EL DÍA EN QUE MURIÓ MI MADRE
Por: Eduardo Rosero Pantoja
La víspera de su deceso, o sea, el diecinueve del mes de julio de 1961, me gradué, con honores, de bachiller, en el Colegio San Luis Gonzaga de Túquerres. Por mi aprovechamiento y excelencia, durante mis estudios, el Concejo de Túquerres, me otorgó una beca para cursar estudios superiores “en cualquier parte del país”. Desafortunadamente era un estipendio precario, que no habría servido ni para mantenerme en una ciudad menos costosa, como Pasto. Mi aspiración fue la capital de Colombia y mejor, aún, educarme en otra nación. Por lo tanto tuve que renunciar a la beca y buscar otros horizontes.
Ayer, veinte de julio de 2021, se cumplieron 60 años de la muerte de mi madre, María Magdalena. Tiempo largo que ha pasado, pero es como si fuera ayer, porque ella para mí fue todo y, después de su fallecimiento, ese todo se convirtió en la nada. Al principio no fui consciente de lo que había perdido, hasta llegué a pensar, que esa ausencia era irreal, una mentira. Pero a medida que pasaban los días, me fue faltando, tanto, que hasta hoy siento que con ella, se ha ido algo de mí. No fue fácil, a mis escasos diecisiete años, hacerme a la vida, tratar de formarme, de trabajar y buscar un sitio en este mundo, más allá del ambiente provincial, tan absorbente, pasivo y atrasado.
La muerte de mi madre me la había anunciado, “con infinita crueldad” (fue mi juicio inmediato), mi tío Eduardo, quien venía a visitarnos, siquiera dos veces al año. Él, hombre culto y conocedor de almas, a comienzos de ese julio, me dijo, con desparpajo: “Tu mamá se muere. La veo reanimada y ese es síntoma inequívoco”. Sólo después entendí, que los enfermos, en etapa terminal, necesitan recoger las mejores fuerzas para poder agonizar. La agonía es una lucha contra la muerte. Odié a mi tío por un unos días, pero sólo después entendí su sapiencia y siempre le agradeceré el acompañamiento que me hizo, por varios años, mientras se le agotó la vida.
Un papel importantísimo jugó mi abuela en este doloroso trance. En los últimos meses de vida de mi madre, no se separaba de ella, atendiéndole en sus necesidades de persona, prácticamente, postrada. Ella la vio cerrar los ojos, ella la amortajó y la acompañó hasta el cementerio. Se opuso a asistir al novenario, que mi papá había pagado donde las monjas Carmelitas de Túquerres. Le pareció una práctica desgastante e inútil. De consuno con mi papá, nos despachó a todos los huérfanos a diferentes lugares, allá donde nos recibieron los tíos y familiares: a Ipiales, Tumaco y Barbacoas. Yo me quedé atendiendo a mi papá quien, desafortunadamente, se quemó el talón con una bolsa de agua caliente, mientras se quedó dormido. Penosa enfermedad, que sólo seis meses después, se la curaron en el Hospital Militar de Bogotá, implantándole un injerto.
Cuando regresaron mis hermanos, la abuela tenía la casa transformada, con un nuevo y radical decorado, para que nuestras mentes de niños, no cargaran con los recuerdos. Todas las decenas de cuadros e imágenes, de mi madre creyente, mi abuela había regalado, a sus amigos campesinos, en dos costales que armó. Un día le pregunté, por la hermosa imagen del Niño Dios, que vivía en su gruta azul celeste. Mi abuela me respondió a secas: : “también lo regalé. Basta de torturas”. De verdad que la vida nos cambió después de la muerte de mi madre, pero mi sabia abuela y mi bondadoso padre, nos cubrieron con su amor y protección, mientras, poco a poco, nos fuimos desperdigando por el mundo. Al siguiente año me marché a Bogotá a ganarme la vida, primero como empleado de una empresa y después como profesor de un colegio privado. Mi hermano Hugo murió a los dos años, víctima de un infarto.
Tiempo después, conseguí la beca para irme a estudiar a Moscú, a la Universidad de la Amistad de los Pueblos, de cuya fundación, el 5 de febrero de 1960, me habló mi madre. Yo atendí su consejo, de formarme en otro ambiente social. Mi padre murió, casi inmediatamente después de mi partida para Europa. Es probable que de pena moral, por el hecho de tener que separarse de mí por un período largo. A su muerte, mis hermanos, se marcharon con mi abuela hacia Ipiales, lugar donde mis tíos determinaron, que debían vivir los que quedaron. No fue fácil la estadía de mi abuela, de mis tres hermanas y dos hermanos en esa ciudad fronteriza, donde la vida bulle y se manejan otros valores. De todas maneras, con la pequeña jubilación de mi abuela y el trabajo de mi hermana Melba, en una empresa exportadora de cemento y materiales de construcción, ellos pudieron sobreaguar.
Mientras tanto, yo seguía estudiando en la citada universidad, el primer experimento del mundo, donde podían volverse profesionales, jóvenes escogidos, de los países en vías de desarrollo de África, Asia y América Latina. Ayuda fraterna a los pueblos de esas naciones, que hasta la fecha no ha cesado, a pesar el abrupto cambio de régimen. que ocurrió en aquel país euroasiático, cuya estructura se desmoronó, como un castillo de naipes, en diciembre de 1991, ante los ojos atónitos del planeta, sin que se produjera ni un solo muerto ni herido. “Fue la mayor catástrofe geopolítica de la historia del siglo XX”, en palabras del dirigente ruso Vladímir Pútin. Rusia entró, de cabeza, al neoliberalismo y, es improbable, que salga pronto de ese fangal, donde los dividendos del trabajo arduo de sus habitantes, se los llevan los potentados. quienes se hicieron con los bienes que expropiaron, violentamente, al Estado proletario.
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