SEMANA SANTA EN TÚQUERRES (1961)
Por: Eduardo Rosero Pantoja
A mi hija Ariadna, con todo cariño,
y como reconocimiento a sus observaciones relacionadas con este artículo
“…Después de varios meses de buscarla, un día me enteré -por casualidad- que se había unido a una pequeña banda de hombres y de mujeres que seguían a un joven profeta galileo. Éste se hacía llamar Jesús el Nazareno y terminó crucificado, por no se qué crimen. Poncio -dice Lamia, su amigo- ¿Te acuerdas de este hombre?
Poncio Pilatos frunció las cejas y se llevó la mano a la frente como el que trata de profundizar en su memoria. A continuación, después de unos instantes de silencio: “¿Jesús? -murmuró- ¿Jesús el Nazareno? No. No recuerdo”. (Anatole France en su relato “El procurador de Judea”).
Antes de entrar en materia, permítaseme una digresión, para entender en qué contexto se desarrollaba la festividad religiosa de marras. Recuerdo que, por esa época de Semana Santa, mi hermano Hugo -quien estudiaba quinto de bachillerato- recitaba, de memoria, la Primera Declaración de La Habana y lo hacía, con tanto entusiasmo, que más de un parroquiano se quedaba embelesado escuchándolo, como si estuviera oyendo la misma voz de Fidel Castro que se transmitía por Radio Habana Cuba, a tarde y a mañana. Por esos mismos días los gringos habían sufrido el más grande fiasco en su intentona de tomarse a Cuba, por asalto, a través de una expedición que se preparó desde Nicaragua, pero que fue doblegada por los cubanos en un acto de heroísmo sin precedentes en la historia. Fue la derrota del imperialismo en Playa Girón (antes Bahía de Cochinos), la vergüenza más grande de Estados Unidos, antes de su fracaso total en Vietnam.
Ese Domingo de Ramos, como en otros años, la pequeña ciudad de Túquerres, apenas había estrenado pavimentación de sus calles, “pavimentación casera”, para cien años, según palabras de nuestro querido paisano el ingeniero Rodrigo Rivera, alias “Veneno”. Por todas partes salían personas con hermosas palmas de color de oro y se congregaban alrededor de las dos iglesias principales: la de la Parroquia de San Pedro y la de los Padres Capuchinos, ambas compitiendo por la cantidad de oficios que ofrecían y por las imágenes que mostraban. No teníamos conciencia todavía del exterminio de la flora, ni menos nos podíamos imaginar que al acabar con las palmas de cera -y con las de cuesco- se morían también millares de loros que habitan en los parajes donde crecen esas irremplazables plantas.
Por ignorancia gozábamos con esas palmas y fuera de la alegría de verlas ondear en las calles -en un verdadero oleaje, durante la procesión de esos domingos- mi abuela ya nos tenía en casa la sorpresa de que había hecho con sus manos multitud de abanicos, esteras, canastos, canastillas -y otros implementos- a partir de las hojas entrelazadas de esas palmas, con un dominio que nos dejaba atónitos. Claro que intentamos aprender ese arte, pero mi abuela no tenía ni tiempo ni paciencia para enseñárnosla, asunto que terminó en que ninguno de nosotros -sus nietos- aprendimos ni siquiera a hacer una pequeña estera. Nunca quedó un vestigio de lo que miles de personas -generación tras generación- hicieron con sus hábiles manos, teniendo como materia prima las palmas de cera y de cuesco. Creo que no hay un museo regional o nacional que conserve esa memoria.
Ese Domingo de Ramos ya se anunciaba todo el rigor a qué debían someterse los ciudadanos en Semana Santa. La música de la radio era el repertorio más feo de la música clásica europea, concretamente, la religiosa -instrumental y en coros- chata, monótona y tétrica, predominantemente en tonos menores. No nos podemos preciar de haber escuchado antes mucha música clásica, pero sí teníamos un marcado gusto por los valses de Strauss, algunas piezas de Beethoven y de Chaikovski, por decir lo menos. De contera, nos tocaba estar privados -en esa semana- de todo tipo de música popular, tanto de la que se transmitía por la radio, como la que se podía tocar, eventualmente, en los instrumentos músicos: nuestras guitarras o el tiple, la cítara o el piano de nuestros vecinos. Sólo a escondidas se podía hacer música para no profanar el ambiente de recogimiento que reinaba en la ciudad y, por cierto, en toda Colombia.
En nuestros días casi no se entiende cómo en Colombia estuvimos sujetos a todas estas limitaciones por cuenta de una iglesia que invadió todas nuestras esferas de la vida: no se podía oír música profana, no se podía gritar ni hablar duro, era obligatorio vestirse de negro, no se podía jugar, ni danzar, se cerraban las cantinas y los burdeles, había abstinencia de carne -por ser cuaresma-, se dice que hasta se prohibía el ejercicio del sexo en los hogares, para no contrariar la abstinencia de la otra carne. Además, los viernes santos, dejaban de sonar las campanas para ser reemplazadas por las matracas, esos instrumentos -a manera de carraca- compuestos por un madero, con una argolla que golpeteaba al ritmo de la mano, produciendo un estruendo pesado que se podía oír a varias cuadras.
