GOSQUECHISPAZOS
Por: Eduardo Rosero
Pantoja
LA
MENTIRA ACERCA DEL NIÑO DIOS. A mis cuatro años, sin que yo tuviera información
de vecinos chismosos, comprendí que el cuento de el Niño Dios, es una mentira.
Pero aún, me desconcertó que mi abuela participara en urdir semejante falacia,
justamente, siendo ella la persona a quien creía depositaria de todas las
verdades. Algo peor, mi abuela fue quien me dijo que le escribiera una carta al
niño, “de puño y letra”, pues yo ya sabía leer y, de hecho, leía “La Jornada”,
gaitanista que mi papá pegaba en uno de los costados de nuestra vivienda de
madera. Sin demora escribí la carta y me encaramé al techo del portal de la
entrada de la enorme casa que compartíamos con mi madrina. Cuál no sería mi
sorpresa, cuando al tercer día de puesta la carta la encuentro remojada, sin
que “ningún pajarito del cielo”se la hubiera llevado al Niño Dios”. Era una prueba de la inconsistencia de la mentira, pero la
segunda prueba, no se haría esperar. El Niño Dios, me trajo el avión que yo
solicitaba, pero era un artefacto burdo, olor a Sapolín, de filos cortantes,
con una bandera de Colombia mal pintada y que no tenía que ver con ninguna
hechura celestial. Era uno de los tantos avioncitos de lata que producía el
hojalatero Jaramillo de nuestra pequeña ciudad, Túquerres, antigua sede del
cacique Takes.
LA
CARIDAD CRISTIANA. También a mis cuatro años entendí que eso de la caridad
cristiana, en mi casa no era ninguna prédica abstracta, sino una práctica
concreta. Después de que yo salía de mi jardín infantil, mi abuela ponía en mis
manos una cesta que contenía sopa caliente y un seco, destinado a los ancianos
Mariana y Federico, quienes vivían en una casa en ruinas, quienes vivían a una
cuadra de nuestra casa, cerca de la Iglesia de San Francisco. Siempre
encontraba a esos viejitos en la oscuridad, apenas iluminados por la lumbre que
daba una leña ardiendo que mantenían a toda hora. Yo pacientemente les
entregaba el encargo y ellos vaciaban el contenido de los recipientes en sus
platos de peltre, bastante desportillados. Siempre me regresaba con la
sensación de haber hecho algo bueno “para la la
humanidad”, no sin recordar que esos
diarios desplazamientos cortaban mi juego, y al principio, me contrariaron más.
Sólo después entendí que aquella solidaridad que me enseñaron mi abuela y mis
padres se me quedó grabada con tintes indelebles.
LA
ASTUCIA CLERICAL. El nueve de abril de 1948, nefasto día para la historia de
Colombia, por el asesinado del líder liberal, Jorge Eliécer Gaitán, yo desperté
a mi consciencia política. En esa fecha, a eso de las dos de la tarde, mi papá
llegó revolcado por los motines en Túquerres y con el alma herida por la
pérdida de tan importante dirigente. Ante la angustia por tamaña noticia, mi
madre, consideró necesario y urgente ir a refugiare y a elevar oraciones al
cielo en el antiguo templo de San Francisco. A las puertas de ese templo
estuvimos a escasos minutos de llegado mi papá a casa, pero ¡vaya sorpresa! Los
religiosos, hacía rato que había cerrado las puertas de la iglesia, que siempre
permanecía abierta, para que nadie entrara a auxiliarse allí. Habían aprendido
la lección del 19 de mayo de 1.800, cuando dentro de ella y debajo del altar
mayor se fueron a refugiar los dos hermanos españoles Rodríguez Clavijo, recudidores
de impuestos, quienes fueron ajusticiados por el pueblo enfurecido por las
nuevas exacciones que se anunciaron en un bando en la localidad de Guaitarilla.
En Túquerres, los indígenas María Aucug y Cucás Remo encabezaron la revuelta,
que fue castigada cruelmente por las autoridades españoles, cuando ejecutó a
varios de los responsables de la asonada y muchas personas sufrieron serios
castigos y, otros, larga prisión.
