EXPERIENCIAS EN LA URSS

 (Texto leído en el Coloquio: “Ciudadano latinos recuerdan a la URSS”, que tuvo lugar en el Instituto Cultural Léon Tolstoi, de Bogotá, el 6 de diciembre de 2012).

Por: Eduardo Rosero Pantoja

1.Antecedentes.
Antes de viajar a Rusia yo pasé por algunos momentos psicológicos que pesaron en mi determinación de ir a estudiar a ese país.
-En mi infancia vivida en Túquerres, Nariño, mi papá admiraba a Stalin y comentaba que ese apellido, significaba “hecho de acero”. Me mostraba unos viejos periódicos donde el líder soviético aparecía sonriente, después de haberle  ganado la guerra a los nazis. Agregaba mi padre que Stalin  había tenido la idea de hacer que en el mundo, el precio del oro, estuviera por debajo del precio del hierro, por ser un metal inmensamente más útil. No supe de dónde sacó mi padre esa curiosa e interesante idea. Mi padre fue la primera persona que nos puso en contacto con las revistas rusas, como fue la llamada “Unión Soviética” que traía interesantes artículos y fotografías de paisajes, de obreros y  de dirigentes políticos de ese Estado moderno conformado después de la Revolución de Octubre.
-En mis visitas a Ipiales, mi tío Eduardo Pantoja, una persona de conocimientos enciclopédicos, me hablaba con mucha fruición del Hombrecito de Rusia, cuyo nombre, agregaba, se debía escribir con mayúscula, porque era el personaje que más había influido en los acontecimientos del siglo XX en el mundo. Se trataba -sin duda- de Lenin, el político más importante de ese siglo.
-En un viaje a Ipiales, en 1957, justamente en octubre, oí por la radio que los rusos habían lanzado el primer satélite artificial de la Tierra, con el nombre de Spútnik, que traduce, satélite.
-Al poco tiempo los mismos rusos lanzaron al cosmos la perrita Laika, seguida de Belka y Strelka, con suerte variada. Esos experimentos con animales preparaban el campo para el envío del primer cosmonauta a una órbita espacial.
-Efectivamente, eso ocurrió el 21 de abril de 1961, ante la mirada incrédula y atónita del mundo. El nombre de ese cosmonauta era Yuri Gagárin, valiente piloto, que hacía parte de un equipo que habían preparado los rusos para iniciar los vuelos tripulados al espacio.
-Antes de morir mi madre, en 1961, me recordó que dos años atrás el gobierno de la Unión Soviética,  había fundado en Moscú,  una universidad adonde podían ir a estudiar, gratuitamente, estudiantes del Tercer Mundo.  Dicha fundación tenía que ver con el cumplimiento de la  promesa que el primer ministro, Nikita Khushchov, había hecho en Nueva Deli, a los presidentes de los Países No Alienados,  de abrir una universidad, en las condiciones mencionadas. Con el tiempo atendí el consejo de mi madre de irme a estudiar al mencionado país.
-En el momento de viajar, poco o nada sabíamos de la Unión Soviética, fuera de la negra propaganda occidental donde se podían leer perlas como aquella de que las mujeres de los camaradas rusos eran propiedad comunal o la archiconocida de que los rusos se comían a sus bebés. Esos infundios salían cada mes en la conocida revista estadounidense Selecciones del Readers’ Digest, todavía de amplia  circulación en el mundo, porque -de hecho- no hemos salido de la guerra fría.
En el momento de tomar la decisión -por cierto, la más loca de la juventud- de ir a estudiar a un país desconocido -como la URSS- y cuasi adverso al ser humano, por la inicua propaganda, nada nos detuvo y dejamos atrás novias, diversiones, trabajos, aficiones musicales, con tal de probar suerte y educarnos en otras latitudes.
Por mi parte tomé la firme resolución de aprender ruso. Eso fue en enero de 1966. Me dirigí a la Biblioteca Nacional, de Bogotá,  de la calle 24, entre séptima y sexta, y allí solicité el único libro de gramática rusa que encontré en el fichero. El de Nina Potápova. Después de escribir la ficha, sin mucha demora recibí el flamante manual, en donde alcancé a leerme y aprender, dos lecciones por falta de una.