Nos parecía un despropósito que el tañir de las campanas, de plata y oro, se pudiera reemplazar por el sórdido y rechinante ruido de la matraca. Pero a nadie se le ocurría protestar contra lo que nos habían impuesto los españoles a rajatabla: la religión cristiana, de origen judío, que había nacido en Galilea, un rinconcito del mundo, el mismo que -ahora ni nunca- ha tenido ninguna relación directa con nuestra vida, nuestra milenaria historia americana, tan llena de dioses y de mitos. Una verdadera hecatombe que se anunció con el descubrimiento de América para los europeos, seguido de todas las imposiciones y depredaciones que vinieron y que seguimos sufriendo sin entender qué terrible hado nos persigue ¿y hasta cuándo?
En cuanto al derrotero de la Semana Santa, mi madre que había sido educada por su abuela payanesa, tenía reconcentrada toda la religiosidad que ésta le había transmitido, a veces rayana en el fanatismo. Nos decía a sus hijos y madre -bastante anticlerical, pero con alguna religiosidad-que el Domingo de Ramos se festejaba la entrada triunfal de Cristo a Jerusalem; el Lunes Santo, la Unción de Jesús en la casa de Lázaro y que era el día en que él expulsa, a latigazos, a los mercaderes del Templo de esa ciudad; el Martes Santo, día en que Jesús anticipa a sus discípulos la traición de Judas y cuando ocurren las sucesivas negaciones de Pedro; Miércoles Santo, es cuando Judas Iscariote conspira con el Sanedrín judío para traicionar a Jesús por 30 monedeas de plata; el Jueves Santo es el lavatorio de los pies, la Última Cena y la oración en el huerto de Getsemaní; el Viernes Santo, la prisión de Jesús y los interrogatorios a que fue sometido por Herodes y Pilatos; día de su flagelación, la coronación de espinas, el Vía Crucis, la crucifixión de Jesús y su sepultura; sábado día de vigilia pascual y el Domingo de Resurrección de Cristo o de Pascua.
Toda esta secuencia de hechos -la mayor parte terribles- había que saberla al dedillo, sin cuestionar aquello que se reñía con las cosas a que nos tiene acostumbrados la vida diaria a los seres corrientes y que, igualmente, se ponía en contravía con los conocimientos científicos que adquiríamos a través del estudio de la biología, la física y la química, refrendados por la filosofía. Siempre he pensado -desde esos años- que si la primaria y la secundaria, realmente fueran impartidas por profesores honestos, que en ningún momento toleren la interpretación supersticiosa de la realidad, en menos de dos décadas se podría cambiar el modo atrasado de pensar de toda una nación ya que, inmediatamente, se graduarían abogados, ingenieros, físicos, economistas y docentes con enfoque científico sobre la sociedad y sobre la materia de su estudio. Pero sabemos, a ciencia cierta, que el establecimiento actual no está interesado en la reflexión acerca de qué país queremos y cuál es la conciencia social que necesitamos para ser libres de verdad y podamos vivir bajo el imperio de nuestras propias determinaciones de individuos y de ciudadanos.
Recuerdo que el Martes Santo asistíamos, a eso de la 7 p.m., a la procesión solemne de la citada parroquia, donde la mayoría del pueblo devoto, vestido de negro, seguía detrás de las andas que desfilaban por la dos principales carreras de la ciudad y luego se encumbraba al Gólgota (en arameo, lugar de los cráneos), el barrio más empinado de la ciudad, bajo los acordes fúnebres de la Banda Municipal, donde intervenían -oficialmente- siquiera veinte músicos. A esa banda había pertenecido mi papá donde tocaba la bombarda (tuba), razón por la cual le sentía especial afecto. El caso es yo me hacía lo más cerca de los músicos procurando seguir el compás lento con que ellos se desplazaban. No entendía como en esos días de recogimiento había muchachos que se proponían sabotear, un tanto, a los músicos lanzándoles -hábilmente- piedras y basura a la boca de los instrumentos grandes, como precisamente era la tuba. Parece que el mismo espíritu solemne de procesiones y velorios invita a convertir el espíritu lúdico en de vehículo de transgresión.
El Jueves Santo se caracterizaba por la visita, en familia, de los llamados monumentos, especie de arreglos espectaculares de las imágenes, donde éstas lucían las mejores galas, tanto en las iglesias como capillas de la ciudad. Me llamaban mucho la atención los vistosos colores de los vestidos de esas imágenes, lo mismo que la fastuosidad de los templos, los cuales, justamente en esos días, se vestían de gala. Ni que decir de los sagrarios y de los vasos sagrados, que eran, la mayor parte, de oro y sólo algunos pocos de plata. Al visitar los monumentos y después de quedar deslumbrado por el colorido de los altares, no podía menos que impresionarme negativamente por las caras de pesadumbre de los cristos y de las dolorosas. Ese espíritu sadomasoquista que inspiró a los artistas de España y de Quito -sin demeritar ni en un ápice su arte- nos dejó terrible huella, una verdadera pesadilla que nos persigue -de por vida- en todas partes donde encontramos cristos y dolorosas: en las casas, en edificios públicos (quien lo creyera en un Estado laico), en los buses municipales e interdepartamentales, hasta los supermercados los tienen.