BOMBOS
Y FLAUTAS INDÍGENAS. Desde mi temprana infancia oía, que en ciertas mañanas bajaban
por las pendientes aledañas, provenientes de las aldeas de Tecalacre (antes
Tecalaquer) y Esnambud, pequeñas agrupaciones musicales de indígenas, donde
predominaban los tambores y las flauta. Hubiera querido verlos a tempranas
horas de la mañana tocar sus animadas melodías, de sabor telúrico, pero sólo
una vez pude verlos por la tarde, cuando venían acompañando un cuadro que tenía
adheridos billetes de diversas denominaciones, para ser donados a la iglesia de
San Francisco, donde venían con toda frecuencia a las fiestas de diversos
santos patronos como San Isidro, San Pedro, San Pablo y, por supuesto, San
Francisco. Era un tributo más que los campesinos traían a los religiosos de ese
templo, dando por descontado los impuestos y las primicias de sus cosechas que
le pagaban a la casa cural, para no ir a caer “al
fuego eterno”, según era la amenaza de la
época. De tiempo en tiempo, hasta ahora
resuenan en mi cerebro esas melodías tan hermosas, mezcla perfecta de tristeza
y de alegría indígenas.
LA
CACHIMBA. Le decía así una mujer alta, altísima, de aspecto enjuto y de vestido
largo estrafalario de color terracota, que pasaba, con alguna frecuencia, por frente de mi casa. Posiblemente ella iba al
templo de San Francisco o venía de él. Mi abuela me dijo que era una vagabunda
que se ganaba la vida “acostándose con hombres de la
calle”.
Yo la miré en más de una ocasión y tenía el rosto huesudo y un gesto
burlón. Para mí que era una mujer maligna por esa apariencia y además por la
semblanza moral que había dado mi abuela. En cierta ocasión vi a la Cachimba
-cuyo nombre de pila nunca supe- que con
su largo brazo derecho, hacía unas circunferencias concéntricas, con tal velocidad, como si se le hubieran
desprendido los músculos de su extremidad.
Al final de esos rápidos movimientos, metía el brazo, bruscamente, dentro de esas circunferencias imaginarias y
daba una tremenda carcajada, acompañada de una mirada, que ahora considero, por
demás lasciva. Muchos años después caí en la cuenta de que ya entonces me encontraba
al frente de un signo fálico inventado por la Cachimba, del cual disfrutó, por
lo visto, más de un vago y de un señorón
del pueblo. Un gesto fálico para el mundo, made in Túquerres.
LA
TIENDA QUEMADA. La tienda de mi jardín infantil, único en mi ciudad, y del
cual era
directora y propietaria doña Nicolasa Maya, tenía como guardián a un
hermoso y potente perro pastor alemán, que nos infundía miedo, cuando detrás de
las rejas nos mostraba sus colmillos. Un día a Luis Abdón Caicedo, un
compañerito de un curso mayor, le dio por prenderle fuego a la tienda, con una
cerrilla. La tienda, para nuestro horror, empezó a arder, y las maestras, con
tierra y con lo que pudieron, se dieron a la tarea rápida de apagar las llamas.
El mal ya estaba hecho y a causa del incendio el jardín infantil cerró sus
actividades y todos sus alumnos, niños y niñas,
terminamos en la escuela
pública, donde sentimos el rigor del cambio. Allí ya en éramos los infantes
mimados, sino unos sujetos común y corrientes, donde se veían las diferencias
sociales y los hijos de los más acomodados trataron de discriminarnos, aunque
ese intento no pasó a mayores. Bueno es contar que el hecho de que niños y
niñas estudiaran juntos en esos lejanos años, tenía que ver con la tradición
que en Túquerres sembrara don Simón Rodríguez, el maestro del Libertador,
cuando en 1848 fue expulsado de nuestra ciudad, por intrigas de los curas, justamente por fundar una escuela mixta, donde
niños y niñas se educaron bajo su sus enseñanzas.
