplicarnos abundante té con galletas, les dimos las gracias a comandante y soldados, no sin antes tocarles unas canciones en el mismo cuartel. Nos parecía a todos que era algo inusitado que unos extranjeros -en plena guerra fría- se presentaran entre los mílites soviéticos tocándoles una alborada. Maravillas que empezaban a darse a raíz de la fundación en 1959 de la Universidad Patricio Lumumba, destinada a la formación profesional gratuita a jóvenes del Tercer Mundo, el subdesarrollado e inconforme. De regreso Moscú y atravesando la región de Donetsk, rica en carbón y hierro, mucho nos llamaron la atención los llamados terricones, verdaderas pirámides de residuos de esos minerales, los mismos que se si bien presentan un panorama singular, resulta que al calentarse producen efectos radioactivos nada recomendable para la salud humana y la biota, en general.
En las vacaciones verano -julio y agosto- fui a conocer el mar Negro, “el más celeste de los mares” en el decir ruso. Y no era mentira esa afirmación: tan bello o más que el mismo Caribe, caracterizado además del azul, por  tener un ligero tinte verdoso. Llegamos a nuestro campamento estudiantil de Makopsé, en una antigua estancia que habían levantado  los griegos, los mismos que habían fundado en ese litoral las ciudades de Eupatoria, Simferópol, Sebastópol y Odessa en ese mismo mar. Allí estuvimos un mes entero disfrutando por las de la belleza y tibieza del mar y de la alimentación que nos suministraban a  cuenta del puesto que habíamos comprado a través de los sindicatos que subsidiaban -en buena parte- este tipo de descanso. Después del desayuno íbamos al seminario de nuestro agrado impartido por distinguidos profesores de nuestra Universidad -como el académico latinoamericanista Yuri Zubritski- o y después del almuerzo nos dirigíamos al mar que teníamos a menos de dos cuadras. Por la noche, después de la cena íbamos a los conciertos o directamente participábamos en ellos mostrando a la población local los cantos y bailes de nuestros países. No podíamos dejar de probar luego el vino joven que vendían en las casas aledañas a muy bajo precio, al tiempo que nos regalaban toda la verdura y fruta que quisiéramos consumir al tomar esa bebida.  
Qué acogida tan grata teníamos allá, hecho que nos estimulaba para ensayar mejor nuestras presentaciones y quedar lo más de bien en los escenarios del teatro de verano, donde asistían hermosas muchachas de diversos lugares de la Unión Soviética. Este estadía en el mar Negro nos permitió conocer otras ciudades-balneario como Yalta, Sochi, Batumi y Sukhumi, en excursiones que no tardaban más de una jornada. Hermosas ciudades dedicadas totalmente al turismo y en donde el aire es especialmente limpio porque no se permite el establecimiento de ninguna industria contaminante. Los días pasados en el mar Negro nos dejaron gratamente impresionados, razón por la cual volvimos allá en varias oportunidades, mientras adelantábamos nuestros estudios. En lo personal, regresé dos veces más y en cada una de ellas pasaba momentos igualmente grata y hasta dejé amigos entre los lugareños: gente sencilla, trabajadora y alegre, muchos rusos y otros descendientes de griegos, ucranianos y de otras nacionalidades, especialmente del Cáucaso.
En las segundas vacaciones de invierno de mi permanencia en Rusia, me cupo en suerte visitar Vilnius, la capital lituana, una hermosa y mediana urbe a orillas del río Neri. Esta república de mayoría católica habla lituano, lengua de influencia latina por haber sido esta comarca, antigua colonia romana. En esos años su población también entendía y se comunicaba en ruso, aunque había reticencia de ciertos sectores de la población  a utilizar dicho idioma. Recuerdo que un hombre culto de la calle con quien, por accidente, nos comunicamos, nos instó a que le habláramos en cualquier idioma europeo, inclusive en latín, pero menos en ruso. El caso es que allí les tenía muy mala voluntad a los rusos y los culpaba de todos los males, aunque -en realidad- quienes los bombardearon e invadieron no fueron los rusos, sino los hitlerianos en los años 40.
 En Vilnius, debo decirlo, lo pasamos de lo mejor atendidos por directivas y estudiantes de la Universidad de Vilnius y por una familia colombo-lituana, cuya cabeza era José, un joven cantante que había sido llevado a Medellín muy tierno y se formó en tierra paisa. Con los años emigró a Vilnius y allí cantaba en un conocido café-concierto de la ciudad. Una noche de ese febrero de 1968 terminamos con nuestro trío “Los Tropicales” cantando en su casa repertorio latinoamericano que dicho amigo dominaba perfectamente. Recuerdo que su esposa lituana era supremamente bella y también tarareaba con nosotros la mayor parte de las canciones. En la ciudad vimos muy bellas edificaciones, mucha pulcritud y la tiendas mostraban una interesante producción láctea y de diversos productos de uso diario y artefactos electrónicos de fabricación nacional. Varios de los platillos que nos sirvieron eran auténticamente lituanos y además recuerdo que su etiqueta no permite dejar comida sobrante en el plato porque se considera mala educación.