-La siguiente vez hice otro tanto, pero a la tercera, que solicité el libro de marras, la bibliotecaria me dijo que ya no me podía prestar el libro a menos que fuera hablar con la directora de la Biblioteca. Sin pérdida de tiempo me fui a su despacho, pero ¡oh desencanto! Sin siquiera recibirme,  por pura urbanidad, me espetó: “Ese libro de ruso, no se lo podemos prestar más porque allí los jóvenes vienen a aprender comunismo” ¡Plop!, como diría Condorito. También es como si  hubiese escuchado una de las andanadas de Godofredo Cínico Caspa, contra todos los libertarios y las libertades conculcadas de millones.
-El doctor Néstor Pineda, director del Instituto, por esas calendas, me dijo que con mis buenas calificaciones, era muy probable que yo me ganara una beca para ir a estudiar en Moscú. La noticia positiva, efectivamente, la tuve a finales de año de 1966.
Debo contar, en honor a la verdad, que la figura del doctor Pineda, antes de tratarlo, me inspiraba, sino miedo, recelo. Cuando lo vi por primera vez al final de un largo zaguán de entrada del Instituto, le esquivé la mirada y me dije para mis adentros: “¡Es un ruso!”. Creo que dos o tres veces evité su mirada y hasta renuncié a comunicarme con él. Pero en una ocasión en que yo aparecí nuevamente por el Instituto,  él me dijo desde su escritorio: “Entra sin miedo, que yo ya te he visto por aquí y a lo mejor se te ofrece algo”. “Sentí su acento paisa y yo me tranquilicé”. “Menos mal que no es ruso”, me dije. No era el poco el miedo que les teníamos a los rusos, todo producto de la mala propaganda, llevada a cabo sistemáticamente.  Tal como lo había dicho Goebbels: “Una mentira repetida mil veces, se convierte en verdad”.
El 12 de septiembre de 1966,  víspera, de nuestra salida grupal para ir a estudiar a  Moscú, una bomba de mediano poder estalló en la sede del Instituto Colombo-Americano,  una verdadera provocación terrorista, que pudo habernos metido en apuros a quienes nos disponíamos viajar a un país socialista. A nadie le quedaba la duda de que dicha provocación había sido realizada por agencias de seguridad del Estado,  para iniciar una cacería de brujas por toda la capital. El DAS -policía política del gobierno-  funcionaba casi que al frente de nuestro Instituto y sus sabuesos vivían muy pendientes de los movimientos del mismo. Afortunadamente pudimos salir sin contratiempos hasta París, ciudad donde nos correspondía conseguir la visa de entrada, porque Colombia no mantenía relaciones con la Unión Soviética, pues habían sido rotas por imposición de los Estados Unidos, al presidente títere, Mariano Ospina Pérez, a consecuencia del atentado  terrorista  preparado por la CÍA y que acabó con la vida de Jorge Eliécer Gaitán -la  personalidad más importante del Colombia-  y la de millares  de inocentes ciudadanos. Eso ocurrió  el 9 de abril de 1948, el día más luctuoso en la Historia de Colombia.
-El día 13 de agosto de 1966, el de nuestro despegue, casi pierdo el viaje, porque el doctor Pineda me había enviado por unos discos adonde el maestro Darío Garzón (del Dueto Garzón y Collazos) y yo me embelesé hablando con dicho maestro. Garzón  era,   a la sazón, el Director de la Escuela Distrital de Música “Luis A. Calvo”. El maestro Garzón me contó ese día acerca de su gran aprecio por las culturas rusa y soviética y que por eso mandaba unos discos para la Casa de la Amistad de Moscú, con la cual mantenía relaciones artísticas. Afortunadamente nuestros vuelos se retardan siempre y sirven de salvación a quienes llegamos tarde a todas las citas.
-El anti-comunismo campeaba en toda Colombia, más o menos, al estilo de ahora. No se podía nombrar nada que fuera ruso, ni a la Unión Soviética, ni a Moscú. En el DAS y otras oficinas, simplemente, se referían a Rusia y no a la Unión Soviética,  y en los pasaporte ponían un enorme sello rojo donde se leía la siguiente inscripción: “Con este pasaporte no se pueden visitar países comunistas como Rusia, China, Corea del Norte, Vietnam,  Alemania Oriental, Checoeslovaquia, Bulgaria, Hungría, Polonia, Rumania,  Yugoeslavia y Cuba,  en el más grande despliegue de ignorancia y mala fe, porque estaban desconociendo el nombre oficial de esos países soberanos. El panorama era, más o menos igual, en todos los países de América Latina, todos bajo la tutela de los yanquis.