LOS
VILLANCICOS. A pesar de que a mis siete años ya tenía rota la fe en el Niño
Dios, me llamó mucho la atención formar parte de los coros infantiles de padre
Alfonso de Pupiales, un sacerdote capuchino de gran talento musical y de
altísima solidaridad humana. Él clasificó nuestras voces y supo valorar nuestro
talento. Durante las novenas y, en los diciembres, por tres años consecutivos asistí a los ensayos
y las presentaciones de los coros que
cantaban las misas de cinco, junto al armonio y la voz del talentoso sacerdote.
Después de la novena, nos invitaba a todos integrantes del coro a un paseo que
tenía lugar a la casa de Antonio Aucug, mi compañerito de clase, a quien conocí
en segundo de primaria. Esos paseos fueron inolvidables, por la cercanía con la
Naturaleza, sus olores y sabores inconfundibles e incambiables, así como por
calidez de los anfitriones y del mismo sacerdote. No me cabe duda que buena
parte de mi simpatía por los indígenas y por la gente, en general, se la debo
al afecto inmenso con que dicho religioso trataba a la gente. Él provenía de
una familia adinerada, pero lo había dejado todo por los votos de pobreza y de
humildad que hizo cuando entro a la comunidad capuchina.
MI
PRIMERA Y ÚNICA REPROBACIÓN. Efectivamente esa primera y única reprobación (rajada)
la tuve a manos de mi pariente, Manuel Rosero, director de la escuela pública Eduardo Santos,
después rebautizada como San Juan Bosco por el retardatario padre Barahona. El
caso es que mis padres fueron a matricularme a esa escuela y el director me
hizo el examen de matemáticas con el siguiente ejercicio: diez centavos de pan,
más cinco de azúcar, más tres de velas, más dos de sal ¿Cuánto es? Yo respondí
19. A pesar de ese error, mi pariente me aceptó y me eximió de cursar el primer
año de primaria, porque ya había aprendido a leer con mi abuela y con mi mamá,
además de que había hecho dos años en el jardín infantil de doña Nicolasa Maya.
Después del acto formal de matrícula, don Manuel Rosero, con mucho orgullo nos
llevó a mostrar la granja donde había hermosas eras de zanahoria, remolacha,
repollos, coles, acelga, rábano y de variadas plantas aromáticas aromáticas
como el romero, la ruda, la yerbabuena, la menta y la malva. Días después, vi
con toda la peña, como después de una reunión de padres de familia, la granja
se destruyó convirtiéndolo en prosaico campo de fútbol, todo porque los padres
de familia, en su “sapiencia”, habían determinado que sus hijos no tenían por qué seguir
teniendo hábitos rurales, que tenían que ser hombres de letras. Otras
experiencias después nos demostraron, que allí donde se fomentó la granja
estudiantil las vocaciones de agrónomos y biólogos no se hicieron esperar. No
hay cosa peor que las reuniones de padres de familia ignorantes y arribistas.
FAUSTO
EDUARDO, EL TÍO ATEO. Mi tío había estudiado electrónica y alemán, a la
perfección con los alemanes que a finales de los años 30 y comienzos de los
cuarenta del siglo XX fueron la avanzadilla que envío Hitler para que tendieran
la red estratégica que garantizara la presencia del régimen nazi en el caso de
que ellos ganaran la guerra y se dispusieran a ocupar América. Cualquier día mi
madre me contó que mi tío Fausto Eduardo era ateo, asunto que me causó mayor
fascinación por ese ser que era como mi segundo papá y su discurso producía en
mi una especie de hechizo por todos los temas humanísticos que dominaba, además
de la electrónica. Hablaba contra de la
idea de Dios con vehemencia y maldecía el hecho de que los españoles hubieran
conquistado nuestro continente, por toda la depredación que causaron, además
del amedrentamiento de la gente por medio del “opio
de la religión”, según sus palabras. Se le
llenaba la boca cuando pronunciaba los apellidos de los grandes escritores y
pensadores alemanes como Goethe, Heine, Marx, Engels, Fuerbach. De los rusos
admiraba a Lenin, cuyo apellido no pronunciaba, sino que simplemente se refería
al hombrecito, “el hombre que más se había
aproximado a la redención de la humanidad por medio de la política”. Se refería sin duda al inicio de la construcción
del socialismo en la Unión Soviética, bajo el mandato de dicho líder. Recuerdo
que hasta su fallecimiento mi tío maldijo de la religión de y sus prelados,
pero siempre tenía fuertes argumentos para sustentar su ideas, frente a
cualquier tipo de auditorio.
