EULOGIO TUNUBALÁ (1950-2012) Por: Eduardo Rosero Pantoja


A mi compadre querido, el  médico tradicional guambiano, in memoriam
“Cuando muere un hablante nativo desaparece un mundo” (anónimo)

Mi amigo entrañable y compadre, Eulogio Tunubalá, había nacido en territorio guambiano, hace más de sesenta años, hablaba su lengua nativa y observó hasta  el  último día de  su vida el principio moral indígena de “no matar, no robar y no mentir”. Vivía con su esposa Gertudis y dos hijos adoptivos (un muchacho y una muchacha), todos pertenecientes a la etnia guambiana. Vivía en una modesta casa, del barrio Los Hoyos de Popayán, en donde ejerció  la medicina tradicional, por espacio de unos quince años, trayendo mucha salud emocional a centenares de pacientes quienes, con mucha fe, golpeaban a su puerta en busca de alivio. Su prestigio iba más allá de la capital caucana y con frecuencia contrataban sus servicios personas de Cali, Medellín, Bogotá, lo mismo que de Venezuela y Ecuador. A veces, no se comprometía curar a ciertos pacientes, debido a que en ellos encontraba incompatibilidad de energía. En esos casos, él prefería decirles la verdad, para no hacerles perder su tiempo. Todo su poder sanativo lo atribuía a su cultura guambiana,  por la cual guardaba mucho respeto, a pesar de que desde joven se había apartado de su región. Sin embargo, mantenía buenas relaciones con sus paisanos quienes igualmente sentían por él profundo aprecio.
Tenía la cabeza redonda, la  tez morena, el pelo lacio y en el mentón llevaba un mechón de barba rala, que combinada con sus ojos -un tanto rasgados-, daba la impresión de ver a un mago oriental. Se mantenía serio, hundido en sus pensamientos. Me daba la impresión de que todo el tiempo tenía su mente ocupada en resolverle los  diversos problemas que le planteaba  la gente. Cuando lo conocí en Popayán -en 1986-  fue a propósito de un automóvil Zastava (Topolino) que llevé a reparar a su taller, pues,  en aquel tiempo, don Eulogio se desempeñaba como hábil mecánico. Después cambió de profesión a raíz de un accidente que tuvo reparando un carro, cuando le cayeron unas gotas de ácido sulfúrico de batería en uno de sus ojos. Dicho accidente repercutió en su vida, porque tuvo que cambiar de oficio o, más precisamente, seguir ejerciendo aquello que aprendió de niño en su comunidad indígena: la medicina tradicional, la cual practican muy pocos elegidos, por sus singulares características de hacedores del bien a través de las plantas que crecen en su entorno y con la ayuda de sus dioses tutelares. La afección de sus ojos trajo, con el tiempo, graves consecuencias para su salud, ya que perdió primero uno de sus ojos, luego el otro y al verse completamente ciego, su espíritu sufrió una profunda conmoción, la que al final lo llevó al estado de coma en el que se mantuvo durante su último mes de vida.
De casualidad supe que don Eulogio era médico tradicional y fue un día, a eso de las ocho de la mañana,  cuando le llevé mi carro para que me lo reparara. Como él se demorara -más de la cuenta- tocando, una y otra vez,  las bujías, yo,  afanado por la demora y, un poco disgustado, recuerdo que le dije: “maestro: ¿si usted pudiera acelerarle un tanto a la revisión? Sin inmutarse el maestro,  se enderezó u me dijo: “No me afane profesor que un automóvil  tiene, normalmente, alrededor de cinco mil piezas y yo no trabajo como los demás mecánicos, cambiando piezas, sino que primero compruebo la energía. El ayudante que lo oía, me dijo después de un rato, que don Eulogio, era -en principio- más que un magnífico mecánico,  un famoso médico tradicional y que sólo por la necesidad de hacer una casa, se vio obligado a  abrir un taller de reparación de carros.