Las vacaciones de verano de 1968 las volví a pasar, parcialmente,  en la estancia de Makopsé, en el mar Negro, sin mayores novedades, pero el segundo mes tuve la oportunidad de conocer Moldavia, antigua Besarabia,  adonde llegamos después de un recorrido en barco desde el puerto de Novorossiisk hasta Odesa, para luego llegar al campamento laboral de Mereneshti, cerca del río Dniéster. En razón de nuestro arte de tocar guitarra y cantar, no laboramos propiamente, pero sí ensayamos lo suficiente como para tocar en los conciertos de las veladas y para presentarnos,  como trío, en la televisión de la capital, Kishiñiov, una hermosa ciudad moderna y entusiasta, donde se habla moldavo, una variante del rumano. Lengua que nosotros los latinos entendíamos parcialmente, sobre todo cuando íbamos a la plaza en busca de verduras y frutas. Las empleadas del restaurante nos complacían con diversos platillos mientras nosotros repasábamos nuestro repertorio, pues ese era nuestro trabajo, al cual le poníamos todo el empeño. Nuestra presentación en la t.v. moldava fue todo un éxito y fue al aire libre en uno de los lugares más pintorescos de esa capital. De regreso a nuestro campamento pasamos por Tiráspol, la segunda ciudad en importancia de Moldavia, donde pasamos un día muy amable, compartiendo nuestros cantos latinoamericanos con la gente de la localidad conformada en su mayoría de de moldavos, rusos, ucranianos y gitanos.  
Otro grupo pequeño de universitarios nuestros entrenaba fútbol, para poder competir con un equipo local, por el premio que consistía en un barril grande de vino para el equipo ganador y uno pequeño para el perdedor. Costumbres de los pueblos, que no se entienden si no se está preparados a recibir las más grandes sorpresas. Por eso decía David Hume: “La costumbre constituye la guía fundamental de la vida humana”. Frente a dicha apreciación debemos ser humildes y siempre debemos tratar de comprender y ser tolerantes con las costumbres de todos los pueblos del mundo, ya que representan, su propia idiosincrasia. Aunque yo no he sido aficionado al fútbol mucho me divertía en esa temporada viendo jugar a nuestros jugadores aficionados, tal como lo vemos en Colombia, en cualquier encuentro de barrio,  sólo que allá se hacía entre jóvenes aficionados de diversos países de América Latina, África y Asia.
 Las vacaciones de invierno de 1969 las tuve en un campamento al suroccidente de Moscú, en Odintsovo, de pasamos de lo mejor, esquiando y patinando todas las mañanas y tardes,  con pausa para el almuerzo. Por la tarde ensayaba canciones con el mencionado trío y por las noches las cantábamos al público presente compuesta por estudiantes de la Universidad y lugareños que tenían curiosidad de oír cantar en una lengua extranjera y de mirar los bailes como la cumbia y el merengue que interpretaban colombianos y dominicanos con lujo de desempeño. Era hermoso salir a pasearse por el bosque, a cualquier hora, a pesar del frío. Podíamos ver la Naturaleza en todo su esplendor, los abetos llenos de nieve y, varias veces, bajando a recibir alguna nuez directamente de nuestra mano. Curiosamente, un colombiano, calentano -por más cierto- de Neiva era el mejor esquiador, inclusive entre los rusos que habían aprendido ese deporte desde niños.
Las vacaciones de verano de ese año las dediqué, en parte, a preparar el repertorio con que tenía que actuar el Trío Latino del cual yo formaba parte con Osvaldo Pastore (Paraguay) y Gonzalo Grondona (Chile). Se trataba de participar en el concurso de aficionados de Moscú, por una presea muy peleada. A ese desafío artístico le pusimos todo el entusiasmo y desde el comienzo nos hicimos a la idea de que íbamos a ocupar el primer puesto, porque nuestras presentaciones iniciales nos permitían tener todo el optimismo. Efectivamente así fue: ganamos el primer premio y el galardón nos fue entregado por el insigne compositor armenio Aram Khachaturián, amigo de Colombia y presidente honorario que fue antiguo  Instituto Cultural Colombo- Soviético de Bogotá (hoy León Tolstoi).
El resto de mis vacaciones las pasé en la capital de Turkmenia,  Ashkhabad (ciudad del amor, según la etimología árabe), adonde fui con un grupo universitario y pude conformar dueto con Osvaldo Pastore, con el cual me presenté en la Universidad de Ashkhabad, ante un respetable público donde estaban presentes turkmenos, rusos, ucranianos y hasta un grupos de técnicos japoneses que habían llegado a  instalar un microscopio electrónico en dicho establecimiento. Fue una verdadera dicha ver el desierto,  por primera vez, montar en camello e ir a observar la maravilla de obra hidráulica que es el canal de Karakum que ha calmado la sed del desierto, permitiendo dar a la población agua potable de la mejor calidad y líquido suficiente para la próspera agricultura representada en el algodón,  las frutas (gigantes sandías y melones), amén de otras frutas y verduras.
Pudimos admirar las hermosas alfombras tejidas a mano, fundamentalmente por mujeres y también el Mercado de las alfombras, una verdadera fantasía de la cultura oriental, sin duda de influencia persa. Por tratarse de un país donde predomina el desierto, la industria del vidrio está altamente desarrollada, tal como lo constatamos en una fábrica de botellas, donde las vimos hacer con mucha rapidez. El calor del lugar nos sofocaba al principio, pero pronto aprendimos que se mitiga con ingesta de abundante té, que lo ofrecen con galletas y confites que se producen en sus fábricas. La clave para calmar la sed con té caliente consiste en que por leyes físicas, el tracto digestivo -por la ingesta de té caliente-  llega a estar más caliente que el medio ambiente que llega a 40-45  grados a las sombra.