Hemos llegado a la conclusión de que ese sentimiento sadomasoquista lo necesita el régimen para mantener el amedrentamiento general y para justificar el espíritu de barbarie que siempre ha fomentado con las famosas prácticas oficiales del “corte de franela”, “el corte de pilón”, “la bola maciza” (que se lanzaba en los años sesenta del gobierno de Valencia para aplicar la infame “ley de fuga”), la motosierra de los mercenarios paramilitares financiados por los ricos en los cinco últimos gobiernos o los “falsos positivos” que se dan hasta la fecha. Una nación de flagelantes y de flagelados, donde las torturas a que es sometida nuestra gente, con mucho, superan a las que padeció Cristo. Sólo que lo nuestro no es trascendente porque no ocurrió en Israel, sino aquí no más en Soacha, en Fusagasugá, Puerto Boyacá, en Apartadó o en Tumaco, por nombrar apenas cinco nombres de lugar, de los quinientos donde han ocurrido las matanzas que financian los todopoderosos e instrumentan los mercenarios, con la complicidad de los gobiernos de turno.
Los jueves santos me son, a pesar de todo, de grata recordación por los doce platos que preparaban en nuestra casa y, en general, en la ciudad. Doce platos que se ponían sobre la mesa en doce bandejas y constaban, fundamentalmente de carne de res, cerdo, conejo y cuy, sopa, diversas ensaladas, dulces y postres. Doce platos, sin rebaja. Cada cual se servía lo que iba a comer, sin desperdiciar. No se trataba de una cita con la glotonería, sino el hecho de saborear sabrosos e inhabituales potajes, como la juanesca o fanesca, de posible origen brasileño, que recibimos a través del Ecuador y que consiste en una sopa de diversos cereales, con variadas carnes, de dispendiosa preparación. Sólo la sabían preparar las matronas y lo más probable es que su fórmula ya se la llevaron para la tumba, perdiendo la culinaria regional uno de sus más nutritivos, valiosos y renombrados platos.
El Viernes Santo era totalmente fúnebre desde que rayaba el día. La música de la radio arreciaba en sus tonos lúgubres y todo el ambiente era de recogimiento a raíz de la conmemoración de la muerte de Cristo. Las horas se daban a punta de matraca, el almuerzo tenía irremediablemente pescado seco, el mismo que se había puesto a desalar la víspera y que servían frito o sudado. Por la tarde había que ir a la iglesia o escuchar por radio el sermón de las siete palabras, por lo general pronunciado por algún prelado de otra ciudad que invitaban, ex profeso, para esa fecha. Eran muy solemnes esos sermones, alrededor de alguna parábola o desarrollando una idea importante de la Biblia para meternos más en el mundo del miedo, de la ultratumba, de las culpas, de toda suerte de pecados, para rematar muchas veces alabando al gobierno y señalando a las personas o grupos que le hacían oposición. Estábamos constatando una vez más la fusión de la Iglesia con el Estado, que empezó a darse -por conveniencia mutua- desde la época de Constantino en el siglo cuarto de nuestra era.
En la noche del Viernes Santo, la procesión empezaba a las siete y el ambiente se llenaba de un silencio sepulcral, apenas roto por los acordes de la Banda Municipal que tocaba, en particular, una pieza fúnebre que se convertía en un ritornelo que se nos grababa en la mente por varios días. La gente llevaba largas velas blancas y cirios pascuales hechos de cera de abejas. Los niños, también iban -inusualmente en silencio- mirando, con ojos de terror, la imagen de un soldado judío que daba terribles azotes a un Cristo lacerado. Recuerdo la anécdota que me pasó un Viernes Santo anterior cuando le pregunté a mi papá que por qué el “judío de atrás” se parecía tanto al tío Efraín (Leiton) y su respuesta fue: “no te preocupes que somos de los mismos” en alusión a su posible procedencia hebrea. Más atrás iba el paso del Santo Sepulcro, que contenía la imagen del Señor de los Milagros de Túquerres, un Cristo hecho en Quito -posiblemente en el siglo XIX- con la característica de que se puede desgonzar.
Todas estas imágenes me llenaban de profunda tristeza y depresión en torno al martirio de Cristo, pero sin llegar -ni de lejos- a proporcionarme una idea de los flagelos que ha sufrido el género humano a lo largo de los siglos, principiando por nuestra querida nación tan atormentada y vilipendiada. Pero sí me preguntaba el por qué la Iglesia permitía tanto culto a las imágenes si había leído en la Biblia pasajes donde se denunciaba, severamente, la idolatría, además de que los mismos sacerdotes se pronunciaban en torno de aquella detestable práctica, supuestamente, practicada por otros pueblos. Sin embargo, la misma parroquia se encargaba de vender imágenes y estampas que reforzaban esa tradición iconográfica de la Iglesia católica bien diferente a la de otras religiones y, especialmente, la de los musulmanes que rechazan, de plano, el culto a las imágenes por considerarlo simple y llana idolatría.
