BOGOTÁ, SEPULTURERA
(Recuerdo de mis grandes amigos que se fueron yendo)
LUIS VIDALES
Gran poeta nacional, abogado, estadístico, esteta. Nació en Calarcá, en 1900. Murió en Bogotá, en 1990. Yo estudié, filología, la misma profesión que estudió su hija, Jimena, y por los mismos años, en la Universidad de la Amistad de los Pueblos, de Moscú, nombrada, hasta 1991, “Patrice Lumumba”, en honor del héroe y mártir congolés. Ella me había contado que, aunque nació en Chile, se sentía tan entrañablemente colombiana, como su papá, quien había sido asesor del presidente Salvador Allende Góssens, en asuntos de estadística. Jimena leía con ansiedad toda la literatura clásica, europea y latinoamericana, hábito que, sin duda, lo adquirió en Chile, siguiendo el ejemplo de su papá, oriundo de Calarcá, Quindío.
Después de que terminé mis estudios en Moscú, me interesé por conocer, personalmente, al poeta y escritor. Eso ocurrió en el Instituto Cultural Colombo-Soviético (ahora León Tolstoi), hacia 1974. Inmediatamente le conté que quería visitarlo, para darle a conocer mis canciones, en especial, las dedicadas a Chile. Él me recibió en la puerta de su casa y se sorprendió, gratamente, del gran ramillete de claveles rojos que, luego de mi saludo, puse en sus manos. Con la espontaneidad e inteligencia aguda que lo caracterizaba, exclamó entre carcajadas: “Me estás tratando como a una puta”. “Si doctor”, le dije “usted se merece el color rojo por su filiación política y porque él simboliza todo el amor que siento por su poesía”. “Pasa, con confianza”, agregó y, sin más preámbulos, me puse a cantar todo un repertorio de canciones dedicadas a rememorar toda la tragedia chilena, que se anunció con el golpe fascista, encabezado por Pinochet.
JUAN BAUTISTA CÓRDOBA ÁLVAREZ
Militar, artillero, matemático, geógrafo. Nació en Túquerres, en 1912. Murió en Bogotá, en 1991.
Conocí al brigadier general Juan Bautista Córdoba Álvarez, en Túquerres, cuando él se encontraba de visita, en la casa de su hermana, la matrona Emilia Córdoba, madre de mi compañero de bachillerato, Juan Coral Córdoba, quien fuera, años después, cadete del ejército colombiano. Cuando yo conocí al general Córdoba Álvarez, en ese 1957, él fungía de Secretario General de la Presidencia de la República, bajo la Junta Militar de Gobierno. Mi conocimiento de dicho distinguido militar fue casual, pero se dio una circunstancia especial para que yo iniciara con él una bonita amistad, que perduró hasta el final de su vida.
El caso es que ese día, de 1957, en la casa de la citada matrona, fue a “visitarla” un conocido
cleptómano tuquerreño, el “Centavo liberal”, de apellido Álava, perteneciente, paradójicamente,
a una de las familias más distinguidas de la ciudad. De un momento a otro, el ladrón entró a la sala
de recibo de esa casa y se llevó un jarrón que se encontraba en una consola. Todos los
circunstantes, que estábamos en el jardín, vimos al ladronzuelo y el general me dijo: “Muchacho:
ve y quítale el jarrón. No te va pasar nada. Él es un cleptómano conocido”. Yo pensé, rápido para
mis adentros: si eso me lo dice un general, tendré que creerle. Además, un general no se va a
poner a perseguir a un ladrón. No es de su dignidad. Dicho y hecho: corrí y, sin pronunciar palabra,
le quité el jarrón al ladrón y él corrió por la carrera 14, como alma que llevaba el Diablo. Desde
ese día me convertí en amigo del general, por haber salido en defensa de los intereses de su
familia.
Cinco años después, fui a visitar al general Córdoba Álvarez, a su casa del Chicó, en Bogotá, donde
hacía uso de buen retiro, desde 1959. Fue, justamente, en 1962, cuando le pedí el favor de
ayudarme con una recomendación, para que a mi padre le realizaran una operación en el Hospital
militar, consistente en un trasplante de piel, en el talón, que, prácticamente, lo había perdido a
consecuencia de una quemadura. Bastó una esquela del alto militar, para que nos atendieran en
esa institución, con toda la eficiencia y sin costo alguno, para nosotros, por la intervención
quirúrgica y el tratamiento. Favor por el quedé agradecido, con el general, para toda la vida.
Allí, en su residencia, el general Córdoba Álvarez, tenía un teatrino y un grupo de teatro, con
jóvenes del barrio, que ensayaban, con toda regularidad y hacían presentaciones sabatinas para el
público aficionado a ese arte. Como me volví persona de confianza del general, varias veces salí
con él, a conseguir algunos productos que no abundaban, por ese entonces, en la capital, como
huevos de perdiz, que traían del Tolima.
Muchos fueron los méritos del general Juan Bautista Córdoba Álvarez, como mílite honesto,
instructor talentoso de la artillería, como profesor de matemáticas y de geografía militar. El más
alto cargo que desempeñó fue el de Secretario General de la Presidencia de la República, bajo la
Junta Militar de Gobierno (1957), donde tuvo que concebir y redactar importantes documentos,
propios de su cargo. Posteriormente fue embajador de Colombia en Chile.
Por sus méritos, el gobierno de Colombia le concedió la Orden de Boyacá y el de Bélgica, la Orden
de Leopoldo II; la República de Cuba, la Orden Nacional de Mérito, Carlos Manuel de Céspedes, en
el grado de Comendador.
Desafortunamente, un busto, que la municipalidad de Túquerres le erigió al general en 1992, fue
destruido por vándalos lugareños, a los pocos días de inaugurado. Sólo una placa queda en el
frontispicio del Palacio Municipal de Túquerres, como memoria a la vida y obra de su distinguido
hijo.
Por último, el general Juan Bautista Córdoba Álvarez, es el padre de monseñor Juan Vicente
Córdoba Villota, actual (2018) obispo de la Diócesis de Fontibón.
Obras:
Conferencias sobre tiro de artillería y geografía militar del Ejército de Colombia.
EUTIQUIO LEAL
Escritor, poeta, ensayista, pedagogo de la literatura. Nació en Chaparral, en 1928. Murió, en
Bogotá, en 1997.
Daba gusto ver entrar al maestro Eutiquio, a cualquier oficina o escenario, con su melena indígena
ondulante, siempre gentil, generoso y altivo. Una dicha suprema, poder escuchar sus clases, sus
conferencias, verdaderos diálogos con los estudiantes, con la gente corriente. Se puede decir que
él inició en Colombia la enseñanza de la literatura, por medio de talleres, o sea, a través de la
aplicación, de una teoría expuesta, a una práctica útil: enseñarle a escribir a los compatriotas, casi
todos buenos charladores, pero con fuerte déficit en hábitos escriturales, producto de la ausencia
de lectura o debido a lecturas descuidadas, perezosas.
Como se notaba, que el maestro Eutiquio había transitado por todos los estamentos sociales con
su discurso y práctica pedagógica. Después de escucharlo en la primera lección, no quedaba duda
de que la lectura, no era sólo para solazarse, distraerse, sino para hacerse una profunda reflexión
que lleve a transformar la sociedad, nuestra sociedad, cualquier sociedad, porque todo es
perfectible, a la luz de la razón, la moral y la estética.
Mis encuentros con el maestro Eutiquio fueron, casi siempre, en el Instituto Cultural León Tolstoi,
donde se daban cita todos sus seguidores, que lo abrazaban con afecto, como quien abraza a un
hipotético ancestro indígena, a “un buen salvaje”, en términos de Rousseau, un encuentro con un
descendiente auténtico de la aguerrida raza pijao, de Chaparral, Tolima, la tierra de los grandes,
como José María Melo, Manuel Murillo Toro y Darío Echandía. Y después del efusivo saludo, venía
su invitación a entrar al teatro del mencionado Instituto, para escuchar la palabra sabia, la veraz, la
auténtica. Después de ese ritual literario, venía la desprevenida charla alrededor de una copa de
vino, para escuchar el discurrir al maestro Eutiquio sobre el momento político, literario, comarcal,
nacional, sideral.
La abundancia y la calidad de sus obras impresas nos da la dimensión de todos los intereses que
manejaba este importantísimo literato y hombre de cultura tolimense, quien dejó para siempre su
impronta en la mente de varias generaciones de campesinos, escolares y universitarios
colombianos, donde la presencia humana solidaria y literatura se funden en un solo recuerdo. Fue
Eutiquio Leal un hombre de cultura superior, de irrepetibles calidades humanas y pedagógicas.
Maestro de maestros.
Obras:
“El oído de la tierra”, “La hora del alcatraz”, “Música de sinfines”, “Trinitarias”, “Mitin de
alborada”, “Trinos para sembrar”, “Ronda de hadas”, “Agua de fuego”, “Cambio de luna”, “Bomba
de tiempo”, “Talleres de literatura: educación formal y no formal: teoría y metodología”.
ALFREDO VÁZQUEZ CARRIZOSA
Jurista, político, diplomático. Nació en Chía, en 1909. Murió en Bogotá, en 2001.
Conocí al doctor Vásquez Carrizosa, hijo del general Vásquez Cobo, en su oficina del Comité
Permanente de los Derechos Humanos, en Bogotá, donde me recibió con todo el entusiasmo y la
decencia que lo caracterizaban. No dejaba de llamar la atención que un conservador, de pura
cepa, se interesara por la defensa de algo, tan lejano a los “hermanos godos”, como la defensa de
los derechos de la gente, íntimamente relacionados con la vida, el trabajo, la salud, la educación,
el buen nombre, la libertad hecha consciencia. Baste recordar la huella retrógrada que dejaron los
conservadores en el País de los Pastos, en la primera década del siglo XX, orquestada por el cura
Ezequiel Moreno (ya incluido en incluido en el santoral católico, desde 1992) cuya prédica de
mandar a matar liberales y librepensadores, sólo era un asunto de decir y hacer. Otro tanto
ocurrió en Antioquia, donde monseñor Miguel Ángel Builes, dijo, en pleno siglo XX, todo lo que
quiso, en contra de los mismos liberales y librepensadores, con la enorme secuela de odio y
hechos criminales que su palabra vociferante promovió. No tiene nada de raro, que otro
turiferario, disimulado, de los ricos, el Papa Francisco, por estas calendas, esté promoviendo la
beatificación y santificación de este último prelado.
El doctor Alfredo Vásquez Carrizosa, al contrario de la mayor parte de sus correligionarios, fue una
persona tolerante, comprensiva y, sobre todo, un convencido de que a la gente,
independientemente de su credo ideológico, había que defenderla de la misma ley y los falsos
administradores de la misma. Fue defensor de los trabajadores de Colombia en organismos
internacionales y, como si fuera poco su pensamiento libérrimo, representó a la izquierda
colombiana, la Unión Patriótica, en la Asamblea Nacional Constituyente, que sesionó e hizo la
nueva Constitución de la República de Colombia, en 1991.
Fue alto funcionario de la mayor parte de gobiernos de Colombia, tanto de conservadores, como
de liberales, e incluso de dos administraciones de ingrata recordación como son la del general
Gustavo Rojas Pinilla o la del llamado Frente Nacional, una alianza retardataria y excluyente de las
élites liberales y conservadoras, dedicada a defender, a capa y espada, los intereses de los
potentados de Colombia, con el mezquino trato de recibir sus dádivas y ser los obsecuentes
supergerentes de los mismos, sacrificando los verdaderos intereses de la nación colombiana, la
gente de carne y hueso, que ve pasar, impasible, como la despojan de sus derechos y al país de las
riquezas del suelo, del subsuelo y hasta de su órbita geoestacionaria.
Murió el doctor Vásquez Carrizosa, con todos los honores de persona de bien y hombre público,
de altísimos quilates morales, dentro de una sociedad, donde es un verdadero milagro salir a salvo
de tanta corrupción y falacia de vida, sobre todo cuando se desempeñan aquellos cargos del
Estado, donde todo está permeado por el mal, como si un ave prolífica, de mal agüero, depositara
sus huevos en los más variados rincones.
Obras:
“La filosofía de los derechos humanos”, “Amnistía: hacia una democracia más ancha y más
profunda”, “Los No Alineados, una estrategia política”, “Betancur y la crisis nacional”, “Colombia
y Venezuela: una historia atormentada”, “Relatos de historia diplomática de Colombia”.
NÉSTOR PINEDA GUTIÉRREZ
Abogado, politólogo, gestor cultural. Nació en Pereira, en 1920. Murió en Bogotá, en 2002.
Este pereirano ilustre, estudió derecho en la Universidad Libre de Colombia y desde el comienzo
de su desempeño profesional se dedicó a la divulgación de la cultura, como secretario del Instituto
Cultural Colombo-Soviético, que empezó a funcionar en 1944, justamente, cuando se
establecieron las relaciones formales entre la República de Colombia y la Unión Soviética,
comenzadas por iniciativa del presidente Alfonso López Pumarejo. Néstor Pineda Gutiérrez, en
poco tiempo aprendió la lengua rusa con la profesora Nina Potápova, quien escribiera un manual,
editado por el mismo Instituto. Él fue el primer divulgador nacional del idioma ruso, teniendo,
entre sus primeros alumnos a Alfonso López Michelsen y su esposa doña Cecilia Caballero.
La labor principal de Néstor Pineda Gutiérrez, al lado de otros distinguidos colombianos,
fundadores del Instituto Cultural Colombo-Soviético (hoy León Tolstoi), como Alfonso López
Pumarejo, Jorge Zalamea, Eduardo Zalamea, Otto de Greiff, León de Greiff, Luis Vidales, Agustín
Nieto, Gilberto Vieira, Álvaro Pío Valencia, Rafael Baquero, fue tender los lazos de amistad con el
país euroasiático que tantos logros había tenido en el progreso social y científico, amén de que fue
el adalid en la defensa de Europa, y del mundo, contra la frenética y cruel arremetida hitleriana y
fascista, con motivo de la segunda guerra mundial. La solidaridad de Colombia con la causa de los
aliados, tuvo su más importante y simbólica expresión en haber enviado nuestra primera
delegación diplomática a Moscú, en el invierno de 1944, en pleno fragor de la guerra.
En más de una oportunidad, me acerqué a las puertas del mencionado instituto, sin atinar a
entrar. Tanto recelo nos causaban los rusos, debido a la mala propaganda de la ya larga guerra
fría. Esta vez, en 1966, estaba don Néstor (tal como yo lo llamaba), al fondo de un largo zaguán. Él
me estaba observando con mucha atención y, por lo mismo, tuvo a bien decirme: “Yo lo he visto
asomarse por aquí, joven”, “¿Qué se le ofrece?”. Le contesté que quería estudiar en Moscú. Acto
seguido le mostré mis certificados, con excelentes calificaciones, y me dijo, sin rodeos, que con
ellas perfectamente podía aspirar a una beca. En tres meses obtuve la respuesta positiva y desde
ese momento, me convertí en asiduo visitante del Instituto, donde tenía como primer interlocutor
a don Néstor. Un día en que él estuvo de visita, en la Universidad de la Amistad de los Pueblos,
tuve la oportunidad de saludarlo y agradecerle la gestión que realizó para que el Ministerio de
Educación de la Unión Soviética, me concediera la beca de estudios.
A mi regreso a Colombia, como profesional, afiancé mi amistad con don Néstor, al punto de que,
nunca dejé de visitarlo en su despacho cuando yo viajaba a Bogotá, desde Popayán. En una
oportunidad en que le llevé de regalo media botella de aguardiente, me dijo que había que
tomárnosla, sin demora. Con las primeras copas, nuestra conversación se volvió amena y, por
demás, amistosa. En confianza me dijo don Néstor que quería, desde hace tiempos, mostrarme
una fotografía. La sacó de su bolsillo izquierdo, con el comentario, de que, aunque yo no lo
creyera, él era una persona importante. En dicha fotografía don Néstor se encontraba a manteles,
como anfitrión único, de Stalin, hecho que me dejó impresionado. Después de otras copas, don
Néstor sacó otra fotografía de su bolsillo derecho y, en esta oportunidad, vi su imagen al lado de
Mao Tse-Tung, también a manteles, como único invitado. Esas dos fotografías fueron elocuente
demostración de que don Néstor Pineda Gutiérrez, era uno de los colombianos más prestigiosos
dentro de la política internacional, gestor cultural y amigo y entusiasta de la paz.
