INDÍGENAS CAUCANOS SE JUEGAN SU DESTINO


Por: Eduardo Rosero Pantoja
Estando en Popayán en julio de 2012, pude darme cuenta del odio que la clase pudiente caucana, integrada por latifundistas, empresarios, políticos y contratistas,  siente por los indígenas de su Departamento. De otro lado, pudimos constatar que todos los usufructuarios de la guerra detestan a los indígenas y a todos aquellos ciudadanos que exigen que el conflicto armado se termine, porque entonces se acabarían sus beneficios.  Salió a relucir, una vez más el odio de clase y el racismo mojigato, que se niega institucionalmente,  pero que se vive en la práctica. Desde la tarde de lunes 16 de julio dicha clase se manifestaba, por la prensa escrita, la radio y la televisión, en contra de los nativos paéces (nasa), quienes tuvieron el ”atrevimiento” de sacar, por la mañana,  a cuatro miembros de  la fuerza pública -cargados y a empellones-  de una cumbre de sus territorios, mal llamada Berlín (¿Hitler?), porque debería conservar su  nombre primigenio.  Se trató del desalojo de cuatro uniformados, porque el resto del pelotón se alejó voluntariamente cuando se dio cuenta de la firme resolución que tenía la multitud indígena de echarlos de su territorio, por ser actores de la guerra, a la par con la guerrilla.
Fue difundida hasta el cansancio la imagen del soldado que lloró de la soberbia porque “esos indios”  le aplicaran el dicho de los niños “chao pescao, que se fue para el otro lao”. Es fácil de entender la actitud de un individuo consentido: éste  llora cada vez se le impide hacer algo que hace    consuetudinariamente y, sobre todo,  cuando la persona que lo contraría es una que siempre le ha dejado hacer las cosas, así sean las más arbitrarias. En el caso que nos ocupa, los indígenas impidieron, ese día,  por primera vez  -y así sea temporalmente- que los soldados estuvieran, sin permiso, en su propia casa, en sus territorios que consideran sagrados y, por tanto, ajenos a la guerra. Al siguiente día, el martes, 17 de julio,  por la tarde,  un desfile anti-indigenista,  en lujosos  automóviles y con gente de a pie, se preparó en el barrio Caldas  -de la zona céntrica- y fue a dar al frente del CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca) donde, en forma energúmena -todos a una- insultaron a los nativos que se encontraban dentro de esas oficinas. Sólo faltó decirles que se fueran del Cauca, su territorio ancestral. Éstos respondieron con razonables letreros que sacaron por los balcones,   en señal de que no se dejan amedrentar ni se quedan callados frente a las provocaciones.
Al día siguiente, el 18 de julio, temprano en la mañana el inerme joven indígena, Fabio Güetia, cae bajo las balas de un soldado que le dispara por el hecho de pasar por el camino y no hacer el alto. El día 19, igualmente en Caldono, cae otro joven indígena,  Mauricio Largo,  también inerme,   víctima de las balas de la fuerza pública. Pero estos dos muertos, lo mismo que las decenas de heridos que causaron  la multitud de bombas de disuasión que el ejército lanzó, apenas si se registraron -por una sola vez-  en los medios nacionales. En cambio abundaron los desagravios al soldado llorón, incluso el que le hizo el presidente Santos en el Congreso de Colombia el 20 de julio. He llegado a pensar que ni siquiera en los cuarteles se considere heroísmo llorar por algo que no tenga que ver con un dolor físico insoportable. Recordemos que en Esparta se castigaba severamente al soldado que lloraba y no creo que esa parte de la historia se le haya olvidado a ningún general. Esos dos nombres que acabo de citar permanecerán, con tintes imborrables, en el recuerdo de los indígenas. Ellos no han perdido la memoria y, por el contrario, recuerdan el nombre de todos sus caídos. Y que son muchísimos, ya que no ha habido  mes de la historia -del colonialismo español y de la república-  en que no hayan sido víctimas de las armas asesinas.
El sábado 21 de julio pude ver en Popayán -en horas de la tarde- el desfile de indígenas más grande que yo me pudiera imaginar. Iban acompañados de campesinos, comunidades negras del norte del Cauca y de estudiantes. Impresionaba la cantidad de manifestantes -siquiera unas diez cuadras- lo mismo que  el orden y la resolución con que marchaban, hacia un lugar extramuros,  donde acamparían esa noche, antes de regresar a sus comarcas. Un gran odio se sentía en el ambiente, porque la gente del común vive envenenada contra los indígenas repitiendo lo que siempre ha oído de los poderosos y que repiten los medios: que los indígenas siempre quieren más tierra, que no la trabajan y,  en los últimos tiempos, que los indígenas son aliados de la guerrilla (de los terroristas, en la jerga del caballista mayor). En las consignas que leí de los manifestantes queda, absolutamente claro, que los indígenas no estás dispuestos a tener por más tiempo en sus territorios a actores de la guerra, como son las fuerzas armadas y la guerrilla.  Las primeras no les han garantizado la paz en toda la historia y la guerrilla, abusivamente, ha usado sus espacios. La policía y el ejército se parapetan en sus casas y escuelas y hasta allí llegan las bombas incendiarias y los disparos de los insurgentes que atacan sus blancos desde las lomas.
No hay duda de que las fuerzas armadas convierten a la población civil, de esas comarcas, en escudos humanos. Para nada les gusta además a los indígenas que, días enteros, los soldados anden como Pedro por su casa, se sienten a ver televisión y se coman su escasa comida, así les ofrezcan una paga. Cansados ya del atropello -y ahora de la estigmatización y señalamiento del gobierno-  los indígenas se han declarado en asamblea permanente después de que los ministros del Interior y de Defensa se niegan a hacerse presentes en Popayán a dialogar, en las alturas, con la autoridad indígena, para llegar a un acuerdo firme y definitivo.  Suficientemente  saben los indígenas de las falsas promesas de las diferentes administraciones, más todavía cuando los dialogantes del gobierno son segundones, que no pueden tomar determinaciones.
Pero la situación actual del Cauca, no es un episodio más de los conflictos que siempre han tenido los indígenas con el Estado colombiano. Lo que está en juego es la riqueza misma que encierran los territorios paéces  y que los nativos no están dispuestos a entregarlos a las compañías mineras transnacionales, como es el designio del gobierno. Los indígenas saben que el presidente Santos, en forma secreta, ha entregado en concesión el 80% de los territorios caucanos ricos en oro, platino, bismuto, coltán, petróleo y hasta uranio. Queda claro que esta administración ya tomó la determinación suprema de cumplir con su palabra frente a dichas transnacionales y lo demás es asunto de meter los ejércitos regulares e irregulares para desocupar  el suelo indígena hasta del último ciudadano que se oponga a sus órdenes.
Esto lo saben los nativos y por lo mismo no se hacen ilusiones de que ellos vayan a ganar en tan desigual batalla. Pero acostumbrados como están -a lo largo de su existencia- a luchar contra todos los cataclismos y las injusticias,  no nos cabe duda de que van a dar esa batalla así la pierdan, porque su honor y su compromiso con su comunidad ancestral no les permite entregar una causa que consideran justa. Tampoco nos hacemos ilusiones de que la consciencia nacional pese lo suficiente como para imponer un detente, frente a la barbarie oficial que se avecina. En dicha batalla, que es inminente, los nativos se juegan su destino. Sólo nos resta decir que a los indígenas -en su justa lucha- los protejan sus 32 y más dioses que declaran tener. Mientras tanto diremos sus amigos irrestrictos: ¡Qué vivan por siempre los indígenas del Cauca, ejemplo de dignidad en América!

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