A PROPÓSITO DEL DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER TRABAJADORA

 

Por: Eduardo Rosero Pantoja

Quiero hacer esta reflexión, empezando por decir, que esta no es una digresión académica. Todo lo contrario. Voy a hacer un recuento del valioso papel de la mujer en la sociedad mundial, diciendo que en mi ya larga vida, no he encontrado ninguna mujer zángana, porque todas son trabajadoras. Todas contribuyen, en el diario vivir, a su supervivencia y la de los suyos. Quiero abordar el papel de la mujer, principiando por mi familia, mis ancestros, que es la memoria más inmediata que tengo de la especie humana.

Mi bisabuela enviudó hacia 1902, en los estertores de la guerra civil más sonada que hemos tenido. En ella perdió a su marido, justamente, el mismo día y una hora después de que le entregaran el cadáver de su hijo mayor, muertos en las mismas lides, por defender las ideas sectarias y confesionales del Partido Conservador. Pero, además de haber perdido a sus seres queridos, quedó en la inopia, al frente de otros cuatro hijos, después de que su amado y fanático esposo ya había regalado sus tierras y su aserrío al susodicho partido.

El primer gran flagelo de las mujeres de Colombia han sido las continuas guerras, incluidas las cien, de las cuales habla Gabriel García Márquez y la más reciente, que lleva más de 77 años, una guerra latifundista, campesina, narco y  de clases, que hasta ahora no encuentra solución y cuyo saldo en el período que va, desde 1985 a 2018 es de casi medio millón de muertos (según el Informe de la Comisión de la Verdad). Pero de las 300 mil víctimas de la guerra de los años 40 y 50 (de la época de la mal llamada “Violencia”), ya no se dice ni se investiga nada, a pesar de que fue instigada por personas concretas como fueron los ex-presidentes dictadores, Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez, cuya acción nefanda contra el pueblo colombiano, está lo suficientemente documentada por la historia. Buena parte de las víctimas directas son mujeres, y otras, mujeres que perdieron a sus esposos, hijos y hermanos.

Las viudas y los huérfanos van por centenares de miles y el grueso del pueblo, no sólo ahora, sino desde siempre, ha cerrado los ojos ante esa realidad, obnubilado por la prensa, la radio, la televisión, además del  internet y el celular, que no dan tregua al alma de los habitantes del común. Para colmo de la decrepitud general, el alcohol, inunda las bodegas de todas las ciudades, poblaciones y aldeas de Colombia, dejando una larga estela de ignorancia, violencia y olvido de todo. En este estado de cosas, qué mejor para el Estado opresor, dejar que los pudientes dicten sus políticas, a través de legisladores que por dinero aprueban las leyes que más les convienen.

De los seis mil y más muertos inocentes de Soacha a manos de las huestes fascistas del gobierno de Uribe (2008), quedaron miles y miles de madres huérfanas de sus hijos (valga la licencia lingüística, porque no hay otra palabra), al perder a sus hijos que aparecieron muertos en el Noreste del país, falsamente culpados de ser insurgentes. Quisiéramos saber si a esas madres, sumidas en el dolor y la penuria, se les ha hecho una estatua o, por lo menos, un busto simbólico para recordar su tragedia, que es la de la nación colombiana. A los soldados de esa guerra fratricida, sí que les han hecho monumentos conmemorativos en varios lugares del país, pero por ningún lugar aparece una efigie a las viudas de  Colombia. Fuera del monumento a la Cacica Gaitana, en Neiva,  cuyo hijo fue asesinado por Añasco, el genocida español, no hay ningún otro monumento. Es como si las viudas de la guerra no existieran para la sociedad colombiana, en estos más de doscientos años de vida republicana. Por eso es más que justo, que en este Día Internacional de la Mujer Trabajadora, hagamos honor a la mujer luchadora por los más altos intereses de nuestra nacionalidad, como son la dignidad, la vida, la Naturaleza, el territorio y el derecho a vivir en paz.

Pero más que de protocolarios honores a las viudas, éstas necesitan de ayuda material constante para que puedan vivir dignamente, con la familia que les queda,  como una pequeña compensación al mal que han recibido de parte del conglomerado social, representado en el Estado. Como decían los mayores: “Obras son amores y no buenas razones”.


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