RECUERDOS DE INFANCIA


Por: Eduardo Rosero Pantoja

EL ABUELO.
Una sola vez vi la figura de un hombre viejo que cruzó la puerta de mi casa. Llevaba ese hombre puesta una ruana larga, de franjas color castaño y blanco. Recuerdo levemente los rasgos de su cara y su figura enjuta.  Era mi abuelo que se llamaba Gonzalo Rosero Ibarra, sastre de profesión y transmisor de su oficio a su hermano Ariosto, a mi padre José Antonio y a mis tíos Gonzalo y Alfonso. Setenta años después, vengo a ver su nombre escrito en una lápida, junto al nombre de mi abuela Rosa Helena Leyton, en una tumba familiar, en donde no se distinguen otros nombres, ni el de mi papá, ni de mi mamá, ni de mi hermano. Es una lástima que no tenga mayor información de la personalidad de mi abuelo, fuera de saber que fue el papá de mi papá y sastre de oficio.

MI PRIMER AMIGO.
Aún vive y se llama Juan de Dios Coral, abogado de profesión, egresado de la Universidad del Atlántico.  Toda su vida la ha dedicado a defender a los ciudadanos, llevándoles sus procesos a buen término.  Cuando yo tenía cuatro años, una noche me deslumbró con un estilógrafo (pluma-fuente) de tinta verde esmeralda, que me prestó en la puerta de su habitación, con la condición de que yo se lo devolviera, exactamente, a las siete de la mañana del día siguiente.  Dormí esa noche de un solo tirón y me despertó justamente la voz de Juanito, pidiéndome el estilógrafo, porque se iba al colegio a esa hora.  Cuál no sería mi horror, al tener que levantarme, absolutamente desnudo, ya que me encontraba durmiendo al calor de los cuerpos de mis padres. Parecía que me iba a morir por la vergüenza de tener que mostrarme frente a mi amigo, mientras buscaba el estilógrafo en el bolsillo de mi pantalón para entregárselo. Es increíble el pudor con que nos criaron, hasta el punto de que mostrar nuestro cuerpo se convierte en un verdadero trauma de por vida. 

PIERCING.
El primer “piercing” que vi en mi vida, fue en la trompa de un cerdo que andaba cerca del zaguán de la tercena (carnicería) de Luis Cucás, un hombre, cara de cerdo, que expendía carne de ese animal. Sus rasgos animalescos me los hizo notar mi mamá, cuando me dijo: “mírale la cara, las barbas y el cuello grueso, como de un marrano. Eso se debe a que consume, todos los días, de esa carne”. Otro piercing vi ese mismo día, en un marrano colgado para el expendio. Decenios después advertí con asombro, que ese adminículo marranesco que vi en la infancia, lo empezaron a usar jóvenes compatriotas, como parte de una subcultura que se impone, como pingüe negocio de unos vividores, a quienes no les importa la estética, porque no tienen el más mínimo referente de ella.

MI VISITA AL PALACIO MUNICIPAL.
Este edificio lo habían construido después del terremoto de 1936, que asoló a Túquerres, ciudad importante,  que a partir de entonces se sumió en la decadencia y el atraso. La construcción de ese palacio, de dos escuelas y dos colegios, para niños de uno u otro sexo, fueron pequeñas compensaciones a los miles de damnificados que dejó el telúrico de la época. En esos tiempos lejanos casi no existían carreteras y el resto de comunicaciones eran precarias. Empero, la gente se relacionaba con el mundo y hacía saber sus calamidades. Era el año de 1947, cuando mi papá todavía trabajaba en los telégrafos de esa localidad, en calidad de oficial de recibo. Había empezado como “caimán”, o sea como un aspirante a reemplazo de un titular. Mi papá me llevó de la mano hasta el mencionado edificio, me ayudó a subir las escaleras (unas diez gradas) y luego, después de transponer las amplias vidrieras, me subió al alféizar de las ventanillas, de las oficinas de recibo de telegramas. Después me subió al segundo y tercer pisos, donde estaban los operadores de los telégrafos, inclinados bajo sus aparatos, algunos de ellos leyendo unas cintas que salían de un aparato que llamaban teleprínter. Allí leían los mensajes, los cortaban adecuadamente y los pegaban sobre unos formatos del Ministerio de Comunicaciones de Colombia. Eran los  telegramas, que los carteros repartían, por todos los rincones de la ciudad,  inclusive por la noche, si el mensaje tenía carácter de urgente. Ya entonces mi papá me contó que, en 1944, a 13 días de yo haber nacido, el mismísimo presidente de la república, Alfonso López Pumarejo, se apareció a las cinco de la mañana, rumbo a al aeropuerto, San Luis, de Ipiales. Dicho presidente salía de un intento de golpe de Estado que se dio en Pasto, pero que afortunadamente fue abortado. Con gran animación me contó mi padre la alegría que sintió de haber podido tratar a uno de los hombres más importantes que ha dado la nación, reformador liberal, quien quiso que hubiera un poco de justicia social, de equidad y desarrollo armónico. La ley 200 de 1936, o ley de tierras, habría solucionado la principal falencia de nuestra organización socioeconómica, que de haberse remediado entonces, nos habríamos evitado una guerra clasista que ya se prolonga por más de 70 años y cuya solución todavía se postergará por decenios.

LOS LADRONES.
Un día que dormíamos en una cama franca, tendida en el suelo de la sala de mi casa, a la madrugada, intempestivamente, se levantó mi abuela Teodelinda, machete y hacha en sus manos, abrió de par en par la puerta y se abalanzó detrás de unos hombres que corrían desesperados entre las matas de una enorme huerta, al tiempo que ella gritaba: “los ladrones, los ladrones”.  Como yo apenas tenía tres años, no tenía ni idea de lo que podía ser un ladrón, pues nunca había escuchado esa palabra.  Como los perros ladraban ininterrumpidamente, asocié la palabra “ladrar”, con ladrones. Por un buen tiempo seguí pensando que los ladrones eran los perros. Cada persona tiene diversa forma de asociar las palabras y sólo el uso social le permite fijar su significado.

DOÑA MARIANA Y DON FEDERICO.
Mi abuela y mi mamá, me empezaron a enviar, a eso de las tres de la tarde, después del jardín infantil, a una casa esquinera, en ruinas, en cuyos bajos vivían, en condiciones lastimosas, dos pobres viejos, doña Mariana y don Federico. Tenían entreabierta la puerta de la cual se escapaba un humo azulino.  Cuando ellos advertían mi presencia, extendían las manos para que yo les entregara una olla mediana con comida caliente y un paquete con unas tortillas de harina.  Al comienzo, ese encargo me causaba molestia, pero después entendí que había que compartir un poco de la comida, porque la solidaridad humana es connatural a nuestra especie.  Después supe que una de las primeras medidas que tomó la Revolución Francesa fue repartir comida caliente a la gente más necesitada de París.  Es increíble que haya que hacer una sonada y sangrienta revolución, para entender que tenemos imprescriptibles deberes de ayudar al prójimo.

LA CÁRCEL MUNICIPAL.
Este establecimiento de reclusión, castigo y venganza social, estaba contiguo al jardín infantil de la señorita Nicolasa Maya, su directora. Por las rendijas de las tapias, nos asomábamos a ver a los reclusos y reclusas que estaban separados por otras tapias. Los sacaban a otros patios a tomar el sol.  Daba tristeza ver la cara de esas personas, su mirada perdida, producto de la sin salida de su existencia.  Tiempo después supe que eran lugareños o campesinos que habían cometido hurtos o lesiones personales y que no tenían quién los defendiera, siempre a merced de despóticos alcaides o de guardias ignorantes, quienes con frecuencia los maltrataban y humillaban. Ni ahora ni entonces, la cárcel colombiana ha servido para rehabilitar la gente.  Sigue siendo la “universidad” donde los reclusos se refinan en las artes del mal.