Me llamaba mucho la atención el traslado de la Cruz Verde -de la Parroquia de San Pedro- a lo largo de las calles de Túquerres y especialmente su ascenso a la empinada calle de El Gólgota, proeza que sólo podía realizarla Francisco Bolaños (alias Ademelio), un fornido hombre que cargaba dicha cruz, a plena carrera, a lo a largo de la ciudad, con descanso -de un minuto- al final de cada cuadra. Durante ese lapso, unos diez muchachos grandes, de los más fuertes, sostenían ese madero de unos cien kilos de peso, mientras el carguero acezaba y se preparaba para la nueva etapa. Recuerdo que dicho hombre nunca flaqueó en su cargada y siempre fue ejemplo de fortaleza atlética, además de constancia en su promesa piadosa contraída con la citada parroquia. Sólo una vez hubo un incidente que lamentar y fue cuando, involuntariamente, él giró de manera brusca y el extremo de la pesada cruz golpeo -de refilón- la cabeza de algún acompañante rajándosela gravemente. El herido fue llevado rápidamente al hospital San José, donde le prestaron la ayuda necesaria.
Debo decir que el Sábado Santo, víspera de la Pascua, Túquerres todavía no tenía la distención -que necesitaba- para seguir viviendo la vida normal, la laica, la que es productiva, la que se vive en buena parte de regiones del mundo donde todos los días son iguales, aptos para el trabajo creador, para el descanso, para desarrollar el espíritu lúdico del ser humano, el juego, el baile, el deporte y todas aquellas actividades que nos vuelven más bondadosos y más inteligentes. Todo eso nos lo frustra la beatería que fomentan las religiones en todos los rincones del planeta, porque el caso es que hasta los países desarrollados de Europa todavía tienen manifestaciones religiosas masivas y tradicionales, independientemente, de que aumenta la población atea, que -por cierto- no le hace mal a nadie en ninguna sociedad, no es maledicente y -paradógicamente- no blasfema ni le pide nada a Dios. Respeta las creencias de los demás y solicita, comedidamente, que no hagan proselitismo a gritos, ese que no convence a nadie, pero sí fastidia a más de un ciudadano normal.
De las semanas santas que viví en mi ciudad (unas 10 de mi vida consciente, porque salí a los 17 años), recuerdo -con satisfacción- que vi las películas Benhur y Espartaco, relacionadas con la historia del mundo antiguo, en especial de Roma. La última me llevó a pensar mucho en Espartaco, ese gran adalid que se puso a la cabeza de una rebelión de sus hermanos esclavos en contra del Imperio Romano, llegando a reunir más de 120.000 guerreros. Es verdad que fueron vencidos y sacrificados 60.000 combatientes el día de la derrota y 6.000 crucificados en las afueras de Roma, pero cuyo ejemplo se conserva con rasgos imperecederos en la consciencia universal, como símbolo de la lucha contra la flagrante injusticia. No en vano el mismo santo Tomás de Aquino fue el de la idea de que a los pueblos subyugados les asiste el pleno derecho de rebelarse, concepto desarrollado luego por varios pensadores y plasmado en los Derechos del Hombre y del Ciudadano que promulgó la Revolución Francesa y es parte del acervo jurídico de la humanidad. Arma de combate que los oprimidos del mundo deben tener siempre a mano, no importa que los sacrifiquen como al inmortal héroe tracio.
Volviendo al caso de Cristo, también sacrificado, recordemos que Herodes y Pilatos no encontraron en él delito como para sentenciarlo, porque él nunca se levantó contra el Imperio Romano, pero los judíos -en cambio- sí tenían muchas quejas contra este hombre que había osado sacar a los mercaderes del Templo de Jerusalem y había predicado, en varias comarcas, las ideas de hermandad y de igualdad. Suficiente expediente para ser señalado como subversivo y perturbador, por lo que fue acusado de haber violado la llamada Ley Mosaica. Fueron los judíos -sus hermanos de sangre- quienes presionaron a Pilatos para que éste, amedrentado por la turba energúmena, terminara entregando a Jesús a manos de los verdugos. Casos parecidos han tenido lugar en la historia de la humanidad donde los gobernantes -para seguir gobernando- dejan calmar la sed de sangre de la muchedumbre que se encuentra envilecida por la mala vida que lleva y por la pésima propaganda contra reales o supuestos enemigos.
De colofón, el efecto económico de la Semana Santa en la vida de Túquerres era la no despreciable venta de varios camiones con palmas para el Domingo de Ramos, la gran cantidad de velas y cirios, el incienso y otros sahumerios que se consumían en profusión, la venta de trajes y vestidos negros, devocionarios, biblias, todo tipo de comida y de conservas y -sin falta- el pescado seco tan solicitado en las tiendas, por esta temporada. “No sólo de pan vive el hombre” dice el conocido proverbio, pero tampoco de puras oraciones y procesiones, como ocurría en Semana Santa en la casi totalidad de las ciudades y pueblos de Colombia. Detrás de cada celebración está la economía, la que mueve la vida de los pueblos y de la que viven no pocos mercaderes de la contemporaneidad.
