MI ESCUELITA

MI ESCUELITA
Por: Eduardo Rosero Pantoja

Vi por primera vez mi escuelita “Eduardo Santos”, por dentro, cuando mis padres me llevaron a matricularme en septiembre de 1951, en la época del gobierno de Laureano Gómez, un fascista criollo, instigador de la violencia, apoyado siempre por latifundistas conservadores y la clerecía colombiana. Dentro del clima de odio que respiraba todo el país no fue raro que el nuevo director de esa escuela, el cura Campo Elías Alomía, tan pronto asumió el cargo, le cambió el nombre civil que tenía el establecimiento por uno religioso y entonces mi escuelita pasó a llamarse “San Juan Bosco”, el nombre del salesiano italiano. Así nos cayó ese nombre, sin ningún arraigo entre nosotros, por simple fanatismo religioso. Hay que decir que la población de Túquerres siempre ha vivido agradecida con la gestión que los presidentes Alfonso López Pumarejo y Eduardo Santos Montejo hicieron por la reconstrucción de su ciudad, casi totalmente destruida a consecuencia del gran terremoto que la asoló en 1936. Parte importante de ese apoyo gubernamental se cristalizó en la construcción de sendas escuelas y colegios para niños y jóvenes, de uno u otro sexo.

Y bien. El director que nos recibió resultó ser mi pariente Manuel Rosero, un hombre corpulento, de aspecto rojizo, de ojos claros y muy atento con nosotros. Yo no lo conocía, pero desde el primer momento simpatizó conmigo. Me hizo una pequeña prueba de conocimientos generales sobre animales, plantas y minerales y luego el “examen” de matemáticas. Fue cuando me preguntó: “Si tu madre te manda a comprar 10 centavos de pan, 5 de queso, y 4 bombones ¿cuánto gastas?” Yo respondí 20, pero la respuesta, obviamente, era 19. “Malo para las matemáticas”, diría el director, para sus adentros, pero de todas maneras me admitió a segundo grado y confieso que nunca fui una rémora en dicha disciplina. No hice primer grado formal porque en el jardín infantil de doña Nicolasa Maya me habían adelantado lo suficiente y mi abuela, que había sido maestra, me terminó de pulir en las cosas más importantes de las que se impartían en aquellos años: la lectura, la escritura, las ciencias naturales y algo de historia y geografía.

Inmediatamente después de que mis padres firmaron la matrícula, don Manuel Rosero nos llevó a la parte de atrás del sólido y hermoso establecimiento, el cual se me parecía a los que había visto en alguna lámina de libro estadounidense. No tendría nada de raro que se hubiera copiado uno de esos modelos de plantel educativo. Después de haber descendido por una escalera de cemento y baldosa, que terminaba bifurcada, ya estábamos frente a unas hermosas eras, donde los niños -antes de vacaciones- habían dejado plantados repollos, rábanos, zanahorias, lechugas, acelgas y algunas hierbas aromáticas como la hierbabuena, la manzanilla y la ruda. Qué emoción grande sentí de saber que una de prácticas más hermosas de la vida, como es el cuidado de la huerta, la podría desarrollar en mi escuelita. Pero esa alegría no duró ni un mes, porque en una reunión de padres de familia, con la dirección, habían dicho los primero, que “no tenía sentido seguir fomentando el espíritu rural en los niños, porque de lo que se trataba era de civilizarlos, sacarlos del agro”. No pasó una semana después de esa fatídica reunión, cuando en lugar de las eras, apareció un “precioso campo de fútbol”, adonde sólo tenían acceso los niños grandes.

Lo que pudo haber sido el comienzo ideal para nuestra formación estética, poética e incluso científica, lo que lograron fue una frustración, yo diría que colectiva, de varios niños. Además, pienso que entre nosotros hubieran florecido magníficos agrónomos, botánicos, como en efecto los ha dado Túquerres en diversas épocas. Pero más puede la manipulación que con frecuencia ejercen las juntas de padres de familia manipuladas por algún arribista y lenguón. Una vez tomada una decisión “por mayorías”, aplastan cualquier idea sana que está en la cabeza de algún ciudadano tímido. Vivimos en una sociedad que no está hecha para el consenso, sino para el aplastamiento moral, primero, y, luego, para el exterminio físico. Esa es Colombia desde siempre. Para eso tenemos bandera, escudo e himno nacional que nos subyugan todos los días. Son los símbolos de un Estado que -en forma inconsulta con el pueblo- fundaron unos gamonales del siglo XIX -de las regiones centrales del país- y cuyos herederos están dispuestos a refundarlo cuando el río deje de ir por el curso que ellos trazaron.