Don Eulogio había venido de su región guambiana, cercana a Silvia, desde su juventud, donde junto con su novia Gertrudis,  pasaron las duras y las maduras en Popayán, tratando de conseguir algún trabajo en medio de una gente diferente y, por esos días, todavía hostil a la presencia de los nativos, en una ciudad donde siempre han dominado los ricos, quienes han impuesto un modo de vida donde se delimitan, claramente,  los que tienen riqueza  y medios de subsistencia, de los que carecen de ellos.  Entre los más pobres,  siempre han estado,  en primerísimo orden, los indígenas y los negros, y no muy lejos, la inmensa masa de mestizos. El caso es que los dos novios Tunubalá, resolvieron quedarse en Popayán y vivir primero, en el anonimato, olvidándose, en primer lugar, de su lengua, cuyo sonido no era del agrado de nadie y no les quedaba otro camino que aprender a hablar el castellano -de la mejor manera-  para no levantar sospechas sobre  su procedencia.
Me contó alguna vez don Eulogio que su novia consiguió el trabajo de aseadora en un colegio de monjas y sólo los domingos podía verse con ella, en sigilo, para no despertar la sospecha de las religiosas, siempre dadas a reprimir todas aquellas conductas que no se ajusten a sus reglas. Él vivía al principio  bajo los puentes, haciendo algún trabajo de mandadero.  Me dijo don Eulogio que por mucho tiempo su novia vivió en el claustro de las monjas y él en una pequeña pieza, después de que salió de debajo de los puentes. Durante ese lapso él aprendió la mecánica a la perfección, al punto de que no había daño que él no pudiera reparar. Así lo conocí, como el mejor de los mecánicos y dueño de una honradez a toda prueba. Muy pronto advertí, que a diferencia de los demás de su oficio, cambiaba las piezas, en presencia del dueño  e inmediatamente le entregaba la pieza vieja, para que se diera cuenta de que había sido cambiada, honradamente.  Ese oficio se lo enseñó a otro indígena de nombre Ramiro  y a un muchacho payanés llamado Leo. El primero murió de cáncer y el segundo tuvo problemas con la justicia por ambicioso.
La honradez fue una de las normas vitales de don Eulogio y esa cualidad les enseñó siempre a sus pupilos. Ellos sabían que él nunca se dejó sobornar por los nuevos ricos,  quienes -en más de una ocasión- había ido a proponerle que les permitiera hacer en el taller una “caleta” o escondite de sustancias ilícitas. Nunca quiso salir de pobre -de la noche a la mañana-  poniendo en peligro su libertad y hasta su misma vida. Don Eulogio era una persona intachable y de eso pueden atestiguar no sólo sus operarios, sino también sus clientes y numerosos conocidos. A mi familia le constan, fehacientemente,   las cualidades humanas del extinto maestro, en quien no sólo veíamos  a un eficiente técnico, sino, posteriormente, a un sabio médico tradicional, que utilizaba todos sus conocimientos y concentración en sanar a las personas que solicitaran sus servicios.
Utilizaba en su modesto despacho un arsenal de hierbas que le traían de las montañas del Cauca y del Putumayo, con las mismas que se frotaba las manos y,  luego desmenuzaba,  para esparcirlas por los cuatro puntos cardinales para alejar las malas energías, que a veces nos da por llamarlas,  ignorantemente,  espíritus. El maestro Tunubalá creía ciegamente en todas las energías, las de los mecanismos artificiales, las de los seres humanos, animales y plantas, como también en las del Universo. Como todo guambiano,  creía en los 33 dioses, que confesó -en el año 2000-  tener Floro Tunubalá, quien por esa época fungía como gobernador del Departamento del Cauca. Y dentro de ese repertorio de dioses, primerísimo orden guardan la tierra, el agua, los bosques, el sol, la luna y las estrellas. Y no para idolatrarlas -en una práctica irracional-  sino para invocarlas y tratarlas con respeto, como ellos suelen hacerlo con todo lo que los rodea, pues consideran que la Naturaleza es la perfecta armonía de minerales, vegetales y animales, donde el ser humano no es más que una manifestación más desarrollada, pero nunca superior, ni menos con derecho a prevalecer sobre las demás.