Desde el comienzo de la apertura en 1959 de la Universidad de la Amistad de los Pueblos, en plena guerra fría, vino la propaganda negra contra ella, a pesar de que la mencionada institución  iba a favorecer directamente a los países en vías de desarrollo. En esa campaña no escatimaron esfuerzos los Estados Unidos y demás potencias imperialistas. Sería interminable la lista de todos los artículos y libros, con todas las infamias que escribían, especialmente cuando dicho centro empezó a llamarse Patrice Lumumba, en memoria eterna al héroe y mártir del Congo, sacrificado por los mismos imperialistas en connivencia con las fuerzas más retrógradas de ese país africano. Pero la gente amante de la paz y del progreso social no tardó en visitarla y es así como Bertrand Russell estuvo entre los primeros invitados, lo mismo que Jawaharlal Nehru y luego Fidel Castro y El Che Guevara. Siempre fue tradición que los dignatarios más progresistas del mundo estuvieran en la Universidad Patrice Lumumba, como fue el caso de Salvador Allende en 1972, a quién, como a las anteriores personalidades se las condecoró con la Orden de la Amistad de los Pueblos.
Sabíamos que íbamos a estudiar en una distinguida Universidad, cuyos títulos que otorgaba, fueron reconocidos, en breve, por la Unesco y cuyos rectores, para ser nombrados como tales, tenían que haber sido, con anterioridad, ministros de Educación de la URSS. El primer rector, recuerdo, el doctor Serguéi Rumiántsev, además de llenar ese requisito, tenía 96 inventos patentados en la misma Unesco. Tres premios Nobel en ciencias naturales enseñaban en nuestra Alma Máter, como eran los doctores Pável Cherenkov, Igor Tamm y Víktor Gryaznov,  lo mismo que el eminente físico, Jákov Terlietski, premio Stalin de física. Yo mismo tuve como profesor  a  Guennadi Miélnikov, doctor en lingüística y ciencias físico-matemáticas, tan brillante en los estudios del lenguaje como Noam Chomsky, en los Estados Unidos. Igualmente fui alumno del académico Yuri Zubritski, distinguido kechuista y latinoamericanista quien recorrió nuestro continente en más de una oportunidad para conocer de cerca la historia escrita y su tradición oral. El elenco de profesores de la Universidad Patricio Lumumba, no tenía nada que envidiarle a otras universidades rusas y, además,  siempre contó con la presencia de la Academia de Ciencias de la URSS, cuyos investigadores también impartían  clases en ella.
2. Rumbo a Moscú.
-El 14 de agosto llegamos a París, plenos de gozo. La dueña del hospedaje, en el barrio Latino, nos rogó, “de por Dios”, que no derrocháramos el agua al bañarnos. Trato hecho. Al despedirnos quedó muy a gusto con nosotros por haber cumplido con su petición. Hasta que no nos gastamos el último franco no fuimos por la visa a la Embajada de la Unión Soviética en París. El día 17 de ese mes, raspando los bolsillos nos compramos unas botellas de vino, las mismas que nos aplicamos en el avión de Aeroflot que nos llevó a Moscú, haciendo  una breve escala en Varsovia.
-El día 17 de septiembre arribamos a Moscú, al comienzo de la tarde, por  Sheremétievo, uno de los siete aeropuertos de que disponía la ciudad.  En dicho aeropuerto nos recibió un grupo de estudiantes colombianos, antiguos,  de la Universidad Patrice Lumumba, quienes nos dieron la bienvenida. Entre esos estudiantes se encontraba César Rodríguez, un tunjano, supremamente comedido, con quien llegué a tener unos sólidos lazos de amistad. Se graduó de geólogo y tuvo un brillante desempeño en Ingeominas de Medellín. Suerte parecida también tuvieron la mayor parte de amigos y conocidos que tuvimos en nuestra Universidad, la querida Lumumba, centro de educación superior de carácter internacional, financiado por los sindicatos de obreros de la Unión Soviética.