A mi hija Ariadna, con todo cariño,
y como reconocimiento a sus observaciones relacionadas con este artículo
“…Después de varios meses de buscarla, un día me enteré -por casualidad- que se había unido a una pequeña banda de hombres y de mujeres que seguían a un joven profeta galileo. Éste se hacía llamar Jesús el Nazareno y terminó crucificado, por no se qué crimen. Poncio -dice Lamia, su amigo- ¿Te acuerdas de este hombre?
Poncio Pilatos frunció las cejas y se llevó la mano a la frente como el que trata de profundizar en su memoria. A continuación, después de unos instantes de silencio: “¿Jesús? -murmuró- ¿Jesús el Nazareno? No. No recuerdo”. (Anatole France en su relato “El procurador de Judea”).
Antes de entrar en materia, permítaseme una digresión, para entender en qué contexto se desarrollaba la festividad religiosa de marras. Recuerdo que, por esa época de Semana Santa, mi hermano Hugo -quien estudiaba quinto de bachillerato- recitaba, de memoria, la Primera Declaración de La Habana y lo hacía, con tanto entusiasmo, que más de un parroquiano se quedaba embelesado escuchándolo, como si estuviera oyendo la misma voz de Fidel Castro que se transmitía por Radio Habana Cuba, a tarde y a mañana. Por esos mismos días los gringos habían sufrido el más grande fiasco en su intentona de tomarse a Cuba, por asalto, a través de una expedición que se preparó desde Nicaragua, pero que fue doblegada por los cubanos en un acto de heroísmo sin precedentes en la historia. Fue la derrota del imperialismo en Playa Girón (antes Bahía de Cochinos), la vergüenza más grande de Estados Unidos, antes de su fracaso total en Vietnam.
Ese Domingo de Ramos, como en otros años, la pequeña ciudad de Túquerres, apenas había estrenado pavimentación de sus calles, “pavimentación casera”, para cien años, según palabras de nuestro querido paisano el ingeniero Rodrigo Rivera, alias “Veneno”. Por todas partes salían personas con hermosas palmas de color de oro y se congregaban alrededor de las dos iglesias principales: la de la Parroquia de San Pedro y la de los Padres Capuchinos, ambas compitiendo por la cantidad de oficios que ofrecían y por las imágenes que mostraban. No teníamos conciencia todavía del exterminio de la flora, ni menos nos podíamos imaginar que al acabar con las palmas de cera -y con las de cuesco- se morían también millares de loros que habitan en los parajes donde crecen esas irremplazables plantas.
Por ignorancia gozábamos con esas palmas y fuera de la alegría de verlas ondear en las calles -en un verdadero oleaje, durante la procesión de esos domingos- mi abuela ya nos tenía en casa la sorpresa de que había hecho con sus manos multitud de abanicos, esteras, canastos, canastillas -y otros implementos- a partir de las hojas entrelazadas de esas palmas, con un dominio que nos dejaba atónitos. Claro que intentamos aprender ese arte, pero mi abuela no tenía ni tiempo ni paciencia para enseñárnosla, asunto que terminó en que ninguno de nosotros -sus nietos- aprendimos ni siquiera a hacer una pequeña estera. Nunca quedó un vestigio de lo que miles de personas -generación tras generación- hicieron con sus hábiles manos, teniendo como materia prima las palmas de cera y de cuesco. Creo que no hay un museo regional o nacional que conserve esa memoria.
Ese Domingo de Ramos ya se anunciaba todo el rigor a qué debían someterse los ciudadanos en Semana Santa. La música de la radio era el repertorio más feo de la música clásica europea, concretamente, la religiosa -instrumental y en coros- chata, monótona y tétrica, predominantemente en tonos menores. No nos podemos preciar de haber escuchado antes mucha música clásica, pero sí teníamos un marcado gusto por los valses de Strauss, algunas piezas de Beethoven y de Chaikovski, por decir lo menos. De contera, nos tocaba estar privados -en esa semana- de todo tipo de música popular, tanto de la que se transmitía por la radio, como la que se podía tocar, eventualmente, en los instrumentos músicos: nuestras guitarras o el tiple, la cítara o el piano de nuestros vecinos. Sólo a escondidas se podía hacer música para no profanar el ambiente de recogimiento que reinaba en la ciudad y, por cierto, en toda Colombia.
En nuestros días casi no se entiende cómo en Colombia estuvimos sujetos a todas estas limitaciones por cuenta de una iglesia que invadió todas nuestras esferas de la vida: no se podía oír música profana, no se podía gritar ni hablar duro, era obligatorio vestirse de negro, no se podía jugar, ni danzar, se cerraban las cantinas y los burdeles, había abstinencia de carne -por ser cuaresma-, se dice que hasta se prohibía el ejercicio del sexo en los hogares, para no contrariar la abstinencia de la otra carne. Además, los viernes santos, dejaban de sonar las campanas para ser reemplazadas por las matracas, esos instrumentos -a manera de carraca- compuestos por un madero, con una argolla que golpeteaba al ritmo de la mano, produciendo un estruendo pesado que se podía oír a varias cuadras.
