LA CONTAMINACIÓN AUDITIVA

Por: Eduardo Rosero Pantoja

Tal vez lo único nuevo que voy a decir en este artículo es que en el Congreso de Colombia reposa un proyecto del ley, desde hace varios años, y que nadie lo mueve porque hay muchos intereses creados, de parte del comercio y otros sectores a quienes conviene que el ruido nos invada por todos los cantos. Pienso que la clase dominante, los capitalistas, tienen interés político en que la gente viva inmersa en el ruido para que no piense en que puede haber una vida diferente si se cambia de sistema económico-social. Algo parecido a lo que pasa con el fenómeno de la televisión que inicialmente era para la educación del pueblo y resultó en el mayor vehículo de la deseducación, desinformación y del despiste general. Pero llegará un día -y que no esté tan lejano- en que los legisladores conscientes se compadezcan de este pobre pueblo que vive en medio de un maremágnum de ruido enfermizo. Larga es la lista de todos los males que nos causa: efectos psicopatológicos, psicológicos, sobre el sueño, la conducta, la vida laboral, la memoria, la atención, el insomnio; es causante de la fatiga, el estrés, la histeria, la neurosis, la depresión, la poca productividad, el desencanto de vivir de personas adultas y también de niños y jóvenes.

Casi todo es ruido: vehículos con su motores, los aviones, los trenes (bueno ¿cuáles trenes? si acabaron con el sistema ferroviario por iniciativa de Laureano Gómez quien inició su liquidación), radios y televisores a todo volumen y dónde no se necesitan como en los restaurantes (donde se debe tomar los alimentos en paz), los templos (donde se anuncia la fe a gritos), equipos de sonido en cada puerta (sobre todo en ciertas regiones), las alarmas de los carros (¿Quién les dio permiso a los productores para distribuirlos por el mundo, sin consultarle a la humanidad entera si estaba realmente feliz con ese ruido fastidioso que se introduciría). Pocos entienden que el silencio es creación, es regocijo, es salud, es paz. Es la expresión del mismo Universo, que es silencioso, tal como nos lo han confirmado las informaciones de las naves espaciales tomadas con instrumentos especializados y los mismos cosmonautas que lo han constatado. Pero como es sabido, la más preciosa música puede ser ruido si no la deseamos, peor si es a todo volumen, por encima de la tolerancia del oído.

Bien decía mi suegra cuando sentía que la radio o el televisor se quedaban encendidos como ruido de fondo, haciendo interferencia a las conversaciones más necesarias de la gente de la casa: ¡Caramba! ¡Apaguen esa cangarejera (de cangrejos en desbandada) sjos que se van a quedar sordos¡ Hermosa y útil esta última palabra creada con todo el ingenio y la capacidad de inventar un simbolismo fónico que muestra la contrariedad y la repugnancia humana por el ruido. Pero no sólo el fastidio humano. También los animales sufren y se estresan por esa perturbación sónica. Observen si no a los perros -durante las navidades- expuestos, desde el siete de diciembre, a los totes y demás elementos hechos con pólvora.

Esos animalitos van a dar debajo de las camas sin entender la indolencia del “rey de la creación”. Para ellos es como si llegara un cataclismo. Tiemblan y miran estupefactos como sus amos tan “nobles” se volvieron locos. Es lo más probable que también resulten quemados como consecuencia de la irracionalidad generalizada que nos invade por esos días en que echamos el dinero al aire (lo hacemos “chinchirimico” como todavía se dice en algunos lugares de Nariño), esa valiosa plata que recibimos por nuestros salarios y aguinaldos.

El ruido, entre otras cosas es: exceso de sonido, también el sonido sin armonía que altera las condiciones normales del ambiente. El ruido no se acumula pero se mantiene en el tiempo, como otras contaminaciones, causando daños a la calidad de vida de la población. En los países desarrollados el ruido se controla porque es parte no negociable de lo que acabamos de decir: de la calidad de vida. En Europa, por ejemplo en Rusia no se puede hacer ruido, por ejemplo golpetear en las casas, después de las ocho de la noche, por que interviene la policía con todo el rigor. A los españoles no se les puede perturbar ni las siestas, porque ponen el grito en el cielo. Nos consta también.

Hace unos años un policía jubilado -oriundo de Palmira- se quejaba de que en España no podía subirle a su grabadora más allá de una raya porque la queja era inmediata en el condominio. Los estadounidenses raizales, cada vez se corren más hacia el norte huyendo de los desconsiderados caribeños y centroamericanos que con su bulla y algazara ahuyentan hasta las pulgas. Son el flagelo del país del norte. Recuerdo tambìén que en Estocolmo un sueco nos conminó, perentoriamente, que nos callarnos -a un puertorriqueño y a mí- cuando al comienzo de nuestra estadía hablábamos desembarazadamente en español. A la sazón nos dijo: “Les voy a hablar claro y despacio en inglés: los buses son para descansar y su voz fuerte nos molesta. Más cuando es en una lengua extranjera que no entendemos. Gracias “.)

Ni qué decir tiene que las discotecas, bares, tabernas y otros centros de producción de sonido y ruidos estentóreos deben tener aislamiento total, esto es, estar construidos de materiales especiales que eviten la dispersión del ruido. Esto es posible desde hace muchos años y, a propósito, recuerdo que -en los años setenta- distinguidas salas de grabación de discos quedaban en el centro neurálgico de Bogotá sin que nadie lo percibiera y sin que el ruido externo afectara en lo más mínimo la grabación de sonidos musicales para el acetato. Son varios los establecimientos públicos que causan enorme desasociego a la población, por la interferencia que causan: billares, la canchas de tejo, de chaza, etc., los cuales deben quedar lejos de las residencias.