No podíamos dejar de acercarnos al canal del Karakum que atraviesa el desierto y tiene una extensión de 1.400 y fue el más grande que se construyó durante la existencia de la URSS. Sirve para regadío, para agua potable y se navega en una mitad de su trayecto. Allí se realizó mi sueño de montar en camello y lo hice en una mañana supremamente soleada en compañía de un bogotano, que rompiendo la costumbre, se transladó conmigo por varias horas en burro hasta que nos amenazó una pequeña tempestad de arena. Al regresar de nuestro recorrido nos invitaron a tomar leche de camella, por cierto muy sabrosa, aunque espesa. Nos advirtieron que hay que consumirla en poco tiempo porque se fermenta rápidamente debido a la alta temperatura ambiente. La ingesta de verduras es muy grande y eso se debe a la abundancia de las mismas en ese fértil oasis.   
Las vacaciones de invierno, finales de enero comienzos de febrero, resolví pasarlas en Moscú yendo a teatro, cine y conciertos de música clásica y popular. Era como para regodearse, pero recuerdo haber visto en algún teatro “El inspector” de Gógol en una versión muy preciosa por la caracterización de los personajes de acuerdo al siglo XIX. También recuerdo haber ido a cine donde pude admirar la película “El destino de un hombre” bajo los motivos del famoso escritor ruso Mikhaíl Shólokhov y relacionado con el carácter recio pero noble del soldado ruso durante la segunda guerra mundial en defensa de su patria. Me impresionaron mucho los conciertos de balalaika, el instrumento popular ruso que pude ver en el teatro “Udárnik”, donde los músicos tocaban -con toda inspiración- la música vernácula de su país con toda la familia de ese instrumentos de cuerda metálica, análoga a lo que podía ser la que conforman el violín, la viola, el violonchelo y el contrabajo. Por cierto que la vida cultural rusa tenía mucho que ofrecer en todas las estaciones del año, pero particularmente en invierno era agradable visitar lugares placenteros como el parque Gorki, enorme y lleno de espectáculos como el patinaje, el esquí  y los variados conciertos. Lo mismos ocurría el parque Sokólniki que también pude visitar en esa temporada y por cuyo ingreso se pagaba una cantidad de dinero muy modesta.
En el verano de 1969 tuve la oportunidad de saludar en Moscú al famoso duelo cómico-musical de “Emeterio y Felipe”, que durante dos meses se presentó en diversos escenarios de la Unión Soviética, con rotundo éxito, lo mismo que ocurrió con el Ballet Folclórico de Colombia, dirigido por Sonia Osorio. Al conocido dueto lo invitamos hasta las residencias de la Universidad donde la compatriota Mady Fuerbinger, estudiante de medicina, se encargó de coordinar el agasajo que, con mucho gusto, les ofrecimos los colombianos a esos distinguidos huéspedes. En ese mismo verano -por intermedio de Osvaldo Pastore-  tuve la suerte de conocer al eximio compositor paraguayo, José Asunción Flores, quien a la sazón había llegado a Moscú para grabar una colección de sus obras con la Orquesta Sinfónica de la Radio y la Televisión de la Unión Soviética. Igualmente pude asistir al lanzamiento solemne de ese disco, donde la mencionada sinfónica tocó la mayor parte de los temas del maestro Flores.  
Para mí fue muy importante haber trabado relación con tan distinguido compositor y patriota paraguayo, quien participara como soldado en la heroica defensa del Paraguay enfrentada a Bolivia desde 1932 a 1935 en la Guerra del Chaco, que dejó desolados y empobrecidos a ambos países. Fue su  canción inicial “India” (su música), la que sirvió de base para su poema sinfónico que desarrolló después de que el gobierno lo indultó, pues lo había condenado a muerte por un supuesto delito que se le imputaba. Recuerdo como, en la residencia del hotel donde se alojó el mencionado compositor, me pasé con él varias tardes cantando canciones paraguayas y colombianas. Yo le cantaba un bambuco, por ejemplo “Los cucaracheros” y él me tocaba en el piano la melodía de “India”, verdadera reliquia de su repertorio, que desde hace varios decenios  le ha quedado como herencia imperecedera al Paraguay. Algunas de las canciones de ese disco grabado por la firma soviética “Melodía”  se cantan en español, guaraní y ruso, como ocurre con la pieza “Merendá payú” (Desde la distancia he venido hasta aquí).
En mi segundo mes de vacaciones de 1969, se cumplió mi tan anhelado deseo de visitar Leningrado,  nombre que  -en 1924-  le dieron a Petrogrado, en honor a Lenin quien falleció en ese año. Esta ciudad fue construida a comienzos del siglo XIX por Pedro el Grande,  quien quiso que fuese de estilo occidental,  una suerte de “ventana a Europa”. Tiene fuerte influencia de la arquitectura italiana y posee joyas de la arquitectura como la Catedral del San Isaac, el Palacio de Invierno, el Palacio de Verano, el Museo del Ermitage, el Edificio del Almirantazgo, la Catedral de San Pedro y San Pablo, lo mismo que las fortaleza de Kronstadt y  la de Pedro y Pablo, antigua prisión de los zares para recluir a los políticos adversos al régimen. En la Catedral de San Isaac pudimos admirar el experimento del péndulo de Foucault donde éste, que está colgado de la cúpula,  gira 360 grados, paulatinamente, a lo largo de una hora. En el río Nevá, que da sus aguas en el Golfo de Finlandia, está inmovilizado  -hasta la fecha- el crucero Aurora, símbolo de la Revolución de Octubre de 1917, porque desde él se dio la orden de la insurrección.