Ya de alumno de la escuela me sentía contento, aunque un poco tenso porque su ambiente no era el mismo del jardín infantil de “niños bien”. Aquí tocaba soportar los empujones, las malas palabras y el trato ordinario de algunos niños, lo mismo que los regaños de ciertos profesores que hacían la disciplina en los dos patios de recreo: el de arriba para los menores y el de abajo para los mayores. No faltaba el niño que se creía de mejor familia y que criticaba hasta el uniforme de los compañeritos que no estuviera hecho de paño. Tampoco me gustó que hubiera letreros en los baños, principalmente en sus puertas. Una especie de literatura de letrina. Pero no puedo dejar de transcribir uno de esos escritos que decía: “Esta flecha te lleva a un tesoro de mierda. Sácalo”. Y efectivamente la flecha terminaba en la taza del sanitario. Por lo demás la escuelita me gustaba porque tenía una biblioteca donde había libros interesantes. Desafortunadamente, con frecuencia estaba cerrada porque no había una bibliotecaria de oficio. Mejor desempeño tenía la biblioteca municipal atendida por la señorita María de los Ángeles Garzón, quien fuera después mi profesora de música.

En segundo de primaria tuve por maestro a don José Ignacio Ortiz (de sobrenombre “Chepote”), un hombre viejo, alto y huesudo, de ojos claros, de bigotes, que tartamudeaba un tanto al hablar. Me llamaba mucho la atención su voz recia, su hermosa letra y su decisión para imponernos tareas, aunque el trato era suave y comedido. Tuvimos, en unas dos ocasiones la dura impresión de verlo caer al suelo súbitamente y con caída estrepitosa. Sucede que a este profesor le sobrevenía un ataque donde él perdía el conocimiento y terminaba mordiéndose la lengua dejando en el piso una babaza con sangre. Mucho nos impresionaban esos ataques y nosotros de niños no podíamos prestarle al enfermo ninguna ayuda principiando porque don José Ignacio era corpulento. Lo que hacíamos era correr a avisar a la dirección para que lo auxiliaran inmediatamente. Después de uno o dos días de que se restablecía la salud del maestro volvíamos a las clases que eran, a veces, monótonas.

Tal vez por mi cara, un poco triste, el maestro Ortiz coligió que yo era huérfano y siempre me tuvo como tal, a partir de que un día me dio una poesía corta, para que me la aprendiera de memoria y se llamaba, dicha poesía: “El huerfanito”, algunos de cuyos versos recuerdo que decían. “Las lágrimas hace tiempos/ sus bellos ojitos nublan/ y la miseria y el hambre/ sus facciones desfiguran/ siéntese atribulado/ presa de crueles angustias/ por no tener una madre/quien con maternal ternura/ pueda consolar sus penas/ mitigar sus amarguras/. Sólo una vez recité en público la bendita poesía, pero creo que lo hice de forma tan convincente que más de un asistente a la celebración escolar se impresionó. Confieso que en 60 años yo no había reconstruido esa poesía que me parece deprimente, pero fue la misma que me ayudó “a sostener la caña” de que yo era huérfano. No entiendo ahora por qué yo necesitaba de alguna conmiseración, si mi mamá me adoraba, mi papá me quería con locura y mi abuela no se ahorraba mimos ni dulces ni alfajores para mí. Posiblemente todos tengamos etapas de la vida cuando nos gusta que nos compadezcan y nos hacemos los huérfanos, o los enfermos o relegados por los demás.

En el tercer año de primaria mi profesor de grupo fue el mismo director de la escuela, mi pariente Manuel Rosero. Con él nos correspondió ver la historia de Colombia, por cierto en uno de los momentos más importantes: la Independencia. El héroe de ese tramo de la vida nacional fue don Antonio Nariño, egregio hijo nuestra patria. Fue grande la emoción que sentí cuando el maestro Rosero nos contaba las penurias que había pasado el caudillo desde que publicó “Los derechos del hombre y del ciudadano”, traducidos del francés e impresos en su periódico “La Bagatela”. Luego vinieron persecuciones, la cárcel, el envío como prisionero a Cádiz y todas las angustias posteriores que sufrió Nariño para tratar lograr la independencia neogranadina con respecto de España.

