PAÍS DEL MALTRATO Y LOS RENCORES
Por: Eduardo Rosero Pantoja
Para contar lo que sigue, tengo que recurrir a la fidelidad de mi memoria. Lamento que en el recuento olvidaré detalles de lo que escuché de un manizalita, en 40 minutos de recorrido, en un bus articulado de Bogotá, del sistema de transporte público -pero privado de esa capital- llamado Transmilenio, abreviadamente TM. Sistema que hace pocos días fue objeto de ataques por parte de ciudadanos inconformes con las tarifas elevadas, lo mismo que por falta de suficientes buses, por la poca frecuencia de los mismos y por las precarias condiciones laborales de la mayoría de empleados de ese medio de transporte. El caso es que mi contertulio viajaba feliz y de pie en un bus del Tranmilenio y era tanta su alegría interior, que decidió compartirla conmigo.
El caso es que el hombre de mi relato, acababa de radicar sus papeles para jubilarse y, por tanto, experimentaba una de esas dichas que en nuestro país son rayanas en la felicidad, por la dificultad que entraña lograrlo. Es una verdadera odisea que pocos culminan, principiando por lo difícil que es conseguir un trabajo, además, por lo inestable que resulta la carrera laboral, tanto en el sector público como en el privado. El trabajo en Colombia se ha precarizado en los últimos años y doquier reina la informalidad, que es la manera como el país funciona: los ricos se vuelven más ricos y, es como si nada irregular pasara. Todo por culpa de una legislación hecha a la medida de los propietarios de los medios de producción y del Estado ladrón.
Oscar me contó que nació en Manizales, pero que a la edad de siete años los llevaron al internado de Villamaría, una población que se distingue en Colombia por producir unos deliciosos chorizos. En Villamaría pasó nuestro héroe, unos cinco años, que él recuerda con tintes indelebles, que sufrió mucho y no aprendió nada, por la cantidad de humillaciones que le tocó aguantar, por cuenta de un rector cruel y despiadado -un militar retirado- que maltrataba a todos los niños por cualquier falta menor. Dicho internado -que más parecía una correccional, según palabras del manizalita- había sido fundado en los años de gobierno del general Rojas Pinilla, con el ánimo de formar ciudadanos de bien y, de contera, poder aliviar a la carga de los padres trabajadores. Pero con un rector patán, toda buena intención de parte del gobierno, quedaba anulada por la conducta reprochable de un director de esas lamentables características.
El caso es que dicho rector tiranizaba con los niños, quienes apenas habían llegado al uso de razón. A la menor falta los castigaba e incluso llegaba a tirarlos en la piscina fría por la noche, por ejemplo, como era el caso de Óscar, si aquel llegaba a saber que el niño -por cualquier razón involuntaria- se orinaba en la cama. Semiahogado, por no saber nadar, sentía como ese inhumano rector le ponía la pata en su estomaguito para sacarle el agua que se había tragado. El mismo Óscar refiere cómo esa fiera de rector le hizo comer, cruel y torpemente, un racimo de bananos, sólo por haberse enterado que el niño se cogió un banano de la huerta vecina, donde abundaban las frutas y nadie velaba por ellas. Nos cuenta nuestro contertulio que sólo en una oportunidad logró tomar del pelo a dicho rector cuando le trajo en su manita varias piedritas del río, adonde lo había mandado temprano en la mañana, por piedras grandes. Como el rector de marras advirtiera la burla del menor, acto seguido lo mandó por piedras grandes, privándolo del almuerzo.
Todo tipo de vejámenes soportó Oscar mientras estuvo en el citado internado, adonde su papá y su mamá estuvieron en contadas ocasiones. Su papá además tuvo con Óscar la dureza de separarlo de su hermano mayor (a quien mandó a otro internado, ubicado en las selvas de Tumaco). De haber estado juntos esos dos hermanos, es mucho en lo que se habrían ayudado, principiando porque su permanente comunicación les habría hecho sobrellevar mejor sus penas. Pero así procedían los mayores en otros tiempos, todo por la tradicional creencia de que entre más sufrimientos pase el niño, tanto mejor para templar su carácter. Conocida es la dureza de padres paisas, quienes todavía suelen dejar que sus hijos, desde temprana edad, se valgan por sus propios medios, no importa las peripecias y privaciones que tengan que pasar. Prácticas de la cultura regional que pueden parecer desalmadas a los ojos de gente de otra parte, pero que -en la mayor parte de los casos- ha rendido notables resultados.