Cada vez que visitaba a don Néstor, en el Instituto, invariablemente me decía, a modo de chiste
cruel: “¿Ya viniste a ver si no se ha muerto este viejito?”. Era tanto el afecto que tomé por don
Néstor, que llegué a pensar que él hacía, desde hace varios años, las veces, de papá, ya que
siempre me dio sabios consejos y me convertí, poco a poco, en una suerte de confidente y buen
amigo. Con su desaparición física, perdí uno de los alicientes más grandes para poder visitar, con
provecho, a Bogotá y, de paso, conocer, a profundidad, lo que pasaba en dicha capital y en todo el
país a partir de la mirada científica y visionaria de una persona que, como don Néstor, era un
verdadero periscopio puesto en lo alto del acontecer colombiano.
El principal fruto de los esfuerzos diarios de Néstor Pineda Gutiérrez es haber conseguido, a largo
de medio siglo, casi 10 mil becas, para que estudiantes de todas las clases sociales, pero
especialmente de las más humildes, pudieran estudiar en Moscú y en otras ciudades rusas, en las
mejores universidades, con el objeto de que siempre volvieran al país con fuertes conocimientos y
renovados aires de cultura y optimismo. Yo soy parte de esos profesionales que nos formamos
dentro del socialismo y hemos servido a la nación colombiana (la gente) como profesores,
investigadores, médicos, ingenieros, juristas, agrónomos, músicos y artistas. Siempre fue en alza el
número de becas otorgadas por el gobierno ruso, como premio al excelente rendimiento de los
becarios colombianos. Rusia sigue apoyando ese programa de becas a través del Icetex y,
parcialmente, del Instituto Cultural León Tolstoi, sito en el barrio La Candelaria.
Obras:
La perestroika.
MARÍA MERCEDES CARRANZA
Poetisa original, ensayista, gestora cultural. Nació en Bogotá, en 1945. Murió en Bogotá, en 2003.
Cómo no recordarla siempre, mirándolo a uno, por encima de sus gafas, con un gesto amable,
sonriente, condescendiente, justamente, cuando nos asomábamos por la Casa de Poesía Silva, que
ella había fundado y organizado, decenios atrás (1986), en la misma residencia, que fuera, del gran
vate nacional, el más consagrado, José Asunción Silva. Allí, desde su escritorio, atendía a todo
visitante, encumbrado o humilde, lo escuchaba, lo guiaba, lo había sentir parte de esa ilustre
institución de cultura.
Mucho trabajo se notaba, y se nota, a ojos vista, de lo que hay detrás de la Casa de Poesía Silva,
para enaltecer el nombre del más meritorio y afamado poeta de la nación colombiana, un gran
desconocido y hasta vilipendiado por varios de sus coetáneos, por envidia, más que por ignorancia
crasa. Los frecuentes recitales, las publicaciones, las grabaciones, los concursos, los premios y
otras actividades, han reivindicado, sobradamente, el nombre del gran poeta bogotano y, por
estos años, ya no queda duda de que José Asunción Silva, bogotano de origen, es un bardo
emblemático de Colombia y será un orgullo perenne de nuestra nación, por los siglos de los siglos.
Buena parte de esta merecida fama, se debe a la labor constante de María Mercedes Carranza, la
maestra porfiada en enaltecer su nombre, después de muchos años de olvido irresponsable.
Conocí a la maestra Carranza, así yo le llamaba, porque lo era, y en alto grado, cuando ella
codirigía, con el también literato Fernando Garavito, el suplemento “El Estravagario”. del periódico
El Pueblo, de Cali, hacia 1976. En dicho suplemento, me permitieron publicar algunas indagaciones
dialectales que yo había hecho durante mis estudios en el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá y, ese
fue el motivo, para que yo mantuviera una comunicación con ella en años posteriores. Mucho me
complació saber que el poeta Armando Orozco Tovar, por iniciativa y de la mano de María
Mercedes Carranza, se hubiera especializado en la vida y obra de José Asunción Silva, para poder
presentar, en la Casa Silva, ante diversos públicos, y de la manera más idónea y lúdica, la
semblanza de nuestro eximio poeta.
Recuerdo, con pesar el día de finales de 2003, en que María Mercedes Carranza, me contó como el
flamante alcalde Antanas Mockus, verdadero encantador de serpientes, con el juego de sus
manos, le dijo que no podía bajarle los impuestos a la Casa Silva, aduciendo razones de
privilegiada ubicación territorial de ese inmueble y otras disculpas burocráticas. Dicha
determinación oficinesca de Mockus, verdadera alcaldada, fue uno de los móviles, de mayor peso,
para que la maestra Carranza, tomara la decisión irrevocable de autoeliminarse. Qué rabia sentí,
esa mañana del 12 de julio de 2003, cuando el mencionado ya ex-alcalde, derramaba lágrimas de
cocodrilo, al pie del féretro, de quien en vida no le mereció aprecio verdadero y debida atención a
sus súplicas. Ese personaje es uno de los ídolos de barro, frente a los cuales, parte de nuestro
pueblo se sigue prosternando, sin saber de su dudosa calidad humana, hábilmente mimetizada.
Sin embargo, hay que reconocerle que es un gran actor, en una sociedad, cuyo grueso, no sabe de
teatro ni tiene la más elemental preparación política.
En mayo de 2003, a dos meses del trágico fallecimiento de la maestra Carranza, recuerdo como
ella, gentilmente, me ofreció propiciarme un recital, en la Casa de Poesía Silva, como intérprete de
mis propias canciones y como musicalizador de versos de poetas consagrados. “Te presentaré en
septiembre y te haré la publicidad necesaria para que muestres tu obra”, fueron sus palabras, que
yo guardo gratamente en mi memoria. Espero hacer ese recital en su memoria y como un
modesto reconocimiento a su labor cultural al frente de dicho establecimiento. Ni que decir tengo,
de su gran contribución al desarrollo de la poesía nacional, de cara a su modernización, en cuanto
forma y contenido humanista.
Obras:
“Tengo miedo”, “Vainas y otros poemas”, “De amor y desamor y otros poemas”, “Hola soledad”,
“El canto de las moscas”, “Razones del ausente”, “Poesía reunida”, “Colección ICBF de literatura
infantil”, “Vejeces”, “Antología”, “Poesía completa”.
JOAQUÍN MOLANO CAMPUZANO
Químico, biólogo, geógrafo, limnólogo, luchador por la paz mundial. Nació en Bogotá, en 1913.
Murió en Bogotá, en 2003.
Conocí a este científico, en 1964, el mismo día en que la Universidad Jorge Tadeo Lozano, de la
cual él era rector, tuvo el acierto de tener como invitado de honor a Robert Oppenheimer, padre
de la bomba atómica. No era la primera vez que el doctor Molano Campuzano invitaba a un
científico de primera talla. El hecho de haber fundado facultades de vanguardia, como Ciencias
del Mar, Ingeniería Geográfica y Recursos Naturales, implicaba estar en contacto directo con el
palpitar de la ciencia mundial. No hubo campo de las ciencias naturales donde Molano
Campuzano no hubiera incursionado, bien por acción directa o a través de sus múltiples asesores o
investigadores. A propósito de las novedosas facultades, tuvo que hacer convenios inmediatos
con entidades como la Armada de Colombia y con universidades del Brasil y de Europa, que ya
estaban ocupadas, hacía decenios, de la investigación en esos campos del saber.
De otro lado, el doctor Molano Campuzano, era un luchador incansable por la paz mundial, razón
por la cual, sus desplazamientos alrededor del mundo eran asunto frecuente. Eso mismo le sirvió
para tener los más variados contactos, con gente de la ciencia, las letras y el humanismo. Durante
mucho tiempo fue el Presidente del Consejo Mundial de la Paz, donde tuvo un gran desempeño y
gran reconocimiento internacional. Pocos colombianos han tenido la suerte de ser científicos y
mensajeros de la paz, como lo fue él, precisamente, en tiempos en que la guerra fría amenazaba
con hacer desaparecer la raza humana de la faz del planeta. Su voz se dejó oír en diversos foros
mundiales, como la representación de Colombia, así no fuera el vocero oficial de nuestro Estado,
más alineado al lado de la guerra, que de la paz, a fuerza de ser aliado de incondicional de los
Estados Unidos.
Tuve la suerte y la satisfacción, de poder haber acompañado al doctor Molano Campuzano, en el
verano de 1979, en varios recorridos por Moscú y de haberlo atendido en mi casa (apartamento),
donde él pudo conocer más de cerca la vida de los rusos, sus costumbres y tradiciones. En todas
partes se interesaba por la geografía, por la Naturaleza, por la ciencia y la técnica. Donde podía,
compraba instrumentos de medición, no importaba que se tratase de un telescopio o un
microscopio. Todo lo llevaba para su universidad, donde profesores y estudiantes podían estar en
contacto directo con los mejores adelantos de la época.
Es una lástima que Colombia desconozca la labor transformadora de la sociedad, que insignes
compatriotas, como Molano Campuzano, desempeñaron en otros decenios. Obliga reconocer, que
él introdujo el estudio de las ciencias naturales, la pedagogía moderna, las técnicas audiovisuales,
el diseño, el arte pictórico y musical, la idea del bienestar estudiantil, el establecimiento de
facultades en horario nocturno, para dar la oportunidad de formación académica a jóvenes que
trabajan durante el día.
Obras:
“La riqueza inexplotada”, “El lago de Tota” (tres tomos), “La Amazonia, mentira y esperanza”.
LUIS EDUARDO MORA OSEJO
Biólogo, botánico, científico. Nació en Túquerres, en 1931. Murió en Bogotá, en 2004.
Conocí a este pariente lejano en Bogotá, en la Universidad Nacional de Colombia en 1966, cuando
él fungía como decano de la Facultad de Ciencias, que él mismo había fundado. Varias veces lo
visité en el campus de dicha universidad, donde él era profesor e investigador en el área de
botánica. Sus inquietudes científicas, las empezó a despertar en el colegio San Luis Gonzaga, de
Túquerres, donde tuvo la oportunidad de interesarse por la Naturaleza y por las lenguas que,
como el inglés, el francés y el latín, se impartían por esos años. El profesor Charles Smith, de
procedencia alemana, lo introdujo en el estudio del alemán y de los nombres científicos de las
plantas del entorno tuquerreño. Con esos insumos se formó en la Universidad Nacional de
Colombia y luego se especializó en Maguncia, Heildelberg y Harvard.
La mayor parte de mis encuentros con el eminente botánico, se dieron casi siempre en la
Universidad Nacional, a donde lo iba a visitar. En una ocasión, sí tuve el gusto de tenerlo en mi
casa (apartamento) de Moscú, cuando él asistió a un evento en la Academia de Ciencias de la
Unión Soviética, por allá en el año de 1979. Él siempre me recordaba sus excursiones, por los
alrededores de Túquerres, en busca de hierbas del campo para poderlas estudiar y clasificar. A
varias les otorgó nombre científico y las comparó con otras iguales, o similares, que encontró a lo
largo de la geografía nacional.
En particular, comentábamos sobre la flora de Iboag, una aldea a cinco kilómetros de Túquerres,
en donde, entre otras plantas, crece una especie de uva silvestre llamada “cherche” por los
lugareños. El doctor Mora Osejo, me comentó que dicha especie la volvió a hallar en las montañas
de Caramanta, Antioquia, sin saber, a ciencia cierta, cómo había llegado a esos lugares, tal vez
transportada por los pájaros, pero, ¿de dónde a dónde? Él me refirió, además, que alguna vez
preparó un exquisito vino a partir de esos “cherches” que puso a fermentar, obteniendo una
bebida de color morado, parecida al tinto Isabella.
Estando el doctor Mora Osejo, de estudiante de doctorado en Maguncia, mandó a solicitar la
mano de la señorita Alicia Sánchez, quien luego fuera su esposa de toda la vida. No dejó de ser un
hecho insólito para la sociedad de una pequeña ciudad, como Túquerres, que un joven estudiante
se casara, por poder, en una embajada, y enviara los tiquetes para que su novia se desplazara a
Alemania, en donde él estudiaba. El ejemplo académico del paisano Mora Osejo, siempre pesó en
nuestras mentes juveniles y, posiblemente, por esa razón, varios tuquerreños decidieron volverse
profesionales y, en varios casos, tomar el camino de la ciencia y las letras. Valga la pena decir, que
otros dos hermanos del biografiado, fueron destacados profesionales, como Humberto Mora
Osejo, presidente del Consejo de Estado y Luciano Mora Osejo, fundador de la Facultad de
Matemáticas de la Universidad de Las Villas, en Cuba.
Para terminar, el doctor Luis Eduardo Mora Osejo, con la infinita sencillez que lo caracterizaba, me
contó que durante los veinte años que fue presidente de la Academia Colombiana de Ciencias,
siempre fue el traductor de oficio de todos sus colegas científicos, debido al amplio dominio que
tenía de media docena de lenguas, que paradójicamente, empezó a dominar en Túquerres desde
su época de estudiante de bachillerato. Es muy probable que la memoria de este eminente
científico, se pierda en los años y en su ciudad natal ya nadie se acuerde de él. Sin embargo, sus
libros reposan en diversas bibliotecas de Colombia y del exterior y un colegio de Pasto lleva su
nombre.
Obras:
“Estudios morfológicos, autoecológicos y sistemáticos en angioespermas”, “Estudios ecológicos
del Páramo Alto-Andino de la Cordillera Oriental de Colombia”, “Contribuciones al estudio
comparativo de la conductancia y la transpiración foliar de especies de plantas del páramo”.
MANUEL ZAPATA OLIVELLA
Médico, escritor, antropólogo, etnólogo. Nació en Lorica, 1920. Murió en Bogotá, 2004.
Vi, por primera vez, al doctor Manuel Zapata Olivella, en el barrio Santafé, donde él vivía y, yo
también vivía, con una distancia de media cuadra. Era normal que los intelectuales, periodistas, los
artistas y los futbolistas vivieran, entonces, en ese normalísimo sector de Bogotá, de
construcciones estilo inglés, en medio de gente decente, de buenas costumbres y con bastantes
comodidades. Además, a pocos minutos del centro, para emprenderla a pie. Cerca de las oficinas
administrativas, de las universidades, de los cines y teatro, las tiendas grandes.
Allá yo saludaba, con una venia, al ya famoso médico y escritor y él me contestaba, también, con
otra venia y un corto saludo. Tal vez él podía adivinar mi admiración, por su personalidad y por su
obra, pero me imagino que, igualmente, mucha gente lo conocía, lo saludaba y guardaba por él un
profundo respeto. No era para menos, sentir admiración por un hombre que había recorrido
tantos lugares, estudiado tanto y se había preocupado, a fondo, por conocer el legado de los
negros de Colombia, sus tradiciones, por reivindicar sus derechos, por combatir la descarada
discriminación, aquí y en otros países, como le tocó sufrirla en los Estados Unidos en su época de
estudios. Su trayectoria intelectual ya se conocía en esos años y se acrecentó con el tiempo, como
era de imaginarse.
Después de que yo terminé mis estudios de filología, con toda propiedad, lo abordé en Bogotá, y
lo contacté en Popayán, durante sus visitas académicas a la Universidad del Cauca. Allí hice una
buena amistad con el famoso médico y escritor, a quien le mostraba mis trabajos musicales,
relacionados con la trietnia caucana y, en general con el mestizaje colombiano. Un día de 1994, le
entregué mi cancionero “Rosas y Espinas, América-1992” y mi casete titulado “Canciones para el
Cauca y Colombia”, con el objeto de que me diera después una opinión sobre esas obras. El caso
es que al siguiente año de nuestro encuentro, en Popayán, me dijo que mi cancionero y mi casete,
según sus palabras, “habían clasificado como materiales para el Centro de Estudios
Afrocolombianos”, que él mismo dirigía.
Era, por demás interesante, ver al maestro Zapata Olivella, discurrir, sobre asuntos antropológicos,
etnográficos y lingüísticos, con la mayor propiedad y sencillez, encaramado en la esquina de
cualquier pupitre de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Cauca y luego, salir,
tranquilamente, a tomarse un café con una muchedumbre de estudiantes y profesores de ese
centro educativo. Parecía de mentiras que una persona de tan alta preparación nos visitara y se
mostrara absolutamente humilde, tal vez, como cuando caminaba de niño y de joven, por las
calles de su querida Lorica.