Y supimos del epílogo triste de este personaje sacrificado cuando murió pobre y abandonado en Villa de Leiva. Recuerdo con ternura las últimas palabras de don Antonio Nariño, ese prócer máximo del despertar independentista colombiano: “Amé a mi patria ¿cuánto fue ese amor? Algún día lo dirá la historia. No tengo nada que dejar. A mis hijos les dejo mis recuerdos y a mi patria mis cenizas”. Palabras que nos repitió más de una vez el profesor Manuel Rosero y que se ha quedado grabadas en mi cerebro con rasgos indelebles. Esa era la labor de los maestros de entonces: dejar una fuerte impronta en la mente de los niños, con enseñanzas veraces y emocionadas que transmitieran el real sentir de una nación y contribuyeran a educar antes que a instruir. Eso es justamente lo que se ha olvidado en la escuela colombiana: el profesor cumple con programas que lo que buscan es atosigar a los alumnos con conocimientos que no tienen mayor relación con la vida diaria, ni con la historia ni menos con el alma del pueblo.

Son estereotipos de información traídos del extranjero sin que hayan sido digeridos por nadie ni menos adaptados a las circunstancias y necesidades nuestras. Da grima ver los manuales con que “educan” a los escolares y colegiales de ahora, de conocimientos superficiales, desnaturalizados, aunque presentados con las últimas técnicas del diseño y el arte gráfico. Pura forma, sin mayor contenido. Para que la gente no piense, pero sí para que actúe rápido y precipitadamente como los borregos. Con la aclaración de que los ciudadanos ya no son tratados como tales -con derechos y deberes- sino como simples usuarios de un servicio (de la educación, la salud, etc.), sin que a los funcionarios les cause el menor sonrojo la utilización desvergonzada de esos términos. Lo mismo que ocurre con nuestros banqueros contemporáneos, una especie de superhéroes de la sociedad, quienes sin el menor reato de conciencia hablan de “límite de usura”, como si esta última palabra no significara “robo” en buen romance.

Un último recuerdo que tengo de don Manuel Rosero es que nos daba instrucción cívica tratando de hacernos entender cómo funcionaban el Estado, los tres poderes, como en el ejecutivo mandaba el presidente con sus ministros, que los congresistas formaban el poder legislativo y que los jueces eran parte del poder judicial con los magistrados. En uno de esos ejercicios escolares -que el maestro Rosero propiciaba- me acuerdo que los niños de mi grupo me nombraron ministro de guerra, así de guerra, a la usanza de la época. Término que en Colombia nunca debió ser cambiado por ministro de defensa, porque, en primer lugar, ese ministerio no defiende al pueblo, ya que nuestras fuerzas armadas limitan contra los muros de los palacios de los ricos, a quienes defienden noche y día. Y en segundo lugar, dichas fuerzas armadas están en guerra contra el pueblo insumiso, por más de 60 años, sin que se vislumbre ningún cambio en la política estatal, ya que -hasta en los más pequeños detalles- esa política está dictada por los mismos ricos. Nuestra propuesta se mantiene: que le devuelvan el nombre a dicho ente y que quede como: ministerio de guerra.

Ya hubiera querido yo ser ministro de guerra en realidad y, no de mentiras, como cuando lo fui en ese juego didáctico escolar. Así habría podido cumplir un papel decidido en los destinos de la república, tal como en 1854 lo hizo el insigne general José María Melo, por fortuna mi tatarabuelo. Otra suerte le habría cantado al pueblo colombiano si ese héroe colombiano y bolivariano hubiera podido sacar adelante el proyecto de aislar a la oligarquía corrompida, que había usurpado el poder del pueblo con sables de los reaccionarios generales Mosquera, Obando, López y Alcántara Herrán. Depuesto el general Melo, de su corto mandato de ocho meses, todo siguió como antes: la injusticia imperando por todas partes y el pueblo aislado y acobardado, sin poder dirigir su propio destino.

En cuarto de primaria, tuve como maestro a don Alcides Cerón Pantoja, persona suave de trato y de modales. Él es el padre de Benhur Cerón, un distinguido geógrafo de Túquerres, de prestigio nacional por sus búsquedas y publicaciones. Mi profesor Alcides nos enseñaba castellano, nos corregía la lectura, la escritura y nos daba ciencias naturales. También este profesor intentó meterme en la recitación de un poema a la bandera para una conmemoración patria en la escuela. Recuerdo que el pobre maestro acudió un par de veces a mi casa y estuvo en la sala tratando de repasarme los benditos versos. Qué pena con ese maestro, pero para mi era algo insólito que yo me aprendiera algo dedicado a la bandera, porque desde ese entonces no le he tenido ninguna estimación. Más cuando al poco tiempo supe que en los cuarteles son sacerdotes quienes bendicen, junto a las insignias patrias, las armas con que se mataban y se matan conciudadanos, hermanos en Cristo, si se quiere.