Me contó Óscar que por cuenta de tantos castigos infligidos a él, por parte del mencionado rector, llegó a odiarlo y a acumular una enorme carga de rencor. Tanto que resolvió -desde niño- tomar venganza contra ese personaje y ultimarlo cuando fuera grande. Para eso, cuando él creció -y con la ayuda de su hermano mayor- se compró un revólver calibre 38 y desde Cali -donde residían- decidieron cumplir con su siniestro plan y para ello viajaron a Manizales, donde suponían que todavía trabaja el cruel rector de sus años infantiles. Pero al entrar al colegio y pasar por sus salones se dieron cuenta de que sólo unos pocos profesores eran conocidos. Unos se habían muerto, otros se habían vuelto viejos y el rector de sus odios, hacía un buen tiempo que se había jubilado. Tampoco les quisieron decir el destino que éste había tomado y así, desengañados, se regresaron a Cali a continuar laborando en sus oficios respectivos. Con dicho final se evitaron haber cometido un delito que habrían tenido que pagar largamente en una cárcel. Pero, según me manifestó Oscar, su odio era, de tal envergadura, que para él no importaba nada saber que tendría que ir a podrirse en un presidio, de haberse consumado su lejana, pero latente venganza.
Pero Óscar, después de este pasaje angustioso y crítico, siguió viviendo un tiempo más en Cali, ciudad de la cual guarda buenos recuerdos, porque allí aprendió a bailar salsa en Santa Rita y en Juanchito, lo mismo que a disfrutar de bellas mujeres, que por esos medios abundan e igualmente gozan la vida al son de la salsa y el dulce sabor del ron (con coca-cola). Disfrutó igualmente de los paseos de olla, en río Pance, al Sur de dicha ciudad. No permaneció más tiempo por allá, porque no veía la menor posibilidad de progreso, ya que no pasaba de ganarse el sueldo mínimo, el cual -según recuerda- en 1967 era de 67 mil pesos. Vive agradecido con Bogotá, y con Chía, su actual residencia, donde ha podido tener casa propia y un pequeño taller de bicicletas. En el citado taller Óscar nos dice que repara esos famosos caballitos de acero, los pinta y vende, de paso, todos los repuestos posibles y, por supuesto, bicicletas nuevas. Vive dichoso en Chía, después de haber conseguido casa en el 2000 por la cómoda suma de 20 millones de pesos, ya no guarda rencores y prefiere hacerle un giro a su vieja madre antes que volver a aquellos lares que sólo le traen malos recuerdos.
Por ejemplo, el de su más reciente visita a Cali, que viene a su memoria con mucho dolor, a pesar de Óscar, guarda buenos recuerdos de su juventud pasada en esa ciudad. No puede olvidar que el año pasado fue a Cali a visitar a su madre y allá lo atracaron “unos negros, grandes y cobardes”, quienes lo patearon y le dieron una puñalada en la cara porque presentó resistencia cuando le exigieron que les entregara su cartera. Esa es la ciudad que en otro tiempo había sido más sana y donde se respetaba más la vida, a pesar de allí siempre ha existido un alto índice de descomposición social por la falta de abajo y el mal ejemplo de la gente que se ha dedicado a enriquecerse de la noche a la mañana, especialmente, aquella que está metida en el narcotráfico, el contrabando y en otro tipo de mafias.
Al final de nuestro diálogo, casual e informal, Óscar -con con toda su gentileza paisa- se me presenta y me da sus señas para que lo visite en Chía: “Óscar Salazar, bicicletería El Águila, frente al matadero”, me dice, cordialmente y de viva voz, entre el estrépito de los buses articulados que dejan y llevan miles de pasajeros en la estación Portal del Norte, del mencionado sistema de buses. Tengo toda la resolución de visitar a este cordial contertulio y nuevo amigo, quien tendrá que contarme mucho de su vida y milagros. Hombre de bien y sufrido, como cualquier colombiano que ha tendido que labrarse un camino, sin ayuda de nadie, menos del Estado que se desentiende de sus múltiples obligaciones y sólo propicia, irresponsablemente, la reproducción ampliada de la sociedad para que haya seguros consumidores de bienes y servicios de baja calidad, pero que llenan las arcas de unos cuantos señores dueños de todo lo imaginable.
Moraleja del trato inhumano:
Nunca deben los preceptores maltratar a sus pupilos -especialmente a los de corta edad- porque con ese proceder sólo logran sembrar el odio y el rencor en sus corazones tiernos, donde deben reinar siempre el amor y la armonía. No en vano el bardo payanés Guillermo Valencia afirmaba, en una de sus poesías, con respecto del amor que debe reinar en los hogares y, por extensión, en la sociedad : “en nido de bondad, serás paloma, y, en nido de dolor, serás serpiente”.