LA HERMANITA HALLADA EN MEDIO DE UNOS CARBONEROS.
Ocurrió un jueves, día de mercado.  Confundidos, los mayores de la casa, entre tantos quehaceres y entre tantos niños, sin duda, descuidaron la puerta de la calle y mi hermanita, de menos de cuatro años, se escapó, posiblemente, antes del mediodía.  Cuando a la hora del almuerzo, caímos en cuenta de su ausencia, el mundo se nos vino encima.  Abandonamos platos y nos pusimos a la búsqueda, por la enorme casa, por el solar, por la huerta, por la calle, por la iglesia, por el convento, por la granja de los padres Capuchinos, por el parque, por la plaza de ferias, por el cementerio, por todas partes.  Ya obscurecía, cuando a alguien de nosotros se le ocurrió decir que la niña posiblemente había cogido, calle arriba, hacia donde los mercaderes subían todos los jueves, con sus caballos y sus mercados.   Fue así como mi papá, dio con un grupo de carboneros, que habían vendido su producto y se estaban tomando unas cervezas.  Cuando él les preguntó si habían visto a una niña de casi cuatro años, acertaron a decir, en medio de sus tragos, que temprano habían visto a una niña, pero que ya se la habían llevado, porque uno de los presentes, en principio, la había querido tomar, para llevársela a su finca y adoptarla, pero luego se la había cedido a otro carbonero.  Tuvo suerte mi papá y dio con el paradero de la niña, a pocas casas del sitio donde departían los campesinos.  Cuando mi hermanita llegó de la mano de mi papá, sentimos como si ella hubiera vuelto a nacer.



BUENOS DÍAS, DE DIOS A VUSTÉ
De las aldeas de Tengüetan (Alto y Bajo), de Tecalacre y Esnambud, también de Nangán y Yascual y de la quebrada de Guadrahúma, bajaban los campesinos, exactamente, el día de San Isidro Labrador, tocando sus flautas indias y sus tambores legüeros (por oírse a leguas), animadas melodías, llenas de fuerza y de mensaje optimista. Varias veces, temprano en la mañana, me asomé, en piyama, a ver quienes eran esos músicos y feligreses que con tanta decisión bajaban de las lomas para entregarle al jefe capuchino, la efigie del santo, con un marco, montado sobre una peana,  cargado de billetes de diversa denominación, como una ofrenda de la comunidad a la iglesia de los padres Capuchinos. Fuera de la música impresionante, de verdadera raigambre indígena, conmovía la singular expresión de esos humildes campesinos que saludaban, a quienes salieran al paso, con esas palabras tan prístinas y piadosas: “Buenos días de Dios a vusté”. No conozco algo parecido en el repertorio mundial de los saludos algo tan profundo, conmovedor y sincero como el descrito. Nada tiene que ver con un displicente “¡hola!” de los españoles, un “hello!” de los ingleses o un “priviét!” de los rusos. 



VISITA AL BARRIO DE LOS LADRONES.
El Partidero, era justamente, el reconocido y señalado barrio de los ladrones de Túquerres.  Allá me llevó un día mi abuela, a comprobar, con mis propios ojos, cómo los amigos de lo ajeno, se habían llevado, una vez más, las sábanas y otra ropa, que habitualmente colgábamos en el solar de nuestra casa.  No podían creer mis ojos que allá estaban, no sólo las sábanas, sino, mis camisas y pantalones, secándose al sol abundante de esas lomas, donde habitaban seres desarrapados y de malas costumbres, debidas a la precariedad de la vida, la falta de trabajo, educación, de alicientes.  Posiblemente, mi abuela sentía conmiseración por esos seres y, fuera de comprobar el ilícito, no hacía nada por reclamar nuestras prendas.  Además, no sería poco el miedo que la asistía, de enfrentar a ladrones de oficio, que no se arredran de injuriar y vapulear a quienes les reclamen algo. Lo más probable es que, hasta la fecha, como no han cambiado las desigualdades sociales, los más de mil municipios de Colombia, tengan calificados barrios de ladrones.

CUANDO LE DI OTRO DESTINO A LOS 20 PESOS DEL MERCADO.
Fue un jueves, día de mercado, en que mi mamá estaba enferma y por lo tanto me mandó a hacerlo, recomendándome, seguir al pie de la letra la lista de las verduras, frutas y demás productos que debía comprar.  Con mis seis años de edad, fue apabullante el efecto que en mí causaron las palabras de un árabe que vendía telas en la esquina del Parque Bolívar de Túquerres.  “¿Quién da cien pesos, por este rollo de tela?”, “¿Quién da cincuenta?”, “¿Quién da veinte?”. “Yo”, contesté.  Inmediatamente el vendedor me dijo: “Toma, majito querido, llévate ese rollo, que es muy grande y no vas a poder con él”.  Efectivamente, llegué a mi casa, extenuado, como si hubiese cargado una cruz a cuestas. Además, me labraba el pensamiento de tener que rendirle cuentas a mi mamá por el billete de 20 pesos, que no lo había invertido yo en lo urgente, sino, en un capricho.  Apenas asomé en la puerta, mi mamá esbozó una apretada sonrisa y con mucha comprensión me dijo: “Te embutieron esa tela y vamos a tener que comérnosla en esta semana.   De todas maneras, en la casa hacen falta cortinas, fundas, tendidos y tendré que ponerme a coser”.  No sé cómo mi madre se las arregló con la comida de esos días, posiblemente raspó en el escaparate los últimos granos que quedaban.  Ya entonces hice consciencia del alto grado comprensión que tenía mi mamá y de su enorme capacidad de adaptarse a las nuevas e inesperadas circunstancias.

LA TÍA SOFÍA.
Era la prima de mi papá, una mujer blanca y rubia, además de rolliza, casada con Jorge Argoti, un hombre también blanco y de pelo cano.  En razón de que la tía Sofía, se mantenía ocupada todo el día, en una tienda de abarrotes, junto con su marido, casi nunca nos podía prodigar una atención, hasta que ella, tuvo la mala ocurrencia de invitarnos a una cena, a su casa, ubicada a una cuadra de la nuestra.  A las ocho de la noche, con todo el cumplimiento característico de mi mamá, estuvo nuestra familia a la puerta de la casa de la mencionada parienta.  Como ella no apareciera por ningún lado, nos marchamos a la media hora, con la orden de mi mamá, de que nunca más, le diéramos la cara, ni a la tía Sofía, ni a su marido, ni a su queridísimo vástago, el primo Jorgito.  Venganza criolla, a la falta de cortesía y respeto por la parentela.  Pero la ojeriza que le tenía mi mamá a dicha tía, venía del hecho de que, por “buen consejo”, la tía Sofía le sugirió a mi papá, comprarle a mi mamá un corte de color mordoré (color cercano al de la mora, pero un poco más rojo), con el cual mi papá le hizo a mi madre un abrigo.  El día en que mi papá le entregó la prenda terminada a mi mamá, en calidad del más prendado obsequio, tuvo la pésima iniciativa de contarle, que ese color había sido escogido por su prima Sofía, preciada de ser, una de las mejores modistas del pueblo.  Fue suficiente esa confesión, para que mi madre nunca se pusiera el abrigo de color mordoré.

EL JARDÍN INFANTIL.
A ese establecimiento, que quedaba a una cuadra de mi casa, me llevaron un día para que aprendiera un poco más de lo que me habían enseñado en casa, mi abuela y mi mamá, a leer y a escribir.  Me llamaba la atención la forma variada de hablar de los compañeritos, sus relatos, sus juegos.  Era interesante escuchar a la maestra Nicolasa, sus rezos, cuentos y demás actos comunicativos.  Todo marchaba tan bien, que me parecía que la vida debía continuar así, por muchos años, hasta que un día al compañerito Luis Abdón Calderón (nombre imborrable de mi memoria), le dio por azuzar al perro lobo que cuidaba la tienda.  Dicho animal se encrespó y estuvo a punto de derrumbar la valla de la misma.  Como el perro no se calmó, Luis Abdón, Luisito, tuvo el desacierto de encender un fósforo y echárselo al perro.  Por arte de birlibirloque, la cerilla voló a unos periódicos y la tienda se prendió en un santiamén.  Afortunadamente lograron conjurar el fuego, antes de que ardiera todo el establecimiento.  De resultas de este incidente, más de 30 compañeritos y compañeritas terminamos en sendas escuelas públicas:  la Eduardo Santos, para los varoncitos y la Alfonso López, para las niñitas.  Fue una dura experiencia, en todo sentido, y la primera expulsión de uno de los paraísos.

LA CASA NUEVA.
Cuando yo cumplí siete años, nos pasamos a vivir a la casa nueva, recién terminada, que se entejó entre el jolgorio de propios y de los vecinos. Desde que mi papá compró el lote, por 300 pesos, nos pusimos en la tarea de enfocar todos los pensamientos a edificar la casa. Primero trajo mi papá la llave de paso o registro del agua. Para ser más preciso, la compró antes de adquirir el lote, razón por la cual mi madre la recibió con gran escepticismo. Mi padre traía todo su sueldo semanal y yo separaba los billetes de 50 pesos, que inmediatamente metía en una cajita de madera, que había elaborado mi tío Gerardo Pantoja, cuando estuvo aprendiendo ebanistería. En menos de un año, yo conté los 5 mil pesos, en billetes de 50,  que se necesitaban como presupuesto de la construcción. El resto fue hacer la explanada donde se construyó la casa, con un patio amplio, un pequeño huerto y un área para el perro y unas dos gallinas. Fui testigo de los trabajos de una excavadora, que en una mañana hizo la explanada. Me llamó la atención que, de lo profundo del terreno, salían calaveras y fémures. Este lugar había sido antiguamente un cementerio indígena, que nadie respetó ni valoró, por simple ignorancia. En esa época no se sabía que en otras latitudes había antropólogos que se encargaban de estudiar los lugares donde se iban a hacer edificaciones o carreteras, para no destruir vestigios de anteriores civilizaciones. Posiblemente, por esa razón, dejando a un lado, cualquier idea supersticiosa, es que nuestra casa resultó terriblemente ruidosa, especialmente, en las noches. La verdad es que de niños vivimos sumidos entre ruidos que nadie pudo explicar, ni menos ahuyentar. El miedo, sin duda, nos acompañó siempre en nuestra niñez y juventud.

HUNTER PLEASE.
Fue el nombre que mi abuela le puso a nuestro primer perro, un gosquecito que ella adoptó, cualquier día de nuestra infancia. Al principio le pregunté por el nombre del animal, porque me pareció extraño: /jónter/. Esta fue su explicación: “Es nombre en inglés y significa “cazador” y, además, tiene apellido “Please” /pliiz/. Así quedó nuestro perro: “Hunter Please”, al cual llamábamos, simplemente “Jónter”. Él creció encadenado, porque era bravo “de nación”. Nos mordía a todos y hasta llegó a morder a su ama, la abuela, la única persona que se le acercaba para darle de comer. No sé cómo ese animal furioso, aceptaba, que nosotros lo soltáramos, por las noches,  para “torearlo”, tal como el pueblo hacía con el toro “Verdugo”, que en la Plaza de toros, en las fiestas de junio, mató a más de un tuquerreño. Jónter, duró unos cinco años (humanos) y murió, no tanto de viejo, como de tristeza, de frío y de alguna enfermedad. Cuando tuvimos que alzar su cadáver y sepultarlo, nos acordamos, todos los hermanos, de darle “cristiana sepultura” y para eso elaboramos, en volandas, una hermosa cruz de madera, que con su nombre, apellido, y fecha de partida, escritos con letras negras, clavamos encima de la tumba que hicimos en una zanja. Mi madre, persona muy religiosa, no estuvo de acuerdo en que lleváramos cruz a ese sepelio, aduciendo que “los animales no tienen alma” y que por lo tanto no tienen creencias, ni son bautizados en Cristo y otras explicaciones teológicas. Grande fue el pesar de dejar a nuestro animal, bajo un metro de tierra, para que su carne y sus huesitos se convirtieran en polvo. Triste destino el de los seres vivos y peor saber que nosotros, tal como los animales, “no somos nada”, aunque nos convirtamos en polvo químico, compuesto por la mayor parte de elementos de la tabla periódica de los elementos de Dmitri Mendeléiev.

EL TRAUMA DE LOS NOMBRES.
Por cierto, que varios nombres de varones y de mujeres me parecían anticuados, anacrónicos, viejos: Liborio, Rómulo, Hermenegildo, Anténor, Diómedes, Leoncio; Lucinda, Saturia, Tulia, Uvaldina, etc. Me parecía un despropósito, hasta una ofensa, que un bebé fuera bautizado con un nombre antiguo y muchas veces cacofónico, Primo, Segundo, Trino, Pío Quinto, Sixto, Octavio, Gervasio, Anastasio, Gumersindo, etc. Por esa época todavía no existía la disposición de ley,  de poderse cambiar de nombre, por quince mil pesos, cuando se lo considerara ofensivo, indecente, inadecuado. Nuestro sistema de enseñanza todavía no ha llegado a difundir la toponomástica, la cultura de los nombres, que hace tiempos se difunde en la televisión europea. Ya Platón, en su diálogo El Cratilo, se había preocupado por la conveniencia y adecuación que los nombres deben tener con la persona que los lleva. Esta digresión, a propósito del verdadero trauma que me causó el oír que la revendedora de la plaza, adonde mi abuela me había mandado a comprar mangos, me dijo: “Déle saludos a su abuelita, de parte de Eduarda”. Acababa yo de escuchar mi nombre (Eduardo), en femenino. ¡Qué horror para un niño!, que su nombre quede desvirtuado en su género gramatical, hecho que, sin falta, llevaba a poner en tela de juicio el género biológico. 


LA GUERRA A PIEDRA.
Estaba yo en quinto de primaria, hacia 1955, cuando una tarde decidí ir a visitar a mi tío abuelo, Manuel Rosero, quien era director de la escuela Eduardo Santos, donde yo cursaba mis estudios.  Como no lo encontré, su ama de llaves, me dijo que lo esperara y yo le pedí el permiso de que me dejara entrar hasta el huerto esquinero, en compañía de un amigo mío.  Allí estuvimos, pacientemente, esperando al pariente, quien posiblemente se ocupó de otros asuntos.  El caso es que por la calle pasaba un joven colegial, que había tenido la fortuna de conocer otros lugares de Colombia y hasta había aprendido a tutear (Túquerres, es una zona voseante y no tuteante), razón por la cual le llamaban “Bienytú”.  El imprudente de Gerardo Velasco, alias “Lucas”, a veces “Yucas”, cometió la grosería de gritarle a ese joven, “Bienytú”, tras la malla de alambre.  Acto seguido y en una reacción impetuosa, el agraviado, nos tiró la primera piedra, en giro parabólico, que estuvo a punto de rajarnos la cabeza.  Como yo en la primaria, ya había sido nombrado “ministro de guerra”, en el juego didáctico que había propiciado mi tío abuelo, profesor de historia, tuve la feliz iniciativa de decirle a Velasco, que no intentara recoger esa piedra para contestarle con ella y que era preferible, reunir todas las piedras que nos lanzara, porque la guerra se no había venido en serio.  Me mostré en esta oportunidad, como un verdadero estratega. Velasco, tiempo después tuvo que darme la razón.  Pasado un cuarto de hora, de soportar la andanada de insultos vulgares y de piedras, nosotros, atrincherados detrás de un enorme lavadero y calculando que el adversario ya estaba jadeante, porque sus disparos eran cada vez menos frecuentes, le dije a mi amigo que había que empezar la respuesta con todas piedras acumuladas y propinarle, entre los dos, la más tremenda paliza, de que él hubiera tenido memoria.  Pero, en ocasiones, nuestros guijarros, chocaban contra la cerca de alambre y no era fácil proyectárselos bien.  Creo que en más de una oportunidad logramos dar con su cuerpo, porque profería enormes chillidos, que se ahogaban en llanto.  Lo más probable, es que su furia hubiera llegado a ser tan grande, que ya, a eso de las seis de la tarde estuvo dispuesto a entregar la última gota de su sangre, con tal de vengar la ofensa que le había proferido el plebeyo de Gerardo Velasco, ampliamente conocido en la villa por su espíritu provocador y su carácter vulgar. La oscuridad de la noche, sirvió de cobertura a nuestro declarado enemigo para que huyera entre las sombras. Nosotros tampoco cantamos victoria, porque también nos cayó más de una pedrada en la espalda y quedamos absolutamente extenuados y llenos de sed, pero no sed de venganza. Creo que quedamos en tablas.  Desde entonces, saque la conclusión de que en la guerra siempre la pierden ambas partes.

LA NIÑA MARÍA DE LOS ÁNGELES.
Todavía no había aparecido Gabriel García Márquez en el ámbito literario, ni definiendo una niña: “como una mujer que puede tener, en la costa Caribe, de uno a ochenta años”, cuando nosotros ya tratábamos de “niña María”, a nuestra maestra de canto, distinguida pianista e intérprete de la cítara, artes aprendidas con las hermanas franciscanas, procedentes de Alemania.  Dicha maestra nos enseñó a cantar música profana de Colombia, de Latinoamérica y de Europa, tanto en su residencia, como en el colegio San Luis Gonzaga.  Nuestro afecto a esa educadora era inmenso.  Mis padres y, en especial, mi abuela le tenían gran deferencia.  Era por eso que, año tras año, en los diciembres, mi abuela le mandaba, por nuestro conducto, las mejores empanadas y el más sabroso champús, que empezaba a preparar, con nuestra ayuda, los 16 de diciembre, comienzo de novena. El 24 de diciembre, a la una de la tarde, empezaba el rito de repartir empanadas y champús a los vecinos.  En primer lugar, a la mencionada maestra.  Pero eso ocurrió, hasta un buen día, en que mi hermano Hugo, dictaminó, que, no era posible que, según sus palabras “las mejores empanadas fueran para los vecinos, a tiempo que las desportilladas, fueran para nosotros”. Recibimos las empanadas y el champús correspondiente a la niña María de los Ángeles, pero esta vez, el regalo no llegó a su destino, porque mi hermano Hugo, tomó la decisión de que, a partir de esta vez, lo mejor de los preparativos navideños, sería para nosotros.  Acto seguido nos subimos a un alto bordo deshabitado y lleno de rastrojo y allí nos comimos las ricas viandas, hasta llegar al hartazgo.  Llegamos a casa como si nada raro hubiera pasado.  Lavamos la jarra y la bandeja y todo quedó en regla.   A los ocho días, impensadamente, cuando íbamos con mi abuela, como par de aretes, hacia el centro de la ciudad, nos encontramos de manos a boca, con la niña María de los Ángeles y sin esperarlo, gritó: “Teodelinda, esta vez, no sé por qué no me agraciaste, con tus empanadas y tu champús”.  La respuesta de mi abuela no se dejó esperar: “Yo envié el 24, el regalo con estos dos muchachos”.  Ella entendió inmediatamente, que el par de nietos zoquetes, que llevaba a su lado, la habían hecho quedar como un zapato frente a la estimada vecina y consagrada pedagoga de la música.  El pellizco fue inmediato, tan pronto las dos señoras se despidieron y nuestra cara ardía de vergüenza frente a nuestra abuela.  Es de las pocas veces, que he sentido que más me hubiera valido, no haber nacido.

A CAZAR CON MI PAPÁ.
Mi papá gustaba de llevarnos, con alguna frecuencia, al campo, preferiblemente a zonas de lagos y lagunas. A este propósito recuerdo la observación de patos y gansos en lagunas cercanas a Túquerres, cómo ellos nadaban plácidos, después de salir de su escondite de juncos (totoras), los escarceos de los machos, detrás de las hembras, la “muerte” de los primeros, después de copular con las segundas. En fin, el ruido de algún disparo del otro lado de la laguna y el caer de un ave herida a las orillas del agua. También, más de una vez, nos tocó cargar, con mi hermano, de vuelta a casa, uno o dos patos muertos, como una carga indecible, sólo justificable, por poder contar el cuento de aparecer como “cazadores”, pero también presos de la tentación de preparar esas aves, embutiéndoles unas cuantas manzanas frescas, para poder neutralizar así, el fuerte olor a lodo que tiene su carne. No sabemos, exactamente, cómo es la conducta de los cisnes, pero la ternura de su amor la intuimos a partir de las canciones que hemos escuchado, como la danza “Los cisnes”, que interpretan Garzón y Collazos, o el hermoso fox del sacerdote nariñense, Floresmilo Flores,  o la suite de Chaikovski, “El lago de los cisnes”. Ternura proverbial asignada a los cisnes, la misma que siempre debe enternecer a la gente de todas las naciones y de todos los tiempos.

MI HERMANA PERDIDA Y ENCONTRADA EN UNA TINAJA.
Esta hermana tenía siete años y asistía a primero de primaria.  Con frecuencia se quejaba de sentir mucho sueño y se acostaba a dormir, después del almuerzo, en cualquier parte.  A eso de las seis de la tarde, tiempo de recogernos, por la llegada de la noche, advertimos que ella no estaba y empezamos a buscarla con desesperación, por todos los rincones de la casa y luego nos echamos a la calle, en su búsqueda.  Hubo comisiones, para donde los vecinos, los parientes, los amigos, tratando de encontrar el paradero de esa hermana.  En un momento dado, me quedé solo con mi papá y mi mamá y fue cuando tuve la leve sensación de que una de las dos tinajas se movía.  Llegué a pensar que era un movimiento telúrico, de esos tantos, que nos acompañaron, despiadadamente, durante todo el año 1957.  Le dije a mi papá, no sin temor, de aparecer como un necio, que a mí me había parecido que una de las tinajas se había movido por una sola vez y que, posiblemente, allí estaba metida mi hermanita.  Esta idea no le hizo ninguna gracia a mi papá y más le pareció algo ridículo. Sin embargo, él mismo se asomó a la boca de la tinaja en cuestión y ¡vaya sorpresa! la que se llevó, cuando se dio cuenta que su hija, estaba enroscada dentro de la olla y completamente dormida. Nadie supo, cómo esa niña se encaramó y cayó dormida al fondo de esa olla y cómo, milagrosamente no se asfixió.  Finalmente, mi papá tuvo que darme la razón y agradecerme, a regañadientes, por mi acertada apreciación.

INSULTOS, BLASFEMIAS Y DENUESTOS.
Privar a cualquier lengua de los mencionados elementos es, definitivamente, castrarla. Por allí empieza la depuración que tontamente hacen los lexicógrafos al privar a los diccionarios de estas palabras que son potentes, ricas y que como guijarros se lanzan, a muchos metros, produciendo estragos, pero también algún alivio a la rabia contenida. Somos humanos, pero si alguna vez fuimos angelitos, eso ya es asunto de paleontología. Como no recordar un “Véte al carajo”, “Maldita sea”, “Tu madre que te parió”, “Hecho en zanja”, “Perro de tres huevas”, “Me cago en Dios”, “Me cago en las tetas de la virgen, para que el Niño Dios coma mierda”, “Que te cargue el Diablo”. El insulto blasfemo, por cierto, no es tan frecuente en nuestra cultura, pero algo heredamos de los españoles. En una oportunidad escuché decir “charmuta” a una mujer vieja y me dijo, en voz baja, que ese era un insulto muy grave, pero sin decirme qué significaba. Decenios después, mis amigos árabes me dijeron que esa palabra árabe significaba “hijo de puta” y me recomendaron no pronunciarla nunca, sobre todo, en entorno de árabes, por lo ofensiva y vil.

TOCAR LOS TIMBRES Y SALIR CORRIENDO.
Este es el “tin, tin, corre, corre” de otros lugares, que consiste en timbrarle al vecino y salir corriendo en desbandada.  Tal vez es la primera aventura que los chicos y, también las chicas, ensayan en los timbres de las casas y, modernamente, en los apartamentos.  Cuando yo me crié, los timbres eran de campana y había que tirar de un manguito amarrado a una soga que la hacía sonar.  En mi cuadra, era especialmente arriesgado timbrar en el zaguán de don Antonino Moncayo, porque era un hombre de malas pulgas, con especial fobia por los niños malcriados.  Él nos había prevenido, de que ante el más leve intento, de timbrarle, sin necesidad, nos soltaría, sin miramientos, el enorme perro lobo que tenía detrás del portón.  Creo, que con excepción de la casa de don Antonino, nos dimos el gusto de timbrar en todas las casas de por lo menos, ocho cuadras a la redonda, convirtiéndonos en verdaderos azotes del vecindario. 

SIBERIA, CON EL PRIMO SAULO.
El primo Saulo, no sé por qué razón, vivía obsedido por la idea de que había que adaptarse ya al clima de Siberia (Rusia) y por esa razón, nos desnudábamos, con él y con mi hermano Hugo, apenas cubriéndonos el cuello con una bufanda, en las noches gélidas de Túquerres.  Tampoco  sé, qué hado portentoso nos protegió, desde el Universo, para que no nos diera una pulmonía, que podría dar con nuestros huesos en el cementerio.  Era como una preparación, inconsciente, para los años que luego me tocarían vivir en Rusia, sin que mi primo tuviera el menor indicio de que yo me fuera a estudiar allá, en años posteriores. La gente del común pronuncia la palabra Siberia, sin conocer nada de ella, hasta le dan ese nombre a zonas tibias de Colombia, como es el caso de Siberia, Cauca. Qué bueno que el grueso del público conociera que Siberia, Rusia, es una de las zonas más extensas, ricas y bellas del mundo. No es justo asociarla, únicamente, con las terribles cárceles de destierro de los zares.

LOS CANDADOS.
Entre los baúles de trebejos que tenía mi abuela, los adminículos más codiciados por mi hermano Hugo y yo, y también por mi primo Saulo, eran los pequeños candados, casi siempre averiados y herrumbrados que ella tenía.  Nosotros los limpiábamos con chulco, una planta ácida, que también servía para brillar jarrones y otras piezas metálicas.  Nos habíamos vuelto expertos en arreglar los mecanismos del candado y en tener una especie de llave maestra para la mayor parte de ellos.  Llegamos a poseer decenas de esos artefactos y los usábamos para echarle llave por fuera a los vecinos, uniendo, con todo el sigilo, las argollas de las puertas.   Así los asegurábamos, “para que, de noche, no se les entraran los ladrones”.  Ese era el comentario sarcástico que hacíamos después de nuestra aventura de turno.  Nunca supimos de las angustias que, con toda seguridad, pasaron nuestros “protegidos” vecinos y para suerte nuestra y, de nuestras costillas, nunca hubo ni la menor sospecha de nuestras andanzas nocturnas y, por ende, la menor queja.  Así es como quedan impunes, muchas acciones, bien porque no está explícitamente descrita la contravención, o porque el contraventor actúa sobre seguro.

LA GUERRA DE VERDURAS.
Nuestra inquietud de adolescentes, hizo que, tal vez, nosotros, fuéramos de los peores vecinos, a pesar de nuestra apariencia de niños limpios, externamente educados, saludadores y buenos.  Pero la realidad es que éramos traviesos y provocadores.  Fernando Romero España, alias “Campeche”, cargador de profesión y amigo de los tragos vespertinos, empezaba, al final de la tarde, a tocar su tarro y a cantar canciones que le dedicaba a su anciana madre, doña Mariana.  Uno de sus rústicos versos cantados era: “Mamá Mariana/ toma mondongo/ para mañana”.  Al final de cada canción gritaba: “Viva Chile, hipueputas” y nosotros le contestábamos: “¡Qué viva!, pero que ¡viva Colombia primero!”.  “Cállense ustedes, no jodan”.  “Cállate, Campeche, sigue tocando tu tarro”.  Entonces, Campeche, abandonaba su instrumento “músico”, e iniciaba una verdadera andanada de lanzamiento de repollos, coliflores, remolachas y nabos, varios de los cuales impactaban en nuestras humanidades, mientras nos desplazábamos inquietos, por el patio de la casa.  Después de varios minutos de guerra verdulera, el mundo quedaba en paz y el patio lleno de comida.  Casi podría decirse, que, en esa semana, la abuela no nos mandaba ya al vergel de los padres Capuchinos, donde nos atendía, con toda deferencia, el hortelano, don Javier.

LAS MARCHANTAS Y LOS MACHUCANTES.
Cuando un ejército de jornaleros se tomó la ciudad para hacer el alcantarillado, en el término de un año, fue cuando más mujeres embarazadas aparecieron en Túquerres. La razón es muy sencilla. Las profundas zanjas que hicieron dichos jornaleros, sirvieron de especie de catacumbas (para la época), hoy una suerte de cambuches, donde los varones, especialmente policías, se iban detrás de las sirvientas y mujeres del pueblo, a copular, apenas llegaba la noche. Diversión buena, sana y gratuita, para una población que siempre vivió sexualmente reprimida por la religión y todo tipo de prejuicios. Recuerdo las palabras de la abuela, cuando a eso de las seis de la tarde, descorría el visillo de la ventana: “Ahí van las marchantas…y detrás van los machucantes”. Palabras para mí,  inauditas y que sólo cobraron significado con el bachillerato y el andar por el mundo. Las palabras siempre están llenas de significados y su dominio se vuelve obligatorio para desenvolvernos durante toda la vida. Es nuestro principal instrumento de conocimiento, representación, información, comunicación, solidaridad. 

EL CARNAVAL DEL AGUA.
Llegado diciembre, una de las fechas que más alegrías nos deparaba a los tuquerreños, era el Día de inocentes, el 28, según el santoral católico. Para esa fecha nos preparábamos de ánimo y con reservas de agua, por si el municipio llegara a suspender el precioso líquido. Era, una especie de día de las recónditas venganzas. Recuerdo que los jóvenes no respetaban ni a las personas de mayor edad, ni a los religiosos, porque a todos los metían a la pileta que había en el Parque Bolívar, donde, cuatro o cinco energúmenos, sumergían la humanidad de cualquier ciudadano que se les presentara en las inmediaciones de dicho parque. Nosotros, por nuestro lado nos encargábamos de tirar ollas de agua, desde nuestra casa, a los desprevenidos viandantes o alguna bomba del ese líquido, preparada con antelación. Pero la modalidad de mojar al prójimo, que más festejaba yo, era cuando subía una enorme olla de aluminio (de siquiera 15 litros) llena de agua y la montaba entre las dos hojas entreabiertas del portón. Recuerdo tanto el día en que la vecina Nidia, una colegiala de Yascual, entró, desprevenida, a nuestra casa, que tenía el portón entreabierto. Todo ese litraje se le vino encima, mojándole hasta el último pedazo de carne. En medio de la respiración entrecortada de la víctima, la vi correr hacia el interior de la casa, donde le esperaba otra andanada de agua. Tuve que darme prisa para trapear el piso, porque mi papá ya venía a una cuadra de distancia y a él no le gustaba que jugáramos con agua, por el desperdicio del líquido y, porque, eventualmente, podríamos causar disgustos a la gente, quien con frecuencia resultaba resfriada. No hay cosa peor que no poder secarse el cuerpo en los primeros segundos que siguen a una mojada.

CAPORAL.
Un hombre rústico, proveniente del pueblo-pueblo, de facciones indígenas, parco en su lenguaje, pero amable, vendía en la plaza de mercado de Túquerres, siempre en el mismo puesto y, por décadas, la fritanga de marrano, del sabor más exquisito. Algún día, después de comerme un pulposo pedazo del paquidermo, le pregunté a Caporal (cuyo nombre de pila nadie enunciaba), cómo hacía para producir esa exquisita fritanga que él vendía y me contó, que ese era todo un proceso. Que los cerdos fueron traídos, alguna vez de Ipiales, bastante tiernos, (de raza negra y grande) y que en el solar de su casa los empezó a criar, dándoles la mejor comida fresca, nunca lavazas fermentadas, bañándolos diariamente y teniéndolos siempre en pocilgas aseadas. Además me dijo, que les hablaba suave, que les rascaba la espalda con un palito, después del baño, y los purgaba con cierta frecuencia, con purgante de humanos. No me reveló el secreto de cómo los degollaba, pero me advirtió que lo hacía sin producirles a los cerdos mayor sufrimiento. Después de chamuscar los pellos del animal muerto, se disponía a cortar,  pieza por pieza, para aprovechar las partes más carnudas y el resto venderle a clientes que él tenía: para sangre, intestinos, cabeza, patas, etc. Los trozos de carne los  echaba a una paila de cobre, debidamente caldeada, eran parejos y sin ningún condimento especial. Se freían en su propia grasa y luego se servían en una mesita muy pulcra que él tenía, a poca distancia del fogón de carbón vegetal. El platillo se componía de unos tres o cuatro trozos de carne y de algunas papas tuquerreñas, que no son grandes, pero sí, muy sabrosas, por su sabor incomparable y su textura harinosa. Supe, muchos años después, que Caporal, había ganado varios concursos comarcanos por preparar la más sabrosa fritanga y que cansado de bregar con la vida murió en alguna fecha de 2010, un fin de semana, después de haber vendido, la víspera,  todo su producido. Siempre me dio la impresión de que Caporal había dado la cara de los marranos que vendía y que, por lo que imagino, consumía con fruición. Me parecía que  en su cara se esbozaban las mismas cerdas del animal que criaba y preparaba con tanto esmero.

GUARINICA.
Era el apodo de un cantinero, homosexual, que apareció de pronto en el pueblo.   El apodo completo era: “Guarinica, mano al culo”. La protesta social no se hizo esperar, primero, por la competencia cantinera y, segundo, porque los dos únicos y consagrados homosexuales, eran, don Avelino Martínez, secretario de juzgado, y don Gerardo Estrada, arreglador de cadáveres.  Ellos hicieron saber, al respetable público tuquerreño, por medio de una octavilla impresa, que: “era de consciencia ciudadana, que los únicos homosexuales del pueblo, eran los infrascritos: Avelino Martínez y Gerardo Estrada”.  “Guarinica”, era un simple impostor, que debía ser denunciado ante la ciudadanía y expulsado, sin más, de la villa, además, por ser foráneo o “pajuerano”.  Fue la imprenta Dávalos, la encargada de imprimir aquella octavilla, que aún se conserva, para eterna memoria de la ciudad sabanera, en la Biblioteca Municipal de Túquerres, localizada en el barrio de La Reconstrucción, antiguo matadero.

EL EBANISTA CARLOS ARGOTI.
Este artesano, pulía que pulía, sus mesas, sillas, consolas, repisas, dándoles luego varias capas de barniz, al rayo de sol, en la esquina del Parque Bolívar, donde tenía su taller y donde su sitio de trabajo, era una especie de periscopio, desde donde todo lo observaba, para dar su propia visión, siempre con aplomo y expresión mordaz. Un día que dos estudiantes de abogacía de la Universidad Nacional y de la Universidad Libre, respectivamente, los jóvenes Alfonso Álava y Arturo Álava, se encontraban paseado, alrededor del parque, cogidos del brazo (tal como se estilaba en aquella época en que no había cofradías del movimiento LGTBI), don Carlos, repentinamente, interrumpió su oficio y me dijo: “Rosero: terminas tu bachillerato y lo más probable es que te vayas a Bogotá a volverte profesional. Por favor, no te metas a estudiar derecho. Esa es una frustración: ese par de mozos, que allí pasean, cuando se gradúen no estarán preparados para sacar ni un caballo del coso”. Para mis adentros pensé: “O sea que no podrán ni siquiera pagar la multa de medio peso, por la contravención de dejar los caballos sueltos en la calle, sin vigilancia”. De ese calibre era la lengua de ese ebanista y de otros artesanos, que no tenían en gran estima a los jóvenes profesionales.

EL ASESINATO DEL PERSONERO.
El buenazo de don Gonzalo Benavides, además de haber sido un honorable funcionario municipal, tuvo el mérito de haber tenido y educado a dos hijos:  Olimpo y Josefina, ejemplo de juventudes educadas, pero de porte afectado.  Cualquier día laboral, don Gonzalo, quien fungía como Personero municipal, se encontraba descansando, después del almuerzo, en una banca del Parque Bolívar, a dos cuadras de su casa.  Fue el momento en que el loco del pueblo, también de apellido Benavides y, nada pariente, del biografiado, le infligió tamaño golpe, en la cabeza, con un mazo, que lo dejó muerto instantáneamente.  Fue la primera vez que oí hablar de una muerte violenta en mi pueblo, pero no fue la única.  Todo el mundo lamentó el triste final de ese hombre bueno, quien con su gestión, había llevado a armonizar las relaciones de la gente, desde la administración pública. El público recordaba mucho a don Gonzalo Benavides, porque, durante su administración y, con los buenos oficios suyos, se logró construir un puente en la parte oriental de la ciudad, justamente, por donde nunca pasó río ni quebrada. No existía en ese tiempo el concepto de viaducto. Dicho puente fue derruido años después.

LAS MINGAS.
Que yo recuerde, dos iglesias grandes, ayudamos a construir, personas de todas las edades, a través del inteligente sistema indígena de la minga, esto es el trabajo comunitario, desinteresado y solidario, que, para el caso de Túquerres, se efectuó los fines de semana. Los niños también ayudábamos a transmitir ladrillos, en una cadena humana, y ayudar a llenar carretillas de arena. Mi abuela llevaba, hasta la construcción del templo de la parroquia de San Pedro, la chicha  de maíz (jora),  en dos ollas diferentes, la una con chicha rosada, suave,  para las mujeres, y la chicha amarilla, fuerte, para los varones. En años anteriores colaboramos en la construcción de la iglesia de los padres Capuchinos, bajo la dirección del lego Rafael, un fraile de las órdenes menores, que lo veíamos pasar por las cornisas y cuando bajaba, con sorpresa y hasta con horror, nos percatábamos que él había estado bebiendo vino, a esas alturas. Qué bueno que la sociedad actual optara por el sistema de la minga para la construcción de obras civiles, que tanta falta les hacen a las comunidades. Afortunadamente los indígenas aún la practican, con laudables resultados. Otras culturas, como la rusa, durante varios períodos de tiempo han utilizado el sistema de trabajo comunal y solidario, para construir su país, como ocurrió en los años 20-30 del siglo XX, o para reconstruirlo, después de la segunda guerra mundial (que ellos llamaron Gran Guerra Patria).

LA LLEGADA DE LOS ÁRABES.
Es plenamente conocido el hecho de que los árabes (mal llamados turcos), fueran quienes introdujeron la práctica del crédito entre la población colombiana.  De esto da fe, en varios de sus escritos, David Sánchez Juliao.  Para nuestro caso, los árabes, fueron los primeros y los únicos que nos dieron al fiado, telas y confecciones, que dejaban en manos de mi mamá y mi abuela.  Ellos entregaban la mercancía y garrapateaban en su alfabeto árabe el nombre de los deudores y la lista de los artículos.  Se perdían nuestros acreedores, por meses, y hasta por un año.  Cualquier día aparecían en la puerta con sus risotadas, su saludo efusivo (marhabá, salud, en árabe) y una nueva muestra de su “mercancía, buena y barata”. Y otra vez, el ritual de medirse y recibir al fiado, otro lote de telas y ropa corriente, que pagábamos religiosamente.

EL FUSIL SAPO.
A mis once años, tuve la dicha infinita de conocer a profundidad el campo, en los confines de Túquerres, colindantes con el municipio de Guachavés.  Se trataba de la enorme finca, “Guasí”, verdadera hacienda, con fuerte economía, representada en el cultivo de trigo, cebada, papas, árboles frutales, verduras y hortalizas.  Además, de que poseía fuentes termales y agua mineral gasificada, amén de sesenta minerales diferentes, plenamente identificados por especialistas en química.  En dicho fundo, transcurrieron, en dos oportunidades, mis vacaciones de infancia, donde aprendí a labrar la tierra, a sembrar, abonar, cosechar, montar a caballo, ordeñar las vacas y cabras, cultivar las abejas y extraer la miel, esquilar ovejas.  Para atravesar el espeso bosque, había que tener los nervios de hierro, por la fuerte energía de la Naturaleza.  Muchas veces, y ya caída la noche, los caballos se detenían y no había poder humano que los pudiera mover.  Había que apearse y dejar la bestia abandonada, para emprender a pie, el regreso a casa.  Después de unas dos horas de recorrido, se sentía cómo el caballo que se había encaprichado, mansamente, descendía en busca de su jinete.  Don Luis Guerrero, el esposo de mi madrina, me dijo un día que no le tuviera miedo al bosque, pero sí a sus enemigos, que no eran pocos, y que podían causarme daño, como represalia con él.  Fue ese el motivo por el cual, él me enseñó a disparar diversos tipos de armas, incluido un fusil checo, corto, de una patada poderosa, pero de precisión milimétrica.  Varias veces don Luis me ensayó la puntería, disparando a unos blancos de papel, que pusimos al otro lado de la carretera que de Túquerres lleva a Samaniego. Ya en ese tiempo, me estrené como tirador extraordinario que no tenía nada que envidiarle a mi preceptor.

PAVIMENTACION CASERA.
Un día de 1958 apareció por Túquerres Rodrigo Rivera, distinguido ingeniero civil, verdadero hijo pródigo del pueblo, quien algún día se había marchado con el objeto de estudiar y vivía con la nostalgia de volver a la tierra que lo vio nacer, pero que esta vez venía con la firme intención de servirle, con sus conocimientos y experiencia. Y que mejor forma, dirigiendo, como profesional, la primera pavimentación. Desde el comienzo la gente comentaba que con este profesional las cosas se harían bien y rápido. Dicho y hecho. Brigadas enteras de obreros y maestros se dieron a la tarea de hacer las excavaciones y preparativos necesarios para echar la piedra, la arena, el cemento y todos los materiales requeridos para la obra. Yo tuve el gusto de darle la mano al mencionado ingeniero, quien me dijo: “Muchacho: hemos venido aquí con la misión de hacer un trabajo a consciencia, que dure, por lo menos 50 años. Una “pavimentación casera”. Ahora mismo me acordaba lo de “duración de 50 años”, al tiempo que dicha obra ya sobrepasó los 60 años y sigue entera. Así trabajaban no sólo el ingeniero Rivera, sino muchos profesionales. Así se hizo el puente de Cajamarca, considerado, por mucho tiempo, el más largo del país, y muchas obras ingenieriles, como el aeropuerto de El Dorado, varias centrales hidroeléctricas, que aún están prestando servicio al  país, necesitado de obras servibles y durables destinados a aliviar los quehaceres de los habitantes y a hacer más amable su vida.

LA CRUZ VERDE.
Un día me invitó mi padre a subir al Partidero, un barrio del Norte, que daba a la carretera que iba a Samaniego. Apenas entramos en ese barrio, le pedí a mi papá que me contara algo acerca de esa cruz verde, de tres metros de largo y metro y medio de ancho, que estaba adosada a una casa de habitación. Noté que mi papá se sonrió con malicia, razón por la cual le solicité una explicación por su actitud. Me confesó que él, José Antonio Rosero Leyton, era el responsable de que esa cruz estuviera en ese lugar y de que se le rindiera veneración. Eso había ocurrido a finales de los años treinta, cuando los mercaderes, especialmente carboneros, se detenían en ese punto a tomarse unas cervezas, después de vender sus productos en la plaza de mercado. Dichos mercaderes, habitualmente, dejaban sus bestias, con sus carruajes, a un lado, mientras se ponían a beber. Entre las carretillas dejaban la paja y el tamo, con que envolvían sus productos para la venta y fue, justamente, el material combustible que encendía, un grupo de jóvenes lugareños, comandados por mi papá, y que hacía que las bestias bajaran despavoridas, calle abajo, por un trayecto de siquiera medio kilómetro, hasta la plaza de Bolívar, causando todo tipo de estragos y de miedo entre la gente. Los curas tomaron atenta nota de este acontecimiento repetitivo para llenar de más miedo a la gente, lanzando la falsa idea de que por esa calle arriba se estaba apareciendo el Diablo. La superstición se impuso y muy apronto apareció la cruz verde que entronizaron los religiosos, para que los crédulos lugareños empezaran a adorar, como si se tratase de un lugar sagrado. En la actualidad (2018), a esa cruz verde le han construido una pomposa capilla, donde la feligresía ingenua sigue acudiendo, sin preguntarse el grado de “santidad” que guarda el lugar. Qué bueno sería que a esa gente crédula alguien le contara la verdadera historia. Así se forman las religiones y los cultos:  lo que la gente no puede entender por medio de la razón, lo intenta explicar con una subjetividad. No hay excepción en ninguna religión del mundo.

EL ASESINATO DE LAS BRUJAS.
Se trata del cruel asesinato de dos mujeres del pueblo, que vivían en una casa grande, que todavía queda en la calle que lleva de Túquerres a Pasto.  Casa, por cierto, de aspecto misterioso, aún antes de haberse cometido el crimen. Cuando se supo de la muerte de dichas mujeres, apenas fue de conocimiento público, que ellas se dedicaban a la brujería y a las ciencias ocultas.  Cuando entró la autoridad a sus aposentos, descubrieron que ellas tenían clavados, con alfileres, los retratos de los varones más prestantes de la ciudad, varios profesionales y empleados de la administración.  Cuál no sería la intriga de las matronas lugareñas, por querer saber, si sus maridos se encontraban o no, entre los agujereados por los alfileres de las brujas.  Era como una gallinacera de esposas que se agolpaban a la puerta de la “casa de las brujas”, para despejar, de una vez por todas, tan terrible incógnita.  Creo que, a buena parte de las esposas, no se les ocurrió, ni de lejos, pensar que sus castos maridos, estuvieran involucrados en esas intrigas, pero a otras, sí.  De resultas de este escándalo, quedó claro, que el crimen nunca se esclarecería y que nadie se acercaría jamás, ni a veinte metros, de la “casa de las brujas”, para no echar sombras, sobre su reputación.

HIJITAS: NO RECEN TANTO.
Mi querida y adorada abuela, Teodelinda, no era un dechado de religiosidad, ni mucho menos. Siempre retorcía oraciones y jaculatorias. Vienen a memoria algunas de sus travesuras: “Tonto negro, sacramento” (por Tantum Ergo, Sacramentum), “Santo, santo, santo/apunten todos al blanco. Amén”, “Virgen, Santa Ana, se quema el arroz/ dejalo quemar, que no es para vos”. “Mis hijitas: dejen de rezar tanto, porque a lo mejor, la otra vida no existe y se van a llevar, tamaño chasco”. Mi abuela mostraba especial desafecto hacia los curas de Túquerres, porque al haberse separado, a sus 25 años de su marido, mi abuelo Gonzalo Pantoja, lo más probable es que esos religiosos le hubieran hecho propuestas indecentes. Ella se ruborizaba cuando los veía y nos decía a mi hermano Hugo y a mí: “cambiémonos de andén, porque al frente vienen esos cuervos”. Nuestra conclusión, por cierto, que no fue inmediata y la dedujimos en familia, muchos años después. Creo que no erramos ni un pelo. Mi abuela, además, detestó todo lo que oliera a religión, tal vez, como simple reacción a la beatería de su madre, una señora fanática católica procedente de las familias más tradicionales de Popayán, ciudad rezandera por antonomasia.


LOS CAYPES.
El término “los Caypes”, lo utilizaba siempre mi padre, para referirse a los abogados. En el bachillerato aprendí que ya en Roma se hicieron famosos los abogados deshonestos; que Cicerón, siempre estuvo en la otra orilla, defendiendo las causas más justas. Cada vez que en Túquerres había un ilícito jurídico, mi padre decía: “ese es un asunto de los Caypes”. El apellido suena a indígena, pero me parece que también lo tenía algún abogado ladrón, ya famoso en el viejo continente. La figura de abogado ladrón, no tenía mi padre que buscarla tras las montañas. Al frente de su flamante taller de sastrería, con veinte oficiales, estaba el consultorio jurídico del abogado Marcial Bedoya, quien muy rara vez lo abría, pero sí, muchos campesinos y parroquianos se acercaban a golpear la puerta, sin tener ninguna respuesta, por parte de los habitantes de esa casa, que era la familia entera del profesional, adonde entraban y salían impasibles, sin ponerle cuidado a la solicitud constante de dar razón del jurista nombrado. Vano intento, porque ese profesional siempre huía después de cada fechoría, consistente en despojar de las tierras y propiedades a los campesinos. Más de una vez vio mi padre, como esos seres indefensos lloraban la pérdida de sus terrenos e inmuebles, sin que ninguna queja haya llegado hasta la autoridad, bien porque los campesinos no sabían entablar una querella o porque no había una fuerza social que evitara tanto desacato a la ley. Desde entonces Caype, apellido asociado desde mi infancia con los abogados ladrones, para siempre se me ha quedado en los engranas del cerebro, como algo que, dado el desarrollo torcido de nuestra sociedad, hija sempiterna de la corrupción instaurada y vigilada por las altas clases en el poder, no cambiará hasta que el pueblo no se resuelva a darle la vuelta a la pirámide social.

EL PARO DE TÚQUERRES DE 1962.
Cuando en abril de ese año, el gobierno de Alberto Lleras Camargo, determinó que la Zona de carreteras de Túquerres, sería, en breve, trasladada a Ipiales, la gente inmediatamente se puso en alerta y empezó a protestar, debido a que esa oficina era el más grande empleador de Túquerres, y de hacer realidad esa medida administrativa, muchos hogares quedarían sin pan para el sustento. Como la orden empezó a operar, se llegó el día D, para el comienzo del paro. Los antiguos líderes conservadores y liberales, Rafael Vega y Enrique Mera, respectivamente, de consuno, tomaron la dirección del movimiento y, como primera medida, dieron la orden de no dejar salir ni entrar ningún camión, con ningún tipo de provisiones. Abrieron tremendas zanjas en los accesos de las vías a Pasto, Ipiales, Tumaco, Samaniego, Guaitarilla, Sapuyes, Ospina y Yascual, debido a que Túquerres es cruce de caminos. Una vez bloqueada la ciudad, el ejército de Colombia, que partió del cuartel de caballería Cabal de Ipiales, hizo presencia con más de quinientos efectivos, que tendieron pontones para poder entrar en la ciudad en barricadas. Aparentemente, fueron recibidos, pero las mismas mujeres que atendían las cafeterías y heladerías, se encargaban de aceptar los sabotajes que la población les hacía a los militares, quienes ingenuamente se acercaban a consumir alimentos a esos negocios. Más de una vez, se los vio huir despavoridos, a esos jefes militares, de las explosiones de los trabucos (tacos explosivos) que alguien instalaba en los asientos que ellos ocupaban. Todo el mundo estaba en contra de la presencia y acción de la fuerza pública. Hubo varios días de refriega, con resultado de un muerto y varios heridos, tanto civiles, como militares. Recuerdo el miedo cerval con que yo escucha los primeros disparos de fusil y las balas que nos silbaban al oído, pero pasados los primeros minutos, nos metíamos en el grueso de la pedrea y hasta alcanzamos, en un arranque de osadía, jugar fútbol con los cascos de los soldados que yacían heridos en el suelo. Hasta mi tío abuelo, Manuel Rosero Ibarra, un dechado de bondad y de rectitud ciudadana, quien se desempeñada como síndico del hospital San José de Túquerres, se negó, rotundamente, a prestar primeros auxilios a los militares heridos. Tal era el grado de contrariedad del grueso de la población, por la medida arbitraria del gobierno. El mismo presidente Alberto Lleras, anunció que iría hasta esa población para mediar y solucionar la terrible crisis. El pueblo amotinado le envió una comunicación en la cual le decían al mencionado presidente, que necesitaban urgentes soluciones y que su presencia era, no sólo innecesaria, sino, indeseable. Existía el rumor de que Alberto Lleras Camargo, había tomado represalias contra el electorado tuquerreño, de mayoría conservadora, por la anterior votación adversa a sus intereses partidistas. La crisis terminó a los quince días, cuando el presidente reversó la medida y el ejército colombiano salió, una noche cualquiera, por encima de las tapias, ya que la ciudad permaneció bloqueada en sus vías, hasta el último momento. No sería la última vez que el pueblo de Túquerres, unido, había logrado lo que se proponía. Sus habitantes hacían honor a su título de “hacheros”, que tenían, desde siempre, y que Gaitán había inmortalizado, con unas hachas que mandó a elaborar para regalarle a sus correligionarios liberales. La historia, siempre pesa sobre la consciencia social de los pueblos.


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