El legado cultural que dejó el doctor Manuel Zapata Olivella está por estudiarse, para producir más
conocimiento y echar luces sobre la importancia de estudiar el aporte de los hermanos negros a
toda la cultura y la economía colombianas, para llegar a tener, desde ahora y para siempre, una
nación justa, que sea dueña absoluta de su hermoso país, sin cortapisas de soberanía, donde se
pueda oír la voz de todos, sin tener que ponerse silenciador, como hasta ahora lo hemos venido
haciendo las capas de la población menos favorecidas. Para que se acaben el racismo, el
regionalismo insano, el odioso centralismo y todas las formas de discriminación, abiertas o
veladas.
Obras:
“He visto la noche”, “Arroz amargo”, “Changó el gran Putas”, “En Chimá nace un santo”, “Tierra
mojada”, “Los pasos del indio”, “La calle 10”, “Detrás del rostro”, “Chambacú, corral de negros”,
“El cirujano de la selva”, “Historia de un joven negro”, “Fabulas de Tamalameque”, “La rebelión de
los genes”.
ARTURO ALAPE
Historiador, escritor, periodista, guionista, pintor, escultor, educador. Nació en Cali, en 1938.
Murió en Bogotá, en 2016.
El mayor mérito de este escritor, investigador y artista, el de haber sido el único historiador que
estuvo, un buen tiempo, al lado de los rebeldes, en el mismo foco de la guerra clasista de
Colombia, que empezó hacia 1936 y que sólo se vino a atenuar, parcialmente, en 2016, con un
acuerdo entre el gobierno de Colombia y los insurgentes de las Farc. Arturo Alape, un historiador
de excepción, voluntario y decidido, que decidió pasar en el monte, conociendo de cerca a los
personajes protagonistas de la contienda e historiando, como debe hacerlo cualquier profesional
responsable, que ejerza su oficio: el ingeniero diseñando y haciendo casas, el veterinario, curando
el ganado, etc.
Desafortunadamente la historia de Colombia la han hecho los catedráticos, desde los cómodos
sillones universitarios, rumiando libros viejos, despistando a los estudiantes con discursos
trasnochados y, en el peor de los casos, llevándoles trasuntos de pseudohistoria, de esa que se
elabora en los cuarteles y que rubrican posudos generales, que presumen de académicos. Esa
historia fementida, edulcorada, que por ningún lado huele a pólvora, ni a napalm, ni trae el eco del
fragor de los combates y los constantes bombardeos. Diciéndolo, con espíritu veraz, sin ironía:
¿Quién bombardea a quién?
Arturo Alape, por haberse trasladado a historiar desde el monte, tuvo siempre la persecución de
los militares y órganos de seguridad, razón por la cual le tocó vivir varios años en el exterior (Cuba
y Alemania), tiempo que él aprovechó para hacer, lo que sabía hacer: historiar y enseñar a
investigar. ¿Y cómo investigar? Por medio de dos fuentes preciosas: la bibliográfica (los libros) y la
tradición oral (lo que cuenta el informante, ese coetáneo, que responde a preguntas encauzadas,
o simplemente cuenta lo que siente). No nos cabe la menor duda de que para llegar a ser
historiador de la talla de Arturo Alape, se necesita tener grandes dotes de investigador, escritor y
armado con fuertes conocimientos de la historia misma, la geografía, la sociología, la literatura y la
estadística. Es mucho lo que el maestro Alape leyó y preguntó, para llegar a conformar uno de los
legados más grandes relacionados con la lucha de resistencia del pueblo colombiano a lo largo de
siete décadas.
En marzo de 2004, a pocos días de haber lanzado mi libro: “Ese globo se cae”, tuve la oportunidad
de presentárselo en Popayán a este distinguido historiador, quien lo hojeó y, con sentida emoción,
me dijo que lo leería. Fue, precisamente, en dicha ciudad, durante una Feria del libro, que
organizó el semanario El Informativo, donde Arturo Alape fue invitado de honor; su intervención
y sus juicios, tuvieron toda la acogida que se merecían. Supimos con tristeza de su temprano
deceso en la capital de Colombia, donde él siempre estuvo desempeñando sus actividades de
historiador y educador.
Obras:
“La bola del monte”, “Las vidas de Pedro Antonio Marín”, “Tirofijo: los sueños y las montañas”, “El
Bogotazo: memorias del olvido”, “Luz en la agonía del pez”, “Noche de pájaros”, “Cadáver
insepulto”, “Guadalupe, años sin cuenta” (coautor).
JAIRO ANÍBAL NIÑO
Escritor, dramaturgo, poeta, profesor universitario. Nació en Moniquirá en 1941. Murió en Bogotá
en 2010.
Conocí a este importante literato boyacense, en una sala de lectura del hospital San José, de
Popayán, justamente, cuando terminó de dictar una conferencia a niños enfermos, a médicos,
estudiantes y docentes de la Universidad del Cauca. Conferencia que fue, a la vez, una
representación lúdica de sus poesías, narraciones y de sus cuentos, pensada para aliviar los
dolores de los infantes, durante su permanencia en ese establecimiento hospitalario. Antes de esa
experiencia poética, a nadie de nosotros los docentes, se nos había pasado por la mente, que se
podría aprovechar el tiempo de la enfermedad y convalecencia de los niños para hacer pedagogía
y llegar a sus más hondas fibras.
Después de esa magnífica intervención de Jairo Aníbal Niño, todos los profesores de la Universidad
del Cauca, nos dimos a la tarea de conocer un poco más de la obra de este eminente literato, que
había dedicado toda su vida a enseñarle a la nación colombiana, cómo hay que educar los
sentimientos en todas las edades, pero fundamentalmente, en los años de la infancia. El poder de
la palabra de Jairo Aníbal Niño era arrollador, por lo profundo y dulce. En la escena parecía un
mago, un prestidigitador de la acción y la palabra. Su experiencia en el teatro, como actor y como
autor de obras dramatúrgicas, lo pusieron, muy temprano, a la vanguardia de todos los autores de
literatura infantil de Colombia, hecho que le mereció muchos galardones, tanto nacionales como
internacionales, en América Latina y en Europa.
Fue en ese hospital universitario, donde empecé una amistad literaria y artística con Jairo Aníbal
Niño. Inmediatamente le conté que yo era autor de un sinnúmero de canciones para niños, con
las cuales me proponía hacer pedagogía, principiando por llevarles un mensaje reflexivo y sencillo
a mis propios hijos, con cantos para el día de los cumpleaños o para inculcarles amor por el
prójimo, por la Naturaleza y para crear valores, como la solidaridad y la fraternidad humanas. En
ese ideario coincidí plenamente con el dramaturgo, circunstancia por la cual me di a la tarea de
enviarle parte de mis trabajos musicales, que él con toda puntualidad justipreciaba.
Un día me contó, por teléfono, que iba a ser abuelo, por primera vez, hecho que para mí no pasó
desapercibido. Inmediatamente me puse a la obra de concebir una canción que representara, a
cabalidad, el papel de ese nuevo abuelo, teniendo en cuenta las singulares cualidades humanas de
Jairo Aníbal Niño, un hombre de una extraordinaria sensibilidad y finura. Pronto la canción estuvo
terminada y se llamó “El abuelo”, en ritmo de gavota. El insigne maestro quedó encantado con mi
creación y más de una vez me llamó para decirme que me esperaba en su casa de Bogotá, con la
intención de que nos tomáramos una botella de vino Dubonnet y la escucháramos y
comentáramos. Hecho que nunca se dio por las ocupaciones docentes de ambos, pero la amistad
se mantuvo hasta el final.
Estamos en deuda todos los colombianos, frente a la memoria del maestro Jairo Aníbal Niño y con
nuestra propia infancia, de leer y releer los cuentos y relatos para niños, los mismo que con tanto
amor, dedicación y conocimiento de causa, escribió y representó este escritor y artista boyacense,
a lo largo de su vida.
Obras:
“El monte calvo”, “La alegría de querer: poemas de amor para niños”, “Preguntario”, “Puro
pueblo”, “Aviador Santiago”, “Zoro”, “De las alas caracolí”, “El quinto viaje”, “El árbol de los
anhelos”, “Los superhéroes”, “El río de la vida y el futuro”, “La hermana del principito”, “Orfeo y la
cosmonauta”, “Historia nomeolvides”, “El hospital y la rosa”.
DAVID SÁNCHEZ JULIAO
Escritor, periodista, locutor, gran conversador, diplomático. Nació en Lorica en 1945 y murió en
Bogotá en 2011.
Siempre sentí curiosidad de conocerlo. La circunstancia se dio, muy fácilmente, hacia 2009, a la
salida de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, del año mencionado. Lo abordé en la misma
puerta y le conté que era amigo de los Nieves, músicos y profesionales cordobeses, oriundos de
Planeta Rica. Entramos, inmediatamente, en confianza y le conté que yo tenía la influencia
necesaria como para que lo invitara el diario El Liberal de Popayán, con el fin de que hiciera unas
presentaciones en el teatro Guillermo Valencia y en la Universidad del Cauca. Efectivamente, así
ocurrió. El escritor viajó a la capital caucana y por unos días nos deslumbró con su palabra y nos
hizo conocer pormenores de su vida literaria. En Popayán se mostró como el mejor conversador
de este país.
De paso nos contó que él se volvió escritor en Popayán, a la edad de 11 años, en una Semana
Santa payanesa, cuando vino desde Medellín, donde estudiaba bachillerato, a conocer a unos
parientes, que lo recibieron calurosamente. El caso es que el espectáculo de las procesiones de
imágenes de Popayán, de la semana mayor, lo impresionaron tanto, que en esos días preparó una
composición para presentar, como tarea, a su regreso a Medellín. Dicha composición, la leyó, en
su clase de literatura, orientada por el sacerdote, rector del establecimiento educativo, quien
después de felicitarlo le dijo: “Davidcito: haz hecho una redacción tan pulida que, desde hoy, te
has inaugurado como escritor”. Nos contó David Sánchez Juliao, que ese juicio del rector, lo tomó
muy a pecho y desde ese año, 1956, se consideró, con toda propiedad, un escritor, a pesar de sus
cortos años.
Con el literato loriquero recorrimos las calles de Popayán, explicándole diferentes aconteceres,
hablándole de personajes típicos, comentándole el significado del nombre de ciertas calles. Todo
lo deslumbraba: los portales, los patios de las casonas, la elegancia de las construcciones de la
Universidad, el paisaje de Popayán, la solicitud de la gente, la armonía con que le parecía que
convivía la trietnia caucana, la alegría y a la vez, la rebeldía, de un lado, y, la conformidad, que se
notaba en el grueso del pueblo. Después de esa fecha ya no volvió a Popayán y muy pocas veces
oímos la voz viva de tan distinguido escritor.
Mis hijos recuerdan con nostalgia, cómo se divertían escuchando, por horas, los casetes de
Sánchez Juliao, especialmente “El Flecha” y “Abraham Al Humor”, donde aprendieron a conocer la
inmigración árabe, dentro del contexto de nuestros alegres hermanos costeños del Caribe. Por
asuntos de normal desorden casero, eso casetes se confundieron, cualquier día, y mis hijos
pensaron, por largo tiempo, que su madre y, tal vez yo, los habíamos escondido para que ellos
pudieran “aprovechar mejor el tiempo”, sin maliciar, siquiera, que en dichas grabaciones había
más sapiencia y enseñanzas, que en los tratados de historia colombiana y en los textos de
geografía y sociología.
Nunca más volví a ver en persona al famoso escritor cordobés, pero su voz aún arrulla mis oídos,
como si pasara por ellos, como un ritornelo, el caudaloso río Sinú.
Obras:
“El país más hermoso del mundo”, “¿Por qué me llevas al hospital en canoa, papa?”, “El arca de
Noé”, “Historias de Raca Mandaca”, “Nadie es profeta en Lorica”, “Cachaco, palomo y gato”, “Mi
sangre aunque plebeya”, “El Pachanga”, “Abraham Al Humor”, “El Flecha”.
OTTO MORALES BENÍTEZ
Escritor, historiador, docente, estadista. Nació en Ríosucio, en 1920. Murió en Bogotá, en 2015.
Por gentileza de mi amigo escritor, Carlos Bastidas Padilla, conocí a este eminente humanista, en
Popayán, donde se encontraba de visita. Desde siempre tuve la idea de que el doctor Otto
Morales Benítez, representaba lo mejor de la nacionalidad colombiana, por su preparación
intelectual y por sus actuaciones en favor de la armonía y el mejor estar de la gente. El centenar
de títulos publicados, entre disquisiciones históricas y sociológicas y tratados de jurisprudencia,
nos lleva a entender que este autor constituye una de las cifras más altas de la preparación
humanística de los colombianos, dedicado toda su vida a la indagación, la creación y la docencia,
toda vez que él siempre quiso llevar la luz del conocimiento y de la verdad a la mayor cantidad de
connacionales.
Escribía simultáneamente cuatro y cinco libros, en los cuales avanzaba a pasos de gigante, tal
como lo pudimos constatar en el piso dieciocho de Colpatria de Bogotá. La mayor parte de sus
publicaciones las obsequiaba, no sin antes, escribir la dedicatoria personalizada a cada uno de sus
agraciados destinatarios. Los libros que le quedaban, los distribuía en librerías, con cuya venta
ayudaba a financiar la próxima edición. Sus recursos los obtenía de los honorarios que recibía
como abogado, docente y conferencista excelente. Un centenar de sus obras se publicaron y otro
centenar aún está por ver la luz.
Cuando él iba a Popayán, se deleitaba repasando las calles, por donde había pasado de joven, en
calidad de estudiante. Terminó el bachillerato en la Universidad del Cauca y empezó la Facultad de
Derecho, del mismo establecimiento, de donde fue separado por disposición del rector Hartmann,
un personaje de origen alemán, partidario de Hitler, quien acusó al estudiante riosuseño de haber
promovido una manifestación en 1939, en contra del infame dictador. El joven Otto Morales
Benítez, se trasladó a Medellín, sin ningún certificado de la Universidad del Cauca, por cuenta de la
misma expulsión, razón por la cual, le fue bastante difícil ingresar a la Universidad Bolivariana. El
rector de este establecimiento, lo recibió con la estricta condición de que se mantuviera con la
boca cerrada, si quería adquirir un título profesional. Así lo hizo y aprovechó el tiempo durante su
permanencia en dicha universidad, para adquirir las mejores armas intelectuales, con las cuales se
defendió, sobradamente, en su vida profesional y de estadista en Bogotá, por varios decenios.
Viajó por varias ciudades de Colombia, de América Latina y de Europa, predicando su credo liberal,
entendido como la plena libertad de pensamiento, en concordancia con un accionar democrático
sin tacha. Fue asesor de diversas administraciones de la República y, en particular, ministro de
trabajo del gobierno de Alberto Lleras Camargo, con quien tuvo una enorme cercanía intelectual.
Otto Morales Benítez, tuvo grandes ejecutorias como hombre de Estado y fue, durante largo
tiempo, vehículo de la paz, hasta la época del presidente Belisario Betancur, cuando declinó
cualquier nueva participación en ese campo, por cuanto llegó a considerar que “la paz en
Colombia, tiene muchos enemigos solapados”. Sin embargo, nunca dejó de dar opiniones sabias a
cerca del intento de conseguir un acuerdo nacional, que sacara a la nación de la guerra de clases
en que se había sumido hace más de siete décadas. Sus últimas declaraciones políticas son
elocuentes y dicen a las claras de conocimiento profundo del conocimiento de la historia:
“Ninguna de las dos partes enfrentadas en la guerra negocia para ir a dar a la cárcel”.
De tantos libros y escritos sabios, ocupa un lugar destacadísimo la obra “Carta a mis nietos”, una
de las reflexiones más profundas y acertadas, sobre el devenir de la patria, donde plantea, de
manera temprana, que el llamado “neoliberalismo”, es una de las prácticas políticas más nefandas
que se han implantado en Colombia y en América Latina, que nos llevarán casi que,
apocalípticamente, a la liquidación de nuestra soberanía cuando seamos completamente
cooptados por el capitalismo salvaje y, eventualmente, invadidos por los Estados Unidos y la
OTAN, en el momento en que no podamos pagarles las deudas y, peor aún, cuando nos resistamos
a aceptar su mandato. Más de una vez ellos ya nos han anunciado su intención de hacerlo, por de
pronto, tildándonos de país paria, como cuota inicial de sus pérfidos designios.