En San Petersburgo pudimos conocer  la Universidad Estatal, el Museo Ruso, el Museo del Hombre, el Teatro Maly de Ópera y Ballet, el Teatro Kírov, el Teatro Púshkin y el Teatro Académico del Drama. Como se sentía que en esa ciudad, lo mismo que en Moscú, el drama, el ballet y la ópera son necesidades sentidas de la población y con ansiedad compran los boletos para asistir a la mayor cantidad de espectáculos. Eso era parte de la calidad de vida de la que disfrutaban la mayor parte de soviéticos, pero que por lo visto no supieron valorar muchos ciudadanos que, con el tiempo, prefirieron que otros gustos imperaran en su país. Allí en San Petersburgo nos encontramos con un grupo de médicos colombianos, quienes a la sazón también estaban descubriendo las maravillas arquitectónicas de esa ciudad. Al comienzo nos alegramos de verlos, pero pronto nos desilusionaron cuando dijeron que a ellos les gustaría que esos palacios sólo estuvieran destinados al turismo extranjero, para no tener que incomodarse haciendo cola y mezclándose con el pueblo llano. Pujos de profesionales venidos a más que no conocen la historia de los pueblos y pretenden menospreciar una cultura que se ha forjado con sentido democrático para que esté al servicio de todas las capas sociales y de todos las naciones del mundo.
Pero no se puede hablar de Leningrado sin referirnos a su cuota de sacrificio en vidas humanas y en pérdidas materiales que sufrió durante el sitio de 900 días a que lo sometieron los ejércitos hitlerianos por el sur y los de Finlandia por el norte. Ninguna ciudad del mundo ha demostrado tanto y coraje para soportar un asedio tan prolongado, sin agua ni energía eléctrica y, prácticamente, aislada del resto del país, pues su único vínculo fue un camino a través del lago Ládoga, congelado en invierno. Es a todas luces falaz decir que los nazis fueron derrotados por en invierno ruso. Fueron derrotados por la gente rusa, llena de carácter, de determinación de resistir y porque sus soldados y generales sí supieron pelear por defender su territorio y por sus ideales de libertad.  Los monumentos a los caídos (1.250.000 habitantes, de los tres millones que tenía esa ciudad) son varios y los museos de Leningrado impresionan por las fehacientes muestras de barbarie que desplegaron los alemanes, como es utilizar la grasa humana para hacer jabones de olor.  Qué bueno que el mayor número de personas conozca esas muestras y se dé cuenta de que razón tienen los demócratas de denunciar las pretenciones de los fascistas y neofascistas, como es el caso de la barbarie desatada en Colombia desde los años 80 por los ejércitos mercenarios de los llamados paramilitares, herederos de muchas prácticas nazis destinadas a defender  -a punta de terror- un Estado de los ricos y para los ricos.
 Las vacaciones del invierno de 1970 las pasé en Gorki, un pequeño poblado a menos de 100 kilómetros de Moscú, justamente a pocas cuadras del lugar donde falleció Lenin, en enero de 1924. Fue una estadía grata saliendo al bosque a mañana y tarde a respirar el aire puro entre abedules y abetos, esquiando un poco y dándoles de comer nueces a las ardillas. A ratos hablábamos con los pocos habitantes del sector, de resultas de los cual nos hicimos amigos de las enfermeras del dispensario local, adonde acudía yo en las veladas, con mi guitarra, a darles pequeños conciertos y a contarles sobre mi Universidad y, por supuesto, sobre Colombia y América Latina. Como siempre ocurría en nuestras conversaciones con la gente rusa, no desconocía la ubicación de Colombia, algo de su historia,   “país sufrido”,  nos decían, no sin razón, ya habían leído a García Márquez quien les parecía “escritor sabio y divertido”, también conocían a otros autores latinoamericanos como José Martí, Pablo Neruda y, por supuesto, que sabían de quien había sido Simón Bolívar y según sus palabras “el único libertador del mundo”.
Nunca más sentí la emoción tan bella de estar entre los rusos que cuando estuve con esos amigos de Gorki, gente sencilla, generosa y tierna. Todavía sueño  -de tiempo en tiempo-  con un despertar en esos bosques esteparios y escucho el canto de los gorriones y estorninos, interrumpido por el estruendo de una veloz troika (carruaje halado por tres caballos) que se desliza por los senderos de nieve y se pierde pronto en el horizonte, dejando el alma un sentimiento confuso de alegría y tristeza. Para un colombiano es importante haberse sensibilizado tanto con la Naturaleza de la lejana Rusia, en un proceso paulatino de adaptación a otras costumbres, tal vez, empezando de cero. Primero aceptando probar la comida, diferente y cambiante -según estación y la necesidad de más o menos calorías- más grasa en invierno y más frutas en verano. Nos se nos olvide que Colombia tiene un clima constante y que no necesita estar cambiando de régimen alimenticio.
Pero lo principal de esa adaptación es haber comenzado a entender a la gente, a ser tolerante con ella, a pensar que no se la puede cambiar ni de pensamiento y el que debe cambiar es uno en un proceso lento, pero ascendiente. En dicho proceso, la asimilación de la lengua se convierte en el instrumento más urgente y expedito. No entendemos, entonces, cómo puede un individuo vivir 10 años en cualquier país extranjero y no aprender a conocerla, así sea de una manera elemental, aunque la obligación moral y social es dominarla en poquísimo años. Desde mi niñez y juventud, por fortuna, aprendí a conocer otras regiones y culturas, las cuales -tal como me ocurrió con la rusa- llegaron a ser entrañables, sin que se me modifique en lo más mínimo mi ser colombiano, amante de nuestra música vernácula, de sus comidas y de todo aquello racional y positivo que está en nuestra tradición.