-Mi padre había muerto el 16 de agosto de ese año, mientras yo estaba en París. Sólo tuve noticias de su fallecimiento, en noviembre, tres meses después de haber llegado a Moscú. Los correos eran muy deficientes por esa época, pero a esa falla se suma la persecución oficial manifiesta en los seguimientos  y allanamientos a la casa donde vivían mi abuela y mis hermanos, en la mencionada Ipiales. Mi octogenaria abuela -desde el comienzo de mi viaje a Moscú- tenía que ir a reclamar las cartas que yo le enviaba, al comando del ejército del Grupo Cabal de Ipiales, donde el coronel se las entregaba abiertas, no sin antes  leerle a ella, en voz alta, algunos  párrafos donde yo me refería en términos duros a los abusos de las fuerzas represivas. Ya estábamos en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, del mismo presidente que restableció las relaciones diplomáticas de Colombia con la Unión Soviética en 1966. Pero la burguesía es la burguesía y él aceptó las prácticas  que imponían los cuerpos de seguridad, incluidas las fuerzas armadas.
-Es más. En varios tópicos el presidente Lleras Restrepo fue más represivo que su antecesor, el cavernario Guillermo León Valencia, quién ordenó el bombardeo de 52 familias campesinas que pedían tierras en la cordillera central. Lleras Restrepo dispuso que todos los libros que ingresaran de los países socialistas fueran incautados y convertidos en papel útil para la edición de la Gaceta Oficial. Eran más estimados los libros de los países orientales, por ser fabricados a partir del arroz. Pero el mismo Lleras Restrepo llegó al extremo del sectarismo de aprovechar la llegada de los primeros camperos GAZ a  Colombia -adquiridos en Moscú a partir del sistema de trueque- para meter en los mismos a todo el Comité Central del Partido Comunista Colombiano. Ironías del destino, aquello de que los automóviles elaborados por los ingenieros y obreros soviéticos sirvieran para encarcelar a la vanguardia de luchadores por la causa más justa, como es la liberación definitiva de nuestra patria de las garras de los ricos. Pero la burguesía no descansa en sus propósitos de clase y en utilizar todas las formas de lucha, incluidas las violentas.
 En las residencias de la Universidad de la Amistad de los Pueblos, nos recibe el Jefe del Bloque No. 1, un hombre de mediana estatura y con increíble parecido  a Lenin. Eso no dejaba de ser gracioso para nosotros que pensábamos que el líder de la Revolución Rusa tenía una figura y semblante irrepetibles. Farfullaba en su lengua no se qué frases, pero pronto entendimos que nos ordenaba hacer una prudente espera mientras nos disponían en las correspondientes piezas. El sol era sumamente picante y doquier ser respiraba un olor a bosque. Efectivamente estábamos en la región suroccidental de Moscú, por ese entonces, periferia de la ciudad. Después de que nos dispusieron en las piezas y nos llevaron al comedor, vino la cuarentena de rigor que duró algo menos de una semana. Por proceder nosotros de un país tropical, las autoridades sanitarias rusas se cuidaban de que no nosotros no trajéramos el germen de enfermedades que ellos no pudieran controlar.
Luego vino una semana de excursiones y de tiempo libre que aprovechamos antes de entrar a clases, el 1º de septiembre, fecha de inicio de labores, independientemente de que ese día sea domingo. Así son las costumbres, lo único válido en el devenir de los pueblos, según Hume. En ese tiempo de ocio,  tuvimos la oportunidad  de explorar un poco la realidad rusa y nos dimos cuenta de que, realmente, estábamos en otra cultura, en un extenso país multinacional. Moscú es una ciudad completamente plana, como la mayor parte de la Rusia europea, llena de bosques y lagos. Su gente laboriosa,  seria con sus obligaciones y siempre de afán.
Después de haber pasado la cuarentena,  nos dimos a la tarea de explorar esa hermosa e imponente ciudad, guiados al comienzo por nuestros compatriotas antiguos. Lo primero, ir a la Plaza Roja y allí conocer el Mausoleo de Lenin, la Catedral de San Basilio, el almacén GUM y, sin falta, iniciar el conocimiento del Kremlin, un conjunto de palacios y de catedrales, que sólo se pueden apreciar, así sea someramente, en varias visitas porque ocupa un área de varios kilómetros. Al siguiente día fuimos a conocer el imponente edificio de la Universidad Estatal de Moscú en honor al sabio Lomonósov, lo mismo que el Museo de Bellas Artes Púshkin y la Galería de Pintura Tretiakov.