La obra total del doctor Otto Morales Benítez, que cubre los campos de la historia, la sociología, la
jurisprudencia y el humanismo, en general, está por estudiarse. El Estado colombiano, tiene la
obligación moral de fomentar el estudio de esa magna obra, de conservarla y reeditarla para la
permanente reflexión sobre los destinos de Colombia. Un adelanto de esa empresa es el centro de
estudios CENTOTO, fundado por el mismo Otto Morales Benítez y su familia, en el barrio Palermo
de Bogotá, donde el grueso del público puede recrearse con sus libros, distribuidos en varios pisos,
en un ambiente acogedor, donde hasta una madre puede sentarse a leer, mientras deja a su niño
en una sala-cuna ubicada en el último piso de dicho centro.
Don Otto Morales Benítez, como siempre llamé a este ilustre personaje, fue amigo de mis hijos y
ellos disfrutaban, enormemente, de su conversación y se hacían reflexiones sobre sus profundas
enseñanzas. Gozaban de sus carcajadas, que, por cierto, se volvieron famosas en el ámbito
nacional. Una vez, don Otto, en un arranque de franqueza, me preguntó: “¿Qué tipo de risa, crees
que tengo yo?”. No lo pensé dos veces para decirle: “Es una risa animalesca” y al punto, don Otto
me respondió: “Eso es, tengo risa de animal”, agregando una estruendosa carcajada. Otro día,
que yo pasaba por el andén del Área Cultural del Banco de la República, de Pasto, al oír una
carcajada, pensé que, inequívocamente, era la del doctor Morales Benítez, que salía de ese
establecimiento. Cambié de planes y me fui a verlo, para terminar el día, haciendo un recorrido
con él y un séquito grande de sus admiradores intelectuales, por diversos sitios de interés de la
ciudad.
Obras:
“La aguja de marear”, “Líneas culturales del gran Caldas”, “Liberalismo: destino de la patria”,
“Muchedumbres y banderas” “Derecho precolombino”, “Ensayos históricos y literarios de Uribe
Uribe”, “Defensa del Habeas Corpus” “Cristos y Bolívares de Arenas Betancur”, “Mestizaje e
identidad en Indoamérica”, “Derecho agrario: lo jurídico y lo social en el mundo rural”, “Política y
corrupción: carta a mis nietos”.
FERNANDO ORAMAS
Pintor muralista, caricaturista, dibujante. Nació en Bogotá en 1925. Murió en Bogotá, en 2016.
Empecé a conocer la obra pictórica del maestro Fernando Oramas, a partir de la observación del
enorme mural que embellece la sala principal del Instituto Cultural León Tolstoi. Allí se aprecia la
potente alegoría de un pueblo que marcha triunfante “por las amplias avenidas”, con banderas y
estandartes al viento, anunciando la alborada de su liberación, que en nuestro caso, sería ya la
segunda, después del largo colonialismo español.
Buena parte de su formación, el maestro Oramas, la recibió en México al lado del famoso pintor
David Alfaro Siqueiros, donde aprendió a fondo el muralismo. Fue grande su desempeño en
México, pero el fuerte de su obra lo hizo a su regreso a Colombia, donde luchó a brazo partido por
que la pintura mural llegara a ser conocida, porque entraña una gran función social, toda vez que
prepara las conciencias para los cambios que toda sociedad requiere para salir del
conservadurismo y el atraso.
El escritor australiano Walter Broderick, biógrafo del padre Camilo Torres Restrepo, ha sido uno de
los autores que mejor conoció al maestro Oramas, por haber compartido con él muchos
momentos de su vida y haberlo acompañado en varias actuaciones artísticas y literarias. La
vivienda del maestro Fernando Oramas, sigue siendo un verdadero laboratorio-taller de pintura,
donde reposan la mayor parte de sus cuadros, cuidados por quien fuera su esposa.
Meses antes de la muerte del maestro Oramas, tuve la ocasión de estar en su casa, donde junto a
sus dos hijos Ana María y Alejandro, pudimos interpretar, en guitarra, violín y flauta, varios pasillos
de su predilección, como “Vino tinto”, “La gata golosa”, “Ricitos de oro”, “Rondinela”. Y por
supuesto, mi pasillo “Maestro Fernando Oramas”, dedicado en su honor, obra que él ya conocía,
desde el homenaje nacional que se le rindió en el Instituto Cultural León Tolstoi, en 2015.
Obras:
Múltiples murales y pinturas, la mayor parte innominados.
ARMANDO OROZCO TOVAR
Poeta, escritor, periodista, pintor. Murió en Bogotá en 2017.
La primera vez que me encontré con su nombre, fue hacia los años ochenta, como autor de un
artículo cultural del semanario Voz y al poco tiempo, una poesía en una revista, igualmente
bogotana. Me intrigó la fuerza de su palabra, su voz joven, llena de amor y de protesta, con
acordes, muy colombianos, pero a la vez latinoamericanos y universales. Año tras año lo leí en
dicho semanario, sin saber que cualquier día lo conocería en los años noventa en algún recital, de
los que él ofrecía en sitios consagrados para ese arte.
Llegué a ser su conocido y luego su amigo. Cuando yo llegaba tarde a sus conferencias y recitales,
siempre hacía una pausa para saludarme, en voz alta, desde su sitio y recordarme que por mi
retardo “ya me había perdido lo mejor de su exposición”, lo cual hablaba, a las claras, del humor, a
flor de piel, que siempre tenía este poeta y cultor consagrado del idioma. Una vez también me
embelesé con la excelente presentación que hizo de la vida y obra de José Asunción Silva, tema,
que según él mismo me contó, llegó a dominar por gentil imposición de la maestra María
Mercedes Carranza, cuando fungía de directora de la Casa de Poesía Silva. Dicha presentación fue
un anecdotario sobre el consagrado poeta bogotano, pero lleno de serias reflexiones sobre su
obra y sobre el destino ulterior de la poesía colombiana, como que José Asunción Silva, se
convirtió, a partir de su trágica muerte, en el faro y piedra miliar de dicha manifestación de las
letras colombianas.
La poesía de Armando Orozco Tovar, tiene clara impronta social y está matizada por profundas
reflexiones sobre el destino contradictorio de la vida humana, donde no todo es quebranto, pero,
donde cada vez hay menos oportunidad para la alegría, debido a la desigualdad social que
predomina en Colombia y en la mayor parte de países del mundo. Varias instituciones donde
Orozco Tovar fue profesor o presentó recitales, se interesaron por sus versos y los publicaron en
formato de libro. En menor grado fue conocido como periodista y pintor, pero en estos campos
también incursionó con notorio éxito.
Sus raíces chocoanas siempre se manifestaron en sus poesías y ensayos, sin que dejara nunca de
lado su formación académica en Cali, Bogotá y La Habana. En todas partes tuvo maestros
excelentes, entre los que se contaron: Luis Vidales, Nicolás Guillén, amén de la formación política
que recibió en la Universidad de La Habana, de parte de Fidel Castro, Ernesto “Che” Guevara y de
otros dirigentes, que dictaban conferencias en dicho centro educativo.
Armando Orozco Tovar, en más de una oportunidad, pudo mostrar sus excelentes dotes de pintor.
Esto lo vimos en varias obras que vendía a sus amigos, lo mismo que sus libros, para aumentar sus
magros ingresos de modesto pensionado. Igualmente era un excelente culinario que traía, en sus
venas y en sus manos, las tradiciones bromatológicas del Chocó, de Cali, de La Habana y, por
supuesto, las bogotanas, las más cercanas a su ser cultural.
Obras:
“En lo alto del instante” “Asumir el tiempo”, “Para llamar a las sombras”, “Visiones”, “Del
sonánmulo imaginado”, “Radar del azar”, “Eso es todo”, “Notas amargas”.
JAIME LLANO GONZÁLEZ
Músico, organista, compositor. Nació en Titiribí, en 1932. Murió en Bogotá, en 2017.
Vi por primera vez y escuché en persona a este eminente organista titiribiqueño, en 1963, en el
radioteatro de la emisora Nueva Granada, de Bogotá, cuando se estilaba presentar a artistas
nacionales y extranjeros a un amplio público que solicitaba las boletas de entrada, por las
mañanas, en las oficinas de la citada emisora. Eran presentaciones estelares donde se daban cita
los mejores artistas y directores de orquesta de Colombia, como el mismo Jaime Llano, Lucho
Bermúdez, Pacho Galán y Ramón Ropaín, entre otros. De los artistas nacionales recuerdo a
Matilde Díaz, Carlos Julio Ramírez, Régulo Ramírez, Víctor Hugo Ayala, Conrado Cortés y varios
cantantes internacionales como Armando Moreno, de Argentina, Olga Guillot, de Cuba y Juan
Legido, acompañado por los Churumbeles de España.
Era frecuente ver al maestro Jaime Llano González, solo o acompañado de amigos, en la carrera
séptima de Bogotá dirigiéndose, seguramente, a alguna cita artística. También lo vimos a la
madrugada, salir de algún prestigioso club bogotano, después de sus presentaciones artísticas.
Tenía el maestro Jaime Llano el humor a flor de piel. En una oportunidad nos contó que, paseando
por el centro de Bogotá, un conocido suyo le pregunto “¿Estás tocando en la orquesta de Luisito,
en la televisión?”, a lo cual el maestro titiribiqueño le contestó: “No. Luisito, apenas toca las
maracas en mi orquesta”. Nos explicó don Jaime Llano que Luisito, era un músico intuitivo, que al
comienzo trabajaba en su casa haciendo mandados y que, en una oportunidad, ante la ausencia de
quien tocara las maracas, el maestro le enseñó a tocarlas y ese mismo día debutó con su orquesta
en RCN. Cosas del destino, pero que bien habla del talento innato que tenemos los colombianos,
pero que se pierde por la falta de formación artística y de oportunidades laborales.
Ver al maestro Jaime Llano González, dirigiendo su orquesta de unos 30 miembros o
acompañando con tiple a cantantes, es una cosa, pero, verlo tocando el órgano Hammond, de tres
registros, más el teclado de bajos, con ambos pies, es otra cosa. Este espectáculo producía una
especial fascinación por la destreza de los movimientos y por la música sublime que se esparcía
por todo el ámbito de la enorme sala. Era sorprendente escuchar, cómo el órgano, que se había
oído exclusivamente en las catedrales, de pronto, sin ninguna licencia especial, el maestro Llano
González, empezaba a ser parte del diario acontecer musical de los colombianos, en variados
ritmos de bambucos, pasillos, torbellinos, guabinas, joropos, galerones, cumbias, porros y
mapalés. Como era de esperarse, no tardaron los prelados de la iglesia Católica, en realizar una
acerba crítica a la iniciativa del organista, cual era vestir la música colombiana, de nuevos ropajes y
hacerla conocer de propios y de extraños, como efectivamente lo hizo a lo largo de más de 60
años.
En ese mismo año de 1963, pude conocer personalmente al maestro Jaime Llano González, en las
afueras del mencionado radioteatro y entregarle algunas coplas que yo había elaborado con
motivo de su brillante interpretación del órgano electrónico. Dichas coplas fueron leídas por la
distinguida locutora y periodista, Sofía Morales, quien anunció que por ese trabajo me concedía
un premio consistente en varios discos de música colombiana, el mismo que yo reclamé con toda
satisfacción.
En más de una oportunidad, llamé al maestro Jaime Llano González, para saludarlo. Una vez le
conté que le había compuesto una obra en su honor “Maestro Jaime Llano González” (Pasillo),
justamente después, de que el gobierno de Belisario Betancur, le había concedido la Cruz de
Boyacá, por sus méritos artísticos frente a la nación, por espacio de varios decenios. Otro día le
envié un casete con obras mías, para solicitarle, comedidamente, un concepto técnico sobre mis
composiciones No se hizo esperar la respuesta, que fue grata, porque me reconocía el valor de
atreverme a crear melodías en varios ritmos y de hacerlo, con tanta propiedad, que este trabajo,
en su opinión, constituía un aporte a la música colombiana, tal como lo habían hecho varios
compositores nariñenses.
El mayor acercamiento personal lo tuve con el maestro Jaime Llano González, en diciembre de
2011, cuando por iniciativa del doctor Otto Morales Benítez, nos reunimos los tres personajes en
el edificio de Colpatria, para hablar de la música colombiana, como fenómeno artístico en sí, pero
también, para expresar nuestros sentimientos de frustración por la falta de fomento por parte de
las diferentes administraciones nacionales y locales. Una fotografía queda de recuerdo de ese feliz
encuentro, donde personas, de diversa formación intelectual, pudimos manifestarnos, sin
cortapisas, acerca de nuestras impresiones sobre este importantísimo tema artístico, que tanto
tiene que ver con nuestra identidad cultural.
Obras:
“Si te vuelvo a besar”, “Orgullo de arriero”, “Puntillazo”, “Ñito”.
CARLOS LOZANO GUILLÉN
Abogado, escritor, periodista. Nació en Ibagué, en 1949. Murió en Bogotá en 2018.
Fue el senador Manuel Cepeda Vargas, quien me presentó, hacia 1994, al doctor Carlos Lozano
Guillén, su sucesor en la dirección del semanario Voz. Después del vil asesinato, en 1994, del
senador Cepeda, más de una vez visité al doctor Lozano en la sede del mencionado semanario o le
enviaba mis artículos, sobre cultura nacional, que en más de una vez se publicaron en dicho
medio. Siempre fui recibido en su despacho, con suma deferencia y atención, y en nuestros
encuentros en Popayán, él mostró por mí mucho aprecio.
En el mismo semanario y a través de su conducto, varios versos míos pudieron ver la luz, como fue
el caso del poema, post mortem, a Manuel Cepeda, o los artículos referentes a la vida y obra del
guitarrista tolimense Gentil Montaña o del compositor chocoano Jairo Varela. En otro artículo me
referí a mi viaje a Moscú en 2014, donde pude visitar la Universidad de la Amistad de los Pueblos,
donde yo me formé. También, por intermediación suya, pude publicar en la revista “Taller” un
artículo crítico sobre política titulado “La dictablanda de Rojas Pinilla”, que fue de buen recibo en
varios círculos intelectuales.
En más de una oportunidad me encontré al doctor Lozano Guillén en el aeropuerto de El Dorado,
cuando él viajaba o llegaba de algún punto del planeta, siempre haciendo gestiones en favor de la
paz, como que fue uno de los colombianos más preocupados porque cesara la guerra fratricida,
que desataron los poderes centrales, a partir de las reformas liberales que se permitió anunciar,
con valor, el presidente Alfonso López Pumarejo, pero que nunca cuajaron debido a la feroz
resistencia de los latifundistas y potentados, siempre apoyados, por la incondicional jerarquía
católica. El doctor Lozano Guillén, hasta última hora, antes de su deceso, ocurrido el 23 de mayo
de 2018, siempre estuvo preocupado por el destino de la paz y porque se cumplan los acuerdos
logrados entre el Estado colombiano y los rebeldes de las Farc, para que cese la larga guerra de
desangre y de atraso nacional. Formó parte del llamado “notablato”, grupo de partidarios
incondicionales de la paz, una especie de institución oficiosa dedicado a los nobles designios de
lograr la concordia y armonía de los colombianos.
En reconocimiento a sus iniciativas pacíficas, el doctor Carlos Lozano Guillén, fue condecorado, en
2008, con la honrosa mención de Caballero de la Orden Nacional de la Legión de Honor, que
concede el gobierno de la República Francesa a personalidades excepcionales de la política
mundial.
En el último año, antes de su muerte, el doctor Lozano Guillén donó 55.000 páginas, de 2798
ediciones, del semanario Voz, al Archivo de Derechos Humanos, del Centro Nacional de Memoria
Histórica, lo mismo que 2800 caricaturas de Arles Herrera, conocido con el pseudónimo de
Calarcá.
Obras:
“Las huellas de la esperanza”, “¿Qué, cómo y cuándo negociar con las Farc?”, “Crónicas del
conflicto”, “¿Guerra o paz en Colombia?”, “Colombia: el nuevo país está en marcha”, “Diálogos de
La Habana: el difícil camino de la paz”.
LUIS VIDALES
Gran poeta nacional, abogado, estadístico, esteta. Nació en Calarcá, en 1900. Murió en Bogotá, en 1990. Yo estudié, filología, la misma profesión que estudió su hija, Jimena, y por los mismos años, en la Universidad de la Amistad de los Pueblos, de Moscú, nombrada, hasta 1991, “Patrice Lumumba”, en honor del héroe y mártir congolés. Ella me había contado que, aunque nació en Chile, se sentía tan entrañablemente colombiana, como su papá, quien había sido asesor del presidente Salvador Allende Góssens, en asuntos de estadística. Jimena leía con ansiedad toda la literatura clásica, europea y latinoamericana, hábito que, sin duda, lo adquirió en Chile, siguiendo el ejemplo de su papá, oriundo de Calarcá, Quindío.