Nos parecía un despropósito que el tañir de las campanas, de plata y oro, se pudiera reemplazar por el sórdido y rechinante ruido de la matraca. Pero a nadie se le ocurría protestar contra lo que nos habían impuesto los españoles a rajatabla: la religión cristiana, de origen judío, que había nacido en Galilea, un rinconcito del mundo, el mismo que -ahora ni nunca- ha tenido ninguna relación directa con nuestra vida, nuestra milenaria historia americana, tan llena de dioses y de mitos. Una verdadera hecatombe que se anunció con el descubrimiento de América para los europeos, seguido de todas las imposiciones y depredaciones que vinieron y que seguimos sufriendo sin entender qué terrible hado nos persigue ¿y hasta cuándo?
En cuanto al derrotero de la Semana Santa, mi madre que había sido educada por su abuela payanesa, tenía reconcentrada toda la religiosidad que ésta le había transmitido, a veces rayana en el fanatismo. Nos decía a sus hijos y madre -bastante anticlerical, pero con alguna religiosidad-que el Domingo de Ramos se festejaba la entrada triunfal de Cristo a Jerusalem; el Lunes Santo, la Unción de Jesús en la casa de Lázaro y que era el día en que él expulsa, a latigazos, a los mercaderes del Templo de esa ciudad; el Martes Santo, día en que Jesús anticipa a sus discípulos la traición de Judas y cuando ocurren las sucesivas negaciones de Pedro; Miércoles Santo, es cuando Judas Iscariote conspira con el Sanedrín judío para traicionar a Jesús por 30 monedeas de plata; el Jueves Santo es el lavatorio de los pies, la Última Cena y la oración en el huerto de Getsemaní; el Viernes Santo, la prisión de Jesús y los interrogatorios a que fue sometido por Herodes y Pilatos; día de su flagelación, la coronación de espinas, el Vía Crucis, la crucifixión de Jesús y su sepultura; sábado día de vigilia pascual y el Domingo de Resurrección de Cristo o de Pascua.
Toda esta secuencia de hechos -la mayor parte terribles- había que saberla al dedillo, sin cuestionar aquello que se reñía con las cosas a que nos tiene acostumbrados la vida diaria a los seres corrientes y que, igualmente, se ponía en contravía con los conocimientos científicos que adquiríamos a través del estudio de la biología, la física y la química, refrendados por la filosofía. Siempre he pensado -desde esos años- que si la primaria y la secundaria, realmente fueran impartidas por profesores honestos, que en ningún momento toleren la interpretación supersticiosa de la realidad, en menos de dos décadas se podría cambiar el modo atrasado de pensar de toda una nación ya que, inmediatamente, se graduarían abogados, ingenieros, físicos, economistas y docentes con enfoque científico sobre la sociedad y sobre la materia de su estudio. Pero sabemos, a ciencia cierta, que el establecimiento actual no está interesado en la reflexión acerca de qué país queremos y cuál es la conciencia social que necesitamos para ser libres de verdad y podamos vivir bajo el imperio de nuestras propias determinaciones de individuos y de ciudadanos.
Recuerdo que el Martes Santo asistíamos, a eso de la 7 p.m., a la procesión solemne de la citada parroquia, donde la mayoría del pueblo devoto, vestido de negro, seguía detrás de las andas que desfilaban por la dos principales carreras de la ciudad y luego se encumbraba al Gólgota (en arameo, lugar de los cráneos), el barrio más empinado de la ciudad, bajo los acordes fúnebres de la Banda Municipal, donde intervenían -oficialmente- siquiera veinte músicos. A esa banda había pertenecido mi papá donde tocaba la bombarda (tuba), razón por la cual le sentía especial afecto. El caso es yo me hacía lo más cerca de los músicos procurando seguir el compás lento con que ellos se desplazaban. No entendía como en esos días de recogimiento había muchachos que se proponían sabotear, un tanto, a los músicos lanzándoles -hábilmente- piedras y basura a la boca de los instrumentos grandes, como precisamente era la tuba. Parece que el mismo espíritu solemne de procesiones y velorios invita a convertir el espíritu lúdico en de vehículo de transgresión.
El Jueves Santo se caracterizaba por la visita, en familia, de los llamados monumentos, especie de arreglos espectaculares de las imágenes, donde éstas lucían las mejores galas, tanto en las iglesias como capillas de la ciudad. Me llamaban mucho la atención los vistosos colores de los vestidos de esas imágenes, lo mismo que la fastuosidad de los templos, los cuales, justamente en esos días, se vestían de gala. Ni que decir de los sagrarios y de los vasos sagrados, que eran, la mayor parte, de oro y sólo algunos pocos de plata. Al visitar los monumentos y después de quedar deslumbrado por el colorido de los altares, no podía menos que impresionarme negativamente por las caras de pesadumbre de los cristos y de las dolorosas. Ese espíritu sadomasoquista que inspiró a los artistas de España y de Quito -sin demeritar ni en un ápice su arte- nos dejó terrible huella, una verdadera pesadilla que nos persigue -de por vida- en todas partes donde encontramos cristos y dolorosas: en las casas, en edificios públicos (quien lo creyera en un Estado laico), en los buses municipales e interdepartamentales, hasta los supermercados los tienen.
