NO VE LA PROCESIÓN

29 de marzo del 2018
El 18 de febrero de 2018, hacia las seis de la mañana, el rosicler apuntaba en el horizonte, con sus tintes rosados y se extendía en el tenue cielo azul, dando a la curvatura del cielo la ilusión de un casquete edénico; abajo, el amplio jardín interior de nuestro nuevo hábitat comunal palpitaba la naturaleza en el prado, en el arbusto y en la palma; las flores lilas, moradas y rojas daban la medida de la potencia y bondad de la vida en estas venturosas latitudes, donde a contados metros está la cañada en cuyos bosques crecen sin esfuerzo el café y el naranjo. Por este paraíso cruzan los pájaros verde esmeralda, los de fuego, nunca las aves rapaces.  Todo es armonía en este rincón del mundo, el gusanito hace lo suyo entre el subsuelo y el prado; todo es frescura y apenas se escucha el rumor de las hojas y de alguna abeja que busca el cáliz de las flores. Pero tanta belleza tiene las horas contadas mientras los profanadores se despiertan a desarreglarlo todo con sus voces chillonas, sus trotes caóticos sin concierto ni destino, como preludio inequívoco de lo que serán: la negación de un mejor porvenir para sí mismos, para su familia y para una entelequia, de lo que han dado en llamar “patria”.
No hace falta haber leído a Kandinski para saber que el rojo canta sobre el verde, para entender la belleza de esos colores, solos o combinados en la Naturaleza. Lo siente el campesino más humilde y el citadino corriente. Pero hace falta proceder de los estratos más bajos de la población para no tener ni la menor idea de que vivir entre el verde da alegría, sea en el palacio real o en arrabales, no intuir que la vida es para progresar a cada día yendo siempre de menos a más. Es paradójico no entender que el ruido, la patanería, la incuria y la destrucción de los bienes públicos o privados, nos llevan al abismo, al caos total, a la entropía, a la rabia generalizada. Qué hado hizo que esta generación de colombianos, de diversas regiones, no entendieran, por vía genética o por inculturación, que la vida es para cuidarla en todas sus manifestaciones, principiando por donde está el verdor y sus derivados: los prados, el gusanito, la mariposa, la cerca viva, el árbol y el arbusto, la flor y el retoño, la rama de los pájaros, la matera del balcón de la casa. Todo lo que huela a vida: al propio hijo, al hermano, a los padres, al vecino, al simple visitante del conjunto residencial.
La convivencia ciudadana no debe ser sólo frase acuñada por la policía, para uso oficial, sino algo entrañable de la ciudadanía, connatural a nuestro ser, sangre de nuestra sangre. Cuándo nos enseñarán en la escuela o en algún centro educacional, en institutos o en la universidad, que debemos reeducar a la nación, principiando por nuestras casas, para que empecemos a ser amables con nuestros congéneres y respetuosos con ellos, con los lugares de disfrute humano, principiando por nuestro propio hábitat. De qué sirven los cinco mil parques de Bogotá o los centenares de Bucaramanga o las decenas de Armenia,  si los hemos de pisotearlos y envilecerlos con envases plásticos que nos “prodigan”, a mares, los monopolios de las aguas embotelladas y enlatadas; cuál es la recompensa que le damos al jardinero que cuida de las zonas verdes de los conjuntos residenciales, donde menos daños causarían unas bestias hambrientas que se metieran a ese redil, que un grupo de niños, dejados al garete en las tardes y noches, mientras en nuestras alcobas vemos apologéticas telenovelas que reflejan, como en un espejo, nuestra sociedad, hija legítima, aunque vergonzante, del narcotráfico, que irriga las venas del país, la nación y el Estado.

La rabia de la mañana, puede trasladarse, con creces, a las horas de la tarde y de la noche, por aquello de que lo malo siempre puede ser peor y de que la algidez de una afectación puede crecer en las horas del crepúsculo. Pero, a manera de excepción, en cualquiera de los conjuntos residenciales, puede darse una tarde plácida, bien porque “exportaron” a los niños o porque éstos, se embelesaron con la “telebobela” de sus padres, o porque ellos se durmieron en masa, por una casualidad del destino. Una tarde de silencio, en los predios de Ciudadela Sorrento, es un verdadero regalo de los dioses, comprendidos Zeus, Bachué y Busiraco. El rocío de la tarde parece que te da un nuevo impulso de vida, te refresca y te dispone a trabajar, a elaborar nuevos conceptos, a pensar en serio en ti y en los demás, a entrever que tendrás en esta jornada derecho al descanso, después  de  producir nuevas ideas y haberte sensibilizado a escala cósmica, contemplando a través del balcón o en los jardines, el paisaje estelar que desde siempre te está esperando para que te extasíes en las madrugadas y en las noches y entiendas la armonía del Universo, que ha existido y existirá hasta la consumación de los siglos.