Al tercer día nos acercamos al Teatro Bolshoi, a la Sala de Conciertos Chaikovski y conocimos varios monumentos y parques dedicados a la memoria de Púshkin, Tolstoi, Gorki,  Maiakovski y otros literatos. No podía faltar un paseo por la hermosa calle Arbat, llena de movimiento y de interesantes tiendas, especialmente las de música. No podían faltar los cafés y restaurantes abiertos hasta bien entrada la noche. Ni allí ni en ninguna parte había comercio informal, tal vez con la excepción de venta de libros recién editados, que se vendían como pan caliente en calles y bulevares. Si algo distinguía al público soviético, en general, era que leía siempre y en todas partes, así fuera en los vagones el metro o en las filas que tocaba  hacer en diversas oficinas públicas.
Otro día fuimos a conocer,  en detalle, el imponente metro de Moscú, con un centenar de estaciones por esa época, verdaderas obras de arte y ejemplo claro de la tecnología que empezaron a disfrutar los moscovitas desde 1933. Por ser tan grande dicha capital, era imperioso irla conociendo poco a poco, admirando su hermosa arquitectura, sus obras ingenieriles, como el mismo metro,  el canal del río Moscú, la torre de televisión de Ostánkino de 750 metros de altura, la Exposición Permanente de Logros de la Economía de la URSS, donde llamaba poderosamente la atención la sección dedicada a la conquista del cosmos, con la réplica de las naves espaciales soviéticas. No menos atractivos fueron nuestros paseos al campo, por los alrededores de Moscú donde pudimos disfrutar de los lagos, remando en canoas. Todavía el calor del verano permitía a la gente meterse en los ríos y hacer excursiones por parajes campestres. Los rusos iban a sus casas  de campo para recoger sus cosechas y de paso por los bosques, hacerse a canastas enteras de champiñones que llevaban a sus apartamentos para prepararlos de diversa manera.
Me llamó poderosamente la atención -que en contraste con Colombia- c que la mayor parte de productos de uso diario como pasta  de dientes, cuchillas de rasurarse la barba, bolígrafos, cosméticos, perfumería, etc., amén de electromésticos como televisores, radiograbadoras, lavadoras, brilladoras, aspiradoras, etc., eran de fabricación soviética. Lo mismo pasaba con los automóviles, camiones, trenes,   aviones, grúas, montacargas y un largo etcétera de maquinaria. Eso significaba el gran desarrollo del país y la ventaja de tener un potente mercado interno, independientemente, de que parte de la producción industrial se exportaba a otros países. Por cierto que del campo socialista se importaban ciertas mercancías, pero eran los menos y de alta calidad, como ocurría con los autos Icaro, de fabricación húngara,  de altísima calidad.
Para los latinos se convirtió en programa especial ir al centro el día de pago del estipendio para poder entrar a la Librería Druzhba (Amistad), situada en la entonces Calle Gorki,  donde se vendían libros de todos los países socialistas, en lenguas extranjeras. Nuestra predilección era la sección de Cuba donde se conseguían obras de autores cubanos, latinoamericanos y de clásicos mundiales, en ediciones, relativamente baratas. Después de esas compras, casi siempre nos dirigíamos a algún restaurante, de aquellos que llevaban los nombres de las capitales de los países socialistas como el Praga, el Pekín, el Habana, o de repúblicas soviéticas como el Bakú. Otro atractivo era ir al cine, a cualquiera de las innumerables salas que había en la ciudad, para familiarizarnos con esa parte de la cultura rusa, pero también nos llamaba la atención poco  ir al cine Ilusión, donde se proyectaban películas latinoamericanas y españolas contemporáneas y de diversas épocas. Fuimos desde el comienzo a obras de ballet al teatro Bolshoi y a obras dramáticas a teatros como el Maiakovski y otros. Ya cursando estudios en la Facultad de Historia y Filología, era absolutamente obligatorio asistir a las obras de teatro que contemplaba el programa académico para la discusión de los montajes que los directores hacían de las diversas piezas teatrales.