En el primer mes de mis vacaciones de verano, julio de 1970 estuve en Moscú visitando museos, galerías, bibliotecas y librerías, asunto que requiere de tiempo y,  por cierto, de algún dinero para poder satisfacer algunos antojos. Pero la mayor parte del tiempo la invertí en preparar con mi amigo el físico, cantante y guitarrista,  Osvaldo Pastore, de Paraguay un repertorio que, gentilmente le había solicitado su jefe de tesis el académico Yákob P. Terletski, premio Stalin de física, “por sus contribuciones científicas a la defensa de la Patria”. Recuerdo que ensayamos canciones y melodías latinoamericanas, incluidas varias paraguayas y colombianas. Y claro,  iban a estar representadas varias piezas del repertorio ruso, por los oyentes de nuestro futuro concierto eran unos invitados especiales que tenía dicho académico, pero para no preocuparnos demasiado no nos dijo de quien se trataba. El asunto es que la víspera de nuestra presentación llegamos a la casa del campo del doctor Terletski, quien nos recibió muy amablemente y nos dispuso en confortable habitaciones. Esa noche después de nuestro ensayo y de la cena, nos lo llevó recorrer su estancia y no podía faltar su actitud didáctica preguntándonos, como en un examen, sobre nuestros conocimientos sobre el cielo estelar. Como nunca estaba estrellado el cielo boreal y mi amigo Osvaldo era el más indicado a contestarle las preguntas a su profesor. Preguntas que se consideran de rigor en un curso de física, que tiene que tocar sin falta la astronomía, tal como lo hacía en nuestro medio Francisco José de Caldas, el sabio payanés.
El día esperado de nuestro concierto aldeano, nos levantamos temprano, nos arreglamos, desayunamos, ensayamos y a las doce meridiano entramos a un teatrino, como para cincuenta personas de que disponía la “dacha” (casa de campo) del sabio profesor. A esa hora, sentado nosotros al frente del escenario, vimos como el doctor Terletski descorría el telón y al frente estaban sentados unos 15 hombres viejos, todos vestido de negro,  con toga en su cabeza, lo cual inspiraba la mayor solemnidad al nuestro concierto. Acto seguido y, en medio de nuestra sorpresa, él mismo anunció que “estos dos artistas latinoamericanos, Osvaldo y Eduardo”, le ofrecen a la Academia Sueca, en pleno, sus más hermosas interpretaciones”. Nosotros en medio de nuestro desconcierto y la emoción, no pudimos menos que tocar nuestros temas, con todas nuestras fuerzas e inspiración. Confieso que nunca he tenido un grupo que tocara con tanto refinamiento y perfección. Sin duda que allí se manifestó el carácter exigente de mi amigo Osvaldo y la enorme convencimiento que tuve siempre de que yo tenía el honor de tocar con un artista de talla mundial porque había acompañado, nada menos que a Luis Alberto del Paraná, quien fuera uno de los músicos más distinguidos de nuestro continente.
Cada canción que tocábamos o cada canción que cantábamos era aplaudida profusamente por esos ilustres huéspedes del doctor Terletski, quien se daba el lujo de invitarlos a su propia casa desde Estocolmo, por lo visto, con la ayuda del gobierno soviético que  tenía a este científico en la más alta estima. Al final de nuestra presentación los académicos nos tendieron su mano y nos abrazaron como signo de admiración. Uno de ellos incluso nos dijo que podíamos aprovechar sus oficios para que en alguna oportunidad fuéramos a su país a dar un concierto y poder grabar un disco en las mejores condiciones. Ofrecimiento que nunca aprovechamos por nuestras limitaciones de tiempo y también de recursos. Desafortunadamente no quedó ninguna memoria de ese concierto que se dio en las mejores condiciones anímicas y donde invertimos los mejores impulsos de nuestra juventud. Recuerdo por lo menos algunas piezas de ese repertorio: India (Guarania) de José Asunción Flores, Noches de Ipacaraí (Guarania), Mi cafetal (porro colombiano), Tico-Tico (Samba brasileña instrumental), Ojos negros( canción rusa de origen gitana) y otras diez piezas más.
En agosto de esas vacaciones   tuve la oportunidad de viajar a Suecia para cumplir una invitación de mi amigo el médico ecuatoriano Gonzalo Parra Flores, obstetra de la clínica Karolinka de Estocolmo, para luego de esa visita de un mes,  volver  a encontrarme con Rusia a finales de ese mismo agosto. Mi recuento sobre mis impresiones en Suecia son un relato aparte, pero puedo comentar que,  en ninguna parte del mundo vi tanto desarrollo, orden y armonía, a pesar de que sabía que estaba de visita en un país capitalista, donde nunca se dan juntos esos tres elementos.  No es la imagen a la  que nos tienen acostumbrados a ver o a imaginarnos, sino la imagen de un país en el cual hay más equidad y más alto nivel de vida, por lo menos en lo material. En la parte espiritual -o cultural, si se quiere- los países socialistas se llevan por delante a cualquier país capitalistas, donde si bien existe la cultura, ésta pertenece a una élite millonaria  y no se reparte, generosamente,  entre el pueblo.