Los chillidos de los niños es lo más torturante que tiene este mundo, principiando porque la voz humana es fastidiosa en extremo, especialmente las voces agudas, incluidas las de algunas mujeres. No es extraño que los gatos se fastidien al oírlas, ni que decir tiene que a los niños éstos les huyen, especialmente a aquellos que hacen berrinches y ensayan ñoñerías con su voz, todos los días,  justamente, cuando sus padres están ocupados y quieren ensañarse contra ellos con su actitud indolente y chantajista. Es muy diciente que Gabriel García Márquez, desde que pudo hacerlo, económicamente,  fue a aislarse en un rincón de mundo, de Cartagena o de México, para poder crear para la humanidad un nuevo lienzo hecho de letras, lejos de las abominables voces humanas que se meten en tus oídos, como una especie de tinnutus externo insalvable y perverso.
Le contaba a un amigo europeo, a propósito de mi residencia en Ciudadela Sorrento, ubicada en la hermosa y sufrida villa de Armenia, Colombia, que yo vivo en un estrato cinco medio alto, como quien dice, “cinco plus”, lo que implica pagar arriendo y servicios por uno de los cánones más altos del país. Mi amigo me respondió, que qué era eso de los estratos, que cómo una nación de cincuenta millones de seres, muchos de ellos con educación superior y en pleno ejercicio de lo que creen ser la democracia, se dejan imponer semejante terminología y régimen de “estratos”, los mismos que lleva a la segregación social, a la exacción, al desollamiento de los asalariados y se convierte en una verdadera vergüenza continental, sólo comparable a otras vergüenzas que ocurren en el África actual o en la culta Europa, que en el siglo pasado engendró la lacra del nazismo, el mismo que empezó con la exacerbada discriminación social.
Despertarse a la madrugada a continuar  esta novela, “por entregas”, es algo halagador, más si tengo en cuenta que lo realizo en el más profundo silencio, como lo hice con mis canciones en mi reciente estadía  en Aguas de Marzo, una idílica aldea, en las inmediaciones de la poética Calarcá, sita al pie de la cordillera de los Andes, en su rama central. El silencio es el mejor medio para crear otros mundos intelectuales, por la tranquilidad que encarna, es como si se quisiera adentrar en el ambiente del Universo, donde todo es oscuridad y apenas si se siente el desplazamiento de los cuerpos celestes en los espacios infinitos, tal como nos lo muestran los permanentes informes de la Nasa. Qué propedéutico es entender que somos algo insignificante, menos que átomos impalpables, casi como la nada en el concierto de todo lo que tiene existencia fuera de los sentidos, o sea la materia, eterna e increada.
A estas alturas, nos parece un chiste de mal gusto oír decir que somos producto de un “soplo divino”, como si los átomos se pudieran sacar de la nada, (como lo hacen los magos cuando sacan palomas por debajo de la manga),  cualquier día, sin que esa “divinidad” no sea afectada por la categoría del tiempo, propia de esa misma materia. Pamplinas de los vendedores de humo y de muchos científicos, con fuerte déficit en su formación  filosófica, no importa que se hayan educado en las prestigiosas Universidades de Harvard o de Cambridge, donde el ambiente no deja de oler a sotana, por más que se declaren abiertos a la ciencia y partidarios de la democracia, que en Occidente, no pasa de ser, formal, electorera.
Los millones de dinero invertidos en la educación privada del mundo, no son para echarlos al vacío, sino para producir ingentes ganancias, a costa del dinero que le inyectan cada semestre (¡de cuatro meses!), los padres de los jóvenes ricos y hasta de los menos ricos, en la instrucción de sus hijos, para que sigan reproduciendo en la sociedad, el mismo formato que se inventaron desde que surgieron dichos establecimientos a finales de la Edad Media, para, supuestamente, universalizar el conocimiento. Las universidades privadas, no pasaron de ser, en todos estos siglos,  cotos elitistas, donde se forman las mentes en el egoísmo más refinado, en una cerrada escolástica que reproduce sus métodos de año en año, basados en el sectarismo de Tomás de Aquino y otros autores, que allí citan, mecánicamente, y que no pasan de ser prestidigitadores de la palabra, a partir de premisas no científicas, por lo tanto falsas.
Afortunadamente, la universidad pública, por su carácter laico, quitó ese adoctrinamiento directo, lo cual  ha llevado a que,  no todos los universitarios, a través del tiempo,  se hayan tragado ese bolo indigesto de la religión y nos hayan contado la verdad en el mundo, tal como lo hicieron, para fortuna nuestra,  un José Ingenieros, en la Argentina,  o un Estanislao Zuleta, en Colombia. Cuánta responsabilidad le corresponde a la educación,  para sacar a la nación (la gente de carne y hueso) de la postración intelectual, del mito avieso que no ayuda a vivir y sí distrae la mente de la solución de los problemas sociales cuya resolución política no se le puede dar más largas,  so pena de que el conglomerado estalle, en cualquier momento, como una olla a presión, a la cual no se le ha bajado el fuego, porque los dueños del poder económico y político, irracional y egoístamente, lo mantienen para perpetuar su cómodo status, para disfrutar, con sus familias de todas las riquezas que acumulan, a causa de las leyes injustas que condicionan el carácter inequitativo de una sociedad.