Después de que terminé mis estudios en Moscú, me interesé por conocer, personalmente, al poeta y escritor. Eso ocurrió en el Instituto Cultural Colombo-Soviético (ahora León Tolstoi), hacia 1974. Inmediatamente le conté que quería visitarlo, para darle a conocer mis canciones, en especial, las dedicadas a Chile. Él me recibió en la puerta de su casa y se sorprendió, gratamente, del gran ramillete de claveles rojos que, luego de mi saludo, puse en sus manos. Con la espontaneidad e inteligencia aguda que lo caracterizaba, exclamó entre carcajadas: “Me estás tratando como a una puta”. “Si doctor”, le dije “usted se merece el color rojo por su filiación política y porque él simboliza todo el amor que siento por su poesía”. “Pasa, con confianza”, agregó y, sin más preámbulos, me puse a cantar todo un repertorio de canciones dedicadas a rememorar toda la tragedia chilena, que se anunció con el golpe fascista, encabezado por Pinochet.
Al final de mi visita musical, remojada con algunas copas de vino austral, me dijo, con la misma franqueza, con que me hizo entrar en su casa: “Te recibí por cortesía, pero no pensaba que cantaras tan bien y dijeras tantas verdades en forma artística”. Acto seguido me animó a no desfallecer en el intento de cantar lo que quisiera, tratando siempre de decirlo, de la manera más literaria posible e interpretando el sentir de la sociedad con los mejores versos y ritmos de la humanidad. Creo que ese consejo comedido, me ha servido para seguir componiendo canciones que sean testimonio del acaecer de estos años en Colombia, América y el resto del mundo. Toda una tarde le canté mis canciones y él me leyó sus versos, aquellos publicados y conocidos ampliamente y, otros impublicables, los que justamente tenía escondidos debajo del colchón. Losversos de carcajearse los varones.
Obras: “Suenan timbres”, “La obreríada”, “El libro de los fantasmas”, “Tratado de estética”, La
insurrección desplomada”, “La circunstancia social”.
Militar, artillero, matemático, geógrafo. Nació en Túquerres, en 1912. Murió en Bogotá, en 1991.
Conocí al brigadier general Juan Bautista Córdoba Álvarez, en Túquerres, cuando él se encontraba de visita, en la casa de su hermana, la matrona Emilia Córdoba, madre de mi compañero de bachillerato, Juan Coral Córdoba, quien fuera, años después, cadete del ejército colombiano. Cuando yo conocí al general Córdoba Álvarez, en ese 1957, él fungía de Secretario General de la Presidencia de la República, bajo la Junta Militar de Gobierno. Mi conocimiento de dicho distinguido militar fue casual, pero se dio una circunstancia especial para que yo iniciara con él una bonita amistad, que perduró hasta el final de su vida.
El caso es que ese día, de 1957, en la casa de la citada matrona, fue a “visitarla” un conocido
cleptómano tuquerreño, el “Centavo liberal”, de apellido Álava, perteneciente, paradójicamente,
a una de las familias más distinguidas de la ciudad. De un momento a otro, el ladrón entró a la sala
de recibo de esa casa y se llevó un jarrón que se encontraba en una consola. Todos los
circunstantes, que estábamos en el jardín, vimos al ladronzuelo y el general me dijo: “Muchacho:
ve y quítale el jarrón. No te va pasar nada. Él es un cleptómano conocido”. Yo pensé, rápido para
mis adentros: si eso me lo dice un general, tendré que creerle. Además, un general no se va a
poner a perseguir a un ladrón. No es de su dignidad. Dicho y hecho: corrí y, sin pronunciar palabra,
le quité el jarrón al ladrón y él corrió por la carrera 14, como alma que llevaba el Diablo. Desde
ese día me convertí en amigo del general, por haber salido en defensa de los intereses de su
familia.
Cinco años después, fui a visitar al general Córdoba Álvarez, a su casa del Chicó, en Bogotá, donde
hacía uso de buen retiro, desde 1959. Fue, justamente, en 1962, cuando le pedí el favor de
ayudarme con una recomendación, para que a mi padre le realizaran una operación en el Hospital
militar, consistente en un trasplante de piel, en el talón, que, prácticamente, lo había perdido a
consecuencia de una quemadura. Bastó una esquela del alto militar, para que nos atendieran en
esa institución, con toda la eficiencia y sin costo alguno, para nosotros, por la intervención
quirúrgica y el tratamiento. Favor por el quedé agradecido, con el general, para toda la vida.
Allí, en su residencia, el general Córdoba Álvarez, tenía un teatrino y un grupo de teatro, con
jóvenes del barrio, que ensayaban, con toda regularidad y hacían presentaciones sabatinas para el
público aficionado a ese arte. Como me volví persona de confianza del general, varias veces salí
con él, a conseguir algunos productos que no abundaban, por ese entonces, en la capital, como
huevos de perdiz, que traían del Tolima.
Muchos fueron los méritos del general Juan Bautista Córdoba Álvarez, como mílite honesto,
instructor talentoso de la artillería, como profesor de matemáticas y de geografía militar. El más
alto cargo que desempeñó fue el de Secretario General de la Presidencia de la República, bajo la
Junta Militar de Gobierno (1957), donde tuvo que concebir y redactar importantes documentos,
propios de su cargo. Posteriormente fue embajador de Colombia en Chile.
Por sus méritos, el gobierno de Colombia le concedió la Orden de Boyacá y el de Bélgica, la Orden
de Leopoldo II; la República de Cuba, la Orden Nacional de Mérito, Carlos Manuel de Céspedes, en
el grado de Comendador.
Desafortunamente, un busto, que la municipalidad de Túquerres le erigió al general en 1992, fue
destruido por vándalos lugareños, a los pocos días de inaugurado. Sólo una placa queda en el
frontispicio del Palacio Municipal de Túquerres, como memoria a la vida y obra de su distinguido
hijo.
Por último, el general Juan Bautista Córdoba Álvarez, es el padre de monseñor Juan Vicente
Córdoba Villota, actual (2018) obispo de la Diócesis de Fontibón.
Obras:
Conferencias sobre tiro de artillería y geografía militar del Ejército de Colombia.
EUTIQUIO LEAL
Escritor, poeta, ensayista, pedagogo de la literatura. Nació en Chaparral, en 1928. Murió, en
Bogotá, en 1997.
Daba gusto ver entrar al maestro Eutiquio, a cualquier oficina o escenario, con su melena indígena
ondulante, siempre gentil, generoso y altivo. Una dicha suprema, poder escuchar sus clases, sus
conferencias, verdaderos diálogos con los estudiantes, con la gente corriente. Se puede decir que
él inició en Colombia la enseñanza de la literatura, por medio de talleres, o sea, a través de la
aplicación, de una teoría expuesta, a una práctica útil: enseñarle a escribir a los compatriotas, casi
todos buenos charladores, pero con fuerte déficit en hábitos escriturales, producto de la ausencia
de lectura o debido a lecturas descuidadas, perezosas.
Como se notaba, que el maestro Eutiquio había transitado por todos los estamentos sociales con
su discurso y práctica pedagógica. Después de escucharlo en la primera lección, no quedaba duda
de que la lectura, no era sólo para solazarse, distraerse, sino para hacerse una profunda reflexión
que lleve a transformar la sociedad, nuestra sociedad, cualquier sociedad, porque todo es
perfectible, a la luz de la razón, la moral y la estética.
Mis encuentros con el maestro Eutiquio fueron, casi siempre, en el Instituto Cultural León Tolstoi,
donde se daban cita todos sus seguidores, que lo abrazaban con afecto, como quien abraza a un
hipotético ancestro indígena, a “un buen salvaje”, en términos de Rousseau, un encuentro con un
descendiente auténtico de la aguerrida raza pijao, de Chaparral, Tolima, la tierra de los grandes,
como José María Melo, Manuel Murillo Toro y Darío Echandía. Y después del efusivo saludo, venía
su invitación a entrar al teatro del mencionado Instituto, para escuchar la palabra sabia, la veraz, la
auténtica. Después de ese ritual literario, venía la desprevenida charla alrededor de una copa de
vino, para escuchar el discurrir al maestro Eutiquio sobre el momento político, literario, comarcal,
nacional, sideral.
La abundancia y la calidad de sus obras impresas nos da la dimensión de todos los intereses que
manejaba este importantísimo literato y hombre de cultura tolimense, quien dejó para siempre su
impronta en la mente de varias generaciones de campesinos, escolares y universitarios
colombianos, donde la presencia humana solidaria y literatura se funden en un solo recuerdo. Fue
Eutiquio Leal un hombre de cultura superior, de irrepetibles calidades humanas y pedagógicas.
Maestro de maestros.
Obras:
“El oído de la tierra”, “La hora del alcatraz”, “Música de sinfines”, “Trinitarias”, “Mitin de
alborada”, “Trinos para sembrar”, “Ronda de hadas”, “Agua de fuego”, “Cambio de luna”, “Bomba
de tiempo”, “Talleres de literatura: educación formal y no formal: teoría y metodología”.
ALFREDO VÁZQUEZ CARRIZOSA
Jurista, político, diplomático. Nació en Chía, en 1909. Murió en Bogotá, en 2001.
Conocí al doctor Vásquez Carrizosa, hijo del general Vásquez Cobo, en su oficina del Comité
Permanente de los Derechos Humanos, en Bogotá, donde me recibió con todo el entusiasmo y la
decencia que lo caracterizaban. No dejaba de llamar la atención que un conservador, de pura
cepa, se interesara por la defensa de algo, tan lejano a los “hermanos godos”, como la defensa de
los derechos de la gente, íntimamente relacionados con la vida, el trabajo, la salud, la educación,
el buen nombre, la libertad hecha consciencia. Baste recordar la huella retrógrada que dejaron los
conservadores en el País de los Pastos, en la primera década del siglo XX, orquestada por el cura
Ezequiel Moreno (ya incluido en incluido en el santoral católico, desde 1992) cuya prédica de
mandar a matar liberales y librepensadores, sólo era un asunto de decir y hacer. Otro tanto
ocurrió en Antioquia, donde monseñor Miguel Ángel Builes, dijo, en pleno siglo XX, todo lo que
quiso, en contra de los mismos liberales y librepensadores, con la enorme secuela de odio y
hechos criminales que su palabra vociferante promovió. No tiene nada de raro, que otro
turiferario, disimulado, de los ricos, el Papa Francisco, por estas calendas, esté promoviendo la
beatificación y santificación de este último prelado.
El doctor Alfredo Vásquez Carrizosa, al contrario de la mayor parte de sus correligionarios, fue una
persona tolerante, comprensiva y, sobre todo, un convencido de que a la gente,
independientemente de su credo ideológico, había que defenderla de la misma ley y los falsos
administradores de la misma. Fue defensor de los trabajadores de Colombia en organismos
internacionales y, como si fuera poco su pensamiento libérrimo, representó a la izquierda
colombiana, la Unión Patriótica, en la Asamblea Nacional Constituyente, que sesionó e hizo la
nueva Constitución de la República de Colombia, en 1991.
Fue alto funcionario de la mayor parte de gobiernos de Colombia, tanto de conservadores, como
de liberales, e incluso de dos administraciones de ingrata recordación como son la del general
Gustavo Rojas Pinilla o la del llamado Frente Nacional, una alianza retardataria y excluyente de las
élites liberales y conservadoras, dedicada a defender, a capa y espada, los intereses de los
potentados de Colombia, con el mezquino trato de recibir sus dádivas y ser los obsecuentes
supergerentes de los mismos, sacrificando los verdaderos intereses de la nación colombiana, la
gente de carne y hueso, que ve pasar, impasible, como la despojan de sus derechos y al país de las
riquezas del suelo, del subsuelo y hasta de su órbita geoestacionaria.
Murió el doctor Vásquez Carrizosa, con todos los honores de persona de bien y hombre público,
de altísimos quilates morales, dentro de una sociedad, donde es un verdadero milagro salir a salvo
de tanta corrupción y falacia de vida, sobre todo cuando se desempeñan aquellos cargos del
Estado, donde todo está permeado por el mal, como si un ave prolífica, de mal agüero, depositara
sus huevos en los más variados rincones.
Obras:
“La filosofía de los derechos humanos”, “Amnistía: hacia una democracia más ancha y más
profunda”, “Los No Alineados, una estrategia política”, “Betancur y la crisis nacional”, “Colombia
y Venezuela: una historia atormentada”, “Relatos de historia diplomática de Colombia”.
NÉSTOR PINEDA GUTIÉRREZ
Abogado, politólogo, gestor cultural. Nació en Pereira, en 1920. Murió en Bogotá, en 2002.
Este pereirano ilustre, estudió derecho en la Universidad Libre de Colombia y desde el comienzo
de su desempeño profesional se dedicó a la divulgación de la cultura, como secretario del Instituto
Cultural Colombo-Soviético, que empezó a funcionar en 1944, justamente, cuando se
establecieron las relaciones formales entre la República de Colombia y la Unión Soviética,
comenzadas por iniciativa del presidente Alfonso López Pumarejo. Néstor Pineda Gutiérrez, en
poco tiempo aprendió la lengua rusa con la profesora Nina Potápova, quien escribiera un manual,
editado por el mismo Instituto. Él fue el primer divulgador nacional del idioma ruso, teniendo,
entre sus primeros alumnos a Alfonso López Michelsen y su esposa doña Cecilia Caballero.
La labor principal de Néstor Pineda Gutiérrez, al lado de otros distinguidos colombianos,
fundadores del Instituto Cultural Colombo-Soviético (hoy León Tolstoi), como Alfonso López
Pumarejo, Jorge Zalamea, Eduardo Zalamea, Otto de Greiff, León de Greiff, Luis Vidales, Agustín
Nieto, Gilberto Vieira, Álvaro Pío Valencia, Rafael Baquero, fue tender los lazos de amistad con el
país euroasiático que tantos logros había tenido en el progreso social y científico, amén de que fue
el adalid en la defensa de Europa, y del mundo, contra la frenética y cruel arremetida hitleriana y
fascista, con motivo de la segunda guerra mundial. La solidaridad de Colombia con la causa de los
aliados, tuvo su más importante y simbólica expresión en haber enviado nuestra primera
delegación diplomática a Moscú, en el invierno de 1944, en pleno fragor de la guerra.
En más de una oportunidad, me acerqué a las puertas del mencionado instituto, sin atinar a
entrar. Tanto recelo nos causaban los rusos, debido a la mala propaganda de la ya larga guerra
fría. Esta vez, en 1966, estaba don Néstor (tal como yo lo llamaba), al fondo de un largo zaguán. Él
me estaba observando con mucha atención y, por lo mismo, tuvo a bien decirme: “Yo lo he visto
asomarse por aquí, joven”, “¿Qué se le ofrece?”. Le contesté que quería estudiar en Moscú. Acto
seguido le mostré mis certificados, con excelentes calificaciones, y me dijo, sin rodeos, que con
ellas perfectamente podía aspirar a una beca. En tres meses obtuve la respuesta positiva y desde
ese momento, me convertí en asiduo visitante del Instituto, donde tenía como primer interlocutor
a don Néstor. Un día en que él estuvo de visita, en la Universidad de la Amistad de los Pueblos,
tuve la oportunidad de saludarlo y agradecerle la gestión que realizó para que el Ministerio de
Educación de la Unión Soviética, me concediera la beca de estudios.
A mi regreso a Colombia, como profesional, afiancé mi amistad con don Néstor, al punto de que,
nunca dejé de visitarlo en su despacho cuando yo viajaba a Bogotá, desde Popayán. En una
oportunidad en que le llevé de regalo media botella de aguardiente, me dijo que había que
tomárnosla, sin demora. Con las primeras copas, nuestra conversación se volvió amena y, por
demás, amistosa. En confianza me dijo don Néstor que quería, desde hace tiempos, mostrarme
una fotografía. La sacó de su bolsillo izquierdo, con el comentario, de que, aunque yo no lo
creyera, él era una persona importante. En dicha fotografía don Néstor se encontraba a manteles,
como anfitrión único, de Stalin, hecho que me dejó impresionado. Después de otras copas, don
Néstor sacó otra fotografía de su bolsillo derecho y, en esta oportunidad, vi su imagen al lado de
Mao Tse-Tung, también a manteles, como único invitado. Esas dos fotografías fueron elocuente
demostración de que don Néstor Pineda Gutiérrez, era uno de los colombianos más prestigiosos
dentro de la política internacional, gestor cultural y amigo y entusiasta de la paz.