Los representantes de las nombradas élites siempre repiten: “la miel no se hizo para la boca del burro”. De ese jaez son sus apreciaciones sobre la cultura y sobre quienes -según ellos- deben ser beneficiarios. A mi regreso de Suecia, sin desconocerle sus méritos en pos de querer lograr la felicidad de la gente revolví, para mí,  que el grueso del pueblo ruso vivía más feliz y motivado de vivir en su Estado porque sabía, a ciencia cierta, que su economía iba en ascenso y que Rusia y les pertenecía  -sin dominio ni intromisión extranjera-   no en la letra de los libros, sino en la realidad. Por ningún lado en esa época había un letrero que dijera “Prohibido el paso, propiedad privada”, leyenda que con horror volvía a leer a mi regreso a Colombia, pero que, por desgracia,  también se restituyó en Rusia a finales de 1991 cuando se disolvió la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Es la Rusia capitalista del mundo contemporáneo que pasó por la fructífera experiencia del socialismo, el mismo intentó dio al traste con el capitalismo atrasado que heredó de los zares.
Las vacaciones de invierno -finales de enero, comienzos de febrero de 1971- las pasé en las residencias de la Universidad, no sin dejar de ir a cine y teatro. Del cine recuerdo haber ido a la presentación en vivo de la principal actriz de la película soviética “Juana de Arco”, donde nos contó como siendo ella una simple vendedora de una tienda de miscelánea, el director de cine la escogió para que representara a la heroína francesa. Todo el mundo estaba sorprendido de que esa mujer rusa corriente fuera capaz de hacer de Juana de Arco con toda la entera y valentía que se requería, para estar de acuerdo con la historia. Fue una verdadera transfiguración lo que ocurrió con esa sencilla vendedora, convertida en actriz de Mosfilm que  consiguió la felicitación inmediata y merecido renombre nacional e internacional. Los inviernos rusos no podían pasar desapercibidos sin ir a patinar a la pista universitaria o esquiar en el bello bosque aledaño, con pequeñas colinas y que por uno de los flancos remataba con un lago. Sitio absolutamente apacible y donde nos sentíamos muy a gusto. Lugar romántico por demás, donde más de un estudiante tuvo sus citas amorosas con muchachas de cualquier confín de la ciudad.
Las vacaciones de verano de 1971 las pasé nuevamente en el mar Negro, en la estación de Makopsé, adonde habitualmente nos conseguía un cupo la dirección de la Universidad, el cual cubría el viaje en tren, de ida y vuelta, la residencia en el campamento, la alimentación completa y la recreación. Recuerdo lo difícil que era ajustarse en los horarios estando en vacaciones. Pero eso se vencía fácilmente y uno aceptaba -sin problema- que a uno lo despertaran con acordeón a las 7 de la mañana. El orden, sin duda, es el comienzo de las buenas realizaciones. Todos comprendíamos que se trataba de vacaciones cultas, con alimentación balanceada, con seminario por la mañana y con recreación por la tarde y por la noche. Uno de los atractivos del mar era la fiesta de Neptuno, cuando la comparsa aparecía de alta mar (al frente estaba Turquía) y a medida que se aproximaba se veía la representación de Neptuno,   en todo su esplendor,  blandiendo su tridente y perpetuando así una costumbre que viene desde los griegos, pobladores -a propósito- de estos litorales.
No puedo olvidar que esas playas del mar Negro, alguna tarde en que me encontraba dialogando con María García, una hermosa y enorme estudiante de República Dominicana -de raza negra- se nos acercó un circunspecto caballero ruso que había estado observando nuestro grupo, pero con su mirada concentrada en María. Dicho caballero, inicialmente, se dirigió a mí y me dijo, concretamente, que quería que le presentara “a la mujer bella” para invitarla a participar de una película que tenía que rodar en esas playas y relacionada con la historia de Rusia, cuando centenares  de ciudadanos se marcharon a Occidente a través de Turquía. Tras de la presentación y una breve introducción, María se puso al tanto del proyecto del cual resultó  que, justamente, después de un año pudimos ver en la pantalla a nuestra amiga en una escena que tenía que ver con Rusia y Turquía. No fue  la única película en que nuestros estudiantes tomaron parte en realizaciones culturales, como también ocurría en el teatro, la televisión, la radio y la prensa soviéticas, con mucho éxito por la espontaneidad y carácter representativo de dichos estudiantes.
En las vacaciones de invierno se cumplió una de mis viejas aspiraciones como era conocer la hacienda Yásnaia Poliana, que comprende  la casa-museo de Léón Tolstoi (Liev, en ruso), donde vivió y creó el insigne escritor,  autor de obras maestras de talla universal como “La guerra y la paz”, “Ana Karénina” y “Resurrección”, quien a pesar de haber pertenecido a la aristocracia, hizo en sus escritos las más grandes denuncias contra la descomposición social, la corrupción y la injusticia del régimen zarista. Fue hasta excomulgado de la Iglesia Ortodoxa por contradecir los lineamientos de dicha institución, siempre empeñada a defender un Estado arbitrario y opresor. La hermosa casa-museo, -situada cerca de Tula, a unos 200 kilómetros al sur de Moscú-   guarda la enorme biblioteca y otros enseres que utilizó el famoso escritor a lo largo de su vida, la mayor parte de la cual  pasó en el campo renunciando a los azares de la gran ciudad. Se acercó mucho a los campesinos a quienes ayudaba a labrar la tierra. Ya al final de sus días decidió marcharse de la casa en un invierno, pero un resfrío agudo acabó con sus días no muy lejos de ella.