No son menos insoportables las canchas de fútbol, básquet -por el estrépito de los balones- lo mismo que las salas de artes marciales, donde los gritos son parte del entrenamiento. Los templos, de toda laya, son ejemplo típico de la desconsideración con el barrio y con todo el entorno, bien se trate de Bogotá o de Popayán, para sólo nombrar dos de un buen centenar de poblaciones grandes. Y las estaciones de policía que quedan en las barbas de los mismos recintos no se dan por enteradas. Ni sienten ni huelen. Es como si a ellos no les incumbiera hacer cumplir con las “normas de la convivencia ciudadana” que con tantos despliegue reparten las alcaldías, en aras de la tranquilidad y, porqué no, por la felicidad de población. ¡Qué lejos estamos de esa felicidad, del edén terrenal con esos guardianes!

Considerando el carácter violento y desconsiderado del colombiano, producto de la conducta que impuso el hacendado, el gamonal, en principio, sabemos -de sobra- que no se le puede hacer ninguna observación al individuo que está haciendo ruido en el vecindario, peor si está con tragos, porque se te viene como una fiera a gritarte: “haber pues, arreglemos esa vaina pa! antier”, mano al revólver, o sea que te van a matar por reclamar. Bien decía el poeta Darío en sus versos: “Colombia es tierra de leones”, claro pensando en nuestra supuesta valentía, que se trocó en vil cobardía, que no sólo se manifiesta en este casi sino con las mil y una injusticias que se cometen en el país sin que nadie diga esta boca es mía.

Otros contaminantes auditivos son: el pito (claxon, bocina) de los carros, el transporte, en general, la construcción de edificios (siquiera un año de ajetreos, desembarque de materiales, golpeteos, amén del polvo interminable), las obras públicas, las explosiones de armas en los cuarteles (varios de los cuales, como en Ipiales, quedan en el centro de la ciudad), el continuo tráfico de aviones que afectan varios barrios aledaños a los aeropuertos, como ocurre en Bogotá, independientemente del peligro que eso representa para la población. Y no obstante el alto nivel de decibelios (por encima de 60 en más de una ciudad), las autoridades no mueven un dedo para que la anarquía auditiva cambie. Es más: por todas partes dan permisos a diestra a siniestra para que cualquier bárbaro se haga a un micrófono y le de varias vueltas a la ciudad pregonando cualquier producto o espectáculo. Pero además existen verdaderas academias del ruido: son las escuelas de perifoneo, debidamente autorizadas por las alcaldías y están dedicadas -quien lo creyera- a que la gente haga más ruido y contamine descaradamente el ambiente. Ni que decir que además estropean el lenguaje sin compasión, ya por lo general personas de bajísimo nivel cultural quienes se hacen a esos altavoces.

El pito de los carros merece un comentario especial por el estrés que causa entre pasajeros y también entre los peatones. Eso ocurre especialmente en los trancones o tacos del transporte. La impaciencia del colombiano es proberbial. Parece que en nuestro pasado lejano hubiéramos sido reyes. (Claro que los reyes, se presupone que no son patanes, sino todo lo contrario: cultos, ricos y sabios y estamos lejos de ser eso). Es suficiente que un compatriota se haga al volante para que se sienta un superhéroe. No tolera que el conductor del vehículo que le precede se demore un segundo en arrancar al pie del semáforo en verde porque le suelta una andanada de pito que lo deja temblando y hasta se le apaga el coche. Especialmente si la víctima es una mujer. Y la descarga de insultos soeces que acompaña esa conducta no tiene nombre. Por esos abusos hasta ha habido muertos en varias ocasiones. En Europa, por ejemplo, nunca se oye pitar, a pesar de que todos los elementos de un carro están funcionando en regla. En Suecia, por ejemplo, ni siquiera les pitan a los renos, que a veces pasan en manadas de 1000 ó 5000. Prefieren esperar mientras dichas hermosas bestias cruzan la carretera. Esa es civilización y desarrollo, lo cual demuestra que todavía transitamos por la vera contraria.

Hay organismos internacionales, como la Organización Mundial de la salud que dicen que el ruido trae consigo el riesgo de la disminución considerable de la capacidad auditiva de la persona y la posibilidad de trastornos que van desde la paranoia hasta las mayores afectaciones fisiológicas. Pero todo lo que digan esos organismos supranacionales son letra muerta mientras no exista una ley que -como la de la prohibición del humo del cigarrillo en espacios cerrados- que efectivamente se haga cumplir por parte de la autoridad y con el respaldo incondicional de todos los ciudadanos. Porque esa es la democracia: el predominio de aquel criterio que favorece al bien común y nunca a un grupo de gente dañina. Es más, contradictoriamente, también los favorece a ésta brindándole mayor salud y tranquilidad, con extensión a su familia. Si hubiese un gobernante que propiciara una ley del silencio (en el sentido sano de la palabra), es lo más probable que sería recordado bastante de cerca con el nombre de Simón Bolívar. Sería el libertador de nuestra patria del ruido infame. Y eso no es poco para inmortalizarse.

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