Cada vez que visitaba a don Néstor, en el Instituto, invariablemente me decía, a modo de chiste
cruel: “¿Ya viniste a ver si no se ha muerto este viejito?”. Era tanto el afecto que tomé por don
Néstor, que llegué a pensar que él hacía, desde hace varios años, las veces, de papá, ya que
siempre me dio sabios consejos y me convertí, poco a poco, en una suerte de confidente y buen
amigo. Con su desaparición física, perdí uno de los alicientes más grandes para poder visitar, con
provecho, a Bogotá y, de paso, conocer, a profundidad, lo que pasaba en dicha capital y en todo el
país a partir de la mirada científica y visionaria de una persona que, como don Néstor, era un
verdadero periscopio puesto en lo alto del acontecer colombiano.
El principal fruto de los esfuerzos diarios de Néstor Pineda Gutiérrez es haber conseguido, a largo
de medio siglo, casi 10 mil becas, para que estudiantes de todas las clases sociales, pero
especialmente de las más humildes, pudieran estudiar en Moscú y en otras ciudades rusas, en las
mejores universidades, con el objeto de que siempre volvieran al país con fuertes conocimientos y
renovados aires de cultura y optimismo. Yo soy parte de esos profesionales que nos formamos
dentro del socialismo y hemos servido a la nación colombiana (la gente) como profesores,
investigadores, médicos, ingenieros, juristas, agrónomos, músicos y artistas. Siempre fue en alza el
número de becas otorgadas por el gobierno ruso, como premio al excelente rendimiento de los
becarios colombianos. Rusia sigue apoyando ese programa de becas a través del Icetex y,
parcialmente, del Instituto Cultural León Tolstoi, sito en el barrio La Candelaria.
Obras:
La perestroika.
MARÍA MERCEDES CARRANZA
Poetisa original, ensayista, gestora cultural. Nació en Bogotá, en 1945. Murió en Bogotá, en 2003.
Cómo no recordarla siempre, mirándolo a uno, por encima de sus gafas, con un gesto amable,
sonriente, condescendiente, justamente, cuando nos asomábamos por la Casa de Poesía Silva, que
ella había fundado y organizado, decenios atrás (1986), en la misma residencia, que fuera, del gran
vate nacional, el más consagrado, José Asunción Silva. Allí, desde su escritorio, atendía a todo
visitante, encumbrado o humilde, lo escuchaba, lo guiaba, lo había sentir parte de esa ilustre
institución de cultura.
Mucho trabajo se notaba, y se nota, a ojos vista, de lo que hay detrás de la Casa de Poesía Silva,
para enaltecer el nombre del más meritorio y afamado poeta de la nación colombiana, un gran
desconocido y hasta vilipendiado por varios de sus coetáneos, por envidia, más que por ignorancia
crasa. Los frecuentes recitales, las publicaciones, las grabaciones, los concursos, los premios y
otras actividades, han reivindicado, sobradamente, el nombre del gran poeta bogotano y, por
estos años, ya no queda duda de que José Asunción Silva, bogotano de origen, es un bardo
emblemático de Colombia y será un orgullo perenne de nuestra nación, por los siglos de los siglos.
Buena parte de esta merecida fama, se debe a la labor constante de María Mercedes Carranza, la
maestra porfiada en enaltecer su nombre, después de muchos años de olvido irresponsable.
Conocí a la maestra Carranza, así yo le llamaba, porque lo era, y en alto grado, cuando ella
codirigía, con el también literato Fernando Garavito, el suplemento “El Estravagario”. del periódico
El Pueblo, de Cali, hacia 1976. En dicho suplemento, me permitieron publicar algunas indagaciones
dialectales que yo había hecho durante mis estudios en el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá y, ese
fue el motivo, para que yo mantuviera una comunicación con ella en años posteriores. Mucho me
complació saber que el poeta Armando Orozco Tovar, por iniciativa y de la mano de María
Mercedes Carranza, se hubiera especializado en la vida y obra de José Asunción Silva, para poder
presentar, en la Casa Silva, ante diversos públicos, y de la manera más idónea y lúdica, la
semblanza de nuestro eximio poeta.
Recuerdo, con pesar el día de finales de 2003, en que María Mercedes Carranza, me contó como el
flamante alcalde Antanas Mockus, verdadero encantador de serpientes, con el juego de sus
manos, le dijo que no podía bajarle los impuestos a la Casa Silva, aduciendo razones de
privilegiada ubicación territorial de ese inmueble y otras disculpas burocráticas. Dicha
determinación oficinesca de Mockus, verdadera alcaldada, fue uno de los móviles, de mayor peso,
para que la maestra Carranza, tomara la decisión irrevocable de autoeliminarse. Qué rabia sentí,
esa mañana del 12 de julio de 2003, cuando el mencionado ya ex-alcalde, derramaba lágrimas de
cocodrilo, al pie del féretro, de quien en vida no le mereció aprecio verdadero y debida atención a
sus súplicas. Ese personaje es uno de los ídolos de barro, frente a los cuales, parte de nuestro
pueblo se sigue prosternando, sin saber de su dudosa calidad humana, hábilmente mimetizada.
Sin embargo, hay que reconocerle que es un gran actor, en una sociedad, cuyo grueso, no sabe de
teatro ni tiene la más elemental preparación política.
En mayo de 2003, a dos meses del trágico fallecimiento de la maestra Carranza, recuerdo como
ella, gentilmente, me ofreció propiciarme un recital, en la Casa de Poesía Silva, como intérprete de
mis propias canciones y como musicalizador de versos de poetas consagrados. “Te presentaré en
septiembre y te haré la publicidad necesaria para que muestres tu obra”, fueron sus palabras, que
yo guardo gratamente en mi memoria. Espero hacer ese recital en su memoria y como un
modesto reconocimiento a su labor cultural al frente de dicho establecimiento. Ni que decir tengo,
de su gran contribución al desarrollo de la poesía nacional, de cara a su modernización, en cuanto
forma y contenido humanista.
Obras:
“Tengo miedo”, “Vainas y otros poemas”, “De amor y desamor y otros poemas”, “Hola soledad”,
“El canto de las moscas”, “Razones del ausente”, “Poesía reunida”, “Colección ICBF de literatura
infantil”, “Vejeces”, “Antología”, “Poesía completa”.
JOAQUÍN MOLANO CAMPUZANO
Químico, biólogo, geógrafo, limnólogo, luchador por la paz mundial. Nació en Bogotá, en 1913.
Murió en Bogotá, en 2003.
Conocí a este científico, en 1964, el mismo día en que la Universidad Jorge Tadeo Lozano, de la
cual él era rector, tuvo el acierto de tener como invitado de honor a Robert Oppenheimer, padre
de la bomba atómica. No era la primera vez que el doctor Molano Campuzano invitaba a un
científico de primera talla. El hecho de haber fundado facultades de vanguardia, como Ciencias
del Mar, Ingeniería Geográfica y Recursos Naturales, implicaba estar en contacto directo con el
palpitar de la ciencia mundial. No hubo campo de las ciencias naturales donde Molano
Campuzano no hubiera incursionado, bien por acción directa o a través de sus múltiples asesores o
investigadores. A propósito de las novedosas facultades, tuvo que hacer convenios inmediatos
con entidades como la Armada de Colombia y con universidades del Brasil y de Europa, que ya
estaban ocupadas, hacía decenios, de la investigación en esos campos del saber.
De otro lado, el doctor Molano Campuzano, era un luchador incansable por la paz mundial, razón
por la cual, sus desplazamientos alrededor del mundo eran asunto frecuente. Eso mismo le sirvió
para tener los más variados contactos, con gente de la ciencia, las letras y el humanismo. Durante
mucho tiempo fue el Presidente del Consejo Mundial de la Paz, donde tuvo un gran desempeño y
gran reconocimiento internacional. Pocos colombianos han tenido la suerte de ser científicos y
mensajeros de la paz, como lo fue él, precisamente, en tiempos en que la guerra fría amenazaba
con hacer desaparecer la raza humana de la faz del planeta. Su voz se dejó oír en diversos foros
mundiales, como la representación de Colombia, así no fuera el vocero oficial de nuestro Estado,
más alineado al lado de la guerra, que de la paz, a fuerza de ser aliado de incondicional de los
Estados Unidos.
Tuve la suerte y la satisfacción, de poder haber acompañado al doctor Molano Campuzano, en el
verano de 1979, en varios recorridos por Moscú y de haberlo atendido en mi casa (apartamento),
donde él pudo conocer más de cerca la vida de los rusos, sus costumbres y tradiciones. En todas
partes se interesaba por la geografía, por la Naturaleza, por la ciencia y la técnica. Donde podía,
compraba instrumentos de medición, no importaba que se tratase de un telescopio o un
microscopio. Todo lo llevaba para su universidad, donde profesores y estudiantes podían estar en
contacto directo con los mejores adelantos de la época.
Es una lástima que Colombia desconozca la labor transformadora de la sociedad, que insignes
compatriotas, como Molano Campuzano, desempeñaron en otros decenios. Obliga reconocer, que
él introdujo el estudio de las ciencias naturales, la pedagogía moderna, las técnicas audiovisuales,
el diseño, el arte pictórico y musical, la idea del bienestar estudiantil, el establecimiento de
facultades en horario nocturno, para dar la oportunidad de formación académica a jóvenes que
trabajan durante el día.
Obras:
“La riqueza inexplotada”, “El lago de Tota” (tres tomos), “La Amazonia, mentira y esperanza”.
LUIS EDUARDO MORA OSEJO
Biólogo, botánico, científico. Nació en Túquerres, en 1931. Murió en Bogotá, en 2004.
Conocí a este pariente lejano en Bogotá, en la Universidad Nacional de Colombia en 1966, cuando
él fungía como decano de la Facultad de Ciencias, que él mismo había fundado. Varias veces lo
visité en el campus de dicha universidad, donde él era profesor e investigador en el área de
botánica. Sus inquietudes científicas, las empezó a despertar en el colegio San Luis Gonzaga, de
Túquerres, donde tuvo la oportunidad de interesarse por la Naturaleza y por las lenguas que,
como el inglés, el francés y el latín, se impartían por esos años. El profesor Charles Smith, de
procedencia alemana, lo introdujo en el estudio del alemán y de los nombres científicos de las
plantas del entorno tuquerreño. Con esos insumos se formó en la Universidad Nacional de
Colombia y luego se especializó en Maguncia, Heildelberg y Harvard.
La mayor parte de mis encuentros con el eminente botánico, se dieron casi siempre en la
Universidad Nacional, a donde lo iba a visitar. En una ocasión, sí tuve el gusto de tenerlo en mi
casa (apartamento) de Moscú, cuando él asistió a un evento en la Academia de Ciencias de la
Unión Soviética, por allá en el año de 1979. Él siempre me recordaba sus excursiones, por los
alrededores de Túquerres, en busca de hierbas del campo para poderlas estudiar y clasificar. A
varias les otorgó nombre científico y las comparó con otras iguales, o similares, que encontró a lo
largo de la geografía nacional.
En particular, comentábamos sobre la flora de Iboag, una aldea a cinco kilómetros de Túquerres,
en donde, entre otras plantas, crece una especie de uva silvestre llamada “cherche” por los
lugareños. El doctor Mora Osejo, me comentó que dicha especie la volvió a hallar en las montañas
de Caramanta, Antioquia, sin saber, a ciencia cierta, cómo había llegado a esos lugares, tal vez
transportada por los pájaros, pero, ¿de dónde a dónde? Él me refirió, además, que alguna vez
preparó un exquisito vino a partir de esos “cherches” que puso a fermentar, obteniendo una
bebida de color morado, parecida al tinto Isabella.
Estando el doctor Mora Osejo, de estudiante de doctorado en Maguncia, mandó a solicitar la
mano de la señorita Alicia Sánchez, quien luego fuera su esposa de toda la vida. No dejó de ser un
hecho insólito para la sociedad de una pequeña ciudad, como Túquerres, que un joven estudiante
se casara, por poder, en una embajada, y enviara los tiquetes para que su novia se desplazara a
Alemania, en donde él estudiaba. El ejemplo académico del paisano Mora Osejo, siempre pesó en
nuestras mentes juveniles y, posiblemente, por esa razón, varios tuquerreños decidieron volverse
profesionales y, en varios casos, tomar el camino de la ciencia y las letras. Valga la pena decir, que
otros dos hermanos del biografiado, fueron destacados profesionales, como Humberto Mora
Osejo, presidente del Consejo de Estado y Luciano Mora Osejo, fundador de la Facultad de
Matemáticas de la Universidad de Las Villas, en Cuba.
Para terminar, el doctor Luis Eduardo Mora Osejo, con la infinita sencillez que lo caracterizaba, me
contó que durante los veinte años que fue presidente de la Academia Colombiana de Ciencias,
siempre fue el traductor de oficio de todos sus colegas científicos, debido al amplio dominio que
tenía de media docena de lenguas, que paradójicamente, empezó a dominar en Túquerres desde
su época de estudiante de bachillerato. Es muy probable que la memoria de este eminente
científico, se pierda en los años y en su ciudad natal ya nadie se acuerde de él. Sin embargo, sus
libros reposan en diversas bibliotecas de Colombia y del exterior y un colegio de Pasto lleva su
nombre.
Obras:
“Estudios morfológicos, autoecológicos y sistemáticos en angioespermas”, “Estudios ecológicos
del Páramo Alto-Andino de la Cordillera Oriental de Colombia”, “Contribuciones al estudio
comparativo de la conductancia y la transpiración foliar de especies de plantas del páramo”.
MANUEL ZAPATA OLIVELLA
Médico, escritor, antropólogo, etnólogo. Nació en Lorica, 1920. Murió en Bogotá, 2004.
Vi, por primera vez, al doctor Manuel Zapata Olivella, en el barrio Santafé, donde él vivía y, yo
también vivía, con una distancia de media cuadra. Era normal que los intelectuales, periodistas, los
artistas y los futbolistas vivieran, entonces, en ese normalísimo sector de Bogotá, de
construcciones estilo inglés, en medio de gente decente, de buenas costumbres y con bastantes
comodidades. Además, a pocos minutos del centro, para emprenderla a pie. Cerca de las oficinas
administrativas, de las universidades, de los cines y teatro, las tiendas grandes.
Allá yo saludaba, con una venia, al ya famoso médico y escritor y él me contestaba, también, con
otra venia y un corto saludo. Tal vez él podía adivinar mi admiración, por su personalidad y por su
obra, pero me imagino que, igualmente, mucha gente lo conocía, lo saludaba y guardaba por él un
profundo respeto. No era para menos, sentir admiración por un hombre que había recorrido
tantos lugares, estudiado tanto y se había preocupado, a fondo, por conocer el legado de los
negros de Colombia, sus tradiciones, por reivindicar sus derechos, por combatir la descarada
discriminación, aquí y en otros países, como le tocó sufrirla en los Estados Unidos en su época de
estudios. Su trayectoria intelectual ya se conocía en esos años y se acrecentó con el tiempo, como
era de imaginarse.
Después de que yo terminé mis estudios de filología, con toda propiedad, lo abordé en Bogotá, y
lo contacté en Popayán, durante sus visitas académicas a la Universidad del Cauca. Allí hice una
buena amistad con el famoso médico y escritor, a quien le mostraba mis trabajos musicales,
relacionados con la trietnia caucana y, en general con el mestizaje colombiano. Un día de 1994, le
entregué mi cancionero “Rosas y Espinas, América-1992” y mi casete titulado “Canciones para el
Cauca y Colombia”, con el objeto de que me diera después una opinión sobre esas obras. El caso
es que al siguiente año de nuestro encuentro, en Popayán, me dijo que mi cancionero y mi casete,
según sus palabras, “habían clasificado como materiales para el Centro de Estudios
Afrocolombianos”, que él mismo dirigía.