Para contar lo que sigue, tengo que recurrir a la fidelidad de mi memoria. Lamento que en el recuento olvidaré detalles de lo que escuché de un manizalita, en 40 minutos de recorrido, en un bus articulado de Bogotá, del sistema de transporte público -pero privado de esa capital- llamado Transmilenio, abreviadamente TM. Sistema que hace pocos días fue objeto de ataques por parte de ciudadanos inconformes con las tarifas elevadas, lo mismo que por falta de suficientes buses, por la poca frecuencia de los mismos y por las precarias condiciones laborales de la mayoría de empleados de ese medio de transporte. El caso es que mi contertulio viajaba feliz y de pie en un bus del Tranmilenio y era tanta su alegría interior, que decidió compartirla conmigo.
El caso es que el hombre de mi relato, acababa de radicar sus papeles para jubilarse y, por tanto, experimentaba una de esas dichas que en nuestro país son rayanas en la felicidad, por la dificultad que entraña lograrlo. Es una verdadera odisea que pocos culminan, principiando por lo difícil que es conseguir un trabajo, además, por lo inestable que resulta la carrera laboral, tanto en el sector público como en el privado. El trabajo en Colombia se ha precarizado en los últimos años y doquier reina la informalidad, que es la manera como el país funciona: los ricos se vuelven más ricos y, es como si nada irregular pasara. Todo por culpa de una legislación hecha a la medida de los propietarios de los medios de producción y del Estado ladrón.
Oscar me contó que nació en Manizales, pero que a la edad de siete años los llevaron al internado de Villamaría, una población que se distingue en Colombia por producir unos deliciosos chorizos. En Villamaría pasó nuestro héroe, unos cinco años, que él recuerda con tintes indelebles, que sufrió mucho y no aprendió nada, por la cantidad de humillaciones que le tocó aguantar, por cuenta de un rector cruel y despiadado -un militar retirado- que maltrataba a todos los niños por cualquier falta menor. Dicho internado -que más parecía una correccional, según palabras del manizalita- había sido fundado en los años de gobierno del general Rojas Pinilla, con el ánimo de formar ciudadanos de bien y, de contera, poder aliviar a la carga de los padres trabajadores. Pero con un rector patán, toda buena intención de parte del gobierno, quedaba anulada por la conducta reprochable de un director de esas lamentables características.
El caso es que dicho rector tiranizaba con los niños, quienes apenas habían llegado al uso de razón. A la menor falta los castigaba e incluso llegaba a tirarlos en la piscina fría por la noche, por ejemplo, como era el caso de Óscar, si aquel llegaba a saber que el niño -por cualquier razón involuntaria- se orinaba en la cama. Semiahogado, por no saber nadar, sentía como ese inhumano rector le ponía la pata en su estomaguito para sacarle el agua que se había tragado. El mismo Óscar refiere cómo esa fiera de rector le hizo comer, cruel y torpemente, un racimo de bananos, sólo por haberse enterado que el niño se cogió un banano de la huerta vecina, donde abundaban las frutas y nadie velaba por ellas. Nos cuenta nuestro contertulio que sólo en una oportunidad logró tomar del pelo a dicho rector cuando le trajo en su manita varias piedritas del río, adonde lo había mandado temprano en la mañana, por piedras grandes. Como el rector de marras advirtiera la burla del menor, acto seguido lo mandó por piedras grandes, privándolo del almuerzo.
Todo tipo de vejámenes soportó Oscar mientras estuvo en el citado internado, adonde su papá y su mamá estuvieron en contadas ocasiones. Su papá además tuvo con Óscar la dureza de separarlo de su hermano mayor (a quien mandó a otro internado, ubicado en las selvas de Tumaco). De haber estado juntos esos dos hermanos, es mucho en lo que se habrían ayudado, principiando porque su permanente comunicación les habría hecho sobrellevar mejor sus penas. Pero así procedían los mayores en otros tiempos, todo por la tradicional creencia de que entre más sufrimientos pase el niño, tanto mejor para templar su carácter. Conocida es la dureza de padres paisas, quienes todavía suelen dejar que sus hijos, desde temprana edad, se valgan por sus propios medios, no importa las peripecias y privaciones que tengan que pasar. Prácticas de la cultura regional que pueden parecer desalmadas a los ojos de gente de otra parte, pero que -en la mayor parte de los casos- ha rendido notables resultados.