En el verano de 1972 resolví quedarme en Moscú para poder visitar sus alrededores, tan llenos de encanto, surcados por el río Moscova y otros tantos ríos  adonde la gente va a nadar y distraerse, aprovechando además la completa libertad con que se podía transitar por inmensos campos llenos de bosques y lagos. Después de los ardientes soles venían las lluvias, las mismas que propiciaban el crecimiento de innúmeros hongos, de diversas clases, los cuales eran perfectamente reconocibles por la población local, toda vez que los rusos aprenden a distinguirlos desde que tienen la edad de cuatro años. La mayor de dichos hongos son comestibles y, claro, que se prefieren los champiñones que crecen al pie de las coníferas y constituyen una rica fuente de alimentación de la gente. Los preparan de muchas formas, principalmente, fritos y en encurtidos.
También secan los champiñones ensartados en unos hilos que ponen al sol, para luego irlos consumiendo en otoño y primavera. Buena parte de la población de Moscú vive en los alrededores -tal vez la mitad- y el común de las familias trata de hacerse a una casa de campo en esos alrededores, que perfectamente pueden estar en un radio de 20-150 kilómetros del centro. Todavía recuerdo los nombres de las pequeñas ciudades como Odintsovo, Khimki, Liúbertsi, Podólsk, Shchiólkovo  que conocí de la mano de mis amigos rusos, con quienes  salía de Moscú por los cuatro puntos cardinales, utilizando, fundamentalmente, el tren o la “electrichka”, una especie de autoferro. Puedo dar fe que en todas aldeas cercanas a esas ciudades había buena provisión de todo lo fundamental que se necesita para vivir, principiando por los productos alimenticios y los de uso diario. A veces allí se conseguían artículos que pocas veces se veían en los estantes de la capital.
En invierno de ese año atendí la invitación de mi suegra Anna Viacheslávovna, odontóloga y coronela del ejército soviético, de ir a visitar su casa de campo que quedaba a 120 kilómetros al noroeste de Moscú, una estancia de varias hectáreas, cubierta de bosque de abedules y coníferas y cruzada por un río cristalino. Fue enorme el regocijo que sentí de estar en aquel, agreste pero acogedor paraje,  donde se podía -especialmente en las mañanas- ver y alimentar a las abundantes ardillas que bajan, cual rayo, a recibir las nueces que con mi mujer, Tatiana,  les alcanzábamos con nuestras manos. Era impresionante el silencio de esos bosques si se descarta el canto y aleteo de incontables aves que volaban por todo el ámbito. En ese fin de diciembre y vísperas de año nuevo, recuerdo la anécdota que me ocurrió en el bosque cuando cumpliendo la misión que me encomendó mi suegra de traerle un abeto, de pronto, a 80 metros de donde yo me encontraba se apareció un camión militar del que descendieron precipitadamente dos soldados quienes se acercaron a mí con la petición perentoria de que les dé un abeto para el general que esperaba en el vehículo.
Debo contar que era ilegal que yo ya hubiera cortado un árbol (el que me encargó mi suegra), porque no teníamos ningún permiso de las autoridades ambientales para hacerlo, pero tratándose del general, no vacilé en regalarles el árbol cortado a esos soldados quienes  se fueron contentos y agradecidos, pensando en que “el guardabosques” les había regalado, muy de agrado, el susodicho abeto. Demoré varios minutos recomponiéndome del susto que me metí porque, al comienzo, pensé que la autoridad me había sorprendido sustrayéndome un árbol, el mismo que ya arrastraba para mi casa, porque era lo suficientemente pesado como para cargarlo una persona. Cuando le conté  a mi suegra lo ocurrido no pudo menos que soltar una enorme carcajada, pero cuando dejó de reírse me dijo en tono serio: “no sabes en el lío que te habrías metido si, efectivamente, hubiera sido la autoridad la que te sorprendía cortando árboles sin ninguna autorización. Te habrían detenido y habrías tenido que responder por ese daño, además,   no sé que averiguaciones más habrían adelantado a propósito de que tú eres mi yerno y yo soy una persona vinculada al Ministerio de Defensa”. El susto pasó pronto porque las distracciones de invierno en la aldea rusa hace que cualquier contrariedad se olvide muy pronto ya que uno se ocupa del deporte, de cortar leña, de preparar los alimentos, de disfrutar de las reuniones alrededor de la mesa, de cantar y, a veces, de bailar al son de canciones y músicas típicas que aún se cultivan por esas comarcas.
En primavera y verano de 1973 me dediqué a escribir mi trabajo de grado sobre la trilogía autobiográfica de Máximo Gorki y a prepararme para el advenimiento de mi hija Magdalena, hecho que tenía que ocurrir a finales de septiembre, como efectivamente ocurrió. Aunque hacia mitad de ese año yo ya tenía terminada mi tesis, el médico me aconsejó hospitalizarme para un tratamiento serio, porque me sentía muy debilitado. Y estando en el hospital No. 20 de Moscú ocurrió el golpe de Estado contra el presidente Allende el nefasto 11 de septiembre de ese año. Encontrándome en esa fecha en el comedor de dicho establecimiento pude ver como el Palacio de la Moneda era bombardeado inmisericordemente y de resultas de lo cual quedaba casi la certidumbre de que el presidente había perecido a causa del bombardeo. En medio de mi conmoción y mi tristeza, ni siquiera pedí permiso para largarme de ese hospital, para ir a pasar la pena al dado de los míos. Al tercer día volví al mencionado hospital, donde -sin falta- tuve que escuchar el regaño de la médica jefe, persona que no entendía de explicaciones políticas ni de tristezas vinculadas a un hecho luctuoso para los latinoamericanos.
