SEMBLANZA DE CARLOS PIZARRO LEÓN-GÓMEZ


Por: Eduardo Rosero Pantoja

    Pocas veces vi la imagen de Carlos Pizarro León-Gómez, en la pantalla chica, por el detalle de que casi no veo televisión. Aparecía él con su sonrisa franca, amable y sus ojos un tanto melancólicos, producto de su mundo interior y de la epilepsia que lo aquejaba. Lo traté  una sola vez, y fue cuando, hacia comienzos de 1989,  subí, como miembro del Coro Universitario del  Cauca, hasta el campamento de Santo Domingo, donde el M-19 se encontraba acantonado y, en proceso de desmovilización,  desde hacía algunos meses. Fue un gesto de paz, de parte  de la Universidad del Cauca, que haya tenido la iniciativa de enviarnos a cantarle a ese grupo insurgente, canciones de nuestro repertorio, contribuyendo así  a la sensibilización estética del conglomerado y a un entendimiento mayor entre la sociedad y esa porción de la insurgencia que había resuelto dejar las armas.
   Lucía,  Carlos Pizarro un sombrero blanco, estilo cazador, se dejaba sus bigotes rubios y tenía puesta ruana ligera  ese domingo en que lo visitamos. Le oímos un discurso corto y sustancioso, sobre la necesidad de vivir siempre en paz. Estaba convencido que la era de recurrir al instrumento de las armas, había pasado para ese grupo, de guerrilla, de actuar  urbano, que se había caracterizado por sus acciones intrépidas, como toma del Palacio de Justica, el robo de las armas del Cantón Norte y la toma de la Embajada de la República Dominicana. Más de una vez asaltaron un camión y repartieron  leche y champaña,  a la población hambrienta y sedienta de ciudades y campos, donde sus moradores gustosos recibían esos inesperados regalos.
   Recuerdo que ya en 1977, el M-19 roba en Pasto joyas y reservas de oro del Banco de la República, para poder financiar su guerra. Estando yo de paso por esa ciudad, muy temprano en la mañana, justamente a la entrada del zaguán de una cafetería por donde se produjo el robo, unas piadosas señoras, que salían de misa, nos dijeron a los circunstantes: “ojalá mi Diosito no cojan a esos señores que son tan buenos y decentes”. De ese calibre era el aprecio que amplias capas de la población sentían por el grupo de marras.  Sus actuaciones intrépidas, no podían menos que causar admiración entre la juventud, tan dada a los actos espectaculares.  Nosotros mismos considerábamos que esa era otra forma de la protesta social, así supiéramos, de antemano que el M-19 no tenía entre sus planes la toma del poder,  vía armada,  y simplemente quería lograr, mediante acuerdos, una democratización de la sociedad.
   Durante nuestra visita musical al campamento,  cantamos bambucos, guabinas, cumbias, porros, mapalés y espirituales de los Estados Unidos. Había mucha complacencia por nuestra visita entre los dirigentes del M-19, de los cuales distinguíamos a Pizarro y a Antonio Navarro Wolf. Todos los miembros de esa guerrilla vivía, temporalmente, en cambuches de madera  y se alimentaban de las viandas que ellos mismos preparaban. Para llegar hasta ese paraje, había que atravesar un control militar, ubicado en el corregimiento de El Palo, Municipio de Toribío. Recuerdo que el guardaespaldas más cercano de Pizarro era un hermano compatriota negro que, al igual que Pizarro, se ganaba la simpatía de todos los visitantes. 
   Después de las palabras de bienvenida de Pizarro, vino el concierto de nuestro coro, acto seguido,  un suculento sancocho, con gallinas de campo y luego una larga en interesante plática, que sostuvimos con los insurgentes y, muy particularmente con Carlos Pizarro. A mí me contó de su enfermedad y la imposibilidad de tomarse un trago de aguardiente con nosotros, por la enfermedad que lo aquejaba. Como yo le contara que me gustaba componer canciones a la vida y a las luchas sociales de Colombia, me encomendó “crear una canción para todos los tiempos que vienen”, asunto que cumplí con el tiempo, con mucho cariño y con especial dedicación, dado que el pedido venía de una persona supremamente sensible para las manifestaciones estéticas y porque entendía que la canción cumple un papel importantísimo en la concientización del pueblo.
Cuando mi hija mayor, de tan sólo seis años, supo del vil asesinado de mi nuevo amigo,  Carlos Pizarro, empapada en lágrimas exclamó: “Por qué lo mataron si era tan güeno (sic)”. Con parecidas palabras se expresaba la gente del común y, muy particularmente,  los universitarios, en esa mañana fatídica mañana del 26 de abril de 1990. Recuerdo que yo estaba con el maestro Giovanni Quessep en un receso de clase, a eso de las 10 de la mañana. Se nos amargó el café de esa hora y, en presencia de las secretarias,  de la Facultad de Humanidades, el poeta declaró que estaba tan conmovido en su mente y entrañas, que no dictaría más clase en ese día.  Ya era común por esos tiempos que asesinaran a los personajes,  que tenían real opción de llegar a la presidencia de la república a hacer algunas reformas que lleven a aclimatar la paz en Colombia. A pesar que Carlos Pizarro, se hubiese  alzado en armas, contra el Estado,  siempre quedará en la memoria la idea que él, en sus últimos tiempos, era un pacifista convencido.
   Nunca supimos que Carlos Pizarro tuviera principios socialistas, principiando por su origen burgués y por haber estudiado en la Pontificia Universidad Javeriana, institución que no forma revolucionarios,  sino profesionales con sensibilidad social, que es lo menos que se le puede pedir a la academia, de cualquier lugar del mundo. El probable derrotero de Pizarro, en caso de que hubiera logrado el mandato,  habría sido afianzar la paz y  empezar un camino de reformas que lleven a cambiar la vida precaria de amplias capas de la población. Ese puede ser el programa de gobierno de cualquier liberal progresista, a la manera de Alfonso López Pumarejo, pero a riesgo de que le hubiesen puesto el palo en la rueda, en el primer movimiento en aras de cambiar el rumbo de injusticia y frustración,  por el que ha transitado Colombia en estos dos siglos de existencia republicana.
    Después del asesinato de Pizarro, en un avión a pleno vuelo, no nos quedó difícil colegir, quiénes lo habían mandado asesinar: los destacamentos de la plutocracia colombiana, de la ciudad y del campo, con la mano negra  y cobarde de  su mercenario de turno. En este caso el paramilitarismo, perro faldero de los ricos, tal como años después lo confesó, con cinismo espeluznante,  el chacal Carlos Castaño Gil, cabeza visible de un clan de asesinos a sueldo.  No puedo olvidar que por el Paraninfo Francisco José de Caldas vimos desfilar a todos los candidatos presidenciales que, por esos terribles tiempos,  uno a uno,  iban exponiendo sus ideas y sus planes de gobierno. A todos ellos los asesinaron, sin compasión y ante la mirada atónita de un pueblo que fue acumulando frustraciones hasta quedar mudo, como lo está ahora: He aquí la lista: Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro,  Álvaro Gómez y otros destacados dirigentes como Manuel Cepeda Vargas. Por los otros miles de dirigentes caídos y de ciudadanos,  igualmente inocentes, no doblan las campanas. Así de grande nuestra tragedia. Y  por haberla causado unos pocos compatriotas desalmados,  y habernos quedado, la mayoría,  cobardemente, observándola, desde las barreras y tibias frazadas de nuestras camas, debo rematar, parafraseando las palabras del insigne escritor Gabriel García Márquez,  que ” no tendremos segunda opción sobre la tierra”.

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