Hoy es 31 de marzo, víspera de Resurrección, inicio de la Pascua. Ambas palabras son de contenido vacío para la mayor parte de ciudadanos de Colombia, nominalmente, católicos, por haber sido bautizados y confirmados; por haber comulgado y por haberse casado por el rito católico. Pero nunca practicantes de los principios del cristianismo primitivo de la fraternidad y la solidaridad. A la mayor parte de conciudadanos les repugnan esos términos y cualquier tendencia política que quiera defender ese tipo de ideas. La resurrección la asocian con el hecho escueto de la leyenda bíblica del ascenso de Cristo a los cielos, nunca con un renacimiento moral, como fue el caso planteado por el conde Tolstoi, en su novela homónima “Resurrección”.
Qué lejos estamos de querernos transfiguran y ni siquiera reformar. Por estos tiempos se impone el parecer de que cambiar el ordenamiento económico y político, sólo traería consigo la ruina del conglomerado. Los todopoderosos de Colombia (una decena), le temen, como los gatos al agua, un cambio, por leve que sea, porque eso, implica un reacomodo de todas las capas de la sociedad. Sería como romper “con un proyectil un costado del barco”, comentaba airado uno de esos todopoderosos. Y claro su barca de oro haría aguas. Siguiendo la  metáfora, los sobrevivientes, tendríamos que montarnos en otra embarcación para llegar a buen puerto. Las ratas se salvarían primeras del naufragio. En el horizonte tienen Miami y otros puertos, para ellos seguros y promisorios. En la historia hay suficientes ejemplos de esa huida cobarde.
Pero si aquí no festejamos ninguna Pascua ni Resurrección, por olvido,  pereza o tacañería, sería bueno recordar que Europa y Estados Unidos, sí las celebran con fiestas religiosas y paganas, como esa de pintar huevos a colores, para simbolizar el renacer de la vida, o el inicio de la primavera en las latitudes septentrionales. Tiempo de regocijarse, de pasear, de visitar a los familiares, de cantar, de bailar, de crear nuevas poesías y canciones, de comulgar con la Naturaleza que empieza a bullir con toda su vitalidad, donde las ríadas no se hacen esperar con el deshielo y los ríos bajan rumorosos invitando a sumarse a la fiesta que se inició cuando el sol derritió los primeros trozos de hielo en la alta montaña. Qué diferente se vive la vida en aquellos países donde hay estaciones, porque cada una de ellas implica un cambio de conducta, una disposición a adaptarse a las nuevas circunstancias metereológicas en función de la vida, que no se puede detener en ningún momento.
En estas Pascuas de Semana Santa, cómo no recordar las películas que sobre los romanos se proyectaban en muchos pueblos de Colombia, en los teatros municipales;  o simplemente en la parte posterior de los camiones, por iniciativa publicitaria de algunas compañías que tenían a bien mostrar algunas películas alusivas a esa semana de pasión. Una de esas películas era “Espartaco”, el héroe de origen tracio, que se alzó contra el imperio y lo hizo temblar, al lado de 150 mil esclavos y tres mil milicianos. Desafortunadamente la película estadounidense, si bien muestra una buena cantidad de gente sublevada, escamotea la verdad, cuando la trama se diluye en una historia de amor que nada tiene que ver con la suerte de miles de esclavos que caen prisioneros y al poco tiempo son colgados en troncos de árbol. Se dice que los alrededores de  Roma quedaron sin árboles, para tener que atender los requerimientos arbóreos de esa degollina masiva, sin parangones en los anales de la humanidad.
Los historiadores dan cuenta que más de seis mil esclavos, junto a su adalid, Espartaco son sacrificados, inaugurando una de las etapas más terribles  de comisión de delitos de lesa humanidad, sin que los libros de la posteridad, se refieran a tan grande hecatombe humana. Espartaco, como ideólogo, que también era, además de insurgente, sabía que no iba a resucitar, pero como él lo expresara, antes de ser sacrificado: “Aquellos que hemos sido recordados, no moriremos”. Y este remate suyo, que es una verdadera oda a rebeldía y la libertad: “Hemos sido vencidos, pero hemos vivido como hombres libres”. El ejemplo de Espartaco será imperecedero y crecerá en los siglos, porque su rebeldía fue contra la esclavitud humana y porque fue una especie de Prometeo, pero de carne y hueso, nacido en tierras de la actual Bulgaria.



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