En la práctica de la medicina tradicional,  el maestro Tunubalá manejaba la energía a las mil maravillas, tal como lo hacía en otro tiempo con los automóviles. Palpaba todo el cuerpo y muy pronto encontraba las discontinuidades. Especial cuidado le merecía la columna vertebral, la cual recorría primero con la mano y luego con una peonza- hecha  de cobre y oro-  a la manera de un pequeño trompo. En ese recorrido el maestro detectaba las fallas que uno tenía en las vértebras y, si el caso ameritaba, le hacía la imposición de manos, especialmente en la cabeza. Cuando yo estuve muy enfermo, a finales de los noventa, me dijo: “Compadre: usted está muy mal a consecuencia de tanta lectura y,  por ese motivo,  a usted de le ha ido su otro yo a unos veinte metros. Mi misión es traérselo”. Acto seguido,  impuso mis manos sobre mi cabeza, cuidando de enfatizar en la coronilla, donde está el aura de que hablan los médicos de la India. En ese momento sentí un gran calor en la parte superior de mi cráneo, por espacio de unos diez minutos, después de lo cual vino a mí un notorio alivio. Después de esto me dio una escudilla de agua de panela caliente y, desde entonces  “mi otro yo”  lo he mantenido conmigo, sin altibajos.
El refrescamiento con hierbas que hacía el maestro Tunubalá y la imposición de sus manos sobre la cabeza y espalda, producía un sueño profundo, del cual uno se levantaba,  como nuevo, dentro de una o dos horas.  Hay que decir que este procedimiento le causaba al maestro un profundo desgaste energético y es por eso que él no atendía a muchas personas en una jornada: sólo dos o tres. Por ese desgaste permanente de su energía y su psiquis, nosotros sus pacientes, estamos en deuda y sabemos que fue buena parte de su vida la que nos entregaba en cada una de sus intervenciones. A veces escribía algunos signos incomprensibles en unas hojas en blanco y, a medida que se concentraba,  se ponía sudoroso, en un esfuerzo inmenso por entrar en comunicación con aquellas fuerzas que estaban por allí en el ambiente. Cuando dichas fuerzas pasaban por su mano que sostenía el lápiz,  decía,  muy asertivo: “mírela, mírela, que por ahí pasa”. Claro que nosotros no veíamos nada, pero él no podía ocultar su alegría al constatar  que la energía había pasado por allí y que el resultado de la intervención había sido benévola. “Marcó bien”,  decía para terminar y su cara irradiaba una  honda alegría.
El maestro Tunubalá podía perfectamente establecer qué fuerzas y masas se podían encontrar en un aposento e incluso en un vasto territorio. Recuerdo el día en que a don Benjamín León, dueño de la empresa “Pollos Conquistador”, había perdido unos 20 millones,  que le habían sustraído unos pícaros que se hicieron pasar por negociantes,  mientras lo visitaban en su planta productora de Cajibío. Apenas llegamos a las oficinas de don Benjamín, el maestro Eulogio dijo: “el dinero no ha salido de la finca y hay que buscarlo por todo el territorio”. Parecía algo increíble que los pícaros se hubieran marchado dejando escondido el dinero, con la intención de volver  por él en una próxima ocasión. Con ese dato del maestro Tunubalá, los obreros se dieron a la tarea urgente de buscar el dinero y éste apareció al atardecer de ese mismo día. En otras oportunidades también ayudó a la gente a encontrar sus enseres y joyas que habían sido sustraídas de sus casas, hecho que producía enorme alegría en esos damnificados y a él lo llenaba de profunda satisfacción. Sus ojos pequeños y rasgados, no podían ocultar el regocijo que eso le producía.