El profesor Cerón Pantoja era una persona supremamente religiosa y no empezaba la clase si no mediaban las plegarias, especialmente a la virgen María, que era su principal devoción. No recuerdo que los otros maestros hayan rezado al inicio de la clase, de donde puedo concluir que eran librepensadores o por lo menos de concepciones liberales. Con el profesor Alcides coincidió mi primera comunión en Las Lajas, en 1954, llamado así el “Año Mariano”. Recuerdo que como regalo de esa ceremonia dicho maestro me obsequió un cuadro, con vidrio, de la virgen del Carmen, que bien recuerdo tenía un cuadro terrorífico del purgatorio con unos condenados quemándose al pie de una virgen suspendida en el aire. La imagen más patética y horrenda que se ha podido inventar la iconografía eclesiástica para atemorizar a la gente y mantenerla sumisa a los dictados del la iglesia y el Estado, para que las conciencias permanezcan congeladas y como en las prácticas cínicas del gatopardismo, que todo cambie con tal de que todo siga igual.

Cuando mi madre murió en 1961, apenas yo hube terminado el bachillerato, mi abuela aprovechó nuestra temporal ausencia para dar buena cuenta de los cientos de cuadros e imágenes que mi progenitora había acumulado a lo largo de nuestra infancia. Todos esos cuadros los metió mi abuela en dos costales y se los regaló a unos campesinos que visitaban mi casa. Medida profiláctica que yo, junto a todos mis hermanos huérfanos, se lo agradecimos en el alma, lo mismo que por haber cambiado la decoración de la casa en su totalidad, para hacer la vida menos apegada a los recuerdos relacionados con nuestra entrañable madre. Tal vez a alguien de su tiempo pudo escandalizar esa conducta de mi abuela, pero ella era una persona sabia y en todas sus determinaciones siempre se decidía por la mejor opción. La verdad es que esas imágenes no le hacían ninguna gracia a mi abuela y más de una vez le escuché decir que en la Biblia había varios pasajes donde se prohibía expresamente la idolatría o sea la veneración de todo tipo de imágenes. Mi abuela misma se preguntaba ¿Cómo representar a Dios? ¿Quién lo ha visto? ¿No será mucho atrevimiento darle a Dios forma humana, si nosotros no somos más que animales, a pesar de ser racionales?

El quinto de primaria lo adelanté bajo la orientación del profesor Leoncio España (de mote “Leoncico”, por el nombre del perro de Balboa, descubridor del Océano Pacífico, en la zona de Urabá. Don Leoncio era un hombre inquieto, con muchas dotes para trabajar con la niñez y juventud. Su buena preparación en matemáticas le permitió pasar -años después- al colegio San Luis donde se desempeñó en ese campo. Recuerdo que él nos enseñó el cálculo mental, sumando, restando, multiplicando y dividiendo a partir de una cifra con la cual se realizaban todas esas operaciones. Con él aprendí a multiplicar de memoria por cinco, por diez, por 15, por 25, lo mismo que por cifras a partir del 10 hasta el 20, por ejemplo: 13x17=221, para lo cual se aumentan a primer sumando las unidades (13+7=20), luego esta suma se multiplica por 10 (20x10=200) y luego a esta cifra se le suma la multiplicación de las unidades de los dos sumandos (3x7=21). Este 21 se suma a los 200 anteriores, obteniéndose así el resultado final. Por esos mismos tiempos apareció por Túquerres un calculista de prestigio internacional -cuyo nombre no recuerdo- pero cuyo conocimiento no hizo más que corroborar lo que nos había enseñado don Leoncio España.

Pero don Leoncio también nos orientó por el camino de la botánica, don mucha rigidez y siempre a las dos de la tarde, después del almuerzo -la hora del marasmo- la menos apropiada para poner a funcionar la memoria, el entendimiento y la voluntad. Como nuestro rendimiento a esas horas era casi nulo, don Leoncio resolvió mandarnos por varas de ciprés, que las arrancábamos, las pelábamos y, a regañadientes, se las entregábamos para que nos castigara. ¡Qué barbaridad! Ese maestro nos pegaba en la mano varios varazos por no saber el nombre vulgar y el técnico (en latín), de tal o cual planta que él nombraba. ¡Cómo no nos dejó baldadas nuestras manitas con los repetidos golpes que nos daba! Eso podía haber llegado a consecuencias gravísimas, como el engangrenamiento de nuestros miembros por hemorragia interna, como años después ocurrió con un capital de la Armada Nacional que le pegó cruelmente a su hijo de cuatro años porque éste le había cortado con una cuchilla los muebles de cuero recién comprados. Imprudencia que terminó en doble tragedia, porque -como se supo después- el militar se suicidó ante la noticia del médico de que había que amputar las manitas de su propia criatura.