Era, por demás interesante, ver al maestro Zapata Olivella, discurrir, sobre asuntos antropológicos,
etnográficos y lingüísticos, con la mayor propiedad y sencillez, encaramado en la esquina de
cualquier pupitre de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Cauca y luego, salir,
tranquilamente, a tomarse un café con una muchedumbre de estudiantes y profesores de ese
centro educativo. Parecía de mentiras que una persona de tan alta preparación nos visitara y se
mostrara absolutamente humilde, tal vez, como cuando caminaba de niño y de joven, por las
calles de su querida Lorica.
El legado cultural que dejó el doctor Manuel Zapata Olivella está por estudiarse, para producir más
conocimiento y echar luces sobre la importancia de estudiar el aporte de los hermanos negros a
toda la cultura y la economía colombianas, para llegar a tener, desde ahora y para siempre, una
nación justa, que sea dueña absoluta de su hermoso país, sin cortapisas de soberanía, donde se
pueda oír la voz de todos, sin tener que ponerse silenciador, como hasta ahora lo hemos venido
haciendo las capas de la población menos favorecidas. Para que se acaben el racismo, el
regionalismo insano, el odioso centralismo y todas las formas de discriminación, abiertas o
veladas.
Obras:
“He visto la noche”, “Arroz amargo”, “Changó el gran Putas”, “En Chimá nace un santo”, “Tierra
mojada”, “Los pasos del indio”, “La calle 10”, “Detrás del rostro”, “Chambacú, corral de negros”,
“El cirujano de la selva”, “Historia de un joven negro”, “Fabulas de Tamalameque”, “La rebelión de
los genes”.
ARTURO ALAPE
Historiador, escritor, periodista, guionista, pintor, escultor, educador. Nació en Cali, en 1938.
Murió en Bogotá, en 2016.
El mayor mérito de este escritor, investigador y artista, el de haber sido el único historiador que
estuvo, un buen tiempo, al lado de los rebeldes, en el mismo foco de la guerra clasista de
Colombia, que empezó hacia 1936 y que sólo se vino a atenuar, parcialmente, en 2016, con un
acuerdo entre el gobierno de Colombia y los insurgentes de las Farc. Arturo Alape, un historiador
de excepción, voluntario y decidido, que decidió pasar en el monte, conociendo de cerca a los
personajes protagonistas de la contienda e historiando, como debe hacerlo cualquier profesional
responsable, que ejerza su oficio: el ingeniero diseñando y haciendo casas, el veterinario, curando
el ganado, etc.
Desafortunadamente la historia de Colombia la han hecho los catedráticos, desde los cómodos
sillones universitarios, rumiando libros viejos, despistando a los estudiantes con discursos
trasnochados y, en el peor de los casos, llevándoles trasuntos de pseudohistoria, de esa que se
elabora en los cuarteles y que rubrican posudos generales, que presumen de académicos. Esa
historia fementida, edulcorada, que por ningún lado huele a pólvora, ni a napalm, ni trae el eco del
fragor de los combates y los constantes bombardeos. Diciéndolo, con espíritu veraz, sin ironía:
¿Quién bombardea a quién?
Arturo Alape, por haberse trasladado a historiar desde el monte, tuvo siempre la persecución de
los militares y órganos de seguridad, razón por la cual le tocó vivir varios años en el exterior (Cuba
y Alemania), tiempo que él aprovechó para hacer, lo que sabía hacer: historiar y enseñar a
investigar. ¿Y cómo investigar? Por medio de dos fuentes preciosas: la bibliográfica (los libros) y la
tradición oral (lo que cuenta el informante, ese coetáneo, que responde a preguntas encauzadas,
o simplemente cuenta lo que siente). No nos cabe la menor duda de que para llegar a ser
historiador de la talla de Arturo Alape, se necesita tener grandes dotes de investigador, escritor y
armado con fuertes conocimientos de la historia misma, la geografía, la sociología, la literatura y la
estadística. Es mucho lo que el maestro Alape leyó y preguntó, para llegar a conformar uno de los
legados más grandes relacionados con la lucha de resistencia del pueblo colombiano a lo largo de
siete décadas.
En marzo de 2004, a pocos días de haber lanzado mi libro: “Ese globo se cae”, tuve la oportunidad
de presentárselo en Popayán a este distinguido historiador, quien lo hojeó y, con sentida emoción,
me dijo que lo leería. Fue, precisamente, en dicha ciudad, durante una Feria del libro, que
organizó el semanario El Informativo, donde Arturo Alape fue invitado de honor; su intervención
y sus juicios, tuvieron toda la acogida que se merecían. Supimos con tristeza de su temprano
deceso en la capital de Colombia, donde él siempre estuvo desempeñando sus actividades de
historiador y educador.
Obras:
“La bola del monte”, “Las vidas de Pedro Antonio Marín”, “Tirofijo: los sueños y las montañas”, “El
Bogotazo: memorias del olvido”, “Luz en la agonía del pez”, “Noche de pájaros”, “Cadáver
insepulto”, “Guadalupe, años sin cuenta” (coautor).
JAIRO ANÍBAL NIÑO
Escritor, dramaturgo, poeta, profesor universitario. Nació en Moniquirá en 1941. Murió en Bogotá
en 2010.
Conocí a este importante literato boyacense, en una sala de lectura del hospital San José, de
Popayán, justamente, cuando terminó de dictar una conferencia a niños enfermos, a médicos,
estudiantes y docentes de la Universidad del Cauca. Conferencia que fue, a la vez, una
representación lúdica de sus poesías, narraciones y de sus cuentos, pensada para aliviar los
dolores de los infantes, durante su permanencia en ese establecimiento hospitalario. Antes de esa
experiencia poética, a nadie de nosotros los docentes, se nos había pasado por la mente, que se
podría aprovechar el tiempo de la enfermedad y convalecencia de los niños para hacer pedagogía
y llegar a sus más hondas fibras.
Después de esa magnífica intervención de Jairo Aníbal Niño, todos los profesores de la Universidad
del Cauca, nos dimos a la tarea de conocer un poco más de la obra de este eminente literato, que
había dedicado toda su vida a enseñarle a la nación colombiana, cómo hay que educar los
sentimientos en todas las edades, pero fundamentalmente, en los años de la infancia. El poder de
la palabra de Jairo Aníbal Niño era arrollador, por lo profundo y dulce. En la escena parecía un
mago, un prestidigitador de la acción y la palabra. Su experiencia en el teatro, como actor y como
autor de obras dramatúrgicas, lo pusieron, muy temprano, a la vanguardia de todos los autores de
literatura infantil de Colombia, hecho que le mereció muchos galardones, tanto nacionales como
internacionales, en América Latina y en Europa.
Fue en ese hospital universitario, donde empecé una amistad literaria y artística con Jairo Aníbal
Niño. Inmediatamente le conté que yo era autor de un sinnúmero de canciones para niños, con
las cuales me proponía hacer pedagogía, principiando por llevarles un mensaje reflexivo y sencillo
a mis propios hijos, con cantos para el día de los cumpleaños o para inculcarles amor por el
prójimo, por la Naturaleza y para crear valores, como la solidaridad y la fraternidad humanas. En
ese ideario coincidí plenamente con el dramaturgo, circunstancia por la cual me di a la tarea de
enviarle parte de mis trabajos musicales, que él con toda puntualidad justipreciaba.
Un día me contó, por teléfono, que iba a ser abuelo, por primera vez, hecho que para mí no pasó
desapercibido. Inmediatamente me puse a la obra de concebir una canción que representara, a
cabalidad, el papel de ese nuevo abuelo, teniendo en cuenta las singulares cualidades humanas de
Jairo Aníbal Niño, un hombre de una extraordinaria sensibilidad y finura. Pronto la canción estuvo
terminada y se llamó “El abuelo”, en ritmo de gavota. El insigne maestro quedó encantado con mi
creación y más de una vez me llamó para decirme que me esperaba en su casa de Bogotá, con la
intención de que nos tomáramos una botella de vino Dubonnet y la escucháramos y
comentáramos. Hecho que nunca se dio por las ocupaciones docentes de ambos, pero la amistad
se mantuvo hasta el final.
Estamos en deuda todos los colombianos, frente a la memoria del maestro Jairo Aníbal Niño y con
nuestra propia infancia, de leer y releer los cuentos y relatos para niños, los mismo que con tanto
amor, dedicación y conocimiento de causa, escribió y representó este escritor y artista boyacense,
a lo largo de su vida.
Obras:
“El monte calvo”, “La alegría de querer: poemas de amor para niños”, “Preguntario”, “Puro
pueblo”, “Aviador Santiago”, “Zoro”, “De las alas caracolí”, “El quinto viaje”, “El árbol de los
anhelos”, “Los superhéroes”, “El río de la vida y el futuro”, “La hermana del principito”, “Orfeo y la
cosmonauta”, “Historia nomeolvides”, “El hospital y la rosa”.
DAVID SÁNCHEZ JULIAO
Escritor, periodista, locutor, gran conversador, diplomático. Nació en Lorica en 1945 y murió en
Bogotá en 2011.
Siempre sentí curiosidad de conocerlo. La circunstancia se dio, muy fácilmente, hacia 2009, a la
salida de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, del año mencionado. Lo abordé en la misma
puerta y le conté que era amigo de los Nieves, músicos y profesionales cordobeses, oriundos de
Planeta Rica. Entramos, inmediatamente, en confianza y le conté que yo tenía la influencia
necesaria como para que lo invitara el diario El Liberal de Popayán, con el fin de que hiciera unas
presentaciones en el teatro Guillermo Valencia y en la Universidad del Cauca. Efectivamente, así
ocurrió. El escritor viajó a la capital caucana y por unos días nos deslumbró con su palabra y nos
hizo conocer pormenores de su vida literaria. En Popayán se mostró como el mejor conversador
de este país.
De paso nos contó que él se volvió escritor en Popayán, a la edad de 11 años, en una Semana
Santa payanesa, cuando vino desde Medellín, donde estudiaba bachillerato, a conocer a unos
parientes, que lo recibieron calurosamente. El caso es que el espectáculo de las procesiones de
imágenes de Popayán, de la semana mayor, lo impresionaron tanto, que en esos días preparó una
composición para presentar, como tarea, a su regreso a Medellín. Dicha composición, la leyó, en
su clase de literatura, orientada por el sacerdote, rector del establecimiento educativo, quien
después de felicitarlo le dijo: “Davidcito: haz hecho una redacción tan pulida que, desde hoy, te
has inaugurado como escritor”. Nos contó David Sánchez Juliao, que ese juicio del rector, lo tomó
muy a pecho y desde ese año, 1956, se consideró, con toda propiedad, un escritor, a pesar de sus
cortos años.
Con el literato loriquero recorrimos las calles de Popayán, explicándole diferentes aconteceres,
hablándole de personajes típicos, comentándole el significado del nombre de ciertas calles. Todo
lo deslumbraba: los portales, los patios de las casonas, la elegancia de las construcciones de la
Universidad, el paisaje de Popayán, la solicitud de la gente, la armonía con que le parecía que
convivía la trietnia caucana, la alegría y a la vez, la rebeldía, de un lado, y, la conformidad, que se
notaba en el grueso del pueblo. Después de esa fecha ya no volvió a Popayán y muy pocas veces
oímos la voz viva de tan distinguido escritor.
Mis hijos recuerdan con nostalgia, cómo se divertían escuchando, por horas, los casetes de
Sánchez Juliao, especialmente “El Flecha” y “Abraham Al Humor”, donde aprendieron a conocer la
inmigración árabe, dentro del contexto de nuestros alegres hermanos costeños del Caribe. Por
asuntos de normal desorden casero, eso casetes se confundieron, cualquier día, y mis hijos
pensaron, por largo tiempo, que su madre y, tal vez yo, los habíamos escondido para que ellos
pudieran “aprovechar mejor el tiempo”, sin maliciar, siquiera, que en dichas grabaciones había
más sapiencia y enseñanzas, que en los tratados de historia colombiana y en los textos de
geografía y sociología.
Nunca más volví a ver en persona al famoso escritor cordobés, pero su voz aún arrulla mis oídos,
como si pasara por ellos, como un ritornelo, el caudaloso río Sinú.
Obras:
“El país más hermoso del mundo”, “¿Por qué me llevas al hospital en canoa, papa?”, “El arca de
Noé”, “Historias de Raca Mandaca”, “Nadie es profeta en Lorica”, “Cachaco, palomo y gato”, “Mi
sangre aunque plebeya”, “El Pachanga”, “Abraham Al Humor”, “El Flecha”.
OTTO MORALES BENÍTEZ
Escritor, historiador, docente, estadista. Nació en Ríosucio, en 1920. Murió en Bogotá, en 2015.
Por gentileza de mi amigo escritor, Carlos Bastidas Padilla, conocí a este eminente humanista, en
Popayán, donde se encontraba de visita. Desde siempre tuve la idea de que el doctor Otto
Morales Benítez, representaba lo mejor de la nacionalidad colombiana, por su preparación
intelectual y por sus actuaciones en favor de la armonía y el mejor estar de la gente. El centenar
de títulos publicados, entre disquisiciones históricas y sociológicas y tratados de jurisprudencia,
nos lleva a entender que este autor constituye una de las cifras más altas de la preparación
humanística de los colombianos, dedicado toda su vida a la indagación, la creación y la docencia,
toda vez que él siempre quiso llevar la luz del conocimiento y de la verdad a la mayor cantidad de
connacionales.
Escribía simultáneamente cuatro y cinco libros, en los cuales avanzaba a pasos de gigante, tal
como lo pudimos constatar en el piso dieciocho de Colpatria de Bogotá. La mayor parte de sus
publicaciones las obsequiaba, no sin antes, escribir la dedicatoria personalizada a cada uno de sus
agraciados destinatarios. Los libros que le quedaban, los distribuía en librerías, con cuya venta
ayudaba a financiar la próxima edición. Sus recursos los obtenía de los honorarios que recibía
como abogado, docente y conferencista excelente. Un centenar de sus obras se publicaron y otro
centenar aún está por ver la luz.
Cuando él iba a Popayán, se deleitaba repasando las calles, por donde había pasado de joven, en
calidad de estudiante. Terminó el bachillerato en la Universidad del Cauca y empezó la Facultad de
Derecho, del mismo establecimiento, de donde fue separado por disposición del rector Hartmann,
un personaje de origen alemán, partidario de Hitler, quien acusó al estudiante riosuseño de haber
promovido una manifestación en 1939, en contra del infame dictador. El joven Otto Morales
Benítez, se trasladó a Medellín, sin ningún certificado de la Universidad del Cauca, por cuenta de la
misma expulsión, razón por la cual, le fue bastante difícil ingresar a la Universidad Bolivariana. El
rector de este establecimiento, lo recibió con la estricta condición de que se mantuviera con la
boca cerrada, si quería adquirir un título profesional. Así lo hizo y aprovechó el tiempo durante su
permanencia en dicha universidad, para adquirir las mejores armas intelectuales, con las cuales se
defendió, sobradamente, en su vida profesional y de estadista en Bogotá, por varios decenios.
Viajó por varias ciudades de Colombia, de América Latina y de Europa, predicando su credo liberal,
entendido como la plena libertad de pensamiento, en concordancia con un accionar democrático
sin tacha. Fue asesor de diversas administraciones de la República y, en particular, ministro de
trabajo del gobierno de Alberto Lleras Camargo, con quien tuvo una enorme cercanía intelectual.
Otto Morales Benítez, tuvo grandes ejecutorias como hombre de Estado y fue, durante largo
tiempo, vehículo de la paz, hasta la época del presidente Belisario Betancur, cuando declinó
cualquier nueva participación en ese campo, por cuanto llegó a considerar que “la paz en
Colombia, tiene muchos enemigos solapados”. Sin embargo, nunca dejó de dar opiniones sabias a
cerca del intento de conseguir un acuerdo nacional, que sacara a la nación de la guerra de clases
en que se había sumido hace más de siete décadas. Sus últimas declaraciones políticas son
elocuentes y dicen a las claras de conocimiento profundo del conocimiento de la historia:
“Ninguna de las dos partes enfrentadas en la guerra negocia para ir a dar a la cárcel”.
De tantos libros y escritos sabios, ocupa un lugar destacadísimo la obra “Carta a mis nietos”, una
de las reflexiones más profundas y acertadas, sobre el devenir de la patria, donde plantea, de
manera temprana, que el llamado “neoliberalismo”, es una de las prácticas políticas más nefandas
que se han implantado en Colombia y en América Latina, que nos llevarán casi que,
apocalípticamente, a la liquidación de nuestra soberanía cuando seamos completamente
cooptados por el capitalismo salvaje y, eventualmente, invadidos por los Estados Unidos y la
OTAN, en el momento en que no podamos pagarles las deudas y, peor aún, cuando nos resistamos
a aceptar su mandato. Más de una vez ellos ya nos han anunciado su intención de hacerlo, por de
pronto, tildándonos de país paria, como cuota inicial de sus pérfidos designios.