Me contó Óscar que por cuenta de tantos castigos infligidos a él, por parte del mencionado rector, llegó a odiarlo y a acumular una enorme carga de rencor. Tanto que resolvió -desde niño- tomar venganza contra ese personaje y ultimarlo cuando fuera grande. Para eso, cuando él creció -y con la ayuda de su hermano mayor- se compró un revólver calibre 38 y desde Cali -donde residían- decidieron cumplir con su siniestro plan y para ello viajaron a Manizales, donde suponían que todavía trabaja el cruel rector de sus años infantiles. Pero al entrar al colegio y pasar por sus salones se dieron cuenta de que sólo unos pocos profesores eran conocidos. Unos se habían muerto, otros se habían vuelto viejos y el rector de sus odios, hacía un buen tiempo que se había jubilado. Tampoco les quisieron decir el destino que éste había tomado y así, desengañados, se regresaron a Cali a continuar laborando en sus oficios respectivos. Con dicho final se evitaron haber cometido un delito que habrían tenido que pagar largamente en una cárcel. Pero, según me manifestó Oscar, su odio era, de tal envergadura, que para él no importaba nada saber que tendría que ir a podrirse en un presidio, de haberse consumado su lejana, pero latente venganza.
Pero Óscar, después de este pasaje angustioso y crítico, siguió viviendo un tiempo más en Cali, ciudad de la cual guarda buenos recuerdos, porque allí aprendió a bailar salsa en Santa Rita y en Juanchito, lo mismo que a disfrutar de bellas mujeres, que por esos medios abundan e igualmente gozan la vida al son de la salsa y el dulce sabor del ron (con coca-cola). Disfrutó igualmente de los paseos de olla, en río Pance, al Sur de dicha ciudad. No permaneció más tiempo por allá, porque no veía la menor posibilidad de progreso, ya que no pasaba de ganarse el sueldo mínimo, el cual -según recuerda- en 1967 era de 67 mil pesos. Vive agradecido con Bogotá, y con Chía, su actual residencia, donde ha podido tener casa propia y un pequeño taller de bicicletas. En el citado taller Óscar nos dice que repara esos famosos caballitos de acero, los pinta y vende, de paso, todos los repuestos posibles y, por supuesto, bicicletas nuevas. Vive dichoso en Chía, después de haber conseguido casa en el 2000 por la cómoda suma de 20 millones de pesos, ya no guarda rencores y prefiere hacerle un giro a su vieja madre antes que volver a aquellos lares que sólo le traen malos recuerdos.
Por ejemplo, el de su más reciente visita a Cali, que viene a su memoria con mucho dolor, a pesar de Óscar, guarda buenos recuerdos de su juventud pasada en esa ciudad. No puede olvidar que el año pasado fue a Cali a visitar a su madre y allá lo atracaron “unos negros, grandes y cobardes”, quienes lo patearon y le dieron una puñalada en la cara porque presentó resistencia cuando le exigieron que les entregara su cartera. Esa es la ciudad que en otro tiempo había sido más sana y donde se respetaba más la vida, a pesar de allí siempre ha existido un alto índice de descomposición social por la falta de abajo y el mal ejemplo de la gente que se ha dedicado a enriquecerse de la noche a la mañana, especialmente, aquella que está metida en el narcotráfico, el contrabando y en otro tipo de mafias.
Al final de nuestro diálogo, casual e informal, Óscar -con con toda su gentileza paisa- se me presenta y me da sus señas para que lo visite en Chía: “Óscar Salazar, bicicletería El Águila, frente al matadero”, me dice, cordialmente y de viva voz, entre el estrépito de los buses articulados que dejan y llevan miles de pasajeros en la estación Portal del Norte, del mencionado sistema de buses. Tengo toda la resolución de visitar a este cordial contertulio y nuevo amigo, quien tendrá que contarme mucho de su vida y milagros. Hombre de bien y sufrido, como cualquier colombiano que ha tendido que labrarse un camino, sin ayuda de nadie, menos del Estado que se desentiende de sus múltiples obligaciones y sólo propicia, irresponsablemente, la reproducción ampliada de la sociedad para que haya seguros consumidores de bienes y servicios de baja calidad, pero que llenan las arcas de unos cuantos señores dueños de todo lo imaginable.
Moraleja del trato inhumano:
Nunca deben los preceptores maltratar a sus pupilos -especialmente a los de corta edad- porque con ese proceder sólo logran sembrar el odio y el rencor en sus corazones tiernos, donde deben reinar siempre el amor y la armonía. No en vano el bardo payanés Guillermo Valencia afirmaba, en una de sus poesías, con respecto del amor que debe reinar en los hogares y, por extensión, en la sociedad : “en nido de bondad, serás paloma, y, en nido de dolor, serás serpiente”.
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