A la tristeza -convertida en verdadera aflicción- que afectó al mundo progresista por golpe de Estado en Chile y el asesinato del presidente Allende, sobrevino la muerte del insigne poeta chileno Pablo Neruda, a causa de la pena moral que él tuvo,  por cuenta de los padecimientos de su pueblo sometido a un baño de sangre, que no se detuvo pronto. De contera murieron por esos días los también insignes artistas Pablo Picasso y Pablo Casals, ambos de España, personalidades democráticas, admiradas y respetadas en el mundo entero. Y como si fuera poco para mi honda conmoción anímica, tuve la noticia -un poco tardía, por la demora de los correos- de saber de la muerte de mi abuela una vieja maestra de aldea, quien había quedado al cuidado de mis hermanos huérfanos. No tuve, por ese entonces, la oportunidad de viajar a Colombia, por escasez de recursos, porque no tenía sentido un viaje extemporáneo a su sepelio y porque ya preparaba mi regreso a la patria para próximos meses, después de sustentar mi tesis de grado.
El 26 se septiembre, a la media noche, nació mi hija Magdalena y por haber nacido, precisamente, a esa hora, supe que era la costumbre rusa de otorgarle dos fechas de nacimiento a una criatura nacida a la media noche, en este caso: 26-27 de septiembre, por aquello de los favorecimientos eventuales que dan las leyes que pueden existentes o las que puedan ser  expedidas en el futuro y que tengan relación con una u otra fecha. Al día siguiente intentamos con mi suegra ver a la recién nacida, pero disposiciones internas de ese establecimiento sanitario no nos permitieron ingresar. Entonces resolvimos con mi suegra irnos a almorzar al primer restaurante que encontramos y luego ir  al  “Teatro de títeres”, que yo no conocía, pero que había oído hablar, por el gran prestigio que de que gozaba en Rusia y en el exterior.  Eran las dos de la tarde cuando,  a la entrada del mismo teatro,  estaba un venerable hombre, de aspecto afable, convidando a la gente a que entre al teatro a ver una hermosa exposición y luego a la función. Mi suegra me dice: “Si es el mismo maestro Obratsov, creador del teatro el que está anunciado la exposición y la función”.
Nos acercamos a saludarlo  yo, acto seguido, le dije que yo era colombiano y que mucho lo admiraba desde que había conocido de su gran labor a favor del teatro para niños. El maestro nos contó, complacido que, justamente,  en esa temporada tenían expuestos los “Mil Diablos de Colombia”, colección que comprendía todos los duendes y demás endriagos que ya no recuerdo  quien había reunido en Colombia para ser presentados en el exterior. Una verdadera primicia para nosotros y una joya que muy pocos conocen y de la que, tal vez, no han oído hablar. Daba gusto ver el entusiasmo con que ese maestro nos indicaba el frontis de su teatro, adornado en la parte superior con una gallo metálico que salía a cantar cada cuarto de hora. En dicho teatro pasamos varias horas, admirando la  interesante exposición de los duendes folclóricos colombianos (como el del Carnaval del Diablo de Riosucio) y luego yendo a la función donde le maestro Obratsov era el principal tiritirero.
Después de que salí del hospital a comienzos de 1974, pude sustentar mi tesis de grado, que versaba sobre el ciclo autobiográfico de Máximo Gorki, trabajo que obtuvo la excelencia ante un jurado encabezado el distinguido latinoamericanista, doctor Stepán Mámontov,  decano de la Facultad de Historia y Filología de la Universidad de la Amistad de los Pueblos fundada, en 1959, en honor el héroe africano “Patrice Lumumba”. Con el título en la mano, no tenía otro asunto que hacer, que dirigirme a Colombia,  cumpliendo así con el compromiso interestatal de regresar, inmediatamente, después de culminar los estudios. Con indecible pena en el alma, tuve que despedirme de mi joven familia para regresar a mi patria. Eso ocurrió un 20 de enero de 1974, por la ruta Moscú-Nueva York-Bogotá, a través del polo Norte. Durante mi brevísima estadía en Nueva York, pude  conocerla -a vuelo de pájaro-  antes de la media noche,  para luego irme a dormir y estar listo en el aeropuerto en las primeras horas de la mañana del día siguiente.  En Bogotá me esperaba un nuevo ciclo de estudios de especialización en lingüística latinoamericana, patrocinado por la OEA, en el prestigioso Instituto Caro y Cuervo.
Otro viaje que realicé a Moscú fue en 1977, con motivo del XVII Seminario para profesores de lengua y literatura rusas, al cual fui invitado por el Instituto Pushkin. El evento, que duró un mes, tuvo lugar en la Universidad de la Amistad de los Pueblos “Patrice Lumumba” y en el cual participaron delegados de cerca de cien países. Yo fui en nombre de la Universidad del Cauca a la cual representé como profesor de lingüística de la Facultad de Educación. Fue una experiencia igualmente interesante, tanto desde el punto de vista del intercambio de experiencias pedagógicas, como del conocimiento interpersonal. Dentro del programa cultural del seminario, también pude visitar lugares de interés y volver a sitios que había conocido antes. Tener que abandonar Rusia otra vez era como remover una vieja nostalgia que siempre hemos tenido quienes  aprendimos a amar a ese país, su paisaje, su gente, de la cual hemos admirado su sencillez, inteligencia, espíritu trabajador y su carácter rebelde. Más de una lágrima se me ha escapado al alzar el vuelo por los amplios horizontes de Moscú, donde quedan mil recuerdos imperecederos de los mejores días de mi juventud, pasados al lado de los hermanos rusos y latinoamericanos. Un recuerdo especial me despierta mi querida hija y mis nietas, a quienes recuerdo a diario, con infinita ternura y siempre con la esperanza, indeclinable, de volverlas a ver, una y otra vez.

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