La obra total del doctor Otto Morales Benítez, que cubre los campos de la historia, la sociología, la
jurisprudencia y el humanismo, en general, está por estudiarse. El Estado colombiano, tiene la
obligación moral de fomentar el estudio de esa magna obra, de conservarla y reeditarla para la
permanente reflexión sobre los destinos de Colombia. Un adelanto de esa empresa es el centro de
estudios CENTOTO, fundado por el mismo Otto Morales Benítez y su familia, en el barrio Palermo
de Bogotá, donde el grueso del público puede recrearse con sus libros, distribuidos en varios pisos,
en un ambiente acogedor, donde hasta una madre puede sentarse a leer, mientras deja a su niño
en una sala-cuna ubicada en el último piso de dicho centro.
Don Otto Morales Benítez, como siempre llamé a este ilustre personaje, fue amigo de mis hijos y
ellos disfrutaban, enormemente, de su conversación y se hacían reflexiones sobre sus profundas
enseñanzas. Gozaban de sus carcajadas, que, por cierto, se volvieron famosas en el ámbito
nacional. Una vez, don Otto, en un arranque de franqueza, me preguntó: “¿Qué tipo de risa, crees
que tengo yo?”. No lo pensé dos veces para decirle: “Es una risa animalesca” y al punto, don Otto
me respondió: “Eso es, tengo risa de animal”, agregando una estruendosa carcajada. Otro día,
que yo pasaba por el andén del Área Cultural del Banco de la República, de Pasto, al oír una
carcajada, pensé que, inequívocamente, era la del doctor Morales Benítez, que salía de ese
establecimiento. Cambié de planes y me fui a verlo, para terminar el día, haciendo un recorrido
con él y un séquito grande de sus admiradores intelectuales, por diversos sitios de interés de la
ciudad.
Obras:
“La aguja de marear”, “Líneas culturales del gran Caldas”, “Liberalismo: destino de la patria”,
“Muchedumbres y banderas” “Derecho precolombino”, “Ensayos históricos y literarios de Uribe
Uribe”, “Defensa del Habeas Corpus” “Cristos y Bolívares de Arenas Betancur”, “Mestizaje e
identidad en Indoamérica”, “Derecho agrario: lo jurídico y lo social en el mundo rural”, “Política y
corrupción: carta a mis nietos”.
FERNANDO ORAMAS
Pintor muralista, caricaturista, dibujante. Nació en Bogotá en 1925. Murió en Bogotá, en 2016.
Empecé a conocer la obra pictórica del maestro Fernando Oramas, a partir de la observación del
enorme mural que embellece la sala principal del Instituto Cultural León Tolstoi. Allí se aprecia la
potente alegoría de un pueblo que marcha triunfante “por las amplias avenidas”, con banderas y
estandartes al viento, anunciando la alborada de su liberación, que en nuestro caso, sería ya la
segunda, después del largo colonialismo español.
Buena parte de su formación, el maestro Oramas, la recibió en México al lado del famoso pintor
David Alfaro Siqueiros, donde aprendió a fondo el muralismo. Fue grande su desempeño en
México, pero el fuerte de su obra lo hizo a su regreso a Colombia, donde luchó a brazo partido por
que la pintura mural llegara a ser conocida, porque entraña una gran función social, toda vez que
prepara las conciencias para los cambios que toda sociedad requiere para salir del
conservadurismo y el atraso.
El escritor australiano Walter Broderick, biógrafo del padre Camilo Torres Restrepo, ha sido uno de
los autores que mejor conoció al maestro Oramas, por haber compartido con él muchos
momentos de su vida y haberlo acompañado en varias actuaciones artísticas y literarias. La
vivienda del maestro Fernando Oramas, sigue siendo un verdadero laboratorio-taller de pintura,
donde reposan la mayor parte de sus cuadros, cuidados por quien fuera su esposa.
Meses antes de la muerte del maestro Oramas, tuve la ocasión de estar en su casa, donde junto a
sus dos hijos Ana María y Alejandro, pudimos interpretar, en guitarra, violín y flauta, varios pasillos
de su predilección, como “Vino tinto”, “La gata golosa”, “Ricitos de oro”, “Rondinela”. Y por
supuesto, mi pasillo “Maestro Fernando Oramas”, dedicado en su honor, obra que él ya conocía,
desde el homenaje nacional que se le rindió en el Instituto Cultural León Tolstoi, en 2015.
Obras:
Múltiples murales y pinturas, la mayor parte innominados.
ARMANDO OROZCO TOVAR
Poeta, escritor, periodista, pintor. Murió en Bogotá en 2017.
La primera vez que me encontré con su nombre, fue hacia los años ochenta, como autor de un
artículo cultural del semanario Voz y al poco tiempo, una poesía en una revista, igualmente
bogotana. Me intrigó la fuerza de su palabra, su voz joven, llena de amor y de protesta, con
acordes, muy colombianos, pero a la vez latinoamericanos y universales. Año tras año lo leí en
dicho semanario, sin saber que cualquier día lo conocería en los años noventa en algún recital, de
los que él ofrecía en sitios consagrados para ese arte.
Llegué a ser su conocido y luego su amigo. Cuando yo llegaba tarde a sus conferencias y recitales,
siempre hacía una pausa para saludarme, en voz alta, desde su sitio y recordarme que por mi
retardo “ya me había perdido lo mejor de su exposición”, lo cual hablaba, a las claras, del humor, a
flor de piel, que siempre tenía este poeta y cultor consagrado del idioma. Una vez también me
embelesé con la excelente presentación que hizo de la vida y obra de José Asunción Silva, tema,
que según él mismo me contó, llegó a dominar por gentil imposición de la maestra María
Mercedes Carranza, cuando fungía de directora de la Casa de Poesía Silva. Dicha presentación fue
un anecdotario sobre el consagrado poeta bogotano, pero lleno de serias reflexiones sobre su
obra y sobre el destino ulterior de la poesía colombiana, como que José Asunción Silva, se
convirtió, a partir de su trágica muerte, en el faro y piedra miliar de dicha manifestación de las
letras colombianas.
La poesía de Armando Orozco Tovar, tiene clara impronta social y está matizada por profundas
reflexiones sobre el destino contradictorio de la vida humana, donde no todo es quebranto, pero,
donde cada vez hay menos oportunidad para la alegría, debido a la desigualdad social que
predomina en Colombia y en la mayor parte de países del mundo. Varias instituciones donde
Orozco Tovar fue profesor o presentó recitales, se interesaron por sus versos y los publicaron en
formato de libro. En menor grado fue conocido como periodista y pintor, pero en estos campos
también incursionó con notorio éxito.
Sus raíces chocoanas siempre se manifestaron en sus poesías y ensayos, sin que dejara nunca de
lado su formación académica en Cali, Bogotá y La Habana. En todas partes tuvo maestros
excelentes, entre los que se contaron: Luis Vidales, Nicolás Guillén, amén de la formación política
que recibió en la Universidad de La Habana, de parte de Fidel Castro, Ernesto “Che” Guevara y de
otros dirigentes, que dictaban conferencias en dicho centro educativo.
Armando Orozco Tovar, en más de una oportunidad, pudo mostrar sus excelentes dotes de pintor.
Esto lo vimos en varias obras que vendía a sus amigos, lo mismo que sus libros, para aumentar sus
magros ingresos de modesto pensionado. Igualmente era un excelente culinario que traía, en sus
venas y en sus manos, las tradiciones bromatológicas del Chocó, de Cali, de La Habana y, por
supuesto, las bogotanas, las más cercanas a su ser cultural.
Obras:
“En lo alto del instante” “Asumir el tiempo”, “Para llamar a las sombras”, “Visiones”, “Del
sonánmulo imaginado”, “Radar del azar”, “Eso es todo”, “Notas amargas”.
JAIME LLANO GONZÁLEZ
Músico, organista, compositor. Nació en Titiribí, en 1932. Murió en Bogotá, en 2017.
Vi por primera vez y escuché en persona a este eminente organista titiribiqueño, en 1963, en el
radioteatro de la emisora Nueva Granada, de Bogotá, cuando se estilaba presentar a artistas
nacionales y extranjeros a un amplio público que solicitaba las boletas de entrada, por las
mañanas, en las oficinas de la citada emisora. Eran presentaciones estelares donde se daban cita
los mejores artistas y directores de orquesta de Colombia, como el mismo Jaime Llano, Lucho
Bermúdez, Pacho Galán y Ramón Ropaín, entre otros. De los artistas nacionales recuerdo a
Matilde Díaz, Carlos Julio Ramírez, Régulo Ramírez, Víctor Hugo Ayala, Conrado Cortés y varios
cantantes internacionales como Armando Moreno, de Argentina, Olga Guillot, de Cuba y Juan
Legido, acompañado por los Churumbeles de España.
Era frecuente ver al maestro Jaime Llano González, solo o acompañado de amigos, en la carrera
séptima de Bogotá dirigiéndose, seguramente, a alguna cita artística. También lo vimos a la
madrugada, salir de algún prestigioso club bogotano, después de sus presentaciones artísticas.
Tenía el maestro Jaime Llano el humor a flor de piel. En una oportunidad nos contó que, paseando
por el centro de Bogotá, un conocido suyo le pregunto “¿Estás tocando en la orquesta de Luisito,
en la televisión?”, a lo cual el maestro titiribiqueño le contestó: “No. Luisito, apenas toca las
maracas en mi orquesta”. Nos explicó don Jaime Llano que Luisito, era un músico intuitivo, que al
comienzo trabajaba en su casa haciendo mandados y que, en una oportunidad, ante la ausencia de
quien tocara las maracas, el maestro le enseñó a tocarlas y ese mismo día debutó con su orquesta
en RCN. Cosas del destino, pero que bien habla del talento innato que tenemos los colombianos,
pero que se pierde por la falta de formación artística y de oportunidades laborales.
Ver al maestro Jaime Llano González, dirigiendo su orquesta de unos 30 miembros o
acompañando con tiple a cantantes, es una cosa, pero, verlo tocando el órgano Hammond, de tres
registros, más el teclado de bajos, con ambos pies, es otra cosa. Este espectáculo producía una
especial fascinación por la destreza de los movimientos y por la música sublime que se esparcía
por todo el ámbito de la enorme sala. Era sorprendente escuchar, cómo el órgano, que se había
oído exclusivamente en las catedrales, de pronto, sin ninguna licencia especial, el maestro Llano
González, empezaba a ser parte del diario acontecer musical de los colombianos, en variados
ritmos de bambucos, pasillos, torbellinos, guabinas, joropos, galerones, cumbias, porros y
mapalés. Como era de esperarse, no tardaron los prelados de la iglesia Católica, en realizar una
acerba crítica a la iniciativa del organista, cual era vestir la música colombiana, de nuevos ropajes y
hacerla conocer de propios y de extraños, como efectivamente lo hizo a lo largo de más de 60
años.
En ese mismo año de 1963, pude conocer personalmente al maestro Jaime Llano González, en las
afueras del mencionado radioteatro y entregarle algunas coplas que yo había elaborado con
motivo de su brillante interpretación del órgano electrónico. Dichas coplas fueron leídas por la
distinguida locutora y periodista, Sofía Morales, quien anunció que por ese trabajo me concedía
un premio consistente en varios discos de música colombiana, el mismo que yo reclamé con toda
satisfacción.
En más de una oportunidad, llamé al maestro Jaime Llano González, para saludarlo. Una vez le
conté que le había compuesto una obra en su honor “Maestro Jaime Llano González” (Pasillo),
justamente después, de que el gobierno de Belisario Betancur, le había concedido la Cruz de
Boyacá, por sus méritos artísticos frente a la nación, por espacio de varios decenios. Otro día le
envié un casete con obras mías, para solicitarle, comedidamente, un concepto técnico sobre mis
composiciones No se hizo esperar la respuesta, que fue grata, porque me reconocía el valor de
atreverme a crear melodías en varios ritmos y de hacerlo, con tanta propiedad, que este trabajo,
en su opinión, constituía un aporte a la música colombiana, tal como lo habían hecho varios
compositores nariñenses.
El mayor acercamiento personal lo tuve con el maestro Jaime Llano González, en diciembre de
2011, cuando por iniciativa del doctor Otto Morales Benítez, nos reunimos los tres personajes en
el edificio de Colpatria, para hablar de la música colombiana, como fenómeno artístico en sí, pero
también, para expresar nuestros sentimientos de frustración por la falta de fomento por parte de
las diferentes administraciones nacionales y locales. Una fotografía queda de recuerdo de ese feliz
encuentro, donde personas, de diversa formación intelectual, pudimos manifestarnos, sin
cortapisas, acerca de nuestras impresiones sobre este importantísimo tema artístico, que tanto
tiene que ver con nuestra identidad cultural.
Obras:
“Si te vuelvo a besar”, “Orgullo de arriero”, “Puntillazo”, “Ñito”.
CARLOS LOZANO GUILLÉN
Abogado, escritor, periodista. Nació en Ibagué, en 1949. Murió en Bogotá en 2018.
Fue el senador Manuel Cepeda Vargas, quien me presentó, hacia 1994, al doctor Carlos Lozano
Guillén, su sucesor en la dirección del semanario Voz. Después del vil asesinato, en 1994, del
senador Cepeda, más de una vez visité al doctor Lozano en la sede del mencionado semanario o le
enviaba mis artículos, sobre cultura nacional, que en más de una vez se publicaron en dicho
medio. Siempre fui recibido en su despacho, con suma deferencia y atención, y en nuestros
encuentros en Popayán, él mostró por mí mucho aprecio.
En el mismo semanario y a través de su conducto, varios versos míos pudieron ver la luz, como fue
el caso del poema, post mortem, a Manuel Cepeda, o los artículos referentes a la vida y obra del
guitarrista tolimense Gentil Montaña o del compositor chocoano Jairo Varela. En otro artículo me
referí a mi viaje a Moscú en 2014, donde pude visitar la Universidad de la Amistad de los Pueblos,
donde yo me formé. También, por intermediación suya, pude publicar en la revista “Taller” un
artículo crítico sobre política titulado “La dictablanda de Rojas Pinilla”, que fue de buen recibo en
varios círculos intelectuales.
En más de una oportunidad me encontré al doctor Lozano Guillén en el aeropuerto de El Dorado,
cuando él viajaba o llegaba de algún punto del planeta, siempre haciendo gestiones en favor de la
paz, como que fue uno de los colombianos más preocupados porque cesara la guerra fratricida,
que desataron los poderes centrales, a partir de las reformas liberales que se permitió anunciar,
con valor, el presidente Alfonso López Pumarejo, pero que nunca cuajaron debido a la feroz
resistencia de los latifundistas y potentados, siempre apoyados, por la incondicional jerarquía
católica. El doctor Lozano Guillén, hasta última hora, antes de su deceso, ocurrido el 23 de mayo
de 2018, siempre estuvo preocupado por el destino de la paz y porque se cumplan los acuerdos
logrados entre el Estado colombiano y los rebeldes de las Farc, para que cese la larga guerra de
desangre y de atraso nacional. Formó parte del llamado “notablato”, grupo de partidarios
incondicionales de la paz, una especie de institución oficiosa dedicado a los nobles designios de
lograr la concordia y armonía de los colombianos.
En reconocimiento a sus iniciativas pacíficas, el doctor Carlos Lozano Guillén, fue condecorado, en
2008, con la honrosa mención de Caballero de la Orden Nacional de la Legión de Honor, que
concede el gobierno de la República Francesa a personalidades excepcionales de la política
mundial.
En el último año, antes de su muerte, el doctor Lozano Guillén donó 55.000 páginas, de 2798
ediciones, del semanario Voz, al Archivo de Derechos Humanos, del Centro Nacional de Memoria
Histórica, lo mismo que 2800 caricaturas de Arles Herrera, conocido con el pseudónimo de
Calarcá.
Obras:
“Las huellas de la esperanza”, “¿Qué, cómo y cuándo negociar con las Farc?”, “Crónicas del
conflicto”, “¿Guerra o paz en Colombia?”, “Colombia: el nuevo país está en marcha”, “Diálogos de
La Habana: el difícil camino de la paz”.
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