ALEXANDRA CONGOTE

Por: Eduardo Rosero Pantoja

“Ibas vestida de falda/vestida de niña” (Jairo Ojeda)

El miércoles 14 de marzo de 2012 entró al bus articulado del Transmilenio una señorita, vestida de falda (¡qué rareza!) y se sentó a mi lado, en el único puesto que quedaba libre. No podía menos que girar a mirar su belleza esplendorosa, resplandeciente. Inmediatamente, después de sentarse, ella sacó su espejo y empezó a acicalarse, pero yo -con toda decencia- le interrumpí su proceso de retoque, preguntándole: “¿Es usted una artista? Ella me miró con toda seriedad y me respondió: soy artista de teatro y me siento artista aunque apenas estoy en primer semestre de facultad. Soy estudiante de arte dramático de la Universidad Central. Como ella advirtiese me actitud igualmente seria, acto seguido, me preguntó: ¿Y usted qué hace? “Nada”, le respondí, fuera de componer canciones a todo lo que se me ocurra, aunque yo por eso no recibo ninguna retribución, fuera de las felicitaciones y los aplausos. Nuestro diálogo había comenzado.
Es lo más probable que mi respuesta espontánea, impensada e inesperada, haya animando a mi interlocutora a seguir hablando conmigo. Diría ella para sus adentros: “Si hace canciones no puede ser mala persona”, en concordancia con aquel decir de que no se debe desconfiar de aquella gente que hace música, canta o baila. No es fácil en un país de agresores (y por lo tanto, de desconfiados), entablar un diálogo -de buenas a primeras- y, menos en el transporte público, con la primera persona que empieza a hablarle. Como la artista suspendió su acción de maquillarse, aproveché la oportunidad para preguntarle sobre su actividad teatrera. Me dijo que venía de mirar la obra “Noche de epifanía”, de Shakespeare, montada por un grupo de su universidad y en forma muy sucinta me contó la trama de dicha obra, mostrándome -elocuentemente- su enorme capacidad de síntesis, una de las cualidades más sobresalientes de la inteligencia y, por cierto, de las más escasas.
Yo también le mostré mi interés por el teatro y le conté que el 18 del mes que corre se inicia una gran temporada de teatro en el sector de La Candelaria, en diversos escenarios, entre otros ellos el del Instituto León Tolstoi, de la calle 14 (María Mercedes Carranza), diagonal a la Casa de Poesía Silva. La convidé a que visitara dicho instituto donde podría ensayar y presentarse, en un futuro, con su grupo, ya que el León Tolstoi estaba en permanente actividad irradiando cultura para Bogotá y Colombia. Me contestó la hermosa artista que lo haría, con toda seguridad, apenas tenga bien ensayada una pieza. Me comentó que eran muchas las tareas que le dejaban y que, con frecuencia, le tocaba trasnochar haciendo textos al pie del computador, como -justamente- le correspondía esa noche.
Me llamó mucho la atención el gorro de piel, de tono gris, con pintas bancas y negras, que tenía Alexandra sobre su cabeza. Me permitió ver el detalle de esa prenda puesta elegantemente. Era ni más ni que la piel entera de un osito importado desde el Japón. La transacción la había hecho por internet y con tarjeta de crédito. Mi hija, quien viajaba en el mismo bus articulado, se había dado cuenta de la presencia de la jovencita que llamaba tanto la atención por su novedoso gorro y, claro está, por su graciosa indumentaria que, en principio, consistía en falta roja escocesa, medias caladas negras y saco de lana rojo. Pude comentarle a Alejandra que una de las canciones más hermosas que se han escrito en Colombia es “Vente”, del famoso compositor caucano Jairo Ojeda, cuyo versos dicen lo mismo que está en el epígrafe de este artículo : “Vente vestida de falda/vestida de niña”. Le planteo a propósito de esta prenda, que si las mujeres lograran adivinar lo bellas que se verían vestidas de falta o, mejor, vestidas de niñas, hoy mismo arrojarían sus horrorosos pantalones a la basura. Pero la comprensión de una verdad sólo es posible con el tiempo y a fuerza de experiencias negativas y de desengaños. Ella asiente.
A esta altura de la conversación le pregunté a la estudiante por su nombre y me dijo que se llamaba Alexandra Congote y que iba casi hasta el extremo norte de la ciudad. Ese dato me dio ánimo como para contarle que de niño yo también trabajé en las tablas y que lo hice con mucho éxito. Que tuve un profesor que descubrió mis buenas actitudes para la lectura y teatrales, por supuesto. Que participé en la obra “El hijo del pueblo” de José María Samper, el bisabuelo del ex -presidente Ernesto Samper Pizzano y del periodista Daniel Samper Pizzano- donde hice el papel del niño huérfano de madre y que aunque tenía papá, éste me descuidaba por andar ocupado en sus actividades sindicales. Que yo quedaba -en la obra- a merced de mi abuelo y, además, tenía la protección del cura quien nos llevaba viandas consistentes en carne, papas y pan de la parroquia. Le conté a Alexandra de lo bien que me resultaba hacer el papel de niño hambreado porque, efectivamente, a la hora de la representación ya tenía física hambre y yo no podía menos que mostrar mi ansiedad de comer pronto.