Por esos años, los rusos todavía eran presa del recuerdo -bastante reciente- de las crueldades e injusticias de la guerra que les  impusieron desde fuera. No había persona que no nos contara de la pérdida de sus seres queridos ya fueran padres, madres, abuelos, hermanos, etc. Sin un conocimiento somero de la historia de Rusia y de la Unión Soviética, resultaba difícil entender el por qué de tantas lamentaciones. La historiografía occidental siempre nos privó de conocer esa parte de la segunda guerra mundial que tuvo que ver con la enorme contribución de ese país  a la derrota mundial del nazi-fascismo. Ningún otro país tuvo tan  ingente sacrificio material y en vidas humanas. Unos 25 millones. Ningún otro país ha aportado tantas vidas a la paz universal como lo hizo heroicamente la Unión Soviética.
 Ya habíamos probado en el comedor las comidas rusas de finales de verano, llenas de frutas y verduras de la temporada. Habíamos probado el borshch (sopa de papas, remolacha y carne) y las albóndigas, denominadas “katlieti” o una especie de raviolis llamada “pelmieni”, hechos de carne de res, cerdo y carnero, en diversa proporción. En la calle habíamos tomado el “kvas”, una bebida levemente fermentada, hecha de centeno. También estuvimos en cine y asistimos a algún concierto de aficionados al arte en el famoso Parque de la Cultura Gorki. Todo esto nos había acercado a la vida rusa, pero era una primera aproximación porque el resto estaba por venir.
El primero de septiembre empezamos el aprendizaje del idioma ruso, por cierto, con mucho entusiasmo, yendo cumplidamente a clases y haciendo las tareas que nos dejaba el profesor. Digo profesor, porque efectivamente tuve un profesor, que era una rareza, dentro de tantas mujeres que se desempeñaban como docentes. En términos generales ya soltamos la lengua a los tres meses, al tiempo que ya empezábamos a recibir conceptos elementales de nuestras futuras profesiones en dicha lengua. En primer año, de preparatoria, las clases las recibíamos junto con latinoamericanos, integrados de acuerdo con ciertos criterios lingüísticos  y culturales. Mis compañeros fueron mejicanos,  chilenos y un compatriota tolimense.
En las residencias estábamos integrados dos latinoamericanos con un soviético, circunstancia que aprovechábamos para colaborarnos en el dominio del ruso y el español, respectivamente. En el resto de la Universidad nos tratábamos con estudiantes provenientes de más de 120 países del Tercer Mundo, dentro del mayor respeto. Muchos se vestían a la usanza de sus países, hablaban sus idiomas correspondientes y entre todos nos entendíamos en ruso, la lengua de Púshkin. Estaba prohibida cualquier discriminación y la norma era no incomodar, molestar o fastidiar a nadie. Hicimos, por lo general, buenas migas con africanos, árabes y estudiantes del Asia suroriental e Indonesia;  un poco menos con indios y pakistaníes. Con los soviéticos nuestras relaciones eran de la mayor cercanía, posiblemente por compartir buena parte de la cultura europea.
A mediados de enero, en pleno invierno, ya tuvimos  exámenes semestrales, a cuyo término nos llevaron a descansar a una casa de campo en los alrededores de Moscú, por espacio de 10 días, suficientes para practicar los deportes de invierno que nos habían empezado a enseñar, como parte del currículo, a comienzos de dicha estación. Hermosa experiencia esa de vivir el primer invierno ruso en plena naturaleza, soportando el frío, pero con las mejores condiciones de vestuario, alimentación y albergue.
Desde el comienzo de mi estadía en Moscú siempre tuve la tentación de conocer los apartamentos donde vivían los rusos corrientes, principiando por nuestras profesoras. Primero conocí el apartamento de la suegra de un colombiano, quien gentilmente me llevó a que yo tuviera ese primer contacto. Vivía dicha dama, en compañía de la pareja conformada por su hija y mi compatriota.                  Un apartamento normal, de tres habitaciones, con estantes de libros en el estudio, algunas alfombras colgadas en las ventanas y unos muebles de madera, como todos los que vendían en las tiendas de la época. Todos los servicios, incluidos el gas domiciliario y el teléfono.