No puedo olvidar la sanación e intervención,  a fondo, que le hizo a un pariente mío,  seriamente,  embrujado por una mujer, quien lo tuvo al borde de la muerte por espacio de medio año. La mamá de ese pariente me contó que su hijo vivía -en los últimos meses- debajo de una mesa, donde babeaba todo el día y casi no podía articular palabra. Había perdido, prácticamente, sus rasgos humanos. Cuando lo trajeron Popayán, don Eulogio Tunubalá, éste le hizo una primera curación. Era tan grave la afectación,  que el maestro tuvo que trasladarse con el paciente hasta Nariño donde le hizo el tratamiento in situ,  por espacio de ocho días, porque la gravedad de la dolencia así lo ameritaba. Cuál no sería mi sorpresa  cuando,  después de algunos meses,  pude ver en Popayán  a dicho pariente manejando su camión, como si de nada grave hubiese padecido,  un tiempo atrás. Cuántos casos más,  que el  maestro atendió y a los cuales dio alivio efectivo. Sería interminable la lista de de todas las personas que se vieron beneficiadas por la sapiencia y dedicación de ese médico tradicional,  oriundo de la región guambiana.
El maestro Tunubalá era clarividente. Podía imaginarse el cuadro de lo que podía pasar,  con tal o cual persona,  en los próximos días. Era el consejero insustituible para cuando teníamos que emprender un viaje o tomar una resolución cardinal. Recuerdo como en una oportunidad el abogado Gustavo Carmona me dijo que se iría a Bucaramanga,  a pesar de que don Eulogio le había dicho que ese viaje  no le convenía. Yo le  manifesté a dicho abogado que era mejor atenerse al consejo del maestro. De todas maneras viajó el abogado, pero  casi que encuentra la muerte  cuando un tractocamión cayó sobre su automóvil.  Yo guardé el secreto para no contrariar al maestro, pero el doctor Carmona me prometió, solemnemente, no volver a contrariar el consejo de médico tradicional que con tanta dedicación atendía  sus consultas.
Una habilidad particular tenía el maestro Tunubalá para sacar los malos amores de las mentes y de los corazones (que era como sacar al mismísimo demonio). No era tarea fácil para él, especialmente,  cuando se trataba de personas conocidas. Pero lo hacía por petición especial. Era increíble comprobar como -a la vuelta de una semana-  uno se iba sintiendo aliviado de la carga del mayor de los enamoramientos. Casi sin sentirlo, uno terminaba pensando en que la persona que uno quería entrañablemente, no se merecía de tanto amor y,  no era tanta la razón la que se imponía, sino un extraordinario impulso a no seguir pensando en esa persona, hasta llegar con el tiempo a olvidarla, por completo, sin odios ni rencores. Tal vez la verdadera fórmula para desamar sin tener que transitar por los caminos tortuosos del odio y la venganza, tan comunes en nuestro medio cultural,  de prácticas absolutamente instintivas y cavernarias.
Muy pronto después de haber dejado de trabajar,  como mecánico,  el maestro Tunubalá se convirtió en el médico de cabecera de nuestra casa y de varios amigos,  adonde acudíamos cada vez que se nos desarreglaba la mente o se nos descuadernaba el alma. Por ese motivo, muy pronto,  después del nacimiento de mi hijo menor, lo nombramos padrino de esa criatura. Con el tiempo dicho hijo,  terminó siendo el paciente preferido de ese sabio y singular  maestro. Ahora no sabemos a quien vamos a acudir cuando nuestras enfermedades del espíritu nos acosen. Claro que no vamos a ir adonde los médicos facultativos, quienes se han desacreditado por no acercarse al cuerpo y alma humanas y, reducir su práctica,  a suministrar fármacos que no hacen más que envenenar los organismos, los mismos que mantendrán dopados de por vida, en la más irresponsable e inhumana de las rutinas profesionales. Pero,  sin duda, que ellos seguirán  enriqueciendo a las multinacionales de los medicamentos, que tan fuertes raíces han echado en nuestro país,  gobernado por unos seres voraces e inhumanos, quienes se lucran de los beneficios que les comparten las primeras.
En mi familia y entre amigos cercanos veíamos en don Eulogio Tunubalá una especie de santo, al cual nos acercábamos a contarle nuestros problemas emocionales, con absoluta confianza,  a la espera de que él, con toda seguridad, nos iba a sacar adelante. A veces la gente del común hace mofa del espíritu de santidad que tienen ciertas personas, porque -irreflexivamente-  asocian la  santidad  con las características que otorga a los santos el santoral católico. Ya sabemos desde José Ingenieros, que los verdaderos santos de la humanidad, no son unos beatones o rezanderos, sino seres de grandeza espiritual,   quienes  a la manera de Sócrates o Giordano Bruno, supieron darlo todo por ayudar a la humanidad a salir de su lacras morales. En tiempos más recientes, el historiador inglés Arnold Toynbee, aseguró que en esta época de la era atómica es cuando más santos se necesitan. Nosotros agregamos que es urgente la presencia de santos en unos años tan terribles en los que vivimos, donde predomina el terrorismo de Estado, una época signada por   autoatentados y la  invasión de naciones en pos de sus riquezas, todo eso acompañado del  odio, generalizado, de las naciones ricas contra las pobres.
En las honras fúnebres en honor del don Eulogio Tunubalá, no tenía ninguna razón el sacerdote cuando dijo que el alma de dicho maestro ya estaría pasando por Jerusalem, en su camino  al cielo. Nosotros consideramos que eso no se puede decir ni de chiste, si tenemos en cuenta lo que ha sido esa ciudad judía en la historia y lo qué representa en los tiempos actuales: un centro militaristas, guerrerista, generador de tensión mundial y que -en no poca medida-  ha afectado la misma paz de Colombia con el suministro permanente de armas y de personal violento,  que no ha hecho más que atizar el fuego de la guerra de clases,  que tiene nuestra patria,  desde hace más de cinco décadas. Nada tiene que ver Jerusalem con el pensamiento sano que siempre acompañó a nuestro amigo Tunubalá, quien de mente y corazón, estuvo todos los días cerca de su nativa Guambía, de Mishambe, de El Cacique, de El Tranal y El Chimán, entrañables comarcas de su infancia y juventud, de donde provenía toda la sabiduría y buen sentido que habitaban en él.  En toda circunstancia estuvo el maestro Eulogio Tunubalá de acuerdo con las luchas de su etnia, las mismas que se desarrollan -en perfecta paz-  en medio del trabajo creador de toda su gente que cultiva la tierra, teje la lana y practica el comercio con sus hermanos caucanos de diferentes razas,  credos y convicciones.
Para terminar, sólo me resta decir que mi familia y yo, guardaremos memoria y agradecimiento perennes  de nuestro querido amigo guambiano, don Eulogio Tunubalá, quien nos dedicó tiempo precioso de su vida a cuidar de nuestra salud mental y a prolongar  nuestra existencia. Él encarnaba las más excelsas virtudes que puede tener un ser humano y un ciudadano. Sus actividades siempre estuvieron encaminadas a ayudar a sus semejantes,  principiando por su familia y su etnia. No puedo olvidar el día en que dejó todas sus labores del taller de mecánica y se fue desde Popayán, hasta Morales,  a enterrar  a su oficial Ramiro, quien había muerto de terrible dolencia. Allá lo dejó en el cementerio local lleno de todas las atenciones, como agradecimiento por sus servicios y por haber sido miembro entrañable de su misma comunidad. Igual  sentimiento nos asiste a nosotros hoy que acompañamos al maestro Tunubalá, con este último adiós, que nos sale del alma porque lo quisimos en silencio y tuvimos su compañía espiritual incondicional en los momentos más difíciles de nuestra vida. Gloria eterna a ese hombre  ejemplar del Cauca, cuya misión fue dedicarse a servir  a los demás y dar ejemplo a la humanidad.

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