Con toda tranquilidad me refirió Alejandra que desconocía tantas cosas del teatro colombiano, que le daba pena ponerse a hablar, pero que me prometía documentarse en breve. Le conté que conocí a Enrique Buenaventura, ese coloso del teatro caleño, fallecido en 2003 y a quien se debe la obra didáctica “Método de creación colectiva” en la cual sistematizó el lenguaje teatral y creó una metodología para el montaje y la elaboración de textos. No podía menos que recordarle las piezas de ese ilustre autor como: “A la diestra de Dios padre”, Los papeles del infierno”. “La orgía”, representadas por los mejores grupos de Colombia y algunos del exterior, inclusive en acertadas traducciones al inglés, el francés y el ruso. Muy de pasada le conté que Enrique Buenaventura fue un excelente poeta que le cantó a la vida, a las mujeres y a la sociedad contradictoria en la que le tocó vivir: “…pues yo no tengo patria. Tengo infierno”, según su palabras.
Le comenté también a Alexandra que el gran dramaturgo bogotano Santiago García había sido distinguido hace poco por la Unesco, con el título de Embajador Mundial del Teatro, por toda su carrera artística, la misma que empezó al frente del Teatro La Candelaria, donde montaron buena parte de sus obras y se formó toda una pléyade de artistas consagrados. Cuando le comenté que yo era amigo de Vicky Hernández, excelente artista de las tablas y también de la televisión y que también era amigo de Lisandro Duque, magnífico cineasta, de prestigio internacional, no tuvo inconveniente en decirme Alexandra, que desde siempre se ha deslindado de cualquier intento de ir por esos campos, porque su interés absoluto es el teatro, donde ella cree que puede dar todo lo que tiene de su ser artístico.
Le hago la pregunta a mi interlocutora acerca de si ella en sus cursos de teatro tiene clases de dicción, de oratoria y de declamación y me dice que sí. Le pregunto si ella se sabe alguna poesía de memoria y me responde que varias. Se queda callada y mejor me invita a que yo le recite alguna de mi arsenal. Empiezo con el poema de Púshkin, el famoso bardo ruso: “Iá vas liubil, liubov’ ishchió byt’ mózhet/ (”Yo la amé a usted/ y ese amor aún puede ser”). Le recito esos versos con la misma concentración y convencimiento con que yo lo hacía para mis profesoras de ruso, cuarenta años atrás, hasta arrancarles lágrimas. Con Alejandra el efecto no fue, ni de lejos, el mismo. Simplemente se redujo a decirme que las entonaciones de ese idioma le parecían extrañas y que no le producían ningún efecto estético.
Lo mismo pasó con dos poesías colombianas que le recité a Alexandra: una en lengua páez, del poeta Sevedías Perdomo Dizú : “Andy mamaswala wala wendity” (“Amo mucho a mis padres”) y otra en lengua inga (kechua), del poeta Marco Tulio Carlosama Chasoy: “Alpamanda wawakuna” (“Los hijos de la tierra”). A pesar de que la temática de esas composiciones le pareció interesante, sus entonaciones, en cambio, -hasta donde yo las pude recrear- no la impresionaran positivamente. Experiencia que valdría la pena que conozcan los lingüistas y literatos y que se debe tener en cuenta en encuentros internacionales de la poesía, donde se escuchan varios idiomas, muchas veces sin traductor ni traducción. Por ejemplo: en el Festival Mundial de la Poesía que se realiza -desde hace unos años en Medellín- donde uno de los atractivos es escuchar a poetas del mundo, en su lengua vernácula, muchas veces sin traducción, apenas atraídos por la novedad de oír poesías en un idioma exótico.
Es mucho más lo que pude haber intercambiado con esta hermosa mujer, fiel representante de la juventud colombiana, llena de belleza y de inteligencia, un poco retraída, pero cálida y, ante todo, generosa con su tiempo, que pudo haberlo utilizado, tal vez, en seguirse maquillando o en dormitar unos minutos mientras duraba el plácido viaje en un bus articulado del transporte público de Bogotá. Qué bueno que las personas, como Alexandra, permitieran el intercambio de ideas durante los nada despreciables 40-50 minutos que puede durar un viaje por las calles y avenidas de la hermosa Bogotá. Claro que sería más plácida la vida y mayor el nivel de comunión ciudadana que vive incomunicada, permanentemente, por los medios de información irresponsable e ignorante que nos bombardea de día y noche desde la televisión y la radio, para decirnos machaconamente aquello que no queremos oír como es la propaganda comercial y las noticias que generan la injusticia y la corrupción generalizada. De ese encuentro con la artista bogotana quedó en mi memoria un magnífico recuerdo y en mi cámara el registro fotográfico de su rostro.

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