Hemos llegado a la conclusión de que ese sentimiento sadomasoquista lo necesita el régimen para mantener el amedrentamiento general y para justificar el espíritu de barbarie que siempre ha fomentado con las famosas prácticas oficiales del “corte de franela”, “el corte de pilón”, “la bola maciza” (que se lanzaba en los años sesenta del gobierno de Valencia para aplicar la infame “ley de fuga”), la motosierra de los mercenarios paramilitares financiados por los ricos en los cinco últimos gobiernos o los “falsos positivos” que se dan hasta la fecha. Una nación de flagelantes y de flagelados, donde las torturas a que es sometida nuestra gente, con mucho, superan a las que padeció Cristo. Sólo que lo nuestro no es trascendente porque no ocurrió en Israel, sino aquí no más en Soacha, en Fusagasugá, Puerto Boyacá, en Apartadó o en Tumaco, por nombrar apenas cinco nombres de lugar, de los quinientos donde han ocurrido las matanzas que financian los todopoderosos e instrumentan los mercenarios, con la complicidad de los gobiernos de turno.
Los jueves santos me son, a pesar de todo, de grata recordación por los doce platos que preparaban en nuestra casa y, en general, en la ciudad. Doce platos que se ponían sobre la mesa en doce bandejas y constaban, fundamentalmente de carne de res, cerdo, conejo y cuy, sopa, diversas ensaladas, dulces y postres. Doce platos, sin rebaja. Cada cual se servía lo que iba a comer, sin desperdiciar. No se trataba de una cita con la glotonería, sino el hecho de saborear sabrosos e inhabituales potajes, como la juanesca o fanesca, de posible origen brasileño, que recibimos a través del Ecuador y que consiste en una sopa de diversos cereales, con variadas carnes, de dispendiosa preparación. Sólo la sabían preparar las matronas y lo más probable es que su fórmula ya se la llevaron para la tumba, perdiendo la culinaria regional uno de sus más nutritivos, valiosos y renombrados platos.
El Viernes Santo era totalmente fúnebre desde que rayaba el día. La música de la radio arreciaba en sus tonos lúgubres y todo el ambiente era de recogimiento a raíz de la conmemoración de la muerte de Cristo. Las horas se daban a punta de matraca, el almuerzo tenía irremediablemente pescado seco, el mismo que se había puesto a desalar la víspera y que servían frito o sudado. Por la tarde había que ir a la iglesia o escuchar por radio el sermón de las siete palabras, por lo general pronunciado por algún prelado de otra ciudad que invitaban, ex profeso, para esa fecha. Eran muy solemnes esos sermones, alrededor de alguna parábola o desarrollando una idea importante de la Biblia para meternos más en el mundo del miedo, de la ultratumba, de las culpas, de toda suerte de pecados, para rematar muchas veces alabando al gobierno y señalando a las personas o grupos que le hacían oposición. Estábamos constatando una vez más la fusión de la Iglesia con el Estado, que empezó a darse -por conveniencia mutua- desde la época de Constantino en el siglo cuarto de nuestra era.
En la noche del Viernes Santo, la procesión empezaba a las siete y el ambiente se llenaba de un silencio sepulcral, apenas roto por los acordes de la Banda Municipal que tocaba, en particular, una pieza fúnebre que se convertía en un ritornelo que se nos grababa en la mente por varios días. La gente llevaba largas velas blancas y cirios pascuales hechos de cera de abejas. Los niños, también iban -inusualmente en silencio- mirando, con ojos de terror, la imagen de un soldado judío que daba terribles azotes a un Cristo lacerado. Recuerdo la anécdota que me pasó un Viernes Santo anterior cuando le pregunté a mi papá que por qué el “judío de atrás” se parecía tanto al tío Efraín (Leiton) y su respuesta fue: “no te preocupes que somos de los mismos” en alusión a su posible procedencia hebrea. Más atrás iba el paso del Santo Sepulcro, que contenía la imagen del Señor de los Milagros de Túquerres, un Cristo hecho en Quito -posiblemente en el siglo XIX- con la característica de que se puede desgonzar.
Todas estas imágenes me llenaban de profunda tristeza y depresión en torno al martirio de Cristo, pero sin llegar -ni de lejos- a proporcionarme una idea de los flagelos que ha sufrido el género humano a lo largo de los siglos, principiando por nuestra querida nación tan atormentada y vilipendiada. Pero sí me preguntaba el por qué la Iglesia permitía tanto culto a las imágenes si había leído en la Biblia pasajes donde se denunciaba, severamente, la idolatría, además de que los mismos sacerdotes se pronunciaban en torno de aquella detestable práctica, supuestamente, practicada por otros pueblos. Sin embargo, la misma parroquia se encargaba de vender imágenes y estampas que reforzaban esa tradición iconográfica de la Iglesia católica bien diferente a la de otras religiones y, especialmente, la de los musulmanes que rechazan, de plano, el culto a las imágenes por considerarlo simple y llana idolatría.