MI
TIO GERARDO, GENEROSO Y GROSERO. Mi papá le decía “el Jeta”, por lo
jetón, grosero. De joven había aprendido la carpintería y fue telegrafista en
su juventud, heredando el oficio de mi abuelo. Cualquier día, ese tío pasaba
por mi casa con un maletín lleno de lingotes de oro, que llevaba de Barbacoas a
Pasto y de allí volaba hacia Bogotá, para entregar el encargo en la gerencia
del Banco de la República. Ahora me
asombro de que nadie lo asaltó para llevarse ese botín, que en términos actuales
pasaría de miles de millones de pesos. Mi tío tuvo la gran generosidad y el acierto de
llevarnos a mi hermano y a mí a conocer la selva del Pacífico, con todo su
encanto y las contradicciones que da la explotación de oro y la madera, de un modo tan ambicioso y despiadado por
parte de los gringos y de empresarios nacionales. Fue normal ver, en esos dos meses que permanecimos los dos
hermanos en Barbacoas, que hacia el fin
de la tarde un helicóptero cruzara el firmamento, llevándose el oro que sacaban
en las dragas de Mongón, sobre el anchuroso río Telembí, afluente del Patía. Mi
tío era grosero y ni siquiera cuidaba sus palabras en los puestos de policía.
Cuando le preguntaban desde la vía ¿quién es usted?, el respondía: “Laureano
Gómez”, el nombre del dictador civil que había
desgobernado a Colombia en 1950-1953. Al revólver le llamaba “el santo Cristo” y con ese
nombre entendíamos cuando nos pedía pasarle el arma desde la gaveta del camión.
Mi tío era un gran lector, autodidacta de tiempo completo. Tenía varias
enciclopedias, como la Jackson, y libros
de literatos y políticos. Eso le permitió llegar a ser representante a la
Cámara, asunto que no lo obsesionó y lo fue tan solo por un período. Ya de
viejo siguió explotando el oro y administrando una enorme tienda de comestibles
y unos molinos (piladoras) de arroz ubicadas en la casa más grande y más vieja
de la localidad. Varios aseguraban que tenía 300 años y era hecha de guayacán.
Siempre lamenté que no hubiera un escritor capaz de hacer la novela de la selva
Pacífica con toda la historia de la explotación de los negros, los indígenas y
los mestizos por parte de los señores que se creen todavía los dueños del
mundo.
LA
CINTA PORNOGRÁFICA. Unos muchachos de apellido Reina, de hijos de padres
acaudalados del campo, estaban cursando el segundo de bachillerato, en tanto
que yo estaba en el primer año. Me caían mal porque no podían ocultar su dinero
y cada vez más mostraban su fantochería. Un día soleado, yo me estaba comiendo
un helado, sentado en el borde del parque Bolívar de Túquerres, cuando llegaron
los tales hermanos Reina, con toda su cáfila de chicos muérganos. Como de
costrumbre se pusieron a hacer algo raro y a reírse a carcajadas. Eran un diez
bárbaros que se solazaban mirando al trasluz una película pornográfica, que desenrollaban
de un carrete, como si se tratara de un teatro al aire libre. Me molestó el
asunto y apenas hube terminado el helado, saqué una cerilla de una cajetilla
que tenía en el bolsillo de atrás y, acercándome con mucho sigilo, al extremo
de la cinta pornográfica le prendí fuego. La cosa resultó tal como me lo había
comentado mi papá a propósito del
incendio de un depósito de películas en un cine, acerca de que éstas ardían tan
rápido como si se tratase de gasolina. En el caso que nos ocupa, mi sorpresa y
mi susto fueron tan grandes, que me quedé como paralizado, mientras los “chicos malos”, quedaron atónicos con la súbita combustión de su objeto de
entretenimiento y sin poder encontrar al culpable del atentado. Yo permanecí
sentado al borde del sardinel del parque,
a escasos metros del epicentro de la combustión provocada. Aunque me
sentía horrorizado por la culpa de haber quemado el insumo pornográfico, en el
fondo de mi alma me sentía feliz por haber culminado una travesura que nunca
había planeado.