Me contaron que del sueldo del jefe del hogar -en este caso, de la abuela- le deducían el 5% del sueldo, con lo cual se abonaba la cuota de arrendamiento y  todos los servicios. Lo  restante, el 95%, era para gastos de alimentación y transporte, que debido a que eran modestos, permitían el ahorro de dinero, tal como ocurría con la mayor parte de asalariados de la Unión Soviética. Con el tiempo, puede visitar los apartamentos de varias profesoras y el panorama era más o menos igual. Todos vivían con modestia pero disponían de lo necesario para vivir, incluidos varios electrodomésticos como las lavadoras, las extractoras de polvo y las brilladoras, independientemente de que muchas familias disponían de piano, ya que la música era una de las principales aficiones de los soviéticos.
Al terminar la facultad preparatoria, la mayor parte de estudiantes nos dirigimos al Mar Negro, llenos de ilusiones de conocer esa parte recóndita del Mar Mediterráneo. Viajamos día y medio en un tren expreso, donde nos brindaban té y galletas cada vez que lo queríamos y tomábamos la comida en el vagón restaurante. No olvidamos de llevarnos nuestras guitarras para inspirarnos con la brisa del mar en unas playas, todavía desconocidas para nosotros. Tal vez nuestras sensaciones fueron mejores de lo que presentíamos. Por la mañana el profesor Yuri Zubristki nos contaba la historia política y económica de América Latina en un interesante seminario, que tomábamos voluntariamente. Después del almuerzo, sin falta,  que nos íbamos al mar a disfrutarlo hasta el atardecer. Un litoral con mucha historia, especialmente por allí estuvieron los griegos quienes fundaron varias ciudades y puertos. Por fortuna la costa del Mar Negro está libre de todo tipo de industria por ser zona de balnearios, hasta la fecha.
 Mis estudios en la Facultad de Historia y Filología fueron interesantes por su currículo y por la metodología de la enseñanza. Las materias en las cuales siempre tuve éxitos fueron la  lingüística y la literatura impartidos por Vladímir Ivanov  y Víktor Sidiélnikov, respectivamente, dos autoridades en sus disciplinas. Muy formativos fueron los cursos completos de economía política y materialismo histórico y dialéctico, asignaturas que facilitaron mi entrada al seminario permanente de filosofía dirigido por Vladímir Dielogramátik, un convencido de la necesidad de que toda profesión debe tener una cimentación filosófica para tener consistencia. Yo pienso igual y por eso lamento que nuestra educación universitaria colombiana carezca de esos fundamentos y es por eso que las carreras es como si flotaran como en el aire. Las clases se orientaban a la manera del seminario alemán, donde dos veces a la semana se dictaban conferencias sobre un tema y a la siguiente semana tenía lugar la práctica correspondiente. Recuerdo que los coordinadores de dichos seminarios nos pedían, encarecidamente, que  no presentarnos si no habíamos leído toda la bibliografía. Nadie se podía llamar a engaño porque estábamos rodeados de candidatos a doctores, doctores y académicos.
De la vida académica lo que más me llamó la atención  en  mi facultad  fue la participación en las discusiones teóricas que se daban cada dos meses y en donde intervenían, con respeto, todos los miembros del conglomerado universitario. La asistencia era voluntaria, pero resultaba obligatoria, si uno realmente se quería formar como profesional. Un estudiante novel no podía presentar más que una inquietud, una pregunta, pero después había que dar un informe, un avance de investigación. Los graduandos se referían a sus tesis y los candidatos a doctor,  doctores y académicos, hacían sus disquisiciones, con el metalenguaje del caso y al más alto nivel.  Al principio nos resultaba difícil de coger el hilo del asunto, por limitaciones de la lengua y por la precariedad de nuestros conocimientos, pero con el tiempo nos fuimos familiarizando con ese ambiente, hasta animarnos a intervenir en las discusiones, que por cierto eran de una altura increíble. Esa práctica academia nos reconfortaba porque nos llevaba a la consciencia de estar estudiando en una de las universidades más importantes del mundo. Ese fue el legítimo premio a nuestra locura de habernos ido a estudiar a un país, no sólo desconocido en nuestro medio, sino, injustamente desacreditado.
Aunque era arduo el estudio y se recibía clase incluso los sábados, encontrábamos tiempo para ir a conciertos, a ballet, a cine y a alguna actividad deportiva. Nos desquitábamos en vacaciones, recorriendo el país, en las múltiples excursiones que organizaba la Universidad. De esta manera pude conocer Kíev y Odesa,  en Ucrania; Novorrossiisk y  Sochi, en Rusia; Kishiñiov en Moldavia, Ashjabad en Tukmenia, Alma-Atá en Kazajastán, Minsk en Bielorrusia, Vilnius en Lituania, amén de varias ciudades rusas como San Petersburgo. En todas partes nos recibían excelentemente y nos tenían programación especial para el tiempo que durara nuestra estadía. Nosotros ofrecíamos nuestras canciones latinoamericanas o versiones propias de la música rusa que íbamos aprendiendo. También hacían lo propio los compañeros latinoamericanos, los africanos, los árabes, los indios, y los estudiantes de sureste asiático, acompañando sus cantos y músicas de bailes típicos de sus países. 
Hacia finales de los años sesenta y comienzo de los setenta,  recuerdo que participamos en trabajos voluntarios que tenían lugar los domingos, siguiendo la tradición inaugurada por Lenin, de ayudar económicamente las grandes causas, mediante el trabajo voluntario, especie de minga. El producto de nuestro esfuerzo de esos años iba a un fondo común destinado a la ayuda solidaria al pueblo de Vietnam que luchaba, contra la potencia estadounidense,  en la más desigual de las batallas. Sin la ayuda solidaria que prestó el pueblo soviético al vietnamita, habría sido imposible que se ganara esa contienda. Sabíamos que con nuestro esfuerzo de esos tres domingos que colaboramos, se reunieron los millones de rublos que se necesitaban para despachar a tiempo el armamento, los alimentos y la ropa que se enviaban -día y noche-  desde el enorme puerto de Novorrossiisk en el Mar Negro, con dirección a Vietnam, con el objeto de atender las necesidades urgentes de ese país  en guerra.  Cuando el heroico el heroico pueblo de Vietnam  ganó la guerra en 1973,  hubo alborozo nacional y mundial por su estruendoso  triunfo  y por la derrota humillante de los Estados Unidos.
Hacia el final de nuestros cursos académicos nos fuimos replegando en nuestros cuartos tratando de armar el trabajo de grado, que tocaba escribir en ruso y atendiendo las normas escriturales de las universidades soviéticas. Fue mucho lo que nos tocó trajinar por bibliotecas y archivos, hasta hacernos con la información que nos exigían nuestros profesores. Luego vino la sustentación y casi, inmediatamente, el regreso a Colombia. Con mucha nostalgia nos despedimos de Moscú y una lágrima, o varias lágrimas, se nos escaparon de los ojos en el momento en que el avión de Aeroflot tomaba altura sobre los abedules y abetos y también sobres los lagos que nos vieron llegar, seis años atrás. Aquí valga una mentirilla. Nos esperaba la patria para desempeñarnos en nuestras profesiones. Esto último, claro que no es cierto. Ninguna institución nos esperaba y por eso tuvimos que golpear a muchas puertas y andar por muchas calles o recorrer centenares de kilómetros antes de conseguir un trabajo decente. Esa es la Colombia desprotegida, nunca pensada a favor de los intereses del pueblo, ese que se debate entre la angustia del diario vivir y la desesperanza de futuro incierto.
Coletilla:
Cuando en 2007, después de 24 años, tuve la oportunidad de volver a visitar Moscú, ya me imaginaba los cambios que encontraría en la vida social de esa ciudad y, en particular, de la Universidad, antes llamada, Patrice Lumumba, en memoria del héroe y mártir africano. No habiendo traspasado el vestíbulo de la ahora Universidad Rusa de la Amistad de los Pueblos, encontré -al fondo de dicho vestíbulo- la efigie en granito de líder africano, arrinconada, como testigo mudo de los cambios que habían ocurrido en la patria de Lenin desde la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La realidad es tozuda y no nos queda otra salida que afrontarla tal como se nos venga, tratando de no perder nunca los principios que nos llevan a vivir y a ser felices en la lucha, cada cual en el frente que le ha correspondido en suerte.

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