Me llamaba mucho la atención el traslado de la Cruz Verde -de la Parroquia de San Pedro- a lo largo de las calles de Túquerres y especialmente su ascenso a la empinada calle de El Gólgota, proeza que sólo podía realizarla Francisco Bolaños (alias Ademelio), un fornido hombre que cargaba dicha cruz, a plena carrera, a lo a largo de la ciudad, con descanso -de un minuto- al final de cada cuadra. Durante ese lapso, unos diez muchachos grandes, de los más fuertes, sostenían ese madero de unos cien kilos de peso, mientras el carguero acezaba y se preparaba para la nueva etapa. Recuerdo que dicho hombre nunca flaqueó en su cargada y siempre fue ejemplo de fortaleza atlética, además de constancia en su promesa piadosa contraída con la citada parroquia. Sólo una vez hubo un incidente que lamentar y fue cuando, involuntariamente, él giró de manera brusca y el extremo de la pesada cruz golpeo -de refilón- la cabeza de algún acompañante rajándosela gravemente. El herido fue llevado rápidamente al hospital San José, donde le prestaron la ayuda necesaria.
Debo decir que el Sábado Santo, víspera de la Pascua, Túquerres todavía no tenía la distención -que necesitaba- para seguir viviendo la vida normal, la laica, la que es productiva, la que se vive en buena parte de regiones del mundo donde todos los días son iguales, aptos para el trabajo creador, para el descanso, para desarrollar el espíritu lúdico del ser humano, el juego, el baile, el deporte y todas aquellas actividades que nos vuelven más bondadosos y más inteligentes. Todo eso nos lo frustra la beatería que fomentan las religiones en todos los rincones del planeta, porque el caso es que hasta los países desarrollados de Europa todavía tienen manifestaciones religiosas masivas y tradicionales, independientemente, de que aumenta la población atea, que -por cierto- no le hace mal a nadie en ninguna sociedad, no es maledicente y -paradógicamente- no blasfema ni le pide nada a Dios. Respeta las creencias de los demás y solicita, comedidamente, que no hagan proselitismo a gritos, ese que no convence a nadie, pero sí fastidia a más de un ciudadano normal.
De las semanas santas que viví en mi ciudad (unas 10 de mi vida consciente, porque salí a los 17 años), recuerdo -con satisfacción- que vi las películas Benhur y Espartaco, relacionadas con la historia del mundo antiguo, en especial de Roma. La última me llevó a pensar mucho en Espartaco, ese gran adalid que se puso a la cabeza de una rebelión de sus hermanos esclavos en contra del Imperio Romano, llegando a reunir más de 120.000 guerreros. Es verdad que fueron vencidos y sacrificados 60.000 combatientes el día de la derrota y 6.000 crucificados en las afueras de Roma, pero cuyo ejemplo se conserva con rasgos imperecederos en la consciencia universal, como símbolo de la lucha contra la flagrante injusticia. No en vano el mismo santo Tomás de Aquino fue el de la idea de que a los pueblos subyugados les asiste el pleno derecho de rebelarse, concepto desarrollado luego por varios pensadores y plasmado en los Derechos del Hombre y del Ciudadano que promulgó la Revolución Francesa y es parte del acervo jurídico de la humanidad. Arma de combate que los oprimidos del mundo deben tener siempre a mano, no importa que los sacrifiquen como al inmortal héroe tracio.
Volviendo al caso de Cristo, también sacrificado, recordemos que Herodes y Pilatos no encontraron en él delito como para sentenciarlo, porque él nunca se levantó contra el Imperio Romano, pero los judíos -en cambio- sí tenían muchas quejas contra este hombre que había osado sacar a los mercaderes del Templo de Jerusalem y había predicado, en varias comarcas, las ideas de hermandad y de igualdad. Suficiente expediente para ser señalado como subversivo y perturbador, por lo que fue acusado de haber violado la llamada Ley Mosaica. Fueron los judíos -sus hermanos de sangre- quienes presionaron a Pilatos para que éste, amedrentado por la turba energúmena, terminara entregando a Jesús a manos de los verdugos. Casos parecidos han tenido lugar en la historia de la humanidad donde los gobernantes -para seguir gobernando- dejan calmar la sed de sangre de la muchedumbre que se encuentra envilecida por la mala vida que lleva y por la pésima propaganda contra reales o supuestos enemigos.
De colofón, el efecto económico de la Semana Santa en la vida de Túquerres era la no despreciable venta de varios camiones con palmas para el Domingo de Ramos, la gran cantidad de velas y cirios, el incienso y otros sahumerios que se consumían en profusión, la venta de trajes y vestidos negros, devocionarios, biblias, todo tipo de comida y de conservas y -sin falta- el pescado seco tan solicitado en las tiendas, por esta temporada. “No sólo de pan vive el hombre” dice el conocido proverbio, pero tampoco de puras oraciones y procesiones, como ocurría en Semana Santa en la casi totalidad de las ciudades y pueblos de Colombia. Detrás de cada celebración está la economía, la que mueve la vida de los pueblos y de la que viven no pocos mercaderes de la contemporaneidad.
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