LOS
CAMIONES ESTORBOSOS. A mis once años, noté que, de un tiempo atrás varios
camiones cargados se cuadraban al frente de la sastrería “Moda al día” que era
de mi papá, pero justamente tapando el bello letrero que tenía al frente dicho
establecimiento, donde mi papá laboraba desde muy temprano en la mañana hasta
caer la noche, para podernos llevar el sustento a casa. Mi contrariedad fue
creciendo, hasta que un día, después de una semana de haber soportado esa
contrariedad que me causaban los camiones, decidí conseguirme un clavo de unos
diez centímetro de largo arrimárselo a la llanta trasera del primer camión que
se me antojó, de los tantos que estaban ese día cuadrados en frente de dicha
sastrería. Al rato que volví, encontré al camión objeto de mi travesura en el
mismo sitio, pero tanto al chofer como el ayudante, al pie de su vehículo
parchando el neumática que se les había pinchado con el tremendo clavo que yo
les había puesto. Sentí una gran satisfacción por mi logro. Pero cual no sería
mi sorpresa, que a los 15 minutos de llegar a casa, también encuentro pinchada
la llanta de mi bicicleta y, claro, que me puse a lamentar lo que me había
sucedido y, por supuesto, a reparar inmediatamente el daño. Tuve el
presentimiento de que era una especie de retribución por el mal que había
causado, unas horas antes, al chofer y al ayudante del camión, unas horas
antes. Pero no quedé del todo convencido de mi culpa, hasta que unos días
después volví a poner un clavo grande, con toda la rabia, en el primer camión
que vi cuadrado en frente de la sastrería de mi papá. Dicho y hecho. A la hora
que pasé por frente de dicho establecimiento, otra vez vi al respectivo dueño
del citado camión, con su ayudante, en la dura tarea de desmontar la rueda y ponerse
a parchar el neumático que les había pinchado con mi clavo. Pero vaya nueva
sorpresa. Al llegar a mi casa,
nuevamente encontré pinchada mi bicicleta, con dos tamañas tachuelas,
tanto en el rueda de adelante como de atrás. Ya no me quedó otra cosa que
concluir con las palabras de mi abuela: “La ley de
la compensación existe en la Naturaleza y todos los daños que hagas te serán
devueltos con creces”. Desde ese momento extraje la
más fuerte enseñanza: que no debo hacer daños, porque existe la mencionada ley
y las leyes de la Naturaleza se cumplen de manera inexorable. Y decía otro
dicho de la misma abuela: “Dios
perdona siempre, los hombres algunas veces, pero la Naturaleza, nunca”. Entiendí que no se trata de un
fenómeno natural, pero por el daño que causa a los humanos, normalmente tiene
que tener una justa respuesta.
LA
PREDICCIÓN DEL CAPUCHINO. Padre Alfonso de Pupiales (Alfonso Moreno, el nombre
seglar), a mis diez años, sentados los dos en el atrio de la Iglesia de San
Francisco, me dijo, muy temprano en la mañana de comienzos de año de 1954:
estoy sin un peso en el bolsillo y no tengo para comprar ni siquiera una
botellita de vino para ese joven que viene al frente. Ese “joven”, que venía al frente, resultó siendo
presidente de Colombia, veinte años más allá. Se trataba de Belisario Betancur,
un político conservador, originario de la población minera de Amagá, Antioquia.
Se recuerda a dicho gobernante en haber sido el primero en entender a que
Colombia tenía, desde hace decenios, un conflicto social y armado, que había
que solucionarlo dialogando con la contraparte y no exterminándola en los
campos de batalla o en las calles, después de los pactos de paz. Volviendo al
cuento, el padre Alfonso, fue muy perspicaz y con mucha vehemencia apoyaba,
diversos planteamientos de ese dirigente conservador, muchas veces
incomprendido por sus propios correligionarios, la mayor parte
ultrarreaccionarios.
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