Don Leoncio a pesar de su adustez, algún día resultó enamorado de una dama lugareña de nombre Fresia Salazar, una mujer corpulenta, mestiza, de rasgos más cercanos a la raza indígena. Dicha dama había sido postulada a ser reina de belleza de Túquerres y nuestro maestro era su más entusiasta propagandista e impulsador. Daba la impresión de que él estuviera enamorado de ella, dado que se le veía en los ojos la ansiedad de que ella ganase el concurso. Hasta compuso un cántico que nos hizo aprender donde se hablada de “su excelencia Fresia Salazar”. De resultas del gran empeño de nuestro maestro por sacar adelante la candidatura de la señorita Fresia, ésta ganó el certamen de belleza y nuestro profesor quedó muy complacido. Era un hombre viudo que bien parecía un solterón y no le habría venido mal casarse con tan prestigiosa dama y además hija de gente pudiente. Con el tiempo la mencionada dama cayó en la mira de un gringo de origen alemán llamado Frank y, como era de pensarse, pronto se casó y se la llevó a los Estados Unidos donde convivió con ella por espacio de varios años (hasta que el odio y desprecio mutuo los separó).

No puedo olvidarme que como parte de nuestra programación de clase de nuestra escuelita -y como complemento valioso- teníamos que visitar la biblioteca municipal una vez por semana, por lo general los miércoles. La directora, ya lo dije, era la señorita María de los Ángeles Garzón, quien nos prestaba los libros y nos explicaba pasajes que no entendíamos. La biblioteca era grande, con enormes estantes llenos de libros y revistas, tenía unas mesas y sillas de metal, siempre limpias, a pesar de que el polvo de la calle se dejaba sentir. No pasaba largo rato, sin que la misma directora nos pasara un trapo para que nuestro puesto estuviera completamente limpio. En ese tercero, cuarto y quinto de primaria (años 1953-56), el gobierno del general Rojas Pinilla tuvo el acierto de mandar a imprimir una buena cantidad de libros y revistas para uso infantil, entre los que se destacaban los cuentos de Pombo que se repartían gratuitamente en las escuelas públicas. Fue justamente en la biblioteca municipal de Túquerres donde conocí de cerca las obras de dicho autor y para siempre le tomé cariño a pesar de que varios de sus planteamientos son crueles, pero con la sana intención de dejar alguna moraleja, como es normal que eso hagan los fabulistas.

Para concluir diré que fue muy provechoso haber estado en la escuela pública donde los niños tienen, no sólo la gran oportunidad de instruirse, sino de rozarse con gente de todos los estratos del pueblo y donde es posible la convivencia pesar de todas las diferencias sociales. Para eso es la educación, para limar asperezas, para aprender a respetar la presencia de los demás, sus opiniones, sus palabras, sus gestos, sus gritos, sus ruidos y hasta sus silencios. Los establecimientos públicos tienen esa ventaja civilizadora que les faltará por siempre a los privados y es el aprender a entender que todos somos humanos y nada (ni la riqueza, ni el color de la piel, ni el sector o región de donde procedemos) nos puede hacer menospreciar a nuestros semejantes, pues todos pertenecemos a una especie inteligente, racional y simbólica como es el ser humano.

De otro lado, los Estados deben fomentar la educación pública gratuita y de alta calidad como garantía de progreso y de equidad social. País que no invierte en educación está condenado a ir a la zaga de los demás, siempre por los campos del subdesarrollo y la pobreza que humilla. Si no tenemos tecnología propia siempre estaremos comprando maquinaria e instrumentos ajenos, al precio y las condiciones que nos impongan. No nos sorprenda que los colombianos tenemos que pagar por una serie de patentes, para producir artículos cuya producción resulta nimia para otras naciones como es la crema de dientes, de la cual no tenemos ni una sola patente propia y nos atenemos a las cremas de fabricación transnacional. Es tiempo de que nos empiece a dar vergüenza del atraso y dependencia en que nos encontramos. Cómo se ve que el mandato de independencia que nos diera Simón Bolívar se quedó en mero proyecto declarativo de todos los gobernantes que le han seguido en su solio. La educación se hizo para liberar y no para esclavizar, como bien lo dijera -con otras palabras- el célebre político chocoano Diego